10

Una piedra de poder y de dominio

263 d. C.

Meses de Paleswelty Darkember

Kelryn Desafialviento salió cabalgando de Tarsis dos minutos antes de que el capitán de la guardia de la ciudad destrozara la puerta de la opulenta estancia que había alquilado en una de las posadas más lujosas de la amurallada ciudad. El hecho de que Kelryn no hubiera pagado su alojamiento ni hubiera reembolsado a muchos mercaderes y vendedores sus mercancías y sus servicios durante el medio año que había pasado en la bulliciosa ciudad era razón suficiente para merecer las diligentes atenciones del capitán y las del magistrado jefe.

Pero el mismo oportunismo que le había permitido vivir tan bien en ciudades tan distantes como Caergoth, Sanction y Haven vino de nuevo a salvarlo. Le había dado incluso tiempo para reunir sus pertenencias, ensillar el estupendo caballo que había ganado apostando con un mercader, cabalgar en él por las calles de la ciudad y salir por la puerta norte sin dar sensación alguna de urgencia.

El hombre sabía que a lomos de su dorado corcel con crin y cola blancas ofrecía una figura señorial. Sobre sus fuertes hombros llevaba una capa de seda negra bordeada con blanca piel de marta, y calzaba unas botas de cuero fino, confeccionadas bajo promesa de pago por un curtidor de Tarsis para el apuesto noble que había causado tan buena impresión en los círculos sociales de la ciudad durante el largo y templado verano.

Al dejar la ciudad había tomado dirección noroeste; su triste estado de ánimo se debía más al cambio de estación del año que a los enemigos que dejaba atrás. Estaba acostumbrado a mudarse, pero odiaba tener que hacerlo a finales del verano. A pesar de ello espoleó a su caballo castrado para que cabalgase más aprisa, por si acaso algún habitante de Tarsis se había tomado sus fechorías como una afrenta personal. Ni que decir tiene que Kelryn estaba dispuesto a luchar por su libertad, pero prefería evitar cualquier conflicto potencialmente doloroso mediante una huida a tiempo de la zona peligrosa.

El solitario viajero acampó en uno de los estrechos desfiladeros de las colinas situadas al norte de la ciudad. Aquí el camino cruzaba por encima de los montes, lo que le proporcionaba una buena vista hacia el sur. Se mantuvo alerta toda la noche y, cuando la luz del amanecer bañó la llanura, seguía sin haber señales de sus posibles perseguidores. Probablemente los habitantes de Tarsis se habían alegrado de verlo emprender camino; —seguro— pensó, riendo entre dientes que había muchos padres de jóvenes mozas que no derramarían ninguna lágrima por él.

Pero la risa fue un sonido seco, y le sirvió de poco consuelo; a decir verdad, Kelryn deseaba la compañía de otras gentes, quería su admiración e incluso su afecto. Él sabía que era un tipo con carisma. ¿Cómo, si no, hubiera podido llevar una vida tan lujosa basada exclusivamente en que los fondos llegarían, antes o después, de sus distantes, queridos y totalmente ficticios hogar y familia?

Durante su estancia en Tarsis, Kelryn Desafialviento afirmaba que su hogar estaba en Sanction. Su identidad como orgulloso vástago de una adinerada familia de comerciantes, sumada, por supuesto, a su atractivo natural y su apuesta prestancia, le habían permitido acceder a las mejores fiestas, habían sentado a su mesa a hombres sabios y poderosos, y habían conducido a sus hijas a su cama. Había sido, pensó con un suspiro, medio año muy placentero.

Pero ahora ¿adónde iría?

Durante varios días siguió el camino hacia el norte. Al llegar a la ciudad de Esperanza se desvió y cruzó las llanuras hacia el este; como estaba aún demasiado cerca de Tarsis, no quiso arriesgarse a que su fama de estafador lo hubiese precedido y hubiese llegado a la bulliciosa ciudad. Siguió acampando a la intemperie, y atravesó las Praderas de Arena lo más rápido posible antes de tomar de nuevo su rumbo hacia el norte. Vio unas pocas personas, y fue impecablemente educado y servicial con las que encontró, para que todo aquel que buscase un ladrón o un canalla no fuese informado por los viajeros a los que Kelryn había conocido.

El gran macizo de las altas Kharolis se perfilaba en tonos morados hacia el oeste; las elevadas montañas, según sabía, albergaban en su interior la ciudad de Thorbardin, antiguo hogar de los enanos. La calzada llevaba hacia las montañas y, tras ascender, culminaba en la Puerta Sur de Thorbardin; pero, antes de llegar a las primeras estribaciones, Kelryn Desafialviento cambió de nuevo de rumbo para rodear las tierras altas que bordeaban la cordillera. Prefería evitar el reino de los enanos, ya que éstos eran muy recelosos y no se los engañaba fácilmente; constituían, pues, una mala elección para su siguiente parada.

En lugar de eso, guió a su caballo por la región costera, una zona con unos pocos pueblos de granjas pobres y unas reducidas comunidades pesqueras agrupadas en las diversas caletas recónditas de la costa del Nuevo Mar.

Varias veces estuvo a punto de parar en una de ellas, quizás incluso para pasar el invierno, pero un somero examen de cualquiera de las posadas le hacía ver que no había ninguna morada apropiada para servirle de refugio. Además, estas comunidades eran de gentes trabajadoras y honradas, y si se quedaba durante un largo período de tiempo se vería obligado a echar una mano y ayudar en las muchas tareas necesarias para sobrevivir en un lugar tan aislado, una alternativa que era totalmente inaceptable para él. Continuó, por tanto, su camino, envolviéndose los hombros con su capa bordeada de marta para protegerse del viento cada vez más desapacible que soplaba desde el glaciar del Muro de Hielo. Su rumbo pasó bordeando las llanuras de Dergoth, y tomó la decisión de intentar llegar a Pax Tharkas antes de Yule. Concluyó que era allí donde debía pasar el invierno ya que la nieve haría que los caminos elevados estuviesen impracticables, y no había ninguna ciudad que pudiese ofrecerle diversión a este lado de las imponentes montañas. Más allá, por supuesto, había lugares como Haven y Nuevo Puerto, pero Kelryn comprendió que tendría que aguardar a la primavera antes de poder alcanzar alguno de esos bulliciosos lugares. Por ello estaba de mal humor cuando entró en el árido desfiladero por el que discurría el camino que llevaba al sur de Pax Tharkas.

Sabía que la antigua fortaleza estaba asentada sobre un paso que se encontraba aún a varios kilómetros de distancia, y que era una ciudad de un tamaño considerable. Desgraciadamente, el enorme recinto también estaría bajo la administración militar de algún gobernador local o señor de la guerra. Al igual que los enanos, estos hombres no se dejaban engañar fácilmente con historietas sobre riquezas que estaban en camino y sobre desconocidas familias acaudaladas. Aunque con gran tristeza por su parte, Kelryn empezaba a darse cuenta —e intentaba asumir el hecho— de que probablemente se vería obligado a trabajar para poder sobrevivir al invierno.

Viajaba con poco equipaje, aunque había comprado varias hogazas en el último pueblo que había atravesado. También llevaba varios odres de la fuerte cerveza que tanto gustaba a las gentes de las montañas. Estas vituallas le servirían como pobre sustento cuando acampase, pero por lo menos llevaba suficientes provisiones para poder llegar a Pax Tharkas.

Disciplinado y práctico cuando era necesario, Kelryn Desafialviento era de hecho un hombre muy robusto. Podía aguantar el frío intenso y sabía manejar la espada lo suficiente para protegerse de los bandidos e incluso de alguno que otro ogro; pero ahora se sentía frustrado, porque prefería la vida fácil.

Si por lo menos pudiese llegar a Pax Tharkas antes de que empezara a nevar… Ahora, mientras el viento se colaba bajo su capa y le alborotaba la tupida melena negra, empezó a dudar si esto sería posible. Flotaba una sensación en el ambiente que sugería que, si seguía a la intemperie mucho más tiempo, lo iba a pillar una ventisca.

El hilillo de humo de una hoguera penetró en su nariz, arrastrado por el viento desde un barranco lateral. Como sabía que le quedaban aún un día o dos de camino antes de llegar a la gran fortaleza, decidió buscar al responsable del fuego; con un poco de suerte recibiría una oferta de calor y hospitalidad, e incluso comida, que lo ayudarían a pasar la noche.

El barranco que llevaba al origen del humo ascendía bruscamente desde el camino, y el caballo piafó con nerviosismo al intentar salvar el desnivel. Maldiciendo en silencio, Kelryn desmontó, cogió las riendas con la mano y empezó el ascenso a pie. Distinguió un estrecho sendero, pero estaba más preocupado por el estado de sus finas botas que días atrás tenían la apariencia de nuevas. Varias semanas de camino se habían cobrado su precio en arañazos y rasguños e incluso una de ellas estaba rajada por un lado. Mientras ascendía por el desfiladero, la curva de la pared del barranco hizo desaparecer de su vista el camino inferior, y empezó a preguntarse si no se habría imaginado el olor a humo. Y, aunque no lo hubiera hecho, ¿acaso alguien que acampaba en un lugar tan remoto sería amistoso, acogedor o siquiera tolerante con un intruso?

No tenía respuestas para estas preguntas, pero supo que no tardaría en descubrirlo cuando, al salvar otra curva del camino, vio la entrada de una oscura cueva, en cuyo interior se vislumbraba un resplandor rojizo; sin duda allí estaba el origen del humo. Escalando algunos pasos más llegó a una zona lisa de gravilla situada ante la boca de la cueva. Aferró la empuñadura de la espada, pero no sacó el arma; entró con cautela y escudriñó las profundidades, preguntándose acerca de la naturaleza del autor del fuego.

—¡Hola! —llamó, intentando dar una entonación alegre a su voz—. ¿Hay alguien ahí?

Una figura achaparrada y cargada de espaldas se apartó de la pared de la cueva y se plantó frente a él. Siluetado por el fuego como estaba, Kelryn advirtió al instante, por las arqueadas piernas y el torso con forma de barril, que el ocupante de la cueva era un enano.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, receloso, el tipo.

Kelryn se sorprendió al comprobar que, a pesar de la contraluz, podía ver los ojos del enano: dos puntos luminosos de color blanco lechoso, que resplandecían con un brillo extraño.

—Un viajero, un pobre caballero —contestó en el tono más suave y amistoso que conocía—. Sólo espero poder compartir el calor de tu fuego.

Con un resoplido, el enano le dio la espalda y fue a sentarse en el umbrío interior de la cueva.

Kelryn esperó un momento, para ver si el enano ampliaba su respuesta; pero, cuando se dio cuenta de que no habría ni invitación ni rechazo, se aclaró ruidosamente la garganta. La respiración del caballo formaba vaho a su lado, y el fuego del interior de la cueva chisporroteaba tentadoramente encima de un montón de rescoldos.

Finalmente el hombre decidió controlar la situación, avanzó despacio y ató el caballo a la entrada del refugio rocoso, en un lugar protegido del frío intenso del viento glacial. Luego entró, agachándose para pasar por debajo de un saliente irregular de granito. Una vez dentro, vio que el techo rocoso se elevaba lo bastante para permitirle ponerse de pie. La cueva era un buen refugio; incluso tenía al fondo una chimenea natural por donde el humo del fuego salía a la oscuridad de la fría noche… y podía llegar a la calzada arrastrado por una ráfaga de viento.

Kelryn notó que las piedras que rodeaban el conducto para el humo estaban manchadas por un hollín negro brillante. Sospechó que hacía mucho tiempo que se usaba como chimenea, y se preguntó si el enano habría hecho de la cueva su residencia más o menos permanente.

Adentrándose en el refugio, el hombre dio tiempo a que sus pupilas se adaptasen a la oscuridad. Mantenía las manos en los costados para que el enano, que lo miraba fijamente desde su asiento cerca del fuego, supiera que venía en son de paz.

—Me llamo Kelryn Desafialviento —dijo, ofreciendo su más seductora sonrisa. Hizo un gesto hacia una roca plana que había junto al fuego y enfrente del enano, que aún permanecía callado—. ¿Te importa si me siento?

—¡Ja! —espetó el enano, y sus pálidos ojos volvieron a iluminarse—. Déjame pensar.

El tipo juntó ambas manos en la pechera de su jubón y apretó la prenda contra su pecho. Kelryn se sorprendió al ver que estaba tiesa de puro roñosa, y desgarrada, sin el fino trabajo tan habitual en otras prendas de los enanos. El ocupante de la cueva tenía una desordenada melena de pelo erizado, y su barba era un nudo enmarañado y grasiento que le cubría casi todo el pecho.

Kelryn se estaba preguntando qué significado tendrían las últimas palabras del enano, cuando el espantoso tipo empezó a hablar. Escuchó, preparando una respuesta que su anfitrión considerase agradable, hasta que cayó en la cuenta de que el individuo no estaba hablando con él.

—Quiere quedarse, dice —murmuró el enano. En sus ojos, aparentemente desenfocados, había una mirada ausente, prendida en el vacío, más allá de Kelryn. Los puños seguían apretados contra su pecho—. Quiere calentarse al fuego, dice.

—Y es la verdad —adujo amistosamente Kelryn—. No me causaría sorpresa alguna que esta noche cayera algo de nieve.

—Nieve, dice. —El enano rió, mirándolo con los ojos muy abiertos antes de volver a enfocarlos en la nada.

Kelryn se sentía confundido, aunque intrigado. Pensaba que el enano estaba loco, pero el desaseado morador de la cueva no parecía peligroso, y Kelryn Desafialviento tenía un sentido del peligro muy desarrollado, sobre todo cuando se trataba de su propio pellejo.

—Puedes quedarte —dijo de repente el enano, soltando su jubón y suspirando con lo que parecía cansancio, o quizá resignación.

—Gracias, te estoy muy agradecido —dijo el hombre, quien decidió arriesgarse a hacer otra pregunta—. Eh… ¿con quién estabas hablando? ¿O debería haber dicho a quién debo estar agradecido?

—Pues a él, claro —contestó el enano con una leve sonrisa.

—Entonces hazle saber mi gratitud, por favor.

—Lo sabe, lo sabe.

El enano se puso en movimiento de repente; echó varios trozos de madera sobre el fuego, sacó un tosco cuenco y lo depositó entre las brasas. Kelryn advirtió que el tazón era en realidad un casco de acero, probablemente fabricado por enanos, que había sido destinado al ignominioso uso de cazo para la sopa.

—Te llamas Kelryn —dijo el enano, como si estuviera confirmando su memoria.

—Eso es, y tú…

—Mi nombre es Gantor Espadanegra, pero me puedes llamar… ¡Fistandantilus! —gritó con entusiasmo el mugriento tipo, como si la inspiración le hubiera venido de improviso.

—¿Fistandantilus… el mago?

—El mismo. Es él quien ha dado su beneplácito para que puedas quedarte. Es con él con quien hablaba. —El enano se golpeó suavemente el pecho con satisfacción, como si el mismísimo gran mago estuviera alojado en un saquillo pegado a su piel.

—Pero acabas de decir que debo llamarte así y sin embargo das a entender que ese nombre pertenece a otra persona.

—Me pertenece a mí —chilló el enano, poniéndose de pie y manteniendo sus arqueadas piernas prestas para la batalla—. No puedes quedarte con él.

—Ni lo quiero —respondió rápidamente Kelryn, ahora totalmente convencido de que el tipo estaba loco de remate. Miró desconfiado al enano que, más tranquilo ahora, volvió a sentarse. Gantor se apartó a un lado la barba, tiró hacia adelante del cuello suelto de su camisa, y bajó la vista, como si se estuviera mirando la barriga; luego alzó de nuevo la mirada y contempló con ojos muy abiertos a su visitante.

»¿Eres de uno de los clanes de Thorbardin, o de los Enanos de las Colinas? —preguntó el hombre, intentando cambiar de tema.

—¡Bah! Ninguno de los dos clanes es digno de mí, aunque hubo una época en la que me contaba como miembro del clan de los theiwars. Sólo me debo a mí mismo, y a Fistandantilus.

—Pero me dijiste que tú eras Fistandantilus. —Kelryn, sin retirar un solo momento la mano de la empuñadura de su espada, estaba disfrutando del debate verbal. Y se sentía intrigado por el jubón del enano. ¿Qué demonios tenía ahí dentro?

—Eso lo digo para protegerme, y para protegerlo a él. —El enano miró hacia la entrada de la cueva como si sospechase que había alguien espiándolos; aparentemente satisfecho, se calmó y volvió a remover la sopa.

—¿Puedo ofrecerte un poco de pan o un trago de cerveza? —Fue al caballo, lo desensilló, y llevó sus provisiones a un nicho resguardado de la cueva. Rebuscando en sus alforjas sacó algunas vituallas selectas de su reserva de provisiones.

El enano lo miró con ojos brillantes y hambrientos cuando Kelryn volvió al fuego y se sentó de nuevo sobre la lisa piedra.

—Para ser sincero, debo decir que hace muchos años que no pruebo el sabor de la auténtica cerveza —admitió Gantor mirándolo fijamente. Alargó la mano para arrebatarle el odre en cuanto Kelryn hizo ademán de tendérselo, como si esperara que el humano se lo quitase en cualquier momento.

—Cógelo. Tómatela toda —ofreció sinceramente el hombre, no tanto por caridad, sino más bien porque conocía el poder de la cerveza para soltar la lengua tanto de enanos como de hombres.

El enano bebió mucho, y bajó el odre relamiéndose de gusto. Era sorprendentemente cuidadoso considerando lo mugriento que estaba, ya que ni una gota del ambarino líquido cayó por sus labios ni se derramó en la maraña de su barba.

—Está buena —dijo Gantor Espadanegra antes de tomar otro largo trago. Éste pareció confirmar su impresión inicial, ya que eructó de forma sonora y se recostó contra la pared de la cueva, con los pies extendidos cómodamente hacia el fuego. Una soñadora sonrisa apareció entre el bigote del enano—. Sí, había pasado mucho tiempo desde la última vez que compartimos el sabor de la cebada.

Kelryn estaba a punto de decir que no recordaba haber compartido en ninguna ocasión un trago de cerveza cuando se dio cuenta de que no era con él con quien hablaba el enano.

—¿Quizá Fistandantilus quiere algo un poco más fuerte? —preguntó el hombre—. Tengo un traguito de vino que he estado guardando para una ocasión especial.

De repente el enano se puso tenso, se incorporó, y frunció el ceño de forma que los ojos, normalmente muy abiertos, se entrecerraron amenazadoramente.

—¿Qué has dicho? —espetó, con una voz muy parecida a un gruñido.

Kelryn se maldijo en silencio por intentar ir demasiado deprisa; pero, aun así, su curiosidad le impedía retroceder.

—Dijiste, o eso creí entender, que estabas aquí con el mago Fistandantilus. Sólo pregunté si querría un trago de vino.

—No está aquí —declaró el theiwar. Su voz se tornó de nuevo amistosa, conspiradora—. A decir verdad, está muerto.

—Lo siento —dijo Kelryn siguiéndole la corriente—. Me gustaría haberlo conocido.

—Todavía puedes. —Gantor asentía entusiasmado con la cabeza—. Yo lo conozco.

El hombre hizo caso omiso de la contradicción.

—Espléndido. ¿Qué quiere?

—Quería que yo matara al kender. Lo supe en cuanto cogí la gema. —El enano asintió de nuevo, como para confirmar la veracidad de lo que decía—. Me dijo que usara la calavera para atizarle y así lo hice.

—Eso estuvo bien —aprobó sagazmente Kelryn—. No es persona con la que se deba discutir.

—No. —La barba y el pelo de Gantor se agitaron al negar enérgicamente con la cabeza.

El humano consideró los comentarios de su compañero; al principio estaba decidido a rechazarlos como delirios de locura, pero ahora ya no estaba tan seguro.

—Dijiste algo acerca de una gema. ¿Es así como hablas con Fistandantilus? ¿Lo ves o lo oyes en la piedra?

—Sí, eso es —confirmó con entusiasmo el enano. De nuevo miró hacia la entrada de la cueva—. Nunca se la he mostrado a nadie, pero no importa. Él dice que puedo permitir que la veas.

Kelryn se quedó boquiabierto cuando Gantor sacó el heliotropo. Nunca había visto una gema tan grande, y la filigrana de oro que engastaba la piedra valía una pequeña fortuna por sí sola.

Pero fue en concreto el heliotropo lo que atrajo su mirada y lo mantuvo absorto, casi hipnotizado. Veía destellos de luz cual pequeños fuegos mágicos, con brillos crecientes y menguantes en la pálida y verdosa profundidad de la pulida gema. En contra de su voluntad, notó cómo ese latido lo atraía hacia la piedra con su poderoso magnetismo. Y entonces supo que se apoderaría de la gema. Debía tenerla a toda costa.

—Fistandantilus fue un gran hombre —dijo Gantor muy serio—. Tenía muchos enemigos que mancharon su nombre. Pero era fuerte y tenaz. Habría sido una luz en esta época oscura del mundo de no ser por la traición de sus enemigos.

—¿Cómo sabes todo esto? ¿Te lo ha enseñado la piedra? —Kelryn apartó con dificultad los ojos de la gema, y miró intensamente al corrompido enano—. Cuéntamelo —insistió, impaciente, al ver que el enano vacilaba.

—Sí, ella me lo cuenta, y me guía. —El theiwar hablaba ahora con avidez, claramente ansioso por que el humano lo entendiese bien—. Me trajo aquí hace un mes y me ordenó esperar, y yo obedezco, aunque no me ha dicho para qué.

—Me esperabas a mí —asintió Kelryn, y miró de nuevo al núcleo de la piedra. Oyó la llamada y supo la voluntad del que hablaba desde su interior. Gantor había sido llevado allí por la voluntad de la gema a fin de que Kelryn Desafialviento lo encontrara. El hombre estaba totalmente convencido de ello.

—Pero ¿por qué a ti? —preguntó, intrigado, el enano.

Por toda respuesta, Kelryn se llevó la mano a la empuñadura de la espada en un movimiento suave y ágil. En un abrir y cerrar de ojos sacó la hoja, cuyo acero plateado brillaba con los reflejos rojizos del fuego, y asestó una estocada hacia adelante antes de que Gantor pudiera moverse, maldiciendo la incómoda postura de su ataque, pero sabiéndose incapaz de rectificarla ni de retrasar su acción, acuciado por la irresistible llamada que recibía del interior del heliotropo hechizado.

El resultado del torpe ataque fue más que satisfactorio. El theiwar esperó, quieto como una estatua, como si a él también le hubieran ordenado hacerlo u obligado a ello. Kelryn no lo entendió hasta después de que la espada hubo atravesado la erizada maraña de la barba y la garganta del enano, que exhaló su último aliento y soltó un gran chorro de sangre antes de desplomarse muerto.

Al igual que Kelryn, Gantor Espadanegra se había limitado a hacer lo que le ordenaban desde el interior de la piedra.