6 de noviembre
Todo ha terminado. Se acabó la historia. Nadie puede imaginarse el horror de lo que se nos ha desvelado a Arthur y a mí en nuestra última visita a Piccadilly Street. Lo mejor será, una vez más, reemprender la cronología exacta de los acontecimientos que se han ido precipitando desde la famosa noche del 31 de octubre al 1 de noviembre; esa horrible «noche de Walpurgis», como llaman los alemanes a la noche en que, según parece, los peores espíritus de la creación anduvieron sueltos por el mundo. ¡Por desgracia, hemos tenido que enfrentarnos a algo mucho peor que espíritus, a seres humanos más sanguinarios y más feroces que la peor de las divinidades infernales!
Pero vayamos por partes…
31 de octubre
Arthur y yo nos situamos delante de la fachada del inmueble a primera hora de la noche. El 138 estaba sumido en tinieblas y silencio, cosa que nos ha estimulado a entrar sin tardanza e ir directamente hacia los sótanos, a ese famoso subterráneo donde Arthur había quedado bloqueado por una reja, bien decididos esta vez a hacer lo que fuera preciso para ir más allá y penetrar hasta el fondo en el misterio de esta casa.
Arthur, que ya había identificado los lugares, me precedía y me guió hasta las cocinas y, desde allí, hacia la escalera que conducía al subterráneo. Así pues, nos encontramos en una especie de túnel cuyo suelo estaba encenagado de un agua corrompida. A medida que nos introducíamos, oíamos grititos de ratas que huían corriendo, enloquecidas por nuestra presencia. Finalmente, a unos cincuenta metros y a la luz de nuestras antorchas, divisamos la famosa reja. En aquel momento se produjo un fenómeno extraño. De pronto, me pareció oír pronunciar mi nombre con tanta fuerza que sentí dolor de cabeza. Me paralizó una sensación de intenso sufrimiento. Una voz «mental» repetía mi nombre como quien pide «socorro»… ¡Pero Arthur, sordo él a esta llamada, no oía nada! Después, de repente, el eco extendió un rugido por todo el sótano. Nos sobresaltamos, y Arthur me dijo que se trataba del mismo grito que le había aterrorizado el día anterior. Intrigados, nos dedicamos a buscar su origen. Siguiendo otro subterráneo, que desembocaba en el primero, descubrimos una serie de puertas, sin duda de antiguas mazmorras; todas desiertas. Detalle sórdido: en una de ellas tropezamos con restos de un cuerpo humano: huesos del esqueleto, una caja torácica y una tibia. El gemido se repitió. Procedía del final de la galería. Con el corazón palpitante nos dirigimos hacia allí y, tras los barrotes de la celda, descubrimos a… ¡Drácula! El conde estaba tendido sobre una mesa de cirugía, atado de pies y manos. Su camisa, abierta sobre su pecho desnudo. Una especie de rabia se apoderó de mí al verlo, como si se hubiera cometido un crimen ante mis ojos. Habría podido considerar este suceso como una revancha contra el hombre que varias veces había abusado de mí en su castillo. Pero, de hecho, fue todo lo contrario; fue como si esta afrenta hecha al conde me afectara a mí personalmente. Con la ayuda de Arthur logré forzar el candado de la puerta y entrar en la celda. En cuanto estuve cerca de él, Drácula volvió la cabeza hacia mí. Sus cabellos mostraban de nuevo su tinte grisáceo. Había envejecido y en sus ojos pude comprobar que no era el de siempre, tenía velada la mirada. ¡Sin duda había sido drogado! Pero su espíritu luchaba, y consiguió hablarme sin pronunciar una sola palabra, sólo mirándome, con la fuerza del pensamiento. «¡Ayúdame, Jonathan! —me decía—, ¡dame tu fuerza!». Era curioso, se habían trastocado los papeles, ya no era yo la víctima sino él. Hubiera podido transformarme a mi vez en verdugo y, sin embargo, no tuve más que un pensamiento: obedecerle, ayudarle, socorrerle.
Arthur, estupefacto, vio cómo en su presencia me inclinaba sobre el conde y depositaba en sus labios un beso, que pareció despertarle de su sopor. Se hubiera dicho que sus ojos volvieron a iluminarse. Deslizó sus labios sobre mi cuello, me mordió deliciosamente la yugular y empezó a beber mi sangre, suavemente, con cuidado. Arthur permanecía desconcertado, mudo, petrificado como una estatua. Mi fuerza pareció pasar al cuerpo del conde. Logró romper las ligaduras que le retenían inmóvil y se incorporó sobre la mesa en la que había estado preso. ¡Hasta la juventud pareció afluirle de nuevo! Miró a Arthur, se sentó dándole la cara y le oí decirme mentalmente: «¡Ofrécemelo!». ¡Sin protestar, hice lo que me pedía! Me puse detrás de Arthur y, del mismo modo que hizo conmigo el misterioso compañero rubio del conde en el castillo, le apreté con mis brazos y le conminé la orden de no oponer resistencia. Como un autómata, Arthur se dejó hacer, petrificado sin duda por el temor y la sorpresa. Parecía totalmente hipnotizado. Drácula comenzó a desabotonarle la camisa, le pasó la lengua por el pecho y mordisqueó sus pezones. Arthur, siempre inmóvil, se estremeció exhalando un corto gemido que interpreté como indicio del placer naciente. El conde fue bajando, con delicadeza, progresivamente hacia el vientre de Arthur, le desabrochó el cinturón y los pantalones, que hizo resbalar hasta sus tobillos. ¡Y con un profundo suspiro de bienestar, Arthur se dejó hacer; por un lado, el conde atareado con su sexo majestuoso, y yo por el otro, fascinado ante su magnífico trasero, que gratificaba con intensos lengüetazos! Después, Drácula hizo que Arthur se diera la vuelta y que se sentara él mismo sobre la porra fenomenal del conde, erguida hacia el cielo. Arthur, por primera vez en su vida, descubría los placeres que yo había ignorado hasta mi reciente estancia en Transilvania. Le vi retorcerse de placer bajo las embestidas del conde y, en el último instante, me atrajo hacia sí y me besó en plena boca con una fogosidad que me sorprendió a mí mismo.
Apenas un momento más tarde, como salidos de un sueño, nos habíamos vestido de nuevo como si nada hubiera pasado. ¡Drácula, por su parte, había recobrado toda su juventud, toda su fuerza y prestancia, y él fue quien nos hizo las espantosas revelaciones sobre el 138 de Piccadilly Street!
Pero antes de contárnoslo todo, nos llevó al subterráneo y, con su renovada fuerza, no tuvo ninguna dificultad para romper las pesadas cadenas que bloqueaban la puerta a la que Arthur había llegado en ocasión de sus primeras investigaciones. Forzado este paso, ya nos fue fácil avanzar por las galerías y, después de haber caminado cerca de un cuarto de hora (¡nos habíamos dado cuenta de que el subterráneo tenía su recorrido por Londres, pero no sabíamos todavía en qué dirección!), nos encontramos con un tramo de escalones que parecía llevarnos de nuevo a la superficie. Los subimos tras el conde, que nos precedía a buen paso como batidor; accionó una manecilla que hizo deslizarse un panel de madera, y se hizo la luz… Apenas entramos en la habitación, quedé atónito al descubrir en qué lugar me encontraba, que tanto Arthur como yo reconocimos al instante… ¡Estábamos en la clínica del Doctor Seward! ¡Así pues, existía un pasaje secreto que unía el hospital y el 138 de Piccadilly Street! Las cosas se clarificaban, pero cuanto más comprensibles se hacían, más temía entenderlas. ¿En qué lúgubre maquinación podía estar implicado Jack?
Al instante, una voz familiar exclamó:
—¡Ah, por fin! ¡Esperaba esta visita más tarde o más pronto!
Era la voz de Van Helsing, que estaba colocando instrumentos de cirugía (¡eso me pareció!) en un maletín de cuero. ¡Se había descubierto el pastel: estaba conchabado con Jack Seward! ¡Pero todavía estaba lejos de poder imaginarme hasta qué punto!
—Debería haberme deshecho de usted enseguida, conde Drácula —le espetó con una mirada de odio y de desprecio—, sin escuchar a este pobre Jack, siempre torturado por remordimientos y consideraciones inútiles. Pero todo llega para el que sabe esperar. ¡Después de todo, las cosas no se presentan tan mal, ya que podré deshacerme de los tres a la vez! ¡Ahora ya saben ustedes demasiado!
Esgrimió una pistola, pero Drácula, al verla, estalló de risa.
—Sus balas no pueden hacerme nada. Usted lo sabe muy bien, Van Helsing. ¿Cómo puede ser tan estúpido? —le espetó a la cara.
—¡No están destinadas a usted, pero son eficaces contra estos dos señores! —dijo Van Helsing apuntando con su arma en dirección hacia mí y hacia Arthur—. ¡Para usted reservo algo mucho mejor, conde Drácula! —y señaló una enorme estaca y un mazo colocados sobre una mesa de disección—. ¡Espero que sea de su talla! —añadió con una chispa de altanería, mientras me apuntaba.
Pero en el momento en que se aprestaba a dispararme, Drácula le lanzó un frasco de ácido que se encontraba a su lado sobre un estante.
El líquido se desparramó sobre la ropa de Van Helsing, produciendo una humareda, y éste empezó a aullar de dolor; el ácido le había alcanzado el rostro y comenzaba a roerle la carne. Arthur y yo nos echamos sobre él para desarmarle. Drácula, con una fuerza sobrehumana, le levantó con una sola mano, dejándolo totalmente fuera de combate. Arthur y yo nos precipitamos entonces hacia las celdas, donde él creía que debía de hallarse Lucy, pero en vano. No la encontramos. El estrépito de nuestro altercado con Van Helsing había provocado una viva agitación en el seno de los internos del hospital, que empezaban a despertarse uno tras otro, a gesticular y a aullar como condenados. Al volver adonde habían quedado Drácula y Van Helsing, asistimos a una escena espantosa: Van Helsing, empalado por la misma estaca que destinaba a Drácula, vertiendo toda su sangre, se hallaba de rodillas delante del conde, que le obligaba a confesar todos sus crímenes. Fue entonces cuando empezó a contar la más increíble de las confesiones.
La primera cosa que desveló nos dejó, a Arthur y a mí, completamente atónitos, al revelarnos que Lucy nunca había estado enferma, contrariamente a lo que nos había hecho creer el doctor Seward. El desgraciado había urdido una siniestra maquinación para «apropiarse» de Lucy. La había estado drogando durante varios meses, provocándole así él mismo las numerosas crisis a las que parecía haberse entregado en los últimos tiempos, con objeto de que una vez que fuera internada estuviera por completo a su merced, y de que a partir de entonces fuera él el único que la tuviera a su alcance. En esto residía el secreto del 138 de Piccadilly Street. Seward había decidido tomar a Lucy como su mujer, a su manera, e instalarla en ese apartamento particular, al que se accedía a través del paso subterráneo y, por consiguiente, totalmente al abrigo de miradas ajenas. En verdad, mantenía a Lucy siempre drogada, fuera de la realidad, comportándose como una marioneta gigante, pero Seward, loco de amor por ella, prefería esta solución antes que verla consagrada a otro que no fuera él. De esta manera, había «muerto» para todo el mundo, menos para él.
El único testigo de esta maquinación era Renfield que, cuando recuperaba su cordura poco a poco, había asistido a una escena que le había chocado profundamente y de la que había dado cuenta a Drácula por contacto telepático.
Relato de Renfield
Mi amo. ¡Querido conde Drácula! Ojalá estuviera usted cerca de mí en este momento, porque ocurren no pocas cosas curiosas en este hospital. ¡Pensar que nosotros, pobres enfermos, pasamos por locos, siendo así que los encargados de velar por nosotros son los que se comportan como degenerados!…
El doctor Seward y Van Helsing han traído a una joven esta tarde. Con ella había, creo, algunos miembros de su familia, pero los dos les han hecho comprender rápidamente que no era deseable su presencia en este lugar, y los parientes o amigos de la joven se han ido, abandonando a la desconocida (creo que se llama Lucy) en las manos de sus verdugos…
Esta noche, encaramándome a un taburete y aupándome lo mejor que he podido hasta la claraboya que hay en lo alto de una esquina de mi celda, he podido observar el despacho del doctor Seward, que está contiguo a ella. Y lo que he visto me ha indignado, pero ¿qué podía hacer yo? ¡Estaba solo, impotente frente a dos hombres que detentan todos los poderes en este lugar!
La pobre señorita estaba tendida sobre una mesa metálica. Vestida de encaje, como una novia. El doctor Seward la ha desnudado completamente con la ayuda de Van Helsing. Los dos la han acariciado por todas partes, minuciosamente, y cuando el doctor Seward ya no podía aguantarse más, ha empezado a desvestirse también él y se han entregado ambos a los peores ultrajes sobre la pobre señorita que, muda, se dejaba hacer como si fuera una muñeca desarticulada. El doctor Seward, en quien yo confiaba, me ha mostrado, sin pretenderlo, una faceta de su personalidad que yo ya había «olvidado»… Había olvidado lo que vi al principio, hace mucho tiempo… En un segundo todo ha vuelto a mi memoria. Ya sé por qué estoy aquí. Sé lo que ambos han hecho conmigo. ¡Sé que estoy a su merced y que jamás saldré de aquí si usted no me ayuda!… ¡Sálveme, mi amo! ¡Ayúdeme! Me doy cuenta de que voy recuperándome, pero, si usted no me ayuda, no servirá de nada, porque nada puedo hacer yo solo.
Relato de Jonathan (continuación).
Así pude constatar que, no contento de haber actuado criminalmente con Lucy, Seward, a quien yo había considerado siempre como un buen hombre, honrado y merecedor de confianza, había puesto también y voluntariamente la vida de Mina en peligro, prescribiéndole un medicamento nocivo. Porque ahora ya no podía dudarlo, el «error de diagnóstico» que había sugerido el doctor Allwright, no lo era. ¡Seward había prescrito, plenamente consciente, un veneno a Mina! Todo quedaba aclarado. Cuando yo le había comentado inocentemente los enigmáticos mensajes concernientes al 138 de Piccadilly Street recibidos por Mina (y que, evidentemente, y como ella imaginaba, no habían podido ser remitidos más que por la pobre Lucy, ¡ahora ya estaba fuera de toda duda!), Seward se vio perdido y no dudó en envenenar a Mina, con objeto de eliminar a la única persona que, desde fuera, podía ponernos sobre la pista de su crimen, de su terrible maquinación, gracias a sus vínculos telepáticos con Lucy.
¡Van Helsing confesó igualmente ser el asesino del señor Hawkins y su doncella, la pobre Emma, así como de Renfield; pero las diversas motivaciones de estos crímenes fueron aún mucho más asombrosas e inesperadas!
Confesión de Van Helsing
Sí, lo confieso, soy culpable, soy yo quien asesinó a Hawkins… Sabía demasiadas cosas y existía el peligro de que todavía contara muchas más. Desde hacía tiempo estaba al corriente de mi aventura con Renfield, ¡pero yo lo ignoraba! Fue muy recientemente, en el curso de un delirio de Renfield, cuando éste mencionó el nombre de Hawkins, con detalles que podían resultar preocupantes. Hawkins se había convertido, también él, en un peligro potencial. Por este motivo había que eliminarlo… ¡En cuanto a Renfield, fui también yo quien le hice internar, hace ya varios años, con la complicidad del jefe de clínica de aquel entonces, con objeto de que nunca pudiera traicionarme! Recluido de por vida, ya no representaba ningún peligro, y las posibles revelaciones que pudiera haber hecho desde su celda, habrían sido tomadas por lo que sólo podían ser a partir de entonces, ¡delirios de un loco! Hawkins murió asfixiado… Le impedí respirar, manteniéndole una almohada sobre la boca hasta que exhaló su último suspiro. Fue bastante fácil, no tenía fuerzas… ¡estaba ya al final de su vida! Con Renfield necesité mucho más vigor. Ayudado por Seward, que previamente lo había drogado, no me quedó más remedio que matarlo a mazazos… Como método resulta algo violento, pero muy eficaz… Un solo golpe fue suficiente; se desplomó sobre un charco de sangre… En lo que a Emma se refiere, la doncella de Hawkins, yo no tenía pensado asesinarla. Fue el azar el que la interpuso en mi camino. Tras el fallecimiento de Hawkins, estaba buscando otro empleo y vino a la clínica a ofrecer sus servicios. Ese día, al entrevistarse con Jack, dejó caer inopinadamente el dato de que debía volver inmediatamente al bufete para entregar a Harker una carta escrita por Hawkins… Pensé que dicha carta podía contener detalles comprometedores. No me quedó otro remedio, pues, que tomar la resolución de hacer desaparecer a esa pobre chica, que nada tenía que ver con esta historia. Las cosas son así. No tuvo suerte. Eso es todo. La carta fue destruida. En cuanto a Renfield, siendo así que iba recuperando poco a poco sus facultades, existía igualmente el riesgo de que se volviera incómodo. Para mí se había hecho indispensable hacer desaparecer uno tras otro todos los posibles testigos…
Relato de Jonathan (continuación).
Quedé estremecido al oír la confesión de esos tres asesinatos y, sin embargo, ¡todo esto no era nada en comparación con lo que Arthur y yo llegaríamos a saber, ya que su relación con Renfield no era, ni de lejos, lo peor que tenía Van Helsing todavía oculto!
Pero de momento, poco importaban las revelaciones futuras, por extraordinarias que fuesen. Lo más urgente para nosotros, Van Helsing ya no estaba en condiciones de impedirlo, era encontrar a Lucy. Drácula se quedó con Van Helsing, mientras que Arthur y yo salimos en busca de Lucy. Recorrimos el hospital entero y al final tuvimos que rendirnos a la evidencia: Lucy no se hallaba en él. Sólo podía estar en la casa del 138 de Piccadilly Street. Hicimos de nuevo los dos el camino en sentido inverso, recorriendo el siniestro subterráneo para subir a través de las cocinas hasta el interior del apartamento. Parecía vacío, tal como lo habíamos encontrado algunas horas antes cuando entramos en él. Pero esta vez tuvimos más suerte porque oímos un sonido extraño, casi imperceptible, el de alguien silbando una canción siniestra; al parecer el sonido llegaba de una habitación en la que no nos habíamos fijado la primera vez, situada en el penúltimo piso, aislada al final de un pequeño corredor. Nos detuvimos frente a la puerta tras la cual se emitía la extraña tonadilla y, sin ruido, la abrimos, encontrándonos con la sorpresa de ver a Lucy tendida sobre una tabla de vivisección, con el rostro petrificado como el de un muerto, mientras sufría las vesanias del monstruo de Seward, que todavía tenía la desfachatez de silbar. Nos fijamos con espanto en que sobre una mesita al lado de Lucy y del médico loco había instrumentos de cirugía: pinzas, tenazas y escalpelos de todas las dimensiones. Seward, con la mirada extraviada, calzando guantes de cirugía, había trazado marcas y líneas de puntos sobre el cuerpo desnudo de Lucy, destinadas a guiar la vivisección… ¡Se preparaba para hacerle la autopsia in vivo!…
Irrumpimos brutalmente en la estancia, sorprendiendo a Seward que, por una fracción de segundo, se quedó boquiabierto, estupefacto, lo cual nos permitió inmovilizarlo. Para su desgracia, al debatirse, se clavó él solo uno de sus instrumentos de tortura en el vientre y murió en pocos minutos sin que a nosotros nos cupiera la posibilidad de hacer nada por él. ¡Aunque, a decir verdad, ni a Arthur ni a mí nos apetecía ahorrarle cualquier sufrimiento! Lo abandonamos a su suerte y prestamos nuestro socorro a Lucy, tratando de cubrirla con cualquier ropa: una camisa hallada en un armario y la chaqueta de Arthur. Intentamos sacarla de su estado cataléptico, pero no hubo nada que hacer. Tenía los ojos abiertos, pero parecía no ver nada. Respiraba normalmente, pero no daba la impresión de estar viva. Era algo impresionante. La bajamos al salón, la instalamos en un sofá confortable, la tapamos con una manta y nos reunimos de nuevo con Drácula en el despacho de Seward. Allí, mientras Van Helsing moría, atravesado de parte a parte por la enorme estaca, Drácula nos contó que, cuando había ido a liberar al pobre Renfield, había sido atacado por sorpresa por los dos hombres y había acabado amordazado y drogado en el subterráneo donde nosotros lo habíamos encontrado. Fue aquella misma noche en que Renfield había sido asesinado, crimen que yo había presenciado en un sueño, un sueño en rojo hirviente, y del que yo no había captado el sentido. Drácula me dijo:
—Jonathan, ¿nunca te has preguntado por qué yo había decidido de repente dejar mi país para venir a instalarme en Londres?
Confieso que no me había planteado la cuestión. Y el conde se dispuso a añadir a la confesión de Van Helsing su propia versión de la historia, explicando particularmente el odio casi visceral que parecía profesarle nuestro ex amigo.
Relato del conde Drácula
… ¡Fue Renfield quien me pidió ayuda desde más allá de los mares!
Hace ya algunos años, cuando volvió a Inglaterra después de su estancia en Transilvania, me escribió para decirme que había encontrado a alguien con quien mantenía relaciones afectivas muy fuertes. Esperaba poder vivir esa aventura normalmente, pero la idea no gustó al interesado, Abraham Van Helsing. Éste intentó por todos los medios intimidar a Renfield con objeto de que renunciara a su intención de oficializar la historia. Renfield, profundamente apesadumbrado, cayó en una especie de melancolía. Pero no es éste el aspecto más importante del problema. Renfield había venido a Transilvania durante el verano de 1888 y había regresado a Inglaterra a fines de septiembre. Ignoraba lo que había ocurrido en Inglaterra durante ese tiempo. Pues bien, en el curso de su estancia en los Cárpatos, un verdadero shock había sacudido al Reino Unido: «¡El caso de Jack el Destripador!». ¡El más terrible caso criminal de todos los tiempos, que había mostrado a un asesino diabólico que atacaba de la manera más horrible a sus víctimas, prostitutas en su mayor parte, eviscerándolas después! Todo el país había temblado ante la idea de que un criminal tan monstruoso viviera oculto en medio de la población sin que pudiera ser desenmascarado. Se sabía, además, que el odioso asesino no trabajaba solo y había de tener por fuerza un cómplice, un médico sin duda, en razón de la sutileza del «trabajo de disección» operado sobre las víctimas. Y un día Renfield, a pesar suyo, sorprendió a Van Helsing y a su alumno de entonces, Jack Seward, limpiando los utensilios quirúrgicos que habían sido utilizados en la muerte de la última víctima de Jack el Destripador: Mary Jane Kelly. Renfield había hecho así el fatal descubrimiento: Van Helsing y Jack Seward eran una única y misma persona: ¡Jack el Destripador! Ante tal revelación, Renfield, esta vez, cayó en la locura, y Van Helsing se las arregló entonces para hacerlo internar y, con objeto de quedar totalmente a cubierto, ¡incluso consiguió que Jack Seward fuera nombrado director del hospital en cuestión! Después volvió a Amsterdam con objeto de borrar cualquier pista que hubiera podido establecer la relación entre él y el caso del Destripador de Whitechapel.
Pero el bueno de Renfield mantenía conmigo una conexión telepática, cosa que Van Helsing ignoró durante mucho tiempo, que quedó interrumpida durante la etapa en que estuvo sometido a medicación.
Muy a pesar mío, se interrumpieron mis enlaces a distancia con él… hasta el día en que, con ocasión de un viaje a Amsterdam, me encontré por azar con Van Helsing. Llevaba en el dedo una sortija que yo había regalado a Renfield…; los objetos retienen en sí mismos algo del alma de su propietario y, por la sortija, pude saber que Renfield estaba en peligro. Pero no podía hacer nada. Al estar privado de todo contacto con él, yo no podía saber dónde se encontraba Renfield. En aquella época, Van Helsing vivía con un joven que tú conoces, Jonathan, ya que lo encontraste en el castillo: «mi ángel rubio». Este joven dejó a Van Helsing, tras haberle escrito una carta de ruptura, para venir conmigo a mi país. ¡A partir de aquel día, Van Helsing no ha parado de buscar venganza! Por este motivo, estaba dispuesto a todo para lograr sus fines. ¡Estaba dispuesto a convocar al mundo entero contra mí y, al mismo tiempo, a hacer desaparecer toda prueba eventual de sus actividades delictivas y, a ser posible, endosármelas a mí!
Van Helsing era como muchos de nuestros contemporáneos, Jonathan: ¡prefería refugiarse en la calumnia, antes que barrer su propia casa y darse cuenta del monstruo que albergaba en sí mismo! El ser humano es así, Jonathan, necesita crear monstruos para evitar la contemplación de su propia imagen.
Diario de Jonathan (continuación).
6 de noviembre
Voy a poder abandonar este diario, tanto en sentido propio como figurado. Sin duda alguna, no es publicable. El relato que aquí queda consignado contiene demasiadas verdades susceptibles de desmontar el sistema sobre el que asentamos nuestra forma de vida. La vida es así, y mucho me temo que nunca podremos cambiarla lo bastante profundamente como para que las generaciones futuras puedan vivir mejor, con más tolerancia e inteligencia. Estamos tan acostumbrados a la mentira que la verdad asusta; ¡esto es un hecho!
Lo esencial hoy es que hayamos salvado a Lucy, que la hayamos librado de las garras de esos dos locos, y que, al parecer, y tal como esperamos todos, no guardará secuelas de esta espantosa historia. Mina, también ella fuera de peligro tras su envenenamiento, está loca de alegría por haber recuperado a Lucy; su amiga, su hermana.
Arthur ha desistido por fin de regresar a América.
Se ha dado cuenta de que la atracción que inconscientemente yo había experimentado hacia él desde el momento de nuestro encuentro, era compartida. ¡Y desde entonces, Arthur y yo somos inseparables… gracias al conde! Con objeto de no pasar un infierno con respecto a la sociedad mojigata en la que vivimos, hemos resuelto participar también nosotros en la mentira colectiva y dar el pego, casándonos los cuatro. Arthur se casará con Lucy y yo con Mina. Hemos decidido vivir en dos casas contiguas y comunicadas. ¡A los ojos de la gente seremos dos parejas perfectas, incluso anodinas; y nadie sabrá jamás que, por la noche, Lucy y Mina duermen juntas, mientras que, por nuestra parte, Arthur y yo estamos unidos en el mismo lecho, ya que en la aventura en los sótanos del 138 de Piccadilly Street, Arthur descubrió lo que yo no osaba imaginar antes de mi estancia en el castillo del conde!
Nunca olvidaré, conde Drácula, lo que le debo. ¡Usted me ha hecho ver lo que dormía agazapado en el fondo de mí mismo; me ha dado el coraje de mirarlo cara a cara sin avergonzarme de ello, y me ha enseñado también a preservar esta parte de sombra que infunde temor a quienes aún no la conocen! Me siento un hombre libre, dentro de las ataduras que nos obliga a soportar nuestra época rigorista. ¡Si no queda más remedio que llevar una máscara, llevémosla: el verdadero rostro está detrás; lo sabemos todos! ¿Acaso un día, pese a todo, publicaré mi diario de viaje?… ¡Cuando haya cambiado la percepción de los demás!
Drácula nos ha dejado esta mañana para coger el barco, el Tzarine Catherine, con destino a Varna, en el mar Negro, con objeto de volver a su castillo y a quien allí le espera, el misterioso joven rubio.
He preguntado al conde por qué su misterioso amigo no le había acompañado a Londres, y me ha dado una respuesta sibilina:
—Todavía no está preparado —me ha dicho.
Cuando estaba subiendo al barco, le he hecho otra pregunta:
—A propósito, querido conde Drácula, ¿cómo se llama su misterioso compañero?
Ha sonreído lleno de ternura y me ha dicho:
—¡Lestat! ¡Un día dará que hablar, ya lo verás!