INTRODUCCIÓN

VIDAS PARALELAS

por Fernando Cordobés

Si hay un nombre que, junto al de Natsume Sōseki, se asocia al de los más influyentes escritores modernos japoneses, ese es el de Ōgai Mori. El destino les ha unido irremediablemente. De alguna forma representan el anverso y el reverso de una misma época, cada uno con sus virtudes, con sus estilos claramente diferenciados, con una trayectoria vital bien distinta y una obra literaria que sigue caminos hasta cierto punto divergentes.

Si la de Natsume Sōseki es una obra unitaria que evoluciona con una lógica coherente desde sus primeras novelas hasta las de madurez, la de Mori es mucho más discontinua, variada y diversa en el sentido de que no se limita a una sola temática y toca distintos palos, debido, quizás, a su sorprendente inquietud intelectual, a su curiosidad y a su enorme capacidad expresiva. Mientras que Sōseki se fue despojando de todo lo que le impedía dedicarse a tiempo completo a la literatura, Mori nunca abandonó sus responsabilidades de alto funcionario ni su influyente posición. Ambos vivieron los profundos cambios sociales y culturales de la Restauración Meiji (1868–1912) y ofrecieron respuestas distintas a una realidad social que iba a abrir el camino al nuevo Japón.

Varios factores políticos, sociales e incluso geográficos, jugaron un papel determinante en la creación del cambiante patrón cultural que muchos escritores vivieron en el periodo que corresponde a la Restauración Meiji y que, por extensión, llegaría hasta la Segunda Guerra Mundial. En primer lugar, destaca el hecho de que Japón, junto con Tailandia, fue uno de los dos únicos países del este asiático no colonizado por ninguna potencia europea. Indochina, Birmania, India, Filipinas y algunas zonas de China estuvieron sometidas de una manera u otra al dominio de las naciones occidentales. Obviamente, el gobierno japonés se percató del peligro y ello fue el acicate para emprender el gran salto hacia la modernización que, sin embargo, no significó la entrada forzada de la cultura europea como sucedió, por ejemplo, en la India.

Sin embargo, los escritores y artistas japoneses sí se tomaron un profundo interés en la cultura occidental, especialmente después del larguísimo periodo de aislamiento que les había mantenido alejados de las influencias externas durante siglos. Ese interés estuvo alimentado más por la curiosidad y por el entusiasmo que por una necesidad cultural o política urgente. Aunque la cultura europea fascinó durante mucho tiempo a los intelectuales japoneses, estos estuvieron privados de cualquier contacto con ella excepto a través de la entrada restringida de una pequeña cantidad de libros y documentos, la mayor parte de ellos escritos en holandés (Holanda era el único país que disfrutaba de un permiso limitado para comerciar con Japón) hasta la apertura del país en 1868. Parte del interés por Europa generado en Japón a finales del siglo XIX estuvo relacionado con su predominancia en la esfera política, económica y cultural en todo el mundo. A pesar de ello, los jóvenes escritores japoneses se sintieron genuinamente atraídos por la literatura francesa, alemana o inglesa de la misma forma que les sucedía a los autores americanos.

¿Por qué le dieron la espalda los creadores japoneses a Asia, especialmente a China, que había sido fuente de inspiración y modelo de emulación durante más de mil años? Evidentemente hay muchas razones, entre las cuales se encuentra la pérdida de hegemonía política del país. Pero existen otras no menos importantes. La herencia confuciana seguía siendo una fuente de inspiración poderosa que daba forma a la producción literaria y artística china. En Japón, sin embargo, la situación era distinta. Durante gran parte del periodo Tokugawa, también conocido como Edo (1600–1868), el país estuvo aislado tanto de China como de los países europeos y en ese largo espacio de tiempo la literatura japonesa se había secularizado. Seguían existiendo poderosas trazas de ideas confucianas y budistas en los escritos anteriores a 1868, pero la mayor parte de la producción literaria se había distanciado de la expresión directa de cualquier tipo de preocupación religiosa, moral o didáctica. Ese espacio menos restringido permitía un flujo sencillo, rápido y libre de obstáculos de nuevas ideas y conceptos en el mundo intelectual y artístico japonés.

También hubo una serie de circunstancias que contribuyeron a facilitar el rápido desarrollo de una nueva literatura en Japón. Una de ellas fue el grado relativamente alto de alfabetización, similar o superior incluso al de Europa o América. Desde el siglo XVII hasta el XIX, una enorme población urbana concentrada principalmente en las ciudades de Edo (la actual Tokio), Kioto y Osaka, desarrolló sofisticados gustos, una gran curiosidad intelectual y un interés casi desmedido por lo nuevo e innovador. Mientras la alfabetización se extendía, el reconocimiento de los clásicos japoneses, desde el Genji Monogatari (La historia de Genji), de Murasaki Shikibu, hasta la poesía de la corte de la época Heian y diversas obras como Las ocurrencias de un ocioso, de Yoshida Kenkō, fueron encontrando un número cada vez mayor de lectores que definieron un concepto propio de su pasado cultural, así como de sus valores, y el medio para hacerlo fue la literatura. Durante todo el periodo que se extiende desde el fin de la era Edo y abarca hasta la Segunda Guerra Mundial, la literatura del pasado y el presente continuó siendo un medio privilegiado para los japoneses de acceder a su cultura y al conocimiento de sí mismos.

En ese sentido, resulta elocuente la relectura que algunos autores del periodo Meiji, como Ryōnosuke Akutagawa, hicieron de los antiguos clásicos para darles un nuevo aire y poner un mayor énfasis en los elementos psicológicos apenas esbozados en los textos originales. Antiguos conceptos estéticos se reinterpretaron a la luz de la mentalidad del siglo XX. Pero no se puede obviar el hecho de que en las primeras décadas del periodo Meiji, al menos seguía llegando una segunda influencia proveniente en su mayor parte de China. En la época de la guerra sino-japonesa (1894–1895), la ficción china había perdido su influencia en el gusto del público nipón y, de hecho, muchos autores jóvenes chinos estaban fuertemente influenciados por su colegas japoneses. Sin embargo, la poesía china seguía siendo una referencia literaria fundamental. La primera generación de intelectuales de la era Meiji se formó con los clásicos chinos, al igual que sucedía en occidente con los griegos y los latinos. Por esa razón, no cesó la admiración que sentían hacia los grandes hitos literarios del país vecino. Autores como Sōseki y Mori escribían poesía en chino clásico, kanshi. En las obras de Sōseki, por ejemplo, se revela su gran habilidad para componer versos kanshi, lo cual fue también para él un medio adecuado a través del cual expresar sus más íntimos pensamientos. La insistencia en la rectitud moral, una de las principales herencias del sistema filosófico confuciano, ayudó a reforzar esa postura en muchos escritores de la era Meiji, y esas cualidades continúan otorgándoles una enorme estatura en el Japón actual.

Se puede afirmar, sin riesgo de exagerar, que la literatura europea llegó a Japón prácticamente de golpe. Escritores y lectores descubrieron a una gran variedad de autores occidentales de distintos periodos que iban desde Shakespeare, Goethe o Chéjov, hasta Meredith, Flaubert o Tolstói. Pero el influjo de esos modelos literarios, a veces contradictorios, generó entusiasmos diversos, y hubieron de pasar décadas hasta que las distintas influencias se pudieron digerir y estar listas para su uso. En la época Meiji ese nuevo clima de posibilidades literarias fue estimulado por el viaje a Europa de distintos personajes que fueron allí para convertirse después en grandes escritores. Ōgai Mori viajó a Alemania, Natsume Sōseki a Inglaterra y Kafū Nagai a Francia. De hecho, Francia, y en especial París, se convirtieron en el faro al que muchos de ellos miraban en busca de inspiración. La lista de autores japoneses que visitaron o vivieron en París es extensa y distinguida, e incluye nombres como los de Takamura Kōtarō, Shimazaki Tōson, Yosano Akiko, Yokomitsu Riichi o Nishiwaki Junzaburō, entre otros. Muchos de estos encuentros aportaron frescura a la literatura japonesa y en todos los casos abrieron nuevos caminos para la expresión de ideas y emociones.

Ōgai Mori, seudónimo de Rintaro Mori, nació en 1862 en la localidad de Tsuwano, en la prefectura de Shimané, en el seno de una familia samurái al servicio del daymio, el señor feudal de la región. Su padre trabajaba como médico personal del señor, y otorgó a Mori una educación basada en el culto al confucianismo y el respeto a los códigos y valores feudales. Gozó de una educación privilegiada y, gracias a su innata capacidad, pudo aprender varios idiomas desde muy joven. A los cuatro años estudiaba chino clásico; en 1870 comenzó a cultivar el holandés, lengua indispensable en esa época para leer los tratados de medicina occidental. Ya en Tokio aprendió alemán y a los doce años ingresó en el curso preparatorio de la universidad para matricularse en la Facultad de Medicina, de la que se licenció con tan solo diecinueve años. Más tarde ingresó en el ejército como cirujano, y en 1884 recibió una beca del gobierno para ir a estudiar higiene militar a Alemania. Allí estuvo cuatro años y asistió a clases en las ciudades de Leipzig, Munich y Berlín, además de investigar en los laboratorios de bacteriología de Pettenkoffer y Koch. Fue durante esa época, que él mismo calificó como la del «descubrimiento de la verdad y la belleza», cuando vivió una historia de amor que más tarde daría pie a la novela La bailarina. El verdadero nombre de la mujer que se esconde tras el personaje de Elise permaneció en secreto, y de ella solo se sabe que fue una mujer valiente que en aquella época tuvo el arrojo necesario para seguirle a Japón después de que la dejara en Alemania tras haberse comprometido en matrimonio.

De regreso a Japón, Mori se casó con la hija de un alto mando de la Armada, si bien la unión acabaría en divorcio unos años más tarde. Mientras tanto, Mori ya se había convertido en un gran difusor de la literatura europea, y tradujo al japonés multitud de obras de distintos idiomas, especialmente del francés y el alemán. Fundó dos revistas científicas, Eisei Shinshi (Nueva Higiene) e Iji Shinron (Nueva Medicina) y asimismo una revista literaria, Shigarami Zoshi (Lazos), que más tarde cambiaría de nombre para llamarse Mezamashi Gusa (Despertar).

Al tiempo que desarrollaba su incesante actividad cultural y literaria, continuó con su carrera militar en la que alcanzó el cargo de Director del Colegio Médico del Ejército y Jefe de la División Imperial, trabajo que compatibilizaría con la política. En 1899 lo trasladaron a la isla de Kyushu, donde se casó por segunda vez y donde se sintió alejado hasta tal extremo de la vida cultural y política del país, que llegó a afirmar que el Mori escritor había muerto. Allí, en un ambiente aislado y de profunda introspección, elaboró el concepto de teinen, resignación, entendido como un estado de serenidad mental que permite enfrentarse al mundo, una noción que desarrollaría en toda su obra posterior.

En 1904 sirvió en el frente en la guerra ruso japonesa (1904–1905), y a su regreso retomó su actividad literaria oponiéndose firmemente a alguna de las tendencias llegadas de Europa que causaban furor entre los jóvenes escritores del momento. Fue el caso del naturalismo al que, junto con Natsume Sōseki, consideraba una subordinación de la inteligencia al determinismo fisiológico. Pero fue a partir del año 1909 cuando su obra experimentó un profundo cambio. En su narrativa se aprecia un tono exasperado y crítico. El creciente imperialismo japonés hacía crecer la tensión entre la independencia individual y la subordinación al estado todopoderoso. Se produjo un notorio distanciamiento entre los intelectuales liberales defensores a ultranza de los derechos del pueblo, la llamada tendencia minken, claramente orientada hacia los valores occidentales, y los nacionalistas partidarios de un estado omnipotente, agrupados en la tendencia kokken. Esa tensión no era sino el presagio del militarismo que estaba por llegar y que acabaría llevando al país al desastre. En ese medio ambiente, Mori publicó su novela Vita sexualis (1909), centrada en las inquietudes eróticas de un joven y sufrió en primera persona la represión del poder, pues la obra fue censurada y retirada de la circulación al ser calificada de pornográfica. Hubo además otro acontecimiento que supuso un duro golpe no solo para él, sino para todo el mundo intelectual de la época: la detención y posterior ejecución del líder socialista Kōtoku Shōshi, acusado de urdir un plan para acabar con la vida del emperador. Los escritos fechados entre los años 1909 y 1912 serán la respuesta de Mori a ese avasallamiento. El abandono de los ideales de juventud, la libertad coartada o la desconfianza en la modernidad, serán los temas principales de estas obras entre las que se incluyen por ejemplo Seinen (Juventud), Asobi (Juego) o Chinmoku no to (La torre del silencio). En esta época Mori elabora un vocabulario personal con el que expresa la complejidad de sus estados mentales y emocionales: el ya citado concepto de teinen, resignación, kamen, máscara, eien naru fuheika, eterno descontento, y otros muchos.

Tras ese periodo de teorización, se produjo un nuevo acontecimiento que daría un giro copernicano a su vida y a su obra. El 13 de septiembre de 1912, el día de los funerales del emperador Meiji, el general Nōgi, junto a su mujer, practicó el junshi, el suicidio ritual para acompañar en la muerte al señor. La excusa formal que adujo el militar fue la de haber perdido el estandarte de la nación en una batalla treinta y siete años antes. Con su muerte reparaba su honor personal. Hubo de esperar hasta el fallecimiento de su señor para poder cumplir con su estricto código de valores. Este acontecimiento causó un fuerte impacto en los intelectuales japoneses, que lo interpretaron como un regreso a los antiguos códigos samuráis y como la reacción contra una modernidad que no ofrecía la seguridad de la tradición.[1] La reacción de Mori fue volver la vista atrás, a las raíces del Japón milenario. A partir de ese momento comenzó a escribir relatos históricos, cuyos personajes sacrifican sus intereses personales por causas más trascendentes que sus propias vidas. Asimismo, inició una serie de biografías sobre sabios confucianos de la época Tokugawa, obras muy apreciadas por la crítica tradicional. En 1916, cuando contaba 54 años, murió su madre, a quien siempre estuvo muy unido, y Mori dejó el ejército para ser nombrado director del Museo Imperial y la Biblioteca Nacional. Murió el 9 de julio de 1922 a la edad de sesenta y dos años aquejado de tuberculosis y de una insuficiencia renal.

La bailarina (1890) fue una obra que en el momento de su publicación se consideró sumamente moderna. Mezclaba un lenguaje y un modo de expresión muy antiguos con unos sentimientos violentamente actuales. Los lectores estaban perplejos. Estamos ante uno de los primeros intentos en Japón de adecuar el lenguaje escrito al lenguaje hablado, un camino que seguirían todos los demás autores posteriores a él. La traducción de la obra a un español actual no permite apreciar las discrepancias ni la tensión entre el vocabulario, la gramática y el tono general del lenguaje escrito de Mori y esos sentimientos nuevos que el autor expresa con notable acierto. Por primera vez en la literatura japonesa, el autor-protagonista de la obra habla en primera persona y expresa sus propias emociones, algo que hasta ese momento no se hacía, sencillamente. La relación sentimental del joven japonés con una chica alemana constituía un auténtico «sueño» para infinidad de jóvenes de aquella época que ansiaban ir a estudiar al extranjero y vivir una experiencia como la descrita en el libro. Si la posibilidad de salir de Japón y residir en un país europeo ya estaba fuera del alcance de una inmensa mayoría, la posibilidad de que una chica rubia de ojos azules se enamorase de un chico normalmente bajo de raza asiática proveniente de un país en vías de desarrollo, parecía directamente ciencia ficción. Quizás esa fue unas de las razones por las que la obra fue tildada en su momento de exquisita.

Leída en una época como la nuestra y en un contexto cultural tan alejado del japonés, La bailarina puede parecer una historia de amor un tanto trasnochada. Sin duda, adolece de un tono romántico y trágico ya superado, que debe mucho a Goethe. Pero para comprender el impacto que causó en el momento de su publicación, así como la trascendencia que tuvo para el desarrollo de una nueva literatura, resulta imprescindible acercarse a ella con otros ojos, con una visión más amplia que trascienda la mera historia de amor entre Toyotaro y Elise, sus protagonistas. En un momento determinado, Toyotaro contempla la ciudad de Berlín y nos hace sentir el brío con el que intenta enfrentarse y dominar un mundo nuevo y ajeno por completo a él. Un reflejo de la disposición del joven Mori cuando él mismo llegó a la ciudad. Se le podría reprochar al autor la extravagancia que suponía que un joven japonés de entonces estuviera en disposición de ayudar a una joven alemana desconocida de una belleza subyugadora. Pero no se trata de plantear la cuestión en términos realistas. Lo que llama la atención verdaderamente es que el protagonista, un ser invisible llegado del Lejano Oriente cuando pasea por Unter den Linden, la elegante avenida berlinesa, se convierte en una persona superior a cuantos le rodean cuando se interna en la Klosterstrasse, una humilde calle apartada del glamour prusiano. Irónicamente, este joven japonés se siente realizado por primera vez como élite de Japón en un barrio pobre de la capital alemana.

La bailarina puede leerse como una novela de amor o bien como el relato de una traición. Toyotaro se siente una marioneta que se mueve a la deriva de los cambios de la dirección del viento de la vida. Él apenas decide nada y así lo confiesa. Aunque para él su estancia en Alemania pueda representar en algún momento el despertar de un sueño, en realidad no es así. Seguirá sometido a un destino en el que poco o nada puede decidir y, por ello, se verá obligado a traicionarse a sí mismo además de traicionar su amor. El crítico japonés Ningetsu Ishibashi menciona el desacuerdo que existe entre el carácter del protagonista y su destino. Defiende que el enamoramiento en sí representa una variedad de hazañas. Sin embargo, este hechizo no supone la negación de estas hazañas sino su sustitutivo, pues Toyotaro no puede alcanzar lo que realmente desea. Mori parece decir que Japón le pesa tanto que le impide ser él mismo. Carga sobre sus hombros con una responsabilidad y una lealtad hacia sus valores infinitamente superiores a sus pulsiones personales.

Sorprende el desenlace de la novela, que se resuelve en apenas unas líneas. Es posible que Mori no estuviera a la altura literaria de Sōseki, pero representa tan bien como él el conflicto que generó en ellos la llegada brusca e inesperada de una modernidad que cortó de raíz la seguridad (real o no) que suponían las tradiciones y los valores ancestrales japoneses a los que ya no resultaba fácil aferrarse.

FERNANDO CORDOBÉS