Ya han terminado de estibar el carbón, y las mesas del comedor de segunda clase permanecen en silencio. Incluso el brillo de las tenues luces me provoca, en este instante, un sentimiento de fugacidad. Los jugadores de cartas que se reúnen aquí cada noche se han quedado en tierra, en el hotel, y me han dejado solo a bordo.
Han pasado ya cinco años desde que vi cumplirse uno de mis más anhelados sueños, cuando recibí una suerte de promoción en mi trabajo que implicaba un traslado a Europa. Por entonces, cuando atracamos en este mismo puerto, en Saigón, en el trayecto de ida, me sorprendió el exotismo de todo cuanto veía y escuchaba. Me pregunto ahora cuántos miles de palabras, nacidas de pensamientos fugaces y azarosos, anoté cada día en mi diario de aquel viaje. Más tarde, lo publicaron en un periódico, y tuvo una buena acogida, pero ahora me estremezco cuando pienso cómo reaccionarían las personas sabias a mi simpleza de entonces unida a mi retórica presuntuosa. En mi ingenuidad, detallé escrupulosamente, considerándolas verdaderas rarezas, las más leves minucias de la flora y fauna comunes o, incluso, de la geología o las costumbres locales. Ahora, en cambio, en mi regreso a casa, los cuadernos que compré antes de partir, con la intención de usarlos como diarios durante el trayecto de vuelta, continúan vacíos. ¿Es posible que durante mi estancia de estudios en Alemania haya desarrollado una cierta actitud de nil admirari?[2] No. Hay otra razón.
De hecho, regresando a Japón, me siento una persona muy diferente de la que era cuando partí hacia el Oeste. No solo vuelvo insatisfecho del resultado de mis estudios, sino que también he aprendido lo triste y amarga que puede resultar la vida. En concreto, en este momento, soy consciente de la falibilidad de las emociones humanas y me duele especialmente lo veleidoso de la naturaleza de mi corazón. ¿Cómo podría yo considerar digno de publicarse el registro de unas impresiones que un día pueden ser ciertas y equivocadas al siguiente? Quizás sea ese el verdadero motivo por el que hasta ahora no me he decidido a escribir ese diario. Pero no. Hay otra razón.
Han pasado veinte días o más desde que pisamos tierra firme por última vez, en Brindisi. Es costumbre a bordo matar el tiempo y ahuyentar las preocupaciones propias del viaje en compañía del resto de pasajeros, completos desconocidos. Sin embargo, yo me he encerrado en mi camarote con el pretexto de sufrir cierta indisposición. En raras ocasiones hablo con mis compañeros en este trayecto a través de los mares, pues un remordimiento oculto me atormenta.
Al principio, este dolor era tan tenue como la brizna desprendida de una nube arañando mi corazón: se limitaba a impedir que me deleitase con la visión del paisaje montañoso de Suiza, o ensombrecía mi interés por las ancianas ruinas de Roma. Más tarde, me sentí gradualmente cansado de la vida, agotado de mí mismo. Una angustia desgarradora me atenazó. Ahora, los remordimientos se han asentado en las profundidades de mi corazón y se han transformado en simples sombras. Y aun así, todo lo que veo o leo renueva mi dolor, evoca sentimientos de profunda nostalgia, como si fueran formas reflejadas en un espejo o el eco de una voz en la lejanía.
¿Cómo podré librarme de esos remordimientos? ¿Seré capaz de lograrlo en algún momento? Si fueran de una naturaleza distinta, quizás podría calmarlos y expresarlos con un tono lírico, en forma de poesía, y así sentirme después purificado. Pero están tan profundamente arraigados en mi interior, que mucho me temo sea tarea imposible. Aun así, mientras continúo aquí disfrutando de mi soledad en esta tarde, en la que nadie aparece por cubierta, y mientras aún falta un buen rato para que el camarero venga a apagar las luces, creo que aprovecharé para tratar de esbozar mi historia.
Gracias a la austeridad con la que vivimos en casa durante mi infancia, no tuve que prescindir de recibir una educación adecuada, a pesar de haber perdido a mi padre a una edad temprana. Tanto cuando estudiaba en la escuela de mi antiguo feudo como luego, en la escuela secundaria, para preparar el ingreso a la universidad, incluso después de entrar a la facultad de Derecho, mi nombre, Ota Toyotaro, aparecía siempre en lo más alto de las listas de calificaciones. Eso, sin duda, procuraba cierta tranquilidad a mi madre, que había encontrado en mí, su único hijo, la fuerza suficiente para seguir viviendo. A los diecinueve años, obtuve mi licenciatura, y me elogiaron por ser el estudiante que había recibido mayores honores desde que se fundó la universidad. Comencé a trabajar en una oficina gubernamental, y pasé tres agradables años en Tokio, junto a mi madre, a quien hice venir desde el campo. Como consecuencia de la especial estima que me profesaba el jefe del departamento en el que trabajaba, me ofrecieron una especie de promoción que incluía un traslado a Europa donde, además, podría completar mis estudios en materias relacionadas con mi especialidad. Animado por la posibilidad que se me ofrecía de hacerme un nombre e incrementar los ingresos de mi familia, no sentí excesiva lástima cuando tuve que dejar sola a mi madre, aunque ella ya rondara los cincuenta. Así fue como dejé muy atrás mi hogar y llegué a Berlín.
Con la vaga esperanza de llevar a cabo grandes proezas, realizando el esfuerzo de estudiar sometido a la disciplina que yo mismo me impondría, me encontré, de pronto, en el mismísimo centro de una de las más modernas capitales europeas. Mis ojos se deslumbraban a cada instante con sus fulgores, mi mente se aturdía ante el exceso de belleza. Traducir Unter den Linden[3] como «Bajo los tilos» puede sugerir la idea de que este bulevar es un lugar tranquilo y aislado, pero la realidad es bien distinta: las aceras que flanquean cada lado de la inmensa avenida que se despliega recta, como si la hubieran fabricado en un molde a lo largo de toda la ciudad, están plagadas de grupos de hombres y mujeres paseando. Era aún el tiempo en el que Guillermo I salía a su ventana y se deleitaba en la contemplación de su capital. Los soldados altos y de anchas espaldas, ataviados con sus coloridos uniformes, y las atractivas muchachas, con sus vestidos a la última moda de París, resultaban una delicia allí donde uno mirase. Los carruajes se deslizaban en silencio sobre las calles asfaltadas. Bien visibles y recortadas contra el cielo azul entre los erguidos edificios, había fuentes con cascadas que recordaban el sonido de la lluvia. Si uno miraba a lo lejos, podía divisar la estatua de una diosa coronando la Columna de la Victoria. Parecía como si flotara a mitad de camino entre el azul del cielo y el verdor de los árboles situados más allá de la Puerta de Brandemburgo. Millares de escenas, como si de cuadros o grabados se tratasen, tan al alcance de la mano, apabullan al recién llegado. Sin embargo, me había prometido a mí mismo no dejarme impresionar por esas cautivadoras imágenes de belleza, y permanecía ajeno a la multitud de estímulos que diariamente me proporcionaban todos esos objetos superficiales.
Los oficiales prusianos me recibieron con los brazos abiertos cuando hice sonar la campana de sus dependencias y presenté la carta de recomendación oficial de mi país. En ella se explicaba, con todo lujo de detalles, la razón por la que me encontraba allí. Prometieron enseñarme cualquier cosa que me hiciera falta una vez hubieran recibido la solicitud oficial por parte de la delegación diplomática. Me sentía muy afortunado por haber aprendido francés y alemán en mi país y, una vez me hube presentado y tomaron confianza, se lanzaron a preguntarme con interés redoblado dónde había aprendido a hablar con tanta soltura su idioma.
Ya había obtenido el permiso oficial para matricularme en la Universidad de Berlín, a la que asistiría siempre y cuando mis obligaciones me lo permitieran, y me incorporé a las clases de Ciencias Políticas, a las que acudía siempre que podía. Tras uno o dos meses de estancia en la ciudad, cuando los prolegómenos oficiales habían concluido y mis investigaciones y estudios avanzaban a buen ritmo, envié un informe a Japón sobre los asuntos más urgentes. Lo que no era tan urgente lo redacté debidamente en varios cuadernos. Hasta ahí las obligaciones correspondientes a mi cargo. En lo que concernía a la universidad, no se impartían cursos específicos para convertirse en políticos u hombres de Estado, como ingenuamente había supuesto. Esta decepción me hizo pasar por un periodo de incertidumbre respecto a mis estudios, pero al final opté por asistir a dos o tres clases relacionadas con leyes, pagué las tasas correspondientes y asistí a ellas como oyente.
Así transcurrieron tres años, como si fueran un sueño. Pero en todo sueño siempre hay un momento en el que, pase lo que pase, se revela irremediablemente la verdadera naturaleza de uno mismo. Durante toda mi vida me había limitado a seguir un camino pautado por otros. Había obedecido al pie de la letra las palabras de mi padre moribundo, y cumplido a rajatabla con todas las enseñanzas de mi madre. Desde el primer momento, nada más comenzar mis estudios, me había dedicado a ellos en cuerpo y alma, con toda mi voluntad. Me enorgullecía que me alabaran como si fuera un niño prodigio. Trabajé incansablemente, con la conciencia feliz de que el jefe de mi departamento estaba muy satisfecho con el resultado de mi excelente labor. Sin embargo, durante todo ese tiempo, no fui más que un sujeto pasivo, un autómata sin verdadera conciencia de sí mismo. En ese momento, sin embargo, a la edad de veinticinco años, y quizás porque había estado expuesto a los planteamientos liberales de la universidad europea durante un tiempo, nació en mí una suerte de inquietud. Parecía como si mi verdadero yo, profundamente aletargado hasta ese momento, fuera aflorando poco a poco a la superficie y amenazase a mi yo anterior. Me di cuenta de que no alcanzaría la felicidad ni como político de altos vuelos, ni como jurista que recita estatutos de memoria y dicta sentencias.
Mi madre, me decía a mí mismo, había tratado de convertirme en una enciclopedia andante, y el jefe de mi departamento, por su parte, en la viva encarnación de la ley. Era posible que llegara a ser un erudito, pero no podía conformarme con la idea de convertirme yo mismo en la ley. Hasta ese momento había realizado los trabajos que me encomendaban mis superiores con un escrupuloso cuidado, incluso cuando se trataba de asuntos insignificantes. Pero, a partir de entonces, a menudo ponía en cuestión en mis informes la necesidad de enredarse en mezquinos detalles legales. «Una vez la persona interioriza el espíritu de la ley», escribí grandilocuentemente, «todo se soluciona de forma natural». En la universidad abandoné las clases de Derecho y me interesé cada vez más por la Historia y la Literatura. Finalmente, me decanté por el mundo de las artes y logré disfrutar de él.
Este alarde de individualidad vino a complicarme la vida. El jefe de mi departamento, obviamente, había tratado de convertirme en un títere para poder manipularme a su antojo. A él, difícilmente podría agradarle alguien que albergara tales ideales, semejante independencia y que sostuviera, además, puntos de vista tan poco frecuentes. Mirase como lo mirase, mi puesto pendía de un hilo. Este asunto, por sí solo, no habría sido motivo suficiente para socavar mi posición. Hubo que añadir que, entre los estudiantes japoneses que residían en Berlín en aquella época, había un grupo muy influyente con el que yo no me entendía en absoluto. Al principio solo mantenían una actitud de sospecha y envidia respecto a mí, pero, al cabo de un tiempo, llegaron a culparme de faltas que yo no había cometido y lograron hacerme caer en su trampa. Debían de tener una buena razón.
Atribuyendo a mi orgullo y altivez el hecho de que ni siquiera me dignase a beber ni a jugar al billar con ellos, unos me ridiculizaban y otros me envidiaban. Pero, en realidad, se comportaban así porque no me conocían en absoluto. ¿Cómo podía conocer otra persona la razón de mi comportamiento cuando ni siquiera yo mismo sabía cuál era? Mi corazón se comportaba como las hojas del árbol de la seda, que se encogen y rehúyen cuando se las toca; tan inseguro de mí mismo como una tímida doncella. Desde la época de mi adolescencia, siempre había seguido al pie de la letra el consejo de mis mayores y había optado por el camino del aprendizaje y la obediencia. Si había triunfado, no era a causa de mi propio valor. Podía dar la impresión de ser alguien capaz de realizar arduos esfuerzos en mis estudios, pero con esa imagen no solo me engañaba a mí mismo, sino también a los demás. Seguía ciegamente un camino que complacía a cuantos me habían educado. El hecho de que los asuntos externos no me afectasen no se debía a que tuviese el arrojo suficiente de rechazarlos o ignorarlos, sino a que, además de ser un cobarde, estaba atado de pies y manos. Antes de marcharme de Japón, estaba convencido de que era un hombre de talento: creía firmemente en mis capacidades y en mi resistencia. Sí. Pero incluso ese sentimiento se demostró pasajero. En el barco que me llevaba lejos, yo me consideraba un héroe, hasta que dejamos atrás el puerto de Yokohama. Justo después, cuando la visión de la ciudad se desvanecía en la lejanía, rompí a llorar sin poder hacer nada por evitarlo. En aquel momento me extrañó; era mi verdadera naturaleza que se mostraba por primera vez. Quizás esa debilidad estuviera conmigo desde mi nacimiento, o quizás surgió en mí como consecuencia de la muerte prematura de mi padre y por el hecho de haber sido criado por mi madre.
Debido a esta manera de ser, era de esperar que me convirtiese en el objeto de burla de los estudiantes, pero era estúpido por su parte sentir celos de un espíritu tan débil y lastimero como el mío.
En diversas situaciones, mi carácter tendía al aislamiento más absoluto. Tenía por costumbre observar a esas mujeres que esperaban clientes sentadas en los cafés. Sus rostros estaban muy maquillados y vestían ropas chillonas, pero jamás reuní el valor necesario para acercarme a ninguna de ellas. Tampoco tuve valor suficiente para unirme a esos grupos de hombres que pululaban por la ciudad ataviados con sus sombreros de copa, sus quevedos y ese acento nasal tan peculiar de los prusianos. No tenía ánimo para tales cosas y era perfectamente consciente de que me resultaba imposible mezclarme con mis compatriotas más festivos. Por culpa de esa distancia que yo parecía interponer entre nosotros, comenzaron a albergar cierto resentimiento contra mí. Después empezaron a inventar motivos para mi comportamiento e, incluso, llegaron a acusarme de delitos que yo no había cometido. No me quedó más remedio que soportar muchas calumnias y pasar dificultades durante un cierto tiempo.
Una tarde, paseando por el Tiergarten[4], me dirigí hacia Unter den Linden. En el camino de vuelta a mi habitación en Monbijoustrasse, pasé por delante de la iglesia situada en la Klosterstrasse. Me preguntaba cuántas veces habría pasado a través de ese océano de luces, para desembocar, después de atravesar un sombrío pasaje, frente a aquella iglesia de más de trescientos años que admiraba embelesado desde el fondo del callejón. Enfrente había algunas casas con la ropa puesta a secar en los tendederos de los tejados y un bar, en cuya puerta solía sentarse despreocupadamente un viejo judío de largos mostachos. También había una casa de alquiler, con un tramo de escaleras que subía directamente a las habitaciones de la parte superior y otro que conducía hacia abajo, a la casa de un herrero que vivía en el sótano.
Mientras caminaba me di cuenta de que había una joven sollozando apoyada contra la puerta cerrada de la iglesia. Tendría alrededor de dieciséis o diecisiete años. Su cabello dorado escapaba bajo el pañuelo que le cubría la cabeza y caía con gracia y ligereza. Sus ropas lucían inmaculadas. Sorprendida por el ruido de mis pasos, se giró. Solo un poeta podría haberle hecho justicia. Sus ojos eran azules y luminosos, pero estaban ligeramente empañados por una triste nostalgia. Estaban protegidos por unas largas pestañas que prácticamente atrapaban sus lágrimas. ¿Qué había en ella capaz de atravesar todas las defensas de mi corazón al primer vistazo? Quizás fuese aquella profunda pena reflejada en su figura, allí detenida y ajena a todo cuanto la rodeaba. El cobarde que había en mí fue vencido por un sentimiento de compasión y simpatía y, sin pensar en nada más, me acerqué a su lado.
—¿Por qué está llorando? —pregunté. Quizás, al ser yo extranjero, un extraño anónimo, me permitiría ayudarla. Mi propia audacia me dejó estupefacto.
Sobresaltada, miró mi rostro amarillo. Sin duda debió de apreciar la sinceridad en mi expresión.
—Parece usted una persona amable —dijo entre sollozos—. ¡No tan cruel como él o como mi madre!
Sus lágrimas dejaron de fluir por un instante. Sin embargo, pronto se precipitaron de nuevo y volvieron a desbordar sus encantadoras mejillas.
—¡Ayúdeme! Debe ayudarme a no perder para siempre todo rastro de dignidad. Mi madre me ha pegado porque he rechazado su proposición. Mi padre acaba de morir y debemos enterrarlo mañana, pero no tenemos un céntimo en casa.
Tras balbucir sus palabras, rompió a llorar de nuevo. Yo observaba su nuca, que temblaba ligeramente.
—Si prometo acompañarla a casa, ¿se calmará? —dije—. No debe permitir que nadie escuche sus lamentos. Estamos en la vía pública.
Sin apenas darse cuenta, había apoyado su cabeza contra mi hombro mientras me hablaba. De pronto, alzó la vista, me miró con la misma expresión sobresaltada del principio y se apartó de mí, avergonzada.
Caminaba rápido, como si no estuviera dispuesta a ser objeto de las miradas de la gente. Yo la seguía. Tras un amplio portalón, situado en la calle frente a la iglesia, había una escalera de piedra con los peldaños gastados. Al final de los escalones, una puerta tan pequeña que para pasar uno se veía obligado a doblarse. La joven tiró del extremo de una pieza oxidada, hecha de alambre.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz ronca desde el interior.
—Soy Elise. He vuelto.
Apenas había terminado de hablar cuando la puerta se abrió bruscamente, empujada por una mujer mayor. Su pelo era canoso y su frente mostraba claramente los surcos de la pobreza, pero su rostro no era en absoluto el de una mujer malvada. Llevaba puesto un viejo vestido, mezcla de algodón y franela, y calzaba unas zapatillas sucias. Elise me hizo una señal para que entrara, pero la mujer me dio con la puerta en las narices, en un gesto de evidente impaciencia ante el regreso de la joven.
Me quedé en blanco durante unos instantes. Justo después, bajo la luz de una lámpara de aceite, leí un nombre inscrito en una placa lacada junto a la puerta: «ERNST WEIGERT». Más abajo decía: «SASTRE». Supuse que era el nombre del padre fallecido de la joven. Desde el interior llegaban voces cada vez más subidas de tono que parecían enredarse en una discusión. Al poco rato, todo volvió a quedar en silencio. La puerta se abrió de nuevo y la mujer mayor, excusándose reiteradamente por su comportamiento descortés, me invitó a entrar.
La puerta daba a la cocina. A la derecha había una ventana baja cubierta con unas cortinas de lino impolutas. A la izquierda, un tosco fogón construido a base de ladrillos refractarios. Frente a mí, había otra puerta entreabierta tras la cual alcancé a ver una cama cubierta con una sábana blanca. El hombre muerto debía de haber yacido allí. La mujer pasó junto al fogón y me condujo hasta el ático. Daba a la calle y no disponía de lo que se podría llamar un verdadero techo. Las vigas se inclinaban desde las esquinas del tejado hasta la ventana, y estaban cubiertas con papel. Debajo, donde uno apenas tenía espacio suficiente para permanecer agachado, había una cama. La mesa, situada en el centro de la habitación, estaba cubierta por un hermoso cobertor de lana sobre el que reposaban dos libros, un álbum de fotos y un jarrón decorado con un ramo de flores. Por alguna razón, aquellas flores parecían fuera de lugar, demasiado caras para una habitación tan humilde. De pie junto a la mesa, con una actitud tímida, estaba la joven.
Era sumamente atractiva. Bajo la luz de la lámpara, su cara pálida mostraba un leve sonrojo. La belleza y delgadez de sus brazos y piernas no parecían adecuadas ni propias para la hija de una familia pobre. Esperó hasta que la mujer hubo salido de la habitación y después habló. Tenía un ligero acento de los suburbios.
—Ha sido muy desconsiderado por mi parte traerle hasta aquí. Le ruego me disculpe, pero parecía usted tan amable… Espero que no me desprecie por ello. ¿Lo hará? Supongo que no conoce a Schaumberg, el hombre a quien hemos confiado los asuntos del funeral de mi padre, que se celebrará mañana. Es el gerente del teatro Viktoria. He trabajado para él durante los dos últimos años y, quizás por eso, pensó que había adquirido ciertas obligaciones para con nosotras. Sin embargo, se ha aprovechado de nuestra desgracia y ha tratado de forzarme a hacer lo que él quería. Por favor, ayúdeme. Prometo ir pagándole poco a poco. Lo haré con el escaso dinero que gano; lo haré incluso aunque me vea obligada a pasar hambre por ello. Si no es así, tendré que obedecer las órdenes de mi madre y…
Las lágrimas y los temblores volvieron a apoderarse de la joven mientras trataba de mantener la compostura. Al mirarme, leí en sus ojos una irresistible petición de ayuda. ¿Era ella consciente del efecto que sus ojos tenían en mí? ¿No había ninguna intención oculta en ellos?
En el bolsillo tenía dos o tres marcos de plata. Probablemente no fueran suficientes. Me quité el reloj y lo puse encima de la mesa.
—Esto ayudará por el momento —aseguré—. Dígale al prestamista que si llama a Ota, al número tres de la Monbijoustrasse, le compensaré adecuadamente.
La joven parecía asustada y, al tiempo, agradecida. Cuando extendí mi mano para despedirme, ella se llevó la suya a los labios y volvió a romper en llanto.
¡Ay! ¡Qué funesto destino la trajo otro día hasta mi habitación para darme las gracias! Estaba tan inmensamente hermosa, junto a la ventana donde solía sentarme a leer largas horas las obras de Schopenhauer y Schiller, que parecía florecer. A partir de aquel momento, nuestra relación se fue afianzando poco a poco. Cuando mis compatriotas se enteraron de la situación, asumieron inmediatamente que yo andaba buscando los placeres de la compañía y los obsequios de esos seres danzantes, las bailarinas. Pero en realidad, en aquel momento, no era más que un insensato e insignificante flirteo.
Uno de ellos —no daré su nombre, pero era bien conocido por ser un alborotador— informó al jefe de mi departamento de que yo andaba frecuentando teatros y tenía relaciones con una bailarina. Esto no hizo más que agravar una situación ya de por sí delicada; mi superior ya estaba resentido por mi desatención hacia los estudios y, por eso, solicitó finalmente a la delegación que suspendieran mi empleo y mi sueldo. El responsable de la delegación accedió a ello y me notificó que asumirían el coste de mi billete de regreso si me decidía a hacerlo inmediatamente, pero que no podía esperar contar con ningún tipo de ayuda oficial en el caso de que decidiera quedarme. Pedí una semana de gracia y, mientras me debatía respecto a qué hacer, recibí dos cartas que me provocaron el dolor más intenso que nunca antes hubiera padecido. Ambas habían sido enviadas prácticamente al mismo tiempo. Una estaba escrita por mi madre y la otra por un familiar que me informaba de su fallecimiento, de la muerte de la madre tan querida por mí. Soy incapaz de reproducir aquí lo que ella me escribió. Las lágrimas impiden que mi pluma siga avanzando.
La relación con Elise, en realidad, había sido hasta ese momento mucho más inocente de lo que los demás suponían. Su padre fue siempre un hombre muy pobre y la educación que ofreció a su hija, más bien exigua. A los quince años, ella respondió al anuncio de un maestro de danza y fue así como se inició en un oficio de tan dudosa reputación. Al terminar su formación, se había incorporado al teatro Viktoria y, cuando yo la conocí, era la segunda bailarina de la compañía. Pero la vida de una bailarina era precaria. Como dijo el escritor Hackländer[5], «son las esclavas de nuestros días, encadenadas a un salario de miseria, ensayando sin descanso durante el día las obras que deberán representar por la noche».
Es posible que en los camerinos del teatro se maquillen y se vistan con llamativos atuendos, pero es más que probable que fuera de allí no dispongan a menudo de ropa suficiente para sí mismas, ni de alimento, y que la vida resulte muy dura para aquellas que deben mantener a sus padres o a sus familias. Se suele decir que como resultado de todo ello, muchas acaban cayendo en la más baja de todas las profesiones.
Que Elise hubiera escapado a ese nefando destino era debido en parte a su naturaleza modesta, pues se conformaba con poco, y en parte a la cuidadosa atención que siempre le dispensó su padre. Siendo una niña se aficionó a la lectura, aunque lo único que sostenían sus manos eran pobres novelas tomadas en préstamo en bibliotecas ambulantes conocidas por el nombre de colportage[6]. Fue después de conocerme cuando empezó a leer los libros que yo le prestaba y, poco a poco, su gusto literario mejoró sustancialmente. Incluso llegó a perder su acento. Muy pronto, las faltas de ortografía que se acumulaban en las cartas que me escribía, se fueron reduciendo hasta casi desaparecer por completo y, así, nació entre nosotros una suerte de relación maestro–alumna. Cuando tuvo conocimiento de mi inoportuno despido, se puso pálida. Traté de disimular lo unido que me sentía a ella. Ella, por su parte, me pidió que no se lo contara a su madre. Temía que si ella se enteraba de que había perdido la asignación económica que me proporcionaban para mis estudios, no querría tener nada más que ver conmigo.
No hay necesidad de describirlo aquí con detalle, pero fue en esa época cuando mis sentimientos hacia Elise se transformaron en amor y la unión entre nosotros se hizo más profunda. Tenía ante mí la decisión más importante de mi vida. Esta desencadenó en mí una verdadera crisis. Es probable que haya quien no entienda mis dudas y me critique por ello, pero desde el día de nuestro primer encuentro mi afecto por Elise no había dejado de aumentar, y ahora sentía que, de algún modo, podía ser correspondido, pues leía en su expresión una sincera compasión hacia mi desgracia, además de una profunda tristeza ante la perspectiva de que pudiera partir, por lo que me costaba mucho más tomar una determinación. La forma en la que ella permanecía frente a mí, como la auténtica personificación de la belleza, con su cabello lacio, me hacía sentir consternado e impotente ante su hechizo.
El día concertado para mi encuentro con el responsable de la delegación se aproximaba. El destino me amenazaba. Si regresaba a casa en semejantes condiciones, habría fracasado en mi misión y tendría que cargar con la desgracia de llevar un nombre desprestigiado. Nunca sería capaz de reponerme. En el caso de que tomara la decisión de quedarme, no veía la forma de encontrar los fondos necesarios para financiar mis estudios y los gastos derivados de mi estancia.
En ese momento crítico, mi amigo Kenkichi Aizawa, que me acompaña ahora en mi viaje de regreso a casa, acudió en mi ayuda. Era secretario privado del conde Amakata en Tokio y había leído el informe de mi destitución en la Gaceta Oficial. Convenció al editor de cierto periódico de que me nombrase su corresponsal en el extranjero. De esa manera podría costear mi estancia en Berlín, enviando artículos sobre distintos temas relacionados con la capital alemana, ya fueran de política o artes.
El salario que ofrecía el periódico era mísero, pero si encontraba un alojamiento más económico y empezaba a comer en restaurantes más modestos, podría vivir holgadamente y alcanzar mis objetivos. Mientras trataba de decidirme, Elise, demostrando el amor que sentía por mí, me lanzó un cabo salvavidas. No sé cómo lo hizo, pero se las arregló para convencer a su madre de que me aceptara como inquilino en una de las habitaciones de su casa. No fue mucho después cuando Elise y yo decidimos compartir lo poco que teníamos y comenzamos a disfrutar de la vida, incluso atrapados como estábamos en nuestros problemas cotidianos.
Después de desayunar, Elise solía acudir a sus ensayos en el teatro y cuando tenía un día libre se quedaba en casa. Yo solía ir a un café de la Königstrasse que disponía de una sala de lectura de periódicos, escondida tras su estrecha fachada y su largo y oscuro interior. Allí, en una habitación iluminada por la luz del sol, adquirí la costumbre de leer todos los diarios de la mañana y aprovechaba para recopilar material con el que escribir un artículo o dos con un lapicero. El café lo frecuentaban jóvenes sin empleo fijo, hombres mayores que vivían alegremente prestando el poco dinero que tenían y comerciantes, que acudían a descansar un instante en los escasos ratos libres que les dejaban sus negocios y a estirar un poco las piernas. Me preguntaba qué pensarían del extraño japonés que se sentaba entre ellos, que iba y venía incesantemente hasta la pared donde estaban colgados los periódicos en sus soportes de madera y escribía con aire ocupado sobre la fría mesa de mármol, ajeno por completo al hecho de que la taza de café que le llevaba la camarera se le quedaba fría. Cuando Elise tenía ensayos, pasaba por allí a recogerme alrededor de la una del mediodía, en su camino de regreso a casa. Había quienes nos miraban con desaprobación cuando salíamos juntos del café. A aquella grácil chica, que daba la impresión de ser capaz de bailar sobre la palma de la mano, y a mí.
Desatendí mis estudios. Cuando volvía del teatro, Elise se sentaba en una silla y cosía. Yo escribía mis crónicas apoyado en la mesa situada a su lado, y me alumbraba con la tenue luz de la lámpara colgada del techo. Los artículos que escribía en ese momento eran totalmente distintos de aquellos primeros informes que me había visto obligado a redactar rebuscando entre la hojarasca de leyes y estatutos. Escribía sobre la animada escena política alemana o sobre las últimas tendencias literarias y artísticas en Europa. Componía cada una de mis piezas con sumo cuidado y entregaba lo mejor de mí. Echaba mano de todos mis recursos, más al estilo de Heine[7] que al de Börne.[8] Fue por aquel entonces cuando Guillermo I y Federico III murieron en rápida sucesión. Cuando hube de escribir minuciosos y detallados artículos sobre temas como la coronación del nuevo emperador y la caída del canciller Bismarck, me di cuenta de que redactar aquellos textos exigía mucha más dedicación de la que había imaginado. Tanta que me resultaba prácticamente imposible terminar de leer los pocos libros con los que había vuelto a retomar mis estudios. No había cancelado mi matrícula en la universidad, pero no podía permitirme pagar las tasas y raras veces acudía a clase.
Sí. Desatendí mis estudios, pero me hice experto en otras áreas como la educación popular, mucho más desarrollada en Alemania que en cualquier otro país europeo. Tan pronto como me nombraron corresponsal, me dediqué a leer y escribir constantemente sobre una gran variedad de temas que aparecían publicados en los periódicos y revistas, y apliqué a ese trabajo todas las aptitudes que había desarrollado como estudiante universitario. Mi conocimiento del mundo, que hasta ese momento había sido muy limitado, se amplió notablemente y alcancé un estatus inimaginable para la mayoría de mis compatriotas que también estudiaban allí. Ellos, por su parte, difícilmente habrían sido capaces de leer y entender por sí mismos los artículos editoriales en los periódicos alemanes.
Así, llegó el invierno de 1888. Esparcieron arena sobre las aceras de las calles principales y amontonaron la nieve en túmulos a ambos lados. Aunque el firme de la Klosterstrasse estaba bacheado y era irregular, la superficie se alisaba y uniformaba gracias al hielo. Resultaba triste abrir la ventana cada mañana y ver a los hambrientos gorriones muertos por congelación en plena calle. Encendíamos el fuego del hogar para calentar la habitación pero incluso así el frío resultaba insoportable. El invierno del norte de Europa atravesaba los muros de piedra y penetraba nuestras frágiles ropas de algodón. Unos días antes, Elise se había desmayado sobre el escenario. Varios compañeros la habían ayudado a incorporarse. A partir de entonces se sintió enferma y tuvo que quedarse en casa a descansar. El reposo no mejoró su estado y era incapaz de retener ningún tipo de alimento. Fue su madre la primera en sugerir que podía tratarse de un embarazo. Aun sin haber tenido en cuenta ninguna de esas dificultades, mi futuro seguía siendo incierto. ¿Qué podía hacer yo si al final se confirmaba su estado?
Era domingo por la mañana. Estaba en casa pero me sentía inquieto. Elise no estaba tan mal como para guardar cama; había arrimado una silla para sentarse cerca de la chimenea y no decía gran cosa. En ese momento, se escuchó la voz de alguien que hablaba con la madre de Elise en la cocina, antes de que esta entrara a toda prisa en la habitación con una carta dirigida a mí. Reconocí inmediatamente la letra de Aizawa, aunque el sello fuera prusiano y estuviera franqueado en Berlín. Me extrañó. Abrí la carta. Las noticias eran totalmente inesperadas: «Llegué ayer por la noche como miembro de la comitiva del conde Amakata. El conde dice que quiere verte inmediatamente. Si existe una remota posibilidad de que recuperes tu fortuna, esta es la ocasión. Te ruego excuses mi brevedad pero estoy muy ocupado».
Me quedé mirando fijamente la carta.
—¿Es de tu país? —preguntó Elise—. No son malas noticias, ¿verdad?
Probablemente pensaba que tenía relación con el sueldo que recibía del periódico.
—No… —contesté—. No hay necesidad de preocuparse. Ya me has oído mencionar alguna vez a mi amigo Aizawa. Acaba de llegar a Berlín, como miembro de la extensa comitiva de un conde. Quiere verme. Dice que es urgente, así que será mejor que vaya sin demorarme.
Ni siquiera una madre, al despedir a su único y amado hijo, se habría mostrado más solícita. Con la idea en mente de que debía estar presentable para una posible entrevista con el conde, Elise luchó contra su enfermedad. Eligió la camisa recién lavada más blanca y cogió mi gehrock, la levita con dos filas de botones que había guardado cuidadosamente en el armario. Me ayudó a ponérmela, e incluso tuvo el ánimo suficiente de hacerme el nudo de la corbata.
—Ahora nadie será capaz de decir que tu aspecto es un desastre. Mírate en el espejo —dijo—. ¿Por qué tienes un aspecto tan abatido? Me encantaría poder acompañarte.
Me estiró un poco el traje.
—Cuando te veo así vestido, por alguna razón, no reconozco en ti a mi Toyotaro.
Se detuvo un momento para reflexionar.
—Si te haces rico y famoso, no me dejarás nunca, ¿verdad? Incluso aunque resulte que mi enfermedad no es lo que madre asegura.
—¿Cómo? ¿Rico y famoso? —sonreí—. Ya hace años que perdí el deseo de entrar en política. Ni siquiera tengo ganas de ver al conde. Solo voy a encontrarme con un viejo amigo a quien no he visto durante mucho tiempo.
El carruaje de primera clase que su madre había pedido para mí se detuvo bajo la ventana y la nieve crujió bajo sus ruedas. Me puse los guantes, me eché sobre los hombros el abrigo ligeramente ajado sin meter los brazos por las mangas y cogí el sombrero. Me despedí de Elise con un beso y bajé las escaleras. Ella abrió la ventana cubierta de escarcha para verme marchar. Su pelo se mecía con las ráfagas del viento del norte.
Me bajé en la entrada del hotel Kaiserhof. Pregunté al conserje el número de habitación del secretario personal Aizawa y subí por unas escaleras de mármol. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve allí. Llegué a la antecámara, donde había un sofá cubierto con una tela de terciopelo junto a la columna central, justo enfrente de un espejo. Me quité el abrigo, recorrí el pasillo y, finalmente, llegué a la puerta de Aizawa. Vacilé unos instantes. ¿Cómo me recibiría? Cuando íbamos juntos a la universidad, él mostraba constante admiración por lo correcto de mi comportamiento. Entré en la habitación y nos encontramos cara a cara. Parecía más robusto y corpulento que antes, pero seguía teniendo la misma encantadora y natural disposición. No parecía en absoluto preocupado por mi estado reciente. Sin embargo, apenas dispusimos del tiempo suficiente para charlar en detalle de todo lo que nos había ocurrido desde la última vez que nos vimos, pues enseguida fui llamado a entrevistarme con el conde. Este me encomendó la traducción urgente de una serie de documentos escritos en alemán. Acepté y me dispuse a marcharme. Aizawa me siguió y me invitó a almorzar.
Durante la comida, fue él quien hizo todas las preguntas y yo el encargado de responderlas. Su carrera, me confesó, se había desarrollado hasta ese momento sin incidentes destacados, mientras que la historia de mi vida estaba repleta de problemas y adversidades.
Me escuchaba con atención dar cuenta de mis infortunios con total franqueza. A menudo mostraba sorpresa, pero nunca pareció considerarme culpable de mi desgraciado destino. Al contrario, ridiculizaba a nuestros zafios compatriotas. Cuando finalicé mi historia, adoptó un gesto serio y comenzó a discutir conmigo acaloradamente. Según él, el motivo de que los acontecimientos me hubieran llevado hasta el punto en el que me encontraba era mi falta de determinación, pero no tenía ninguna necesidad de ahogarme en ese momento aplastado por el peso de los acontecimientos, aseguró. Sin embargo, ¿cuánto tiempo podía un hombre de talento y con una formación como la mía permanecer emocionalmente implicado con una simple mocosa y vivir una existencia desorientada? Me aconsejó que la dejara. En esas condiciones, el conde Amakata solo requeriría de mis servicios para que le ayudase con el alemán. Como conocía la razón de mi cese, Aizawa no tenía la más mínima intención de intentar que el conde cambiase su opinión respecto a mí y tampoco, me confesó, nos haría ningún bien si se le ocurriera pensar que estábamos maniobrando de alguna forma para tratar de engañarle. Para Aizawa no había mejor forma de recomendar a alguien que obligarle a mostrar su talento. Debía desplegar todas mis cualidades con el conde. Esa sería la mejor manera de ganarme su confianza. En cuanto a la chica, era posible que sus sentimientos hacia mí fueran sinceros y que nuestra mutua pasión nos mantuviese unidos, pero, según él, era evidente que no estábamos hechos el uno para el otro, no era el amor verdadero. Se trataba simplemente de una relación en la que me había permitido dejarme caer por una especie de inercia. Me urgió para que tomara la decisión de dejarla.
Al plantearme semejantes expectativas de futuro, me sentí como un náufrago a la deriva que divisa una isla a lo lejos. Una isla montañosa aún oculta por las nubes. No estaba seguro de si sería capaz de alcanzarla o no y, en caso de que así fuera, no estaba seguro de si eso me aportaría alguna satisfacción. La vida me resultaba agradable, incluso atrapado en aquella pobreza. La idea de rechazar el amor de Elise se me hacía muy penosa. Con una voluntad tan débil como la mía, me sentía incapaz de tomar una decisión de forma inmediata. Por eso me limité a prometerle a mi amigo seguir su consejo e intentar acabar con mi relación. Si se trataba de renunciar a algo muy querido por mí, podía ofrecer resistencia cuando la petición llegaba de parte de mis enemigos, pero nunca podía obviar el asunto cuando era uno de mis amigos quien lo exigía.
Salimos del restaurante del hotel alrededor de las cuatro de la tarde. Cuando alcancé la calle, el viento me golpeó en la cara. En el interior del establecimiento había una gran estufa encendida revestida de azulejos. Esa fue la razón por la cual cuando se cerraron las puertas de cristal doble tras de mí y me planté en el exterior al aire libre, el frío de la tarde que atravesó sin piedad mi delgado sobretodo se me antojó más bien un dolor intenso. Temblé sin remedio. Un frío extraño había anidado también en mi corazón.
Terminé la traducción en una noche. A partir de entonces empecé a frecuentar el hotel Kaiserhof. Al principio el conde solo hablaba de negocios, pero, un día, al cabo de un tiempo, quiso saber mi opinión sobre los recientes acontecimientos que habían tenido lugar en nuestra patria. En el momento en que tuvo ocasión, insinuó las equivocaciones que solía cometer la gente cuando salía de viaje al extranjero y se echó a reír.
Pasó un mes. Un buen día, de pronto, se giró hacia mí.
—Salgo de viaje para Rusia mañana mismo. ¿Quieres venir conmigo?
Hacía varios días que no había visto a Aizawa, pues estaba ocupado con unos asuntos oficiales. Por eso su pregunta me cogió totalmente desprevenido.
—¿Cómo podría rechazar su oferta? —le respondí.
Debo confesar que la falta de indecisión en mi respuesta no fue motivada precisamente por la rapidez de mis reflejos. Cuando una persona en la que confío me pide algo, accedo de inmediato sin sopesar las consecuencias. No solo me muestro de acuerdo, sino que sin saber lo difícil que pueda resultar llegar a cumplir su petición, a menudo oculto que mi consentimiento proviene de la irreflexión y, a base de perseverancia, la llevo a buen término.
Aquel día no solo me pagaron la traducción, sino que también me entregaron el dinero necesario para el viaje. Al regresar a casa, le entregué a Elise la parte correspondiente a la traducción. Con esa cantidad podrían mantenerse su madre y ella hasta mi regreso de Rusia. Me explicó que había ido a ver al doctor y había confirmado la sospecha de su embarazo. Como estaba anémica, no se había dado cuenta durante los primeros meses de gestación. También había recibido una notificación del teatro en la que le comunicaban que estaba despedida debido a su larga ausencia. En realidad, solo había faltado al trabajo un mes, por lo que seguramente había una razón oculta para actuar de una forma tan severa y expeditiva. Ella creía en mí ciegamente y, por eso, no parecía excesivamente preocupada ante mi inminente partida.
El viaje en tren no era muy largo y no había, por tanto, gran cosa que preparar. Me limité a guardar en una pequeña maleta un abrigo alquilado, una copia del Almanaque de Gotha[9] y dos o tres diccionarios. A la vista de los últimos y tristes acontecimientos, tenía la impresión de que Elise quedaría abatida tras mi partida. También me provocaba ansiedad la perspectiva de que fuera a romper a llorar si venía a despedirme a la estación. Por ese motivo me adelanté y las envié a su madre y a ella, la mañana siguiente, a visitar a unos amigos. Recogí mis cosas, cerré la puerta y le dejé la llave al zapatero que vivía junto a la entrada del edificio.
¿Qué puedo contar de mi viaje a Rusia? No hay nada especial que mencionar. Mis obligaciones como traductor me llevaron de repente a ambientes mundanos y me permitieron elevarme hasta alcanzar las nubes de la corte rusa. También acompañé a la comitiva del conde a San Petersburgo, donde quedé fascinado ante la recargada arquitectura del palacio que, a mi modo de ver, reproducía los mayores esplendores de París trasladados en mitad de la nieve y del hielo. Recuerdo, sobre todo, las incontables y parpadeantes velas amarillas, la luz reflejada en la profusa decoración y en las charreteras de los uniformes, los abanicos revoloteantes de las damas de la corte, que olvidaban por completo el frío del exterior, guarecidas al amor del calor desprendido por los hogares exquisitamente trabajados con tallas e incrustaciones. Yo era quien hablaba francés con mayor fluidez en la comitiva y me veía obligado a circular incesantemente entre anfitriones e invitados para servirles de intérprete.
Pero no me había olvidado de Elise. ¿Cómo podía hacerlo? Me enviaba cartas todos los días. El mismo día de mi partida, ella trató de esquivar la tristeza a la que no estaba acostumbrada y que la asediaba mientras seguía sentada a luz de la lámpara. Por eso se quedó hablando en casa de unos amigos hasta bien entrada la noche. Cuando el cansancio la venció, regresó a casa y se metió inmediatamente en la cama. A la mañana siguiente se preguntaba si su soledad no habría sido un mal sueño, pero, al levantarse, la depresión y el sentimiento de abandono eran mucho peores de lo que fueron en la época en la que se había visto obligaba a pelear con uñas y dientes por su vida sin estar nunca segura de cuándo ni dónde llegaría su próxima comida. Eso era lo que me contaba con todo detalle en aquella primera carta suya.
Las posteriores parecían escritas en un estado de gran angustia y cada una de ellas empezaba de la misma forma: «¡Ay! Solo ahora me doy cuenta de lo profundo de mi amor por ti. Me dijiste que no tienes parientes cercanos en tu país y que te quedarías aquí si encontrabas los medios de vida adecuados para salir adelante, ¿no es cierto? Mi amor te mantendrá aquí unido a mí. Incluso si eso resultara imposible y te vieras obligado a regresar a tu país, podría acudir con mi madre para reunirme contigo sin demasiadas dificultades. ¿Pero de dónde sacaría yo el dinero para el pasaje? Mi intención ha sido siempre quedarme aquí hasta el día en que te hagas famoso. Haré lo que tenga que hacer. Pero el dolor por nuestra separación se hace cada día más profundo aunque tu ausencia se deba solo a un corto viaje y no hayas estado lejos de mí ni siquiera veinte días. Fue un error pensar que tu partida sería solo un dolor momentáneo. Finalmente, mi embarazo empieza a resultar obvio. No puedes abandonarme ahora, pase lo que pase. Me peleo a menudo con mi madre. Pero se ha rendido. Ahora ve que estoy mucho más decidida de lo que he estado nunca. Ella habla de quedarse con unos parientes lejanos que viven en una granja cerca de Stettin cuando me marche contigo. En tu última carta me decías que estás desempeñando un trabajo importante para el ministro. Si es así, encontraremos la forma de pagar el billete. ¡Cuánto anhelo el día de tu regreso a Berlín!».
Solo después de leer su carta tomé verdadera conciencia de lo apurado de mi situación. ¡Cómo podía haber sido tan insensible! En mi fuero interno estaba orgulloso de haber tomado mi propia decisión ante las oportunidades que se habían cruzado en mi camino, de mi excelente criterio, ya hubiera sido motivado por mí mismo o por otros. Lo cierto es que todo había surgido sin tener que enfrentarme a ningún obstáculo, sin tener que pelearme por nada. Sin embargo, si intentaba definir mi relación con los demás, los afectos en los que tanto había confiado anteriormente se volvían confusos.
Mi relación con el conde se afianzaba, pero, en mi miopía, solo tenía en cuenta los deberes presentes que contraía con él. Los dioses son testigos de que yo jamás hice nada de todo aquello con mis esperanzas puestas en el futuro. ¿Se estaba enfriando mi pasión? Ahora me doy cuenta de todo y ¿acaso puedo mantener la calma? Cuando Aizawa me recomendó, pensé que sería tarea difícil ganarse la confianza del conde, pero en ese momento ya lo había logrado hasta cierto punto. Aizawa decía cosas del tipo: «Si vamos a seguir trabajando juntos tras nuestro regreso a Japón…», y yo me preguntaba si no estaría exagerando respecto a lo que realmente decía el conde. Es cierto. Aizawa era mi amigo, pero él no estaba en disposición de decirme abiertamente nada, pues se trataba de un asunto oficial. Ahora, cuando pienso en ello, me pregunto si no le habría contado ya al conde lo que tan precipitadamente le prometí: que iba a cortar todos mis lazos con Elise.
Cuando llegué por primera vez a Alemania, pensé que había descubierto mi verdadera naturaleza y me juré no dejarme utilizar nunca más como si fuera una simple marioneta. Quizás fuese solo el orgullo de un pájaro al que han dejado en libertad el tiempo suficiente para que pueda batir sus alas un par de veces mientras sigue atado por las patas. No había forma de librarme de mis ataduras. La cuerda con la que me sujetaban había estado en primer lugar en manos del jefe de mi departamento y, ahora, estaba en manos del conde.
Era el día de Año Nuevo cuando regresé a Berlín con la comitiva del conde. Me despedí de ellos en la estación y tomé un carruaje para volver a casa. En Berlín nadie duerme la noche de Año Nuevo y es costumbre quedarse despierto hasta la mañana siguiente. Todas las casas estaban en silencio. La nieve de las calles se había congelado y el hielo había formado surcos que resplandecían a la luz del sol. El carruaje giró hacia la Klosterstrasse y se detuvo frente a la puerta de la casa. En ese preciso instante escuché el ruido de la ventana al abrirse, pero desde donde me encontraba no alcancé a ver nada. Le pedí al chófer que se hiciera cargo de mi equipaje y cuando estaba a punto de subir las escaleras, Elise bajó corriendo hacia mí. Lanzó un grito y me rodeó el cuello con los brazos. El chófer parecía sorprendido y murmuró algo para sí que no fui capaz de escuchar.
—¡Bienvenido a casa! Me habría muerto si no hubieras regresado —dijo Elise entre sollozos.
Hasta ese momento había vivido una farsa. En ocasiones, cuando pensaba en Japón y me dejaba arrastrar por el deseo de alcanzar la fama, parecía como si mi amor hubiera sido vencido, pero, en aquel preciso instante, me abandonó toda vacilación y me abracé a ella. Apoyó su cabeza en mi hombro y derramó lágrimas de felicidad.
—¿A qué piso debo llevarlo? —gruñó el conductor mientras se afanaba en las escaleras con los bultos del viaje.
Le di unas cuantas monedas de plata a la madre de Elise, que se había acercado a la puerta a recibirme, y le pedí que pagase al chófer. Elise me agarró de la mano y me condujo a toda prisa hasta la habitación. Me sorprendió ver un montón de algodón y encajes sobre la mesa. Ella se rió y señaló el montón.
—Dime, ¿qué te parecen todos estos preparativos? —preguntó.
Cogió un trozo de tela y me di cuenta de que era ropa de bebé.
—No te puedes imaginar lo feliz que soy… —dijo—. Me pregunto si nuestro hijo sacará tus ojos negros. ¡Ay! Esos ojos con los que tanto he soñado. Cuando haya nacido cumplirás con tus obligaciones. Harás lo que debes, ¿no es así? ¿Le darás tu nombre? No dejarás que nadie lo haga por ti, ¿verdad? —preguntó sin descanso mientras inclinaba ligeramente la cabeza.
—Te reirás de mí por ser tan infantil, pero seré tan feliz el día que vayamos a la iglesia a bautizar a nuestro hijo.
Alzó sus ojos repletos de lágrimas.
Durante los siguientes dos o tres días no fui a ver al conde. Pensaba que estaría exhausto a causa del viaje y opté por quedarme en casa. Una tarde vino un mensajero con una invitación. Cuando me presenté, el conde me recibió calurosamente y me agradeció mis esfuerzos y el buen trabajo realizado en Rusia. Después me preguntó si me gustaría volver a Japón con él. No podía decir nada en relación a mis estudios, pero alabó mis conocimientos y mi facilidad con los idiomas. Por sí mismos ya eran un gran valor, aseguró. Había supuesto que después de estar tanto tiempo en Alemania era probable que tuviera algunos vínculos en la ciudad, pero le había preguntado a Aizawa y le había aliviado mucho saber que ese no era mi caso.
De ninguna manera podía negar que aquello fuera cierto. Estaba conmocionado, pero obviamente no podía contradecir lo que le había dicho Aizawa. Si no aprovechaba esta oportunidad, no solo perdería mi patria, sino también los medios gracias a los cuales sería capaz de recuperar mi buen nombre. Inesperadamente me golpeó la idea de que podía morir en ese océano de humanidad, en esa inmensa capital europea. Dando muestras de mi escasa fibra moral, accedí a su petición.
Era una desvergüenza. ¿Qué podía decirle a Elise a mi regreso a casa? Cuando me marché del hotel mi cabeza se debatía en una indescriptible agitación. Caminé sin rumbo, inmerso en mis pensamientos, sin preocuparme de hacia dónde me dirigía. Una y otra vez me maldecían los conductores de los carruajes con los que estaba a punto de chocar y que me obligaban a saltar hacia atrás asustado. Al cabo de cierto tiempo, miré a mi alrededor y me di cuenta de que estaba en el Tiergarten. Me desplomé en un banco situado a un lado del camino. La cabeza me reventaba. Tenía la impresión de que alguien me la estuviera machacando mientras la apoyaba en el respaldo del asiento para tratar de descansar. ¿Cuánto tiempo estuve allí tendido como un cadáver? El intenso frío que me penetraba hasta la médula me despertó al fin. Ya era de noche y una espesa capa de nieve de unos tres centímetros se había amontonando sobre mis hombros y formaba un pequeño promontorio sobre el sombrero.
Debían de ser más de las once. Incluso los carros de los tranvías tirados por caballos en Mohabit y Karlstrasse estaban sepultados bajo la nieve y las farolas de gas próximas a la Puerta de Brandemburgo emitían una luz lóbrega. Al tratar de incorporarme me di cuenta de que tenía los pies congelados y tuve que frotarme con fuerza las manos antes de poder moverlas.
Caminé despacio. Debían de pasar de las doce de la noche cuando aparecí en la Klosterstrasse. No sé cómo pude llegar hasta allí. Estábamos a principios de enero y las tabernas y cafés en Unter den Linden, por donde debía de haber pasado de regreso a casa, seguramente estarían llenos de gente a rebosar, pero no recordaba nada al respecto. Estaba totalmente obsesionado con el pensamiento de haber cometido un crimen imperdonable.
En el ático del cuarto piso, Elise, obviamente, no dormía aún. El brillo resplandeciente de una lámpara iluminaba el cielo nocturno. Los copos de nieve cayendo en silencio parecían bandadas de diminutos pájaros blancos, y la luz aparecía y desaparecía entre ellos como si fuera un juguete del viento. Al atravesar la puerta me di cuenta de lo cansado que estaba. El dolor en las articulaciones resultaba tan insoportable que me vi obligado a gatear por las escaleras. Entré en la cocina, abrí la puerta de la habitación y caí dentro. Elise cosía sentada a la mesa. Se giró hacia mí.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó sorprendida—. ¡Mira qué aspecto tienes!
Tenía buenos motivos para mostrarse sorprendida. Mi cara estaba tan pálida como la de un muerto. Había perdido el sombrero en alguna parte y mi pelo estaba hecho un desastre. Tenía la ropa rota y sucia de barro y nieve, puesto que me había caído en incontables ocasiones en plena calle.
Recuerdo que traté de ofrecer alguna explicación, pero no pude decir nada. Era incapaz de mantenerme en pie. Las rodillas me temblaban violentamente. Traté de alcanzar una silla y me caí al suelo.
Hasta unas semanas más tarde no recobré la conciencia por completo. La fiebre me había hecho delirar mientras Elise cuidaba de mí. Un día había venido Aizawa a visitarme y pudo comprobar por sí mismo la razón por la cual había estado escondiéndome de él. Le explicó al conde el motivo de mi ausencia pero solo le habló de mi enfermedad. Después de despertar, miré de nuevo a Elise. Seguía allí, cuidándome solícita al pie de la cama, pero me asusté al ver su aspecto alterado. Había adelgazado mucho. Sus ojos inyectados en sangre estaban hundidos en unas mejillas grisáceas. Gracias a la ayuda de Aizawa, no había tenido que preocuparse por los problemas cotidianos, cierto, pero ese mismo benefactor fue quien había asestado el golpe que asesinó su espíritu.
Según me contó más adelante, fue él quien le habló de mi promesa al conde, así como de mi aceptación de su propuesta la última tarde que nos vimos. Al enterarse, había saltado de la silla con la cara lívida gritando: «¡Toyotaro! ¿Cómo has podido traicionarme?». Después se desmoronó. Aizawa llamó inmediatamente a su madre y juntos la llevaron hasta la cama. Cuando se despertó más tarde, tenía la mirada ausente, fija en algún lugar incierto y no era capaz de reconocer nada de lo que tenía a su alrededor. Gritaba mi nombre, me insultaba, se tiraba del pelo y se quitaba de encima a patadas el cobertor de la cama con el que trataban de protegerla del frío. En un momento dado, pareció recordar algo y empezó a buscarlo frenéticamente. Tiró todo cuanto le daba su madre sin ningún miramiento, excepto la ropa de niño que había encima de la mesa. La observó durante un instante y luego, llevándosela a la cara, rompió a llorar.
A partir de ese momento, nunca volvió a comportarse de una forma tan violenta pero su mente quedó trastornada para siempre. Parecía como si se hubiera transformado en la de una demente. El doctor aseguró que no había ninguna esperanza de recuperación. Se trataba de una enfermedad llamada paranoia, y estaba motivada por la convulsión emocional producida por un disgusto inesperado. Trataron de ingresarla en el asilo de Dalldorf, pero ella se puso a gritar y se negó a ir. Apretaba sin cesar la ropa del bebé contra su pecho y la miraba como si fuera lo único capaz de contentarla, su única tabla de salvación. No abandonó en ningún momento mi lecho, pero no parecía realmente consciente de lo que estaba pasando. Se limitaba a repetir de vez en cuando la palabra «medicina». Al parecer era lo único que podía recordar.
Por mi parte, me recuperé por completo de mi enfermedad. ¿Cuántas veces tomé su cadáver viviente entre mis brazos y derramé lágrimas amargas por ella? Cuando me marché para regresar con el conde a Japón, consulté el asunto con Aizawa y le entregué a su madre suficiente dinero como para poder llevar una existencia escueta pero digna. También dejé dinero para cubrir los gastos del nacimiento de la criatura que dejaba en el vientre de aquella pobre chica demente.
Amigos como Aizawa Kenkichi son poco frecuentes. Sin embargo, hasta el día de hoy, todavía hay una parte de mí que le maldice profundamente.