SEGUNDA PARTE

Londres, 22 de septiembre, a las once de la noche

No pensaba continuar este diario, ni siquiera zambullirme de nuevo en las páginas escritas en Transilvania, pero son tantos los acontecimientos que después se han venido sucediendo, que no me queda más remedio que confiarme a alguien, alguien que no tendrá, que no podrá tener, juicio propio sobre lo que ha pasado desde el día en el que he dejado de consignar cada hecho, cada detalle de mis desventuras.

Para ser claro he de retomar minuciosamente el orden cronológico, porque han ocurrido demasiados dramas y acontecimientos desagradables. Me siento obligado a dar referencias precisas si quiero ser comprendido.

Empezando por el final, hoy, desgraciadamente, acabamos de enterrar a la pobre Lucy, la mejor amiga de Mina. Se ha apagado tras varios días y noches de una larga agonía. Trataré este asunto más adelante. De momento, debo retroceder, sumergirme en el pasado, algunas semanas antes de mi vuelta a Inglaterra. Me ha costado un tiempo rememorar todo lo que me ha ocurrido desde el siete de mayo, fecha en la que decidí huir del castillo del conde Drácula. Pero la aventura no fue de las más fáciles. Intentaré, pues, revisar cada día posterior a esa fecha, precisando su contenido, sin omitir la más mínima de las cosas, aunque sea desagradable para mí.

7 de mayo, a las siete de la tarde

Esa noche, tras el macabro descubrimiento en los sótanos del castillo, estaba haciendo el equipaje, colocando sin orden ni concierto mis efectos personales, cuando se abrió la puerta de mi habitación.

—¿Se va usted? —preguntó una voz en tono burlón y provocativo.

Me volví, sorprendido, y me di de cara con el conde mismo, apoyado indolentemente en la pared como si me estuviera calibrando, con una sonrisita en la comisura de los labios.

—Sí —le respondí, sin dejarme impresionar.

—La noche está al caer —me dijo, siempre en el mismo tono— y corre usted el peligro de perderse. Además, ¡el bosque no es muy seguro! —añadió.

—¡Siempre lo será más que este castillo! —le respondí, picado en lo más vivo por su insolencia.

Dejó asomar entonces una amplia sonrisa, que mostró el esplendor de sus dientes blancos sobre los que deslizó una lengua golosa. Su mirada centelleaba de malicia.

—¡Pues bien!, en ese caso, ¡buen viaje, «mi» querido Jonathan!

Y salió de mi habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Estaba un poco sorprendido de que no insistiera en retenerme; pensé que intentaría algo, que diría alguna cosa para hacerme desistir de mi repentina decisión, pero no, no volvió. Hecho el equipaje, cogí la chaqueta y salí de la habitación con el bolso en la mano; entonces y anduvé por el corredor que llevaba a la escalera central. Según llegaba pude ver a Johann abajo, empezando a subir los escalones, mientras yo a mi vez los bajaba. Levantó la cabeza hacia mí y me lanzó una mirada penetrante, insistente.

—¿Nos deja usted? —dijo en tono de broma.

—Efectivamente —respondí mientras continuaba bajando los peldaños.

—¿Está usted seguro? —preguntó con convicción.

En ese instante, el hombre rubio, al que yo no había oído llegar, me ciñó por detrás, mientras que Johann, de un salto, me arrancó el bolso de la mano y se unió a su compinche para domeñarme. Yo peleé, pero ellos eran dos y más fuertes que yo. Este combate, el más recio que he librado en toda mi vida, duró una eternidad. Rodamos por el suelo, estuvimos a punto de bajar las escaleras de cabeza, pero apareció el tercer hombre, el gitano, y venía a prestar ayuda a los otros dos. Consiguieron reducirme totalmente, impidiéndome cualquier movimiento, y me arrastraron hasta el sótano, donde empezaron mis torturas…

Atravesando varios corredores, llegamos a una especie de cripta en cuyo centro se encontraba un altar. Grandes colgaduras rojas y negras pendían de los muros, y grandes cirios negros encendidos estaban colocados circundando la estancia. Mi sangre se heló de espanto ante esta visión insólita. ¿Por qué ritos satánicos iban a sacrificarme? Pensé llegada mi última hora.

Ante mis gritos y mis sacudidas para liberarme, se volvieron más amenazantes, más feroces, y comenzaron a arrancarme la ropa, lanzando gritos que me recordaban la jauría de lobos que había imaginado con ocasión de los precedentes retozos con el conde. A jirones, me desgarraron la camisa, el pantalón, la ropa interior: todo. Me dejaron totalmente desnudo. Me mantenían boca abajo sobre el altar.

Sus gritos se mezclaban con sus risas, pero no había jovialidad alguna en estas risas, ninguna humanidad; había exaltación, excitación y rabia. Uno de ellos, no recuerdo cuál, aplicó sus manos sobre mi cuerpo y me hurgó la boca con su lengua, rápidamente, como para saborearme; después, me di cuenta de que me levantaban y me encontré tendido de espaldas. Me soltaron. Consideré que lo más razonable entonces era no intentar huir; permanecí inmóvil, con el corazón al galope, angustiado por lo que podía seguir. Los tres hombres, con los ojos llenos de promesas viciosas, me contemplaban divertidos. Johann se frotaba el sexo a través del pantalón y empezaba a desabrocharse la bragueta; el hombre rubio deslizó la lengua sobre sus labios, de la misma manera que lo había hecho el conde en mi alcoba unos minutos antes. En cuanto al gitano, permanecía plantado ante mí, con las piernas abiertas, y el bulto que mostraba en la entrepierna no dejaba lugar a dudas sobre sus próximas intenciones. Unos segundos más tarde, los tres exhibían al unísono sus virilidades triunfantes y me forzaban a engullirlas hasta el fondo de mi garganta, una tras otra. Yo estaba espantado, aterrorizado, desesperado… ¡y rebosante! Jamás me hubiera sido posible formular un deseo semejante, ni siquiera tener idea de su existencia, y sin embargo, de nuevo experimentaba esa sensación vertiginosa del placer prohibido. Estaba avergonzado, pero al mismo tiempo me sentía feliz. De repente, el conde entró en la cripta. Vestía una larga capa negra que envolvía su cuerpo por entero. Al entrar Drácula, los tres hombres dejaron de violarme, entonces él se aproximó al altar sobre el que yo estaba sufriendo aquellos ultrajes, y tras subir los tres escalones sobre los que yo me encontraba, me dijo que lamentaba constatar mi deseo de abandonarle. Me felicitó por mi trabajo a propósito de la venta, y añadió que él y sus amigos estimaban mi presencia y que deseaba que yo guardara de ellos mis mejores recuerdos. Iba a protestar, indignado por los malos tratos que sus «amigos» me habían infringido, cuando me impuso silencio con un dedo sobre la boca, y se reprodujo entonces la misma escena de la noche anterior.

Se colocó al borde del altar, frente a mí. Después, con un amplio movimiento de brazos, abrió la ancha capa, que reveló su cuerpo desnudo y su sexo en erección. Un murmullo de admiración y de envidia se escapó de los tres hombres, a la vista de esa columna maciza y pesada que se balanceaba entre sus piernas. Drácula me dijo:

—¡Te deseo! ¡Yo deseo hasta el infinito a todos los seres llenos de vida como tú, hombres o mujeres! ¡Sólo en el deseo y en el placer se encuentra la verdad!

Me agité otra vez, suplicándole que me dejase, le dije a la cara que era un monstruo, que no tenía ningún respeto por mí ni por mi cuerpo, pero los tres hombres me inmovilizaron de nuevo. Con calma, Drácula me contestó que, por el contrario, el interés que mostraba por mí era la prueba más grande del respeto y de la estima que yo le inspiraba; que aquélla era para él la única manera que tenía un ser humano de mostrar a otro ser humano el interés que le profesaba (pero ¿era él realmente humano?). Dicho esto, se tendió sobre mí, mientras sus tres cómplices me mantenían con los brazos y las piernas abiertos. Me miró fijamente a los ojos hasta hacerme daño con su mirada. Poco a poco mis sentidos se rindieron, me relajé a mi pesar, como bajo el efecto de la hipnosis. Él empezó a lamer mi cuerpo por entero: mis labios, mi cuello, mi garganta, mi pecho, mi vientre, mi sexo, mis muslos. Se perdió en mi intimidad más secreta. Después, una vez más, me hizo sujetar por Johann y el gitano y se hundió en mí con una facilidad que me desconcertó: sin causarme dolor. Pero este placer no fue el único. Después de haberme «consumido» con pasión, me ofreció a cada uno de los tres hombres presentes, y cada uno de ellos, uno tras otro, me penetró, bien con rabia, bien con brutalidad o habilidad. Esto duró toda la noche; se pasaban el turno de uno a otro. Parecía que no iba a acabar nunca. Mi cuerpo dolorido ya era incapaz de distinguir el placer del dolor. De madrugada, el conde fue el primero en retirarse. Dejó la cripta, arropado en su capa negra, mientras el hombre rubio, cuyo nombre seguía siendo un misterio para mí, seguía sus pasos. Johann y el gitano me gratificaron con un postrer hilillo blanquecino y me abandonaron, yacente, sobre el altar. El frío me paralizó cada vez más; un frío helado, un frío de losa sepulcral. Mi cuerpo fue presa de los escalofríos, y caí en las tinieblas, en una especie de coma que, según supe más tarde, duró varias semanas.

12 de junio

Me desperté una tarde, sin saber dónde me encontraba. La claridad de la habitación en la que estaba me deslumbró. El sol entraba por la ventana abierta; había llegado el verano; los pájaros cantaban en el jardín. Resulta estúpido confesarlo, pero lo primero que se me ocurrió fue que estaba muerto y que me encontraba al otro lado del telón, en la plenitud del más allá. La muerte me parecía dulce después de los horrores que había padecido, y el recuerdo de aquella cripta fría y tenebrosa me hizo estremecer. Una monja entró en la habitación y, al verme con los ojos abiertos, se precipitó hacia mi cama. Se llamaba sor Ágata. Al constatar que mi estado de salud había mejorado considerablemente y juzgando que ya me encontraba en pleno uso de mis facultades mentales, me reveló que llevaba más de seis semanas en el convento, al que un misterioso bienhechor me había llevado una noche en un estado de fiebre alarmante. Yo había contraído una neumonía grave y sólo a ese hombre providencial, que me había dejado ante la puerta del convento en una noche tempestuosa, debía atribuir el estar vivo todavía. Sor Ágata, que aquella noche estaba en la recepción, me describió a mi bienhechor como un hombre alto, elegante, vestido de negro, que, en cuanto la vio, hizo un movimiento hacia atrás y le habló desde cierta distancia, como si quisiera preservarse de ella. «Un descreído», pensó sor Ágata.

—Pero los peores pueden ser los mejores cuando se les presenta la ocasión —añadió—. Este hombre le ha salvado a usted la vida al dejarle en el convento. Éste era el único lugar donde era posible que le prodigaran a usted los cuidados que necesitaba.

«Así pues —pensé—, por ironía del destino, mi verdugo era mi salvador». Y es que, por la descripción que sor Ágata me había hecho de él, evidentemente no podía ser otro que el propio conde.

Esta idea me turbó aún más, pues su gesto, sin duda, era la prueba del interés que tenía por mí, ya que, de no tenerlo, poco le hubiera importado dejarme morir en el fondo de aquel sótano húmedo, en aquella cripta siniestra. Después de todo, quizá no me había mentido, quizá había sido realmente sincero conmigo; ¡tan sólo sus argumentos y la manera de formularlos eran discutibles! Continué con mis pensamientos mientras sor Ágata me aplicaba aún algunos remedios. Me dijo también que debía permanecer dos o tres semanas más en el convento hasta curarme del todo, ya que mi estado físico no me permitía hacer un largo viaje para volver a mi casa.

Debía tomar mi enfermedad con paciencia. Me preguntó si deseaba escribir a alguien. Dudé. Pensaba en Mina, naturalmente, pero por una oscura razón, no tuve ganas de escribirle enseguida. Prefería esperar…

Aquella misma noche se produjo un extraño fenómeno. Cuando dormía, me despertó una sensación intensa: me sentía oprimido y con la curiosa percepción de que mi cama… ¡se balanceaba! Me senté para recobrar mi juicio. Sin duda había soñado, porque todo estaba normal en la habitación; pero, de súbito, me asaltó una especie de conmoción, de visión. Vi un mar agitado por una tempestad y, esta vez sin estar dormido, me encontraba a bordo de un barco a merced del temporal. Tenía la dolorosa sensación de hallarme al mismo tiempo en dos lugares: físicamente, en la habitación, bien a salvo en el convento de sor Ágata, y mentalmente, en medio de la furia de los elementos, a bordo de un barco misterioso. Traté de luchar para librarme de este maleficio, pero sin ningún resultado. A pesar mío, estaba en relación con alguien a bordo de aquel navío. Me encontraba en el sollado. Estaba oscuro. En el puente reinaba una gran agitación. Las voces de los marinos, por increíble que pueda parecer, me llegaban con la misma claridad que si me hubiera encontrado físicamente presente en el barco. Después, también misteriosamente, la tempestad pareció apaciguarse y se estableció una calma impresionante. Se oyeron algunas voces. Oí a dos marinos hacer el cambio en su puesto de guardia y cruzarse en una escalera. Batieron ruidosamente algunas puertas. Dejé entonces la bodega oscura en la que me encontraba, con objeto de subir hacia las cabinas.

De paso, tuve tiempo para leer el nombre del barco, escrito sobre un bote salvavidas: «Deméter». Después, impresión aún más chocante e irracional, yo me encontraba en el exterior del barco, suspendido por encima del mar, como si volara. Miraba a través del ojo de buey de un camarote y vi en su interior a un marino echado sobre su litera, completamente desnudo. Un hombre entre treinta y cinco y cuarenta años, con una barba de dos o tres días. Estaba echado indolentemente, con las piernas abiertas, y se acariciaba pausadamente. De pronto, la puerta del camarote se abrió y él paró en el acto sus tocamientos para darse la vuelta, quedar boca abajo y ocultar así su erección. Otro marino entró y empezó a desvestirse, dejando su ropa sobre la otra litera. Desnudo a su vez, se echó sobre su cama, encendió un cigarrillo y se puso a hablar con su compañero. El primero se dio otra vez la vuelta y quedó tumbado de espaldas. El segundo marinero, viendo el tamaño del sexo del primero, debió de soltar una broma, porque los dos rompieron a reír. Poco a poco, el segundo marinero pareció ser presa de la misma excitación ya que su sexo aumentó de volumen y, poco a poco, el hombre empezó a masturbarse muy lentamente sin dejar de mirar a su compañero, que había reiniciado sus caricias. (¡Yo, de modo incomprensible, seguía en el exterior, mirando la escena a través del cristal del ojo de buey!). Con sus sexos cada vez más tiesos, los dos hombres parece ser que se entregaron a un conciliábulo tras el que, habiendo aparentemente llegado a un acuerdo, se sentaron cara a cara en sus literas, mirándose amasar respectivamente su generosa columna de carne, luego se levantaron y, siempre cara a cara, el segundo marino tomó los dos sexos juntos y se dedicó a frotarlos vigorosamente uno contra el otro. Un chorro recio de líquido blanquecino estalló entre sus manos al mismo tiempo que un hombre, que parecía ser el capitán del navío, abría violentamente la puerta del camarote. Quedó enmarcado en el cuadro de la puerta; tenía aspecto furioso y empezó a gritar a los dos hombres, pegando un puñetazo al primer marinero, mientras que el segundo conseguía esquivar otro. Apuntó hacia ellos un dedo vengador, como si les pronosticara mil amenazas, insultándoles sin parar, hasta que salió dando un portazo tras de sí. Los dos hombres quedaron una fracción de segundo inmóviles, de pie, aturdidos, como si el cielo se hubiera desplomado sobre sus cabezas. El primer marinero, lívido, se dejó caer sobre su litera y escondió la cabeza entre sus manos. No lloraba, pero se mostraba del todo anonadado. El otro le puso la mano sobre la nuca con ánimo de reconfortarle, volvió a vestirse con ademanes cansados, como un autómata, y salió silenciosamente del camarote. De repente, me encontré en el interior del Deméter, en un pasillo. Reconocí ante mí la silueta del marino que acababa de salir de su camarote. Seguía moviéndose de un modo mecánico. Subió los peldaños de la escalera que llevaba al puente. Lo seguí. Atravesó la crujía y, apostado en la borda, miró al mar; de súbito, sin que nadie hubiera podido preverlo, se lanzó a las olas. Uno de sus colegas, que había visto la escena, corrió hacia él, pero al desgraciado ya se lo había tragado el oleaje; entonces se volvió y se dio de bruces conmigo. Palideció, lanzó un grito de terror y trató de huir. Fue así como perdió el equilibrio, se trabó el pie con un cabo y cayó, él también, al mar.

Bruscamente «transportado» de nuevo a mi habitación del convento, comprendí: ¡estaba vinculado telepáticamente a Drácula! Yo no estaba en el Deméter, pero el conde, él sí que estaba, y yo veía a través de sus ojos, oía a través de sus oídos… ¡tenía un doble a distancia!

Cerré de nuevo los ojos e instantáneamente me encontré otra vez a bordo. El conde bajaba los peldaños de la escalera y se dirigía hacia el camarote de los dos marinos. Abrió la puerta y se encontró con el que había quedado solo. Lo halló tendido sobre la litera en un mar de sangre; se había cortado las venas.

Drácula se inclinó, acarició el rostro del muerto y se detuvo, ensoñador, ante su sexo y que, incluso en reposo, seguía siendo voluminoso. Lo acarició suavemente, tanteó las bolsas pendientes y, no pudiendo resistirlo más, lo engulló vorazmente y lo chupó con el mismo placer que habría tenido si todavía estuviera vivo.

De pronto, la puerta del camarote se abrió. Drácula se incorporó; el capitán se hallaba de nuevo en el umbral, con la mirada hosca, paralizado durante una fracción de segundo por la sorpresa de descubrir un extraño a bordo. A punto estaba de lanzar invectivas al conde, cuando éste se abalanzó sobre él, llamándole asesino a gritos. Tres marineros acababan de morir por su culpa. Los dos hombres se enzarzaron en una lucha feroz, como dos bestias salvajes. Al capitán no le faltaba vigor, pero la fuerza de Drácula sobrepasaba con mucho la suya. Sudando y rabioso, el capitán veía sus ropas caer a jirones. Dio un grito al ver la mirada del conde inyectada en sangre, la sangre de su furor estimulado. Creyó soñar cuando descubrió los dos caninos acerados que asomaban por fuera de sus labios, pero antes de que se diera cuenta Drácula ya se los clavaba en la garganta para castigarle por sus fechorías. El capitán se debatía tanto que su resistencia sorprendió al conde. Consiguió levantarse, empujar al conde contra la pared del camarote y salir de él precipitadamente hacia las escaleras. Vociferaba, pero nadie acudió a socorrerle. Parecía haber olvidado que ya se hallaba solo a bordo. Drácula apareció en la crujía como un demonio, y cuando el capitán subía a toda prisa la escalera que llevaba al puente, Drácula consiguió asirle por un jirón de su ropa y hacerle caer escalera abajo. El hombre rodó sobre sí mismo y luego se incorporó; y Drácula, cara a cara con él, pudo fijarse por primera vez en su rostro, sus labios carnosos, sus ojos de un azul profundo y claro. Un rostro de trazos angulosos, viriles, casi brutales. Un relámpago de deseo inflamó los ojos del conde, pero su furor le pudo.

—¡Vas a pagar por estos tres crímenes estúpidos! —le dijo al oído, mientras que con puño firme lo levantaba y lo empujaba hasta el gobernalle del barco.

Curiosamente, al unísono con los acontecimientos, el viento rugía de nuevo y se anunciaba otra tempestad, mientras que a lo lejos, Drácula avistaba ya la costa.

—¿Dónde estamos? —preguntó al capitán en tono autoritario, mientras le inmovilizaba con su cuerpo contra el gobernalle y empezaba a atarle con cuerdas.

—Nos acercamos a las costas inglesas —farfulló el hombre, cada vez más aterrorizado ante la fuerza que mostraba su adversario—. ¡Estamos frente a Whitby!… ¿Qué va usted a hacer conmigo?

—¡Ya lo verás! —respondió el conde con voz insolente.

—¡Suélteme! —rugió el capitán—. Usted me necesita en medio de esta tempestad… ¡Yo no puedo servir para nada atado de esta suerte!

—¿Tú crees? —le replicó Drácula, irónico.

El hombre estaba bien atado por la cintura y los brazos a la rueda del timón, sin poder esbozar tan siquiera un gesto. En el curso de la pelea que había disputado con el conde, el dorso de su camisa se había desgarrado hasta el faldón, y su pantalón de marino, aflojado durante la lucha, le caía hasta medio muslo, mostrando su piel desnuda.

Drácula se detuvo un instante a la vista de su poderosa musculatura, que pareció sorprenderle, y se pegó a su espalda. El hombre, presintiendo lo que iba a suceder, le suplicó; juró que lamentaba haber llevado a sus hombres a la muerte, pero era demasiado tarde. Drácula le penetró con toda su fuerza. El capitán lanzó un alarido, tratando en vano de librarse de sus ataduras.

Me desperté sudando y con la voz del capitán, matizada de distintas tonalidades de placer, todavía en mis oídos. Sor Ágata estaba a mi lado. Yo había delirado toda la noche. Ella me secaba la frente con paciencia y devoción.

—¡Pobre señor Harker! —me dijo con dulzura—. ¡Usted debe de haber pasado momentos muy penosos a juzgar por las noches tan agitadas que sufre!

¡Si la pobre mujer hubiera tenido la menor idea de lo que ocurría, las puntas de su toca se le habrían juntado sobre la cabeza! Consiguió calmarme, me dio a beber una poción para ayudarme a dormir y apagó la luz.

Caí rápidamente en el sueño, pero la visión vino de nuevo a rescatarme de él, en lo más profundo. Esta vez, una tempestad espantosa hacía estragos. Yo estaba (debería decir «nosotros estábamos») en el puente del Deméter; el capitán yacía, sujeto sobre el timón, completamente deshecho, agónico (¿o agotado tras los asaltos del conde?). Su respiración era jadeante y su cuerpo chorreaba por el sudor y la lluvia. Los golpes de mar inundaban peligrosamente el puente. Los relámpagos rayaban el cielo negro, la costa se aproximaba cada vez más. El capitán gritaba:

—¡Soltadme!, ¡vamos a estrellarnos contra las rocas!

Drácula inició un movimiento para llegar hasta él, pero demasiado tarde: la proa se precipitó contra un arrecife y se oyó un gran estruendo. Una formidable sacudida agitó el barco y arrancó el gran mástil que, al caer, chocó violentamente con la cabeza del capitán. Sus ojos se extraviaron. Había muerto. Drácula saltó sobre una roca apenas un momento antes de que el Deméter, sacudido como una brizna de paja, derivase hacia la playa. El conde corrió de roca en roca hasta hallarse a salvo sobre la arena mojada.

Un camino ascendía hasta lo alto de la colina donde algunas casas delineaban su contorno negro sobre el cielo.

Unas pocas ventanas estaban todavía iluminadas. Drácula trepó por el sendero rápidamente. No parecía tener dudas para encontrar su camino. Llegó al borde del acantilado y se detuvo unos instantes para observar el grandioso panorama de la mar furiosa y el cielo tenebroso, sobre el cual los relámpagos proyectaban reflejos violetas. Después, se dirigió hacia un grupo de casas y fue entonces cuando, en mi sueño, me dio un vuelco el corazón; acababa de reconocer The Crescent, el grupo de casas donde Mina pasaba el verano en la de su amiga Lucy. Hubiera querido gritar, pero ningún sonido salía de mi boca. Hubiera querido retroceder, pero no era yo quien dirigía mis pasos, ¡era Drácula! Cómo explicar en dos palabras lo que comprendí en aquel momento; era como si mi alma estuviera en contacto directo con la del conde. Yo estaba persuadido de que él conocía todos mis sentimientos. Él conocía la impotencia en la que yo me encontraba, el desespero que me invadía al saberle tan cerca de Mina, sin poder hacer nada para impedirle llevar a cabo sus negros designios; y, a la inversa, yo, a miles de kilómetros, perdido en los Cárpatos, sentía el júbilo y la satisfacción que él experimentaba al haber conseguido atravesar los mares y haber encontrado un nuevo coto de caza. ¡Yo sabía que él sabía, y él también, más allá de los mares, sabía que yo sabía! No me quedaba otro remedio que contemplar a distancia sus bellaquerías y temer lo peor, a sabiendas de que lo más probable era que ocurriera.

El conde atravesó el paseo que bordeaba el mar y se dirigió hacia East Terrace, tal como yo temía. Rodeó The Crescent para pasar por los jardines. ¡Seguramente conocía por sí mismo los lugares y, siempre a través de mi visión, adormecido, pude darme cuenta de que Drácula había hurgado en mis asuntos durante mi estancia en el castillo! En efecto, yo jamás le había mencionado a Mina y, sin embargo, no sólo estaba al corriente de su existencia, sino que además, ¡sabía perfectamente dónde vivía en ese momento, puesto que ella residía en Londres normalmente!

¡En qué trampa infernal había caído al encaminarme a este lugar maldito en los Cárpatos! ¡Conste que el pobre señor Hawkins me había mandado con toda impunidad a la boca del lobo, creyendo ofrecerme así una promoción y una oportunidad de progresar en la vida y en el seno de su bufete!

El conde entró en el jardín de Lucy, que yo reconocería entre mil. En aquel lugar, Mina y yo habíamos hablado por primera vez sobre nuestra boda, hacía ya un año, cuando habíamos ido a visitar a Lucy, a la que yo no conocía aún, pero que Mina quería decididamente presentarme. La habitación de Lucy se encuentra en la planta baja y da precisamente al jardín. A través de los ojos del conde, yo veía de nuevo la casa con columnas, los rosales trepadores, el banco junto a la fuente…

La habitación de Lucy estaba iluminada. La luz de una vela proyectaba su sombra sobre la pared y esta sombra parecía agitada por estremecimientos. Drácula se aproximó con precaución a la ventana y miró hacia el interior. Lo que descubrió allí pareció divertirle sobremanera, pero lo que vi yo me hizo el efecto de una ducha escocesa… allí, en la habitación de Lucy… «en la cama de Lucy»… Mina, mi Mina, estaba lánguida, desnuda y entregada, dejándose mimar, acariciar, besar, por Lucy, cuya cabellera roja resplandeciente captaba los reflejos de la luz de la vela.

Oí entonces la voz de Mina, desfigurada, que gemía, gruñía, jadeaba, enloquecida de placer. Lucy, también desnuda, estaba tumbada sobre ella y restregaba su cuerpo blanco, salpicado de pecas, sobre el de Mina. Las dos bandeaban como un barco borracho… como dos criaturas perdidas.

En mi visión, sentí celos, resentimiento, hasta indignación, pero en el acto me vino a la memoria la noche pasada con el conde y sus tres cómplices de orgía. ¿Quién era yo? ¿Qué derecho me asistía hoy para hacer un juicio sobre lo que estaba viendo, aunque en realidad no fuera yo quien contemplara la escena? Otra idea se me ocurrió entonces. ¿No podría ser aquélla la razón por la que Mina posponía eternamente la hora de desposarse conmigo y, por tanto, también la de ceder a mis súplicas y requerimientos? ¿No podía darse el caso de que en definitiva prefiriera abrazar a Lucy y ser abrazada por ella más que por mí? Esa idea me hizo sufrir, pero no era hora de lamentos, Drácula sí que estaba haciendo cosas y yo seguía impotente, atado a mi cama de enfermo, y tan lejos…

Empujó la puerta vidriera que estaba entreabierta y entró sin hacer ruido en la habitación. Las dos mujeres no repararon en él, que, de pronto, hizo gestos de prestidigitación dirigidos a ellas, como si fuera un mago que pretende hipnotizar a alguien. Lucy fue la primera que aparentemente reaccionó al maleficio. Se retiró de Mina y dirigió al conde una mirada concupiscente. Mina se disponía a cubrirse los pechos al percatarse de la presencia de un intruso, pero Lucy se lo impidió y entonces ella también se mostró interesada por el recién llegado. Las dos jóvenes doncellas (¡no por mucho tiempo, según yo barruntaba!) dirigieron una sonrisa cómplice al conde, que se aproximó al lecho con la agilidad y la gracia de un felino. Tendió los brazos y Lucy le cogió de la mano para atraerlo hacia ellas. Él se dejó caer sobre el lecho entre las dos, que, por un acuerdo tácito, con sus manos se lanzaron a la exploración de todo su cuerpo y empezaron a despojarle de sus ropas. (Casi me parecía casi el olor de sus cuerpos, de sus perfumes). Mientras el conde introducía su lengua en la boca de Mina e intercambiaba con ella un beso profundo, Lucy, enardecida, acogió en su boca el sexo empinado de Drácula, acariciando al mismo tiempo sus bolsas redondas y repletas y deslizando después su lengua concienzudamente sobre ellas. Sacó después el miembro viril de su boca para ayudarle a infiltrarse entre los muslos de Mina, y se lo introdujo en el sexo. Lucy ayudó al conde a penetrarla, y Mina exhaló un grito de sufrimiento que Lucy y el conde ahogaron con sus besos. Los tres gemían de placer y de excitación. Lucy suplicó al conde que no la olvidara y le ofreció su parte más carnosa para variar los placeres. Drácula la satisfizo y después la honró por una vía más tradicional. Al cabo de un largo rato, como Mina protestaba por sentirse abandonada, el conde se levantó y se puso de pie en la cabecera de la cama, ofreciendo a las dos jóvenes mujeres su miembro viril, cuyas proporciones tendían cada vez más a ser desmesuradas. Sostenía la cabeza de cada una en sus manos, observándolas mientras engullían su sexo una tras otra. Lanzó un largo aullido, parecido al de un lobo, y brotó un chorro de semen. Lucy y Mina, como gatas golosas, se abalanzaron juntas sobre esta fuente de juventud que inundaba generosamente sus rostros. Gemían, se restregaban una con otra, lamiéndose mutuamente en la cara los residuos de sus retozos con el conde. Después, como si hubieran caído en un trance demasiado intenso, se desplomaron sobre la cama y se quedaron profundamente dormidas, mientras el conde se vestía y se alejaba en la noche.

A la mañana siguiente, al despertarme, sor Ágata me halló el semblante desencajado. Tenía fiebre de nuevo. Ella no comprendía el porqué. Yo no podía explicárselo. Aquella noche había sido una noche de revelaciones en cascada; mi vínculo telepático con el conde, las verdaderas relaciones que Mina mantenía con Lucy a mis espaldas…, sin duda, desde mucho tiempo atrás, ya que eran amigas desde la infancia. Era demasiado…

10 de julio

Con gran sorpresa por mi parte, ese día sor Ágata me abordó con una sonrisa radiante y me dijo:

—¡Tiene usted una visita, señor Harker!

Me quedé asombrado, ya que no conocía a nadie en ese país, y estaba pensando que debía tratarse de un error cuando vi entrar en la habitación a… ¡Mina! ¡Mina en persona, en carne y hueso! Creí estar soñando… ¿Cómo se había enterado? Me dijo que había recibido mi carta, aunque yo estaba seguro de no haberle escrito, ni a ella ni a nadie, ya que no me hallaba en condiciones de hacerlo. ¿Hasta tal punto eran aún confusas mis ideas? Y aquella visión con Lucy, ¿no la habría simplemente soñado durante uno de mis numerosos accesos de fiebre? Ya no sabía qué pensar. Pero era tan feliz al encontrarme de nuevo con Mina… También ella parecía encantada y emocionada al verme de nuevo después de tantas y tan largas semanas de separación. Yo buscaba en su rostro alguna traza de incomodidad o de inquietud que pudiera confirmar mis sospechas, en lo que a la realidad de sus amores culpables con Lucy se refería, pero nada se transparentaba; se mostraba natural, alegre, jovial, como de costumbre. Quedé sosegado. Quizá y desde el primer momento, todo eran imaginaciones mías. Incluso mis escandalosos desenfrenos en el castillo, ¿acaso no podían ser también pura invención? Ciertamente, el simple hecho de haberlos imaginado probaba que yo no era del todo inocente y que inconscientemente los deseaba; pero el hecho de pensar que nada de todo aquello hubiera sucedido, ¡debo reconocer que me tranquilizaba!

Mina y yo salimos al día siguiente hacia Londres.

El viaje duró algo más de una semana. ¡Yo ignoraba aún en aquel momento la clase de revelaciones que me esperaban a mi regreso!

20 de julio

Apenas llegamos, supimos que Lucy estaba gravemente enferma. Lucy, la amiga de siempre de Mina, y de la que decía frecuentemente: «No necesitamos hablar para comunicarnos», había sido encontrada de madrugada en el jardín, en Whitby, totalmente desnuda y mostrando huellas sospechosas sobre el cuerpo que, por razones de decencia, no se hicieron públicas, salvo a algunos íntimos. Con toda verosimilitud, había sido violada por un individuo de paso por el lugar. Por lo menos, ésta era la versión oficial. Parecía haber pasado toda la noche a la intemperie y sufría una grave afección pulmonar que empeoraba de día en día. Había sido trasladada a Londres y se hallaba con su familia en una mansión cerca de Hyde Park.

La noche de nuestra llegada, Mina y yo nos encontramos de nuevo con la señora Westenra, la madre de Lucy, Arthur Holmwood, un americano que era el prometido de Lucy, y algunos amigos: el doctor Seward y el profesor Van Helsing, un amigo del doctor que había sido su profesor y que mostraba hacia él una notoria estima paternal. Todos nos hallábamos muy afectados por la enfermedad de Lucy, que respiraba con tremenda dificultad y ya no tomaba prácticamente nada, fuera de algunas tazas de té. Su delgadez resultaba inquietante, y paseaba su mirada enfebrecida a su alrededor, como una drogadicta ansiosa. Visto su estado de debilidad, todos nos habíamos decidido a quedarnos en casa de la señora Westenra, invitados por ella, claro está, con objeto de cuidar a Lucy lo más eficazmente posible y así demostrarle nuestro afecto. Mina, tal como yo podía esperar, estaba trastornada al ver a su amiga en tan mal estado. Frecuentemente lloraba y se refugiaba en la soledad de su habitación, fuera de la vista de los demás, para no mostrar su ansiedad. Para ella ya no contaban las horas que pasaba velando a Lucy, que a su lado parecía recuperar alguna fuerza y hasta un poco de alegría.

Arthur Holmwood, cuya estatura de americano deportista me impresionó vivamente la primera vez que lo vi, parecía arrastrar su aflicción y su impotencia como un alma en pena. Estaba visiblemente trastornado y abatido por su amor, y cada vez que se encontraba con alguno de nosotros, nos estrujaba el brazo o los hombros en señal de connivencia y de dolor compartido, ¡sin imaginar lo que de manera indecible despertaba en mí! Debo confesar que más de una vez llegué a imaginármelo participando en los retozos del conde y de sus tres discípulos en la cripta del castillo, pero la decencia me impedía insistir en ello; el momento era grave y yo ya no estaba en Transilvania.

El profesor Van Helsing era el que parecía más intrigado por el origen del mal de Lucy y por la razón que le había hecho abandonar la habitación en Whitby. ¿Mantenía relación con algún extraño sin que nadie lo supiera? La señora Westenra y Mina dieron la impresión de quedar afectadas por la suposición y Van Helsing no volvió a mencionarla nunca en su presencia, pero nos planteó varias veces esta hipótesis a mí y al doctor Seward. Este último aludió a posibles crisis de ninfomanía que la habrían conducido a frecuentar a varios individuos poco recomendables, pero no había ninguna prueba concreta que pudiera apoyar esa suposición. Sin embargo, unos días más tarde, un hecho vendría a justificar dicha eventualidad.

25 de julio

Un verano excepcional se desplegaba sobre Inglaterra: las noches eran sofocantes y los días irrespirables, e incluso los paseos que Mina y yo dábamos regularmente cada mañana por Hyde Park no bastaban para refrescarnos un poco.

De común acuerdo, habíamos decidido unos y otros velar cada noche a Lucy, porque con el calor tan extenuante, la pobre niña cada vez tenía más dificultad para respirar con normalidad. Habíamos pues instaurado turnos regulares de guardia entre Seward, Van Helsing, Arthur y yo mismo, considerando que Mina y la señora Westenra merecían pasar noches tranquilas, ya que su actividad durante el día era lo bastante fatigosa, entre la intendencia de la casa (aún contando con la ayuda del servicio) y, sobre todo, la tensión nerviosa bajo la que vivían permanentemente desde el comienzo de la enfermedad de Lucy.

Debo subrayar de paso que el estado de Lucy había reducido mucho las esperanzas que yo tenía, al regresar a Inglaterra, de llevar por fin una vida conyugal normal con Mina. Los acontecimientos habían relegado nuestra boda a un segundo plano. La urgencia había cambiado el registro; solamente contaba el estado de Lucy. Yo, por decencia, no podía lamentarlo. Así pues, mis deseos, rechazados por Mina, no encontraban satisfacción, y el recuerdo de mis desventuras transilvánicas, que frecuentemente rondaban mi cabeza, no hacía sino atizar mis necesidades de sexo. Los días pasaban, las noches también, pero no mis tentaciones.

Una noche, mientras estaba solo con Van Helsing en el salón fumador y todo el mundo dormía (Arthur estaba de guardia con Lucy), no sé si fue el silencio o la noche quien nos empujó a la confidencia, pero el caso es que me inspiraba confianza ese hombre bonachón —sin duda menos bueno en el pasado de lo que su función actual permitía suponer—, y me dejé arrastrar haciéndole algunas confesiones. Le hablé de mi deseo insatisfecho por Mina, de mis necesidades naturales de hombre. Como yo esperaba, me escuchó con un oído tan tolerante y comprensivo que acabé por contarle alguna cosa más de lo que me propuse al empezar. Dejé caer, a pesar mío, una alusión sobre el conde que pareció aguijonear su curiosidad. Se acercó a mí, puso su mano sobre mi muslo y me rogó, con un gesto cómplice, que me explicara.

Yo no estaba decidido a hacerlo, pero él logró arrancarme las palabras que yo no quería pronunciar. Me sirvió un gran vaso de Jerez (¡sin olvidarse del suyo, todo hay que decirlo!) e insistió hasta conseguir hacerme hablar. No me atreví a detallarle las sesiones colectivas sufridas en el castillo, pero sí le referí las maniobras de acercamiento del conde a mi llegada a su casa, la noche en que se había presentado en mi habitación y lo que allí había pasado. Van Helsing parecía muy interesado en cada información, no dudando en interrogarme sobre cualquier detalle a través del que pudiera estar mejor enterado. Confieso que el hecho de contar todas estas cosas a alguien me liberó un poco, pese a mis reticencias de entrada. Llevado por mi arranque, acabé por contarle incluso mi lance con los tres hombres del castillo. Pareció estar muy intrigado por conocer la identidad del joven rubio, pero yo no pude satisfacer su curiosidad sobre este extremo. Mientras hablaba, me fijé de repente en que Van Helsing, con talante despreocupado, se palpaba el sexo a través de la tela del pantalón. Era evidente que mi relato le excitaba, pero no pasamos a más aquella noche ya que en el reloj de la habitación sonaron las dos de la mañana y verifiqué que empezaba mi turno de guardia al lado de Lucy. Me levanté de la butaca y salí de la habitación dejando a Van Helsing pensativo, aunque, curiosamente, con apariencia de estar algo contrariado.

Subí las escaleras que conducían al primer piso, donde se encontraba la habitación de Lucy. Me disponía a llamar con suavidad, pensando que ella dormiría y que quizá Arthur estaría amodorrado, cuando oí gemidos y suspiros a través de la puerta. Intrigado, giré con precaución la manilla de la puerta de la habitación, la abrí lentamente sin hacer ruido, y sorprendí a Arthur y Lucy entregados a juegos que me dejaron muy sorprendido, dado su estado de salud. Lucy, en efecto, estaba arrodillada sobre la cama con el pecho desnudo, sostenía a manos llenas el sexo de Arthur (¡extraordinariamente en forma!) y lo tragaba con voracidad y por entero hasta lo más recóndito de su garganta. Arthur, al borde de la enajenación, apenas podía mantenerse en pie, mientras Lucy le manoseaba con vigor y ganas. Exhalaba estertores de placer, soltando de vez en cuando tacos americanos, que yo no siempre comprendía. En pocos segundos, dejó escapar un caudal de semen que Lucy se zampó, «cloqueando» de satisfacción, casi histérica, a la par que guiaba la mano de Arthur hacia su propio sexo y éste le introducía dos dedos, gesticulando como un títere. A su vez, ella alcanzó el orgasmo, que recibió con alaridos; Arthur tuvo el tiempo justo para aplicar sus labios sobre los de ella y así acallar sus gritos e impedir que despertara a toda la gente de la casa.

Muy contrito y un poco excitado por la escena a la que acababa de asistir, volví a cerrar la puerta, sin ruido, y bajé de nuevo al salón fumador, del que Van Helsing había desaparecido para, supuse, volver a su alcoba.

26 de julio

Ese día se armó un zafarrancho de combate en nuestra pequeña comunidad. Un cúmulo de hechos, aunque independientes entre sí, sembró la revolución entre nosotros. El primer acontecimiento fue encontrar a Lucy, a primera hora de la mañana, tendida en la cama, con el pecho desnudo, agotada y arisca. No cabía duda de que había recibido una visita durante la noche que la había dejado exhausta. Y yo allí, cogido entre dos fuegos: o denunciar el acto culpable de Arthur, que sin duda se había aprovechado de la situación para obtener de Lucy «ciertos favores», o callarme, y a que denunciar a Arthur representaba tener que confesar públicamente mi acto de voyeurismo, que también era muy reprochable. La primera idea no me agradaba demasiado, habida cuenta de que la visión de un Arthur trastornado al oír la noticia a la mañana siguiente de los hechos, me probaba hasta qué punto él había obrado, contrariamente a lo que yo había pensado en un principio, no con astucia, sino cediendo sin duda a las insinuaciones de Lucy, sin pensar en las posibles consecuencias a causa de su enfermedad. Yo le veía roído por la culpabilidad, torturado también él entre el deseo de confesar su acción y el de esconderla.

El otro acontecimiento perturbador de aquel día fue una espantosa crisis de locura de Renfield, un pobre muchacho recluido desde hace años en el hospital del doctor Seward, que cayó de repente en un frenesí sexual e histérico que monopolizó al doctor durante todo el día, hasta el punto de que éste se vio obligado a recurrir al profesor Van Helsing para que le ayudara.

Añadidos a lo dicho mis sinsabores con Mina que, molesta quizás por la aventura nocturna de Lucy, exhibía un humor irritante, por no decir insoportable, y se mostró desagradable conmigo todo el día. Y, por último, yo mismo también tenía razones para estar inquieto al imaginar que, si la visión que había tenido de Mina y Lucy durante mi estancia junto a sor Ágata era verdadera, lo que pasaba Mina entonces era sin duda una crisis de celos en relación con el misterioso visitante de Lucy durante la noche. Pero ¿qué podía hacer yo?

27 de julio

El día anterior habíamos pasado una velada tranquila. Tras los acontecimientos de la jornada, pudimos gozar de un poco de calma. Lucy parecía encontrarse mejor y se despertó a primera hora de la tarde, preguntando por Mina. Las dos se encerraron más de una hora en su cuarto y, llegada la noche, a todos nos cogió por sorpresa verla en pie, reuniéndose con nosotros para la cena. Caminaba del brazo de Mina, radiante, y parecía repuesta casi por completo. Yo fui sin duda el único que advirtió un ligero rubor coloreando las mejillas de Arthur cuando Mina, con un tonillo de provocación, le preguntó:

—¿Cómo la encuentra usted hoy? ¿No está como para comérsela?

Mina y Lucy se miraron y rompieron en risas burlonas.

El doctor Seward y Van Helsing llegaron con unos minutos de retraso, por lo que pidieron disculpas. La jornada en el hospital había sido agotadora. El doctor Seward nos explicó que Renfield, su paciente, se había despertado de pronto, diciendo que tenía visiones, escenas eróticas infernales de las que Seward no nos dio pormenores porque estábamos comiendo y en presencia de dos jóvenes señoritas, así como de la señora Westenra. Pero se mostró muy sorprendido de este repentino despertar de su libido que, según él, estaba adormecida desde hacía varios años. Había soñado, parecía ser, con un hombre misterioso, vestido de negro y, a partir de este sueño, no paraba de hacer gestos obscenos a sus enfermeros ni de entregarse a un onanismo desenfrenado. En el curso de una crisis más violenta que otras, el doctor Seward quiso administrarle un sedante, pero Renfield se volvió agresivo y se debatió como una bestia furiosa hasta el punto de que partió dos dedos a un enfermero, que hubo de ser atendido de inmediato. Ante la desorganización de su servicio, el doctor Seward tuvo la feliz idea de pedir ayuda al profesor Van Helsing, cuya presencia en la celda de Renfield tuvo el efecto de calmarle inmediatamente. Sin duda, su autoridad natural tuvo mucho que ver. Parece ser que Renfield quedó petrificado a la vista de Van Helsing. Con toda seguridad, la aparición de una persona extraña en su entorno habitual le turbó y puede que incluso se sintiera vejado al ser exhibido en espectáculo delante de un desconocido, porque se sumió inmediatamente en un profundo mutismo, con los ojos llenos de lágrimas. Sin duda, se había producido algo que había perturbado su actitud. El caso patológico de Renfield alimentó nuestra discusión toda la velada. En mitad de la cena, Lucy pidió permiso para acostarse de nuevo porque se sentía muy fatigada. Mina la acompañó a su habitación y tomó a su cargo el primer turno de noche. Los demás acabamos prontamente la cena y, tras el café, la señora Westenra regresó a su cuarto. El doctor Seward quiso pasar de nuevo por el hospital. Arthur fue a descansar a su alcoba mientras esperaba la hora de relevar a Mina junto a Lucy. Van Helsing y yo nos quedamos en el fumador.

Cuando reinó de nuevo la calma en la casa y el silencio de la noche la hubo invadido, Van Helsing se las arregló para reemprender nuestra conversación de la noche anterior. Hábilmente me llevó a hablar otra vez de aquella noche que había pasado en el castillo con Drácula y los tres hombres, tratando de arrancarme algunos detalles que yo juzgaba escabrosos e inútiles, pero él insistió. Yo no había olvidado el estado de excitación en que le había dejado mi relato anterior. Tenía todavía en la memoria el modo en que se había acariciado cierto lugar de su anatomía, y sospechaba que pretendía conocer más detalles para alimentar sus fantasías. ¡Evidentemente estaba muy intrigado por la presencia de ese misterioso joven rubio con el que yo, sin embargo, no había intercambiado una sola palabra, pero con el que había compartido la intimidad más que con nadie en Inglaterra! Me hizo muchas preguntas sobre el modo en que Drácula me había acosado y sobre su manera de comportarse en relación con sus cómplices, y especialmente con el joven rubio. Le describí mi sorpresa al encontrarlos a los dos tendidos en el mismo ataúd. Luego se mostró encolerizado. ¿Quizá la descripción de aquellas indecencias ofendía sus convicciones, le hería, por más que yo había creído siempre ver en él a un hombre de pensamiento liberal y poco propenso a indignarse por las cosas de la vida?

Con gran sorpresa por mi parte, me habló de Drácula en tales términos que me despertó la idea de que también él había tenido algo que ver con el conde. Lo trató de monstruo, de manipulador, de generador de conflictos. Y hablaba de ello con el mismo resentimiento que un antiguo amante tendría con su antigua querida. Alterado por un arrebato de cólera, se levantó de la butaca y empezó a recorrer sin descanso la estancia, mascullando entre dientes que un día u otro habría que poner fin a sus actividades. Después me pidió excusas y, con el pretexto de que estaba fatigado, volvió a su habitación.

1 de agosto

Era yo esta vez quien tenía visiones. Estaba en mi cuarto por la noche. Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que dormía en mi apartamento. Mina había preferido quedarse con Lucy y, después de todo y tal como ella misma me lo ha puesto de manifiesto, todavía no estamos casados y su sitio no está bajo mi techo, mientras no hayamos pasado por la vicaría. Yo necesitaba sentirme de nuevo en mi casa, con mis propios asuntos, en mi universo personal. Esa noche, pues, la pasé en Knightsbridge.

Antes de volver, di un paseo a lo largo de la verja de Hyde Park y, habiéndose instaurado definitivamente en la capital un tórrido e insólito calor de verano, numerosos paseantes parecían haber tenido la misma idea que yo. Caminaba tranquilamente cuando de repente un murciélago empezó a revolotear sobre mi cabeza. Viendo que no me daba miedo, me siguió un rato y desapareció después entre los árboles. ¡Qué sosiego el de escuchar sólo el canto de los pájaros nocturnos y el de los insectos! Toda la tensión nerviosa de estos últimos meses parecía haberme abandonado. Fumaba mientras caminaba y me disponía a desviarme hacia Brompton Road cuando creí ver una silueta plantada en mitad del parque. Era muy rara, podría decirse que era un hombre con los brazos abiertos, dispuesto a emprender el vuelo, o un pájaro del tamaño de un hombre, que agitaba las alas. Después bajó los brazos (¿o replegó las alas?), y la aparición tomó de nuevo un aspecto normal, el de un hombre envuelto en una capa. Podía ser simplemente un hombre de mundo que regresaba de una fiesta, aunque a esa hora de la noche el parque, en principio, está cerrado. Pero la primera idea fue —un escalofrío me recorrió el espinazo en el mismo momento en que me vino a la mente— que quizá se trataba del conde. A decir verdad, era una cuestión esencial para mí saber dónde se hallaba Drácula. En mi última visión, yo lo había localizado en Whitby, donde se encontraban entonces Mina y Lucy, pero ahora que las dos estaban en Londres, me parecía evidente que él también debía de encontrarse aquí. Pero ¿por qué no se había dejado ver? ¿Lo haría? Y en ese caso, ¿dónde, cuándo y con quién? Aún no había acabado de concretar todas estas preguntas en mi cabeza cuando me di cuenta de que el hombre que estaba sobre el césped del parque había desaparecido y de que una voz susurraba a mi oído.

—Por fin vuelvo a encontrarte, Jonathan. ¡Te he echado de menos!

Me sobresalté. Conocía esa voz. La reconocería entre todas. Drácula estaba allí. Se hallaba detrás de mí, casi pegado a mi espalda. Sentía su aliento sobre mi nuca. Una inesperada excitación recorrió todo mi cuerpo. Sentía calor y frío a la vez. Era feliz y presa de la angustia al mismo tiempo. Tenía ganas de huir y, sin embargo, algo dentro de mí me tenía encantado de saberlo tan cercano.

Deslizó las manos sobre mis caderas y me atrajo con fuerza hacia sí.

—¡No debes creer todo lo que te digan sobre mí! —me murmuró al oído—. Yo nunca he forzado a nadie, Jonathan. Aquéllos y aquéllas que vienen a mí lo hacen conscientemente. Y si conmigo han cogido gusto a lo prohibido, es porque me han llamado desde lo más profundo de su ser y yo les he escuchado. Pero no todo el mundo está presto para asumir lo que en realidad es, Jonathan, y a veces la mejor defensa contra uno mismo es cargar la culpa sobre los otros para desviarla.

—¿Por qué me dice usted todo esto? —murmuré, confuso, mientras sentía sus manos, que empezaban a acariciar mi cuerpo.

—¡Para que tú solo te formes tu propia opinión, sin dejarte influenciar por lo que otros querrán que pienses! ¡Desconfía de los apocados, Jonathan, son mucho más peligrosos que yo!

Me volví para darle la cara y pude constatar que estaba radiante, sus cabellos de un negro azulado brillaban bajo la luna. Sus ojos grandes parecían dos lagos helados. Sus labios golosos me sonreían. Nunca me había parecido tan joven. Pasó la lengua sobre el blanquísimo nácar de sus dientes y me atrajo hacia sí. Cerré los ojos. Tuve la sensación de que la cabeza me daba vueltas, de caer en un agujero sin fondo. Me besó profundamente, con la verdadera fogosidad de un amante. Su lengua se enrollaba a la mía y me apretaba entre sus brazos poderosos. Tenía una fuerza y un vigor insospechados. Me empujó hacia un escondrijo sombrío, desabrochó mi camisa e inspeccionó todo mi cuerpo con sus manos. Debería haberme escapado, haber pensado que corría peligro de ser sorprendido en flagrante delito por una ronda de policía, visto el lugar donde nos encontrábamos, pero ya nada era tan importante para mí como la felicidad que él me ofrecía. Sus dedos se infiltraban en cada recoveco de mi cuerpo. Con un empuje de sus brazos, me forzó a arrodillarme y me obligó (aunque yo consentía) a tomar su miembro en la boca, después me levantó, me hizo dar media vuelta, me obligó a apoyarme contra la verja del parque y se hundió en mí como lo había hecho en el castillo, en la cripta.

Yo no sé si aullaba ni si sentía algún dolor, pero un placer intenso se apoderó de mí, por mucho, mucho tiempo. Aún más bella, la noche nos envolvió.

¡Me desperté en mi cama, en mi casa de Knightsbridge! Mi ropa estaba correctamente colocada sobre la butaca al lado de la cama, como la dejo de costumbre. Nadie parecía haber entrado en la habitación, aparte de mí. ¿Había pues soñado una vez más? Sin embargo, no recordaba en absoluto haber regresado a mi casa aquella noche. No me veía abriendo la puerta con mis llaves, ni subiendo la escalera hasta el primer piso ni, menos aún, desnudándome y metiéndome en la cama. ¿Había inventado yo una vez más este encuentro con el conde? Si éste era el caso, evidentemente yo no estaba curado. Decidí que al día siguiente hablaría sobre la cuestión al doctor Seward, pero sin decir nada a Mina para no inquietarla y, sobre todo, para no arriesgarme a provocar un conflicto entre nosotros.

17 de septiembre

Otro shock. Otra revelación. Mi patrón, el señor Hawkins, un anciano hacia el cual, lo confieso, yo sentía un verdadero afecto filial, y que, aparentemente, también él me correspondía con la misma fuerza, estaba en las últimas. Hasta ahora yo creía que la vejez lo había destrozado; pero no era sólo ésta la causa. Los remordimientos y la culpabilidad parecía ser que también le habían devorado interiormente hasta que dar al traste con sus fuerzas.

Tras algunas semanas, obligado a permanecer en su casa, encamado, me había confiado la entera gerencia del bufete, cosa de la que yo me sentía no poco orgulloso y feliz, por la confianza que él me demostraba y que el hecho implicaba. Le visitaba a diario para estar al corriente de su estado, pero también y sobre todo, por amistad. ¡El pobre hombre se mostraba tan feliz por mi diaria presencia!

Esa tarde, acabada mi jornada de trabajo en el bufete (había reanudado mi actividad apenas hube regresado a Londres porque la ociosidad no me parecía una buena solución después de lo que me había tocado vivir), llegué como siempre a su casa, me senté junto al lecho del señor Hawkins y, de repente, con los ojos llenos de lágrimas, cogió mi mano y me dijo que tenía que hacerme una confesión. Quedé asombrado y pensé que se trataba de un desvarío pasajero debido a su extrema fatiga, pero tenía tal expresión de sinceridad, que no me dejó lugar a dudas. En voz grave pero reposada, comenzó su declaración, haciéndome jurar que le perdonaría por adelantado lo que iba a revelarme. Para empezar, con gran sorpresa por mi parte, me notificó que me había nombrado su heredero universal y que todos los documentos estaban formalizados desde hacía ya tiempo. Al oírme protestar me interrumpió asegurándome que, cuando lo supiera todo, quizá me sentiría menos agradecido hacia él. Protesté de nuevo, pero fue entonces cuando me soltó una confesión que me dejó totalmente aniquilado.

—¡Yo estaba perfectamente enterado de lo que le esperaba a usted al enviarle a casa del conde Drácula! —me dijo seriamente, en tono culpable. Leyó en mis ojos la incredulidad, o al menos la enormidad de lo que yo tenía que encajar—. No tengo perdón, Jonathan, pero es cierto, yo sabía lo que el conde iba a hacer de usted… ¡No es usted el primero! —acabó añadiendo dando a entender muchas cosas.

—¿Qué significa esto? —balbuceé, estupefacto.

—Nuestro mundo es complejo —continuó diciendo—. Todos tenemos defectos, motivaciones secretas que nos azuzan y que no son fáciles de domesticar ni permiten vivir con naturalidad. Hace falta a veces mucha astucia y saber transigir con los demás sobre la imagen que ellos desean recibir de uno, que no es forzosamente el reflejo de uno mismo.

—¿Qué intenta usted hacerme comprender? ¿Qué relación tiene con mi viaje a casa del conde Drácula?

—Yo soy un viejo —continuó Hawkins—. He pasado por muchos lances en mi vida y, hace ya muchísimos años, con ocasión de un viaje por Austria-Hungría, conocí al conde en circunstancias que no es indispensable que le precise. Lo que debo confesarle es que… —hizo una pausa, luego siguió—: Yo era joven entonces, pasaba hambre. Ansioso de dinero y de fortuna, cometí una malversación en perjuicio del conde. Había fraguado una especie de operación inmobiliaria un poco fraudulenta sobre ciertos terrenos que pertenecían a Drácula, pero éste se dio cuenta y me hizo chantaje, amenazándome con hacer pública mi deslealtad… cosa que me hubiera llevado definitivamente a la ruina y al menosprecio a los ojos de la profesión. Acordamos, pues, un compromiso… A cambio de su silencio, yo me comprometí a suministrarle regularmente, con la periodicidad que él decidiera, un contingente de jóvenes, hombres o mujeres, que yo debería «expedirle» a su castillo en Transilvania. Por razones fácilmente explicables, era más fácil mandarle, con la excusa de transacciones profesionales, a hombres jóvenes que trabajasen en el bufete antes, que hacer emprender un viaje así a muchachas inocentes, sin una razón precisa.

Viendo el estado de aturdimiento en que me sumían sus revelaciones, me golpeó afectuosamente en la espalda y siguió su discurso.

—El conde tiene deseos que satisfacer. Cada siete años, en la misma época en que le envié a usted a encontrarse con él, espera a los «invitados» que yo le he seleccionado… El último, justo antes que usted, hace siete años exactamente, fue el pobre Renfield, que actualmente se encuentra internado en el hospital del doctor Seward.

—¿Renfield? ¿Conoce al conde? —dije sobresaltado.

—Sí, y muy bien además —dijo, dejando traslucir muchos sobreentendidos—. Pero, créame, yo no envío a cualquiera. Yo «estudio» a los posibles candidatos antes de dirigirlos al conde. Si no veo en ellos una «sensibilidad» capaz de avenirse con los deseos del conde, evidentemente no cometo el error de arrojarlos a la boca del lobo.

—Quiere usted decir que yo… —me indigné— le he parecido a usted cap…

—No se enfade usted, mi querido Jonathan —me interrumpió—. Lo que quiero decir es que yo he tenido tiempo sobrado para estudiar su comportamiento, su personalidad, y me ha parecido que usted era susceptible, por qué no decirlo claramente, de prendarse del encanto del conde. Porque ciertamente lo tiene, ¿no?

—Sí… —farfullé, algo confuso por haber sido disec-cionado por alguien de mi entorno—. Pero… ¿y Renfield?

—Renfield era como usted cuando era más joven. Brillante, inteligente, bien plantado, soltero y, además, tenía también un gusto acentuado por la aventura. Al igual que usted, estaba encantado de partir hacia un país desconocido.

—Y entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué ha acabado en la celda de un hospital psiquiátrico? ¿Ha sido a causa del conde?… No ha podido soportar lo que Drácula y sus acólitos le han hecho padecer, ¿es esto?

—En absoluto —respondió Hawkins—. Al contrario. Es el regreso lo que no ha podido soportar. Con el conde había descubierto placeres y una libertad, si no prohibidos, cuyo desarrollo público al menos no está bien visto por nuestra sociedad británica. Había esperado, con absoluta sinceridad, continuar viviendo sus tendencias eróticas sin tener que ocultarlas, pero la opinión de la gente lo ha destruido, lo ha engañado, lo ha empujado a la locura. Nuestro mundo no aprecia las diferencias, usted lo sabe, mi pobre Jonathan. No quiere ver a nadie feliz y satisfecho. Este tipo de cosas es considerado como una afrenta por la comunidad de aquéllos que se quieren (y se creen) irreprochables. Prefieren enviar un hombre a la muerte antes de consentir que se sienta a gusto consigo mismo por un camino que ellos mismos no tienen el coraje de explorar, aunque no fuera más que para ver a dónde lleva. O bien avanzan enmascarados a lo largo de la jornada de la vida, entregándose secretamente a las peores vicisitudes. Y precisamente él, Renfield, no quería avanzar enmascarado como todos sus contemporáneos. Quería ser él mismo y a la luz del día; pero por desgracia esto no fue del agrado de todo el mundo. Londres es una gran ciudad, pero la gente se comporta como en un pueblo. ¡Aquí, como en cualquier parte, resulta más fácil juzgar desde fuera aquellas cosas de las que uno no comprende nada, que hablar en conciencia de la verdad! El género humano es así, mi pobre Jonathan. ¡Tiene los pies sobre la tierra y la cabeza en el fango; y esto mientras cree hallarse junto a las más altas cimas! ¡Juzgar a los demás tranquiliza sobre las propias debilidades, y condenar evita plantearse interrogantes sobre uno mismo! Al pobre Renfield le ha costado lo suyo. Cuando entabló una relación continuada con un hombre «respetable», conocido y bien situado en la alta sociedad londinense, creyó poder asumir una situación que no era viable. Quizás un día lo será, pero pienso que tendrá que pasar mucho tiempo antes de que esto sea posible. ¿Quizás dentro de cien años? ¡Y, aún así, el hombre evoluciona tan lentamente en el plano de la moral y la mentalidad, que lo pongo en duda!

—¿Quién era ese hombre? ¿Un hombre influyente?

—¡Un personaje que tenía y que sigue teniendo un lugar en los salones! Alguien que tiene miedo, como yo, aunque por otras razones, de que un rumor pueda arruinar su reputación y su carrera.

—¿Y qué pasó?

—Una cosa clásica, incluso corriente en una historia banal entre un hombre y una mujer: la ruptura. Renfield no ha podido soportar la idea de no volver a ver a esa persona; ha caído en una grave depresión nerviosa de la que nunca se ha repuesto y…

Noté que vacilaba.

—¿Y?…

—Y esa persona lo ha hecho internar en el hospital que dirige actualmente el doctor Seward; un modo como otro cualquiera de asegurarse su discreción y su silencio.

—¡Qué horror! Pero ¿quien es ese siniestro individuo?

—Yo no se lo puedo decir, Jonathan. De todos modos, a estas alturas no serviría de nada. El pobre Renfield está perdido definitivamente. —Después añadió con cierta emoción—: ¡Ah! Si usted hubiera visto a ese pobre muchacho cuando tenía veinticinco años; exhibía una arrogante gallardía.

—¿Pero cómo ha podido plegarse el doctor Seward a semejante cosa, internar a un hombre bajo el pretexto de que?…

—No era él quien estaba al frente del hospital en aquella época. Sólo hace cuatro o cinco años que lo dirige. No más.

—Todo esto me tiene consternado, señor Hawkins —dije, desconcertado.

—Ya lo sé, amigo mío, pero mi conciencia ya no me dejaba respiro desde que supe por la señorita Mina que usted había estado gravemente enfermo y que le habían recogido a punto de morir. Pero ¿qué podía hacer yo? Drácula me dominaba, incluso a distancia. Yo no tengo ya talla para luchar contra él. Y además, tras la siniestra desventura vivida por Renfield, yo temía que a usted le sucediera lo mismo. Pero ahora usted tiene a Mina, no se encuentra solo, las cosas son diferentes, a pesar de lo que el viaje haya podido revelarle sobre usted mismo.

Dejé al señor Hawkins y, al salir de su casa, no regresé directamente a la mía. Todas estas revelaciones me habían trastornado. Curiosamente, la primera persona con quien tenía ganas de hablar era… el mismo conde. Atravesé Hyde Park esperando encontrarlo. ¡Allí le había visto por última vez, si no lo había soñado! Estaba completamente aturdido por la amplitud de la confesión de Hawkins. Tenía necesidad de estar solo. Me senté en una silla al borde del agua y me quedé allí, con los ojos mirando al infinito. Una extrema languidez había invadido mi cuerpo. En un momento dado, me pareció percibir a alguien que me estaba mirando de hito en hito desde el otro extremo del lago, desde la otra orilla, aunque dada la distancia, no quedé absolutamente seguro. Me levanté de la silla, esperando reconocer a Drácula. La silueta era alta, delgada y podría haber sido la del conde, pero a tal distancia, ¿cómo saberlo?

El hombre en cuestión se mantenía en pie, apoyado en un árbol. Sólo entonces me di cuenta de que el día declinaba poco a poco. Una excitación real me invadió. Los guardianes del parque empezaban a anunciar su cierre con los silbidos de sus pitos. Giré la cabeza una fracción de segundo, distraído por uno de esos silbidos estridentes, y cuando mi mirada volvió a dirigirse hacia el desconocido, al otro lado del lago, había desaparecido. Una ola de desesperación me invadió. Tuve la sensación de encontrarme solo y desamparado. Una bola de nervios me atenazó. Necesitaba estallar en un arrebato exultante. Hubiera necesitado entregarme a un acto liberador, ¿pero a cuál? Sin la menor idea de cómo remediar la situación, regresé a mi casa.

Apenas hacía una hora que había llegado, cuando alguien llamó a la puerta. Al abrir quedé sorprendido de ver a Van Helsing en la escalera. Con algún asombro noté que iba recién afeitado y que se había vestido con más cuidado que de costumbre. Le rogué que entrara. Nos sentamos en el salón. Con la excusa del calor, cometimos el crimen de beber whisky rebajado con algunos trozos de hielo. Van Helsing aparentaba estar tranquilo, pero me pareció que disimulaba mal una cierta conmoción, algo de agitación interior. Me habló de Mina, me interrogó sobre nuestra intención de casarnos, y mencionó la enfermedad de Lucy que, a su juicio, más semejaba una enfermedad nerviosa que crónica. Alabó la fuerza y la vitalidad de Arthur comentando que, pese a su espalda imponente, mostraba ser, en suma, alguien más bien débil, sentimental, contrario a la imagen que ofrecía a primera vista. Van Helsing sentía visiblemente una gran simpatía hacia él. No supe darme cuenta de que, entre una cosa y otra, me hacía beber a su ritmo, y en menos de una hora liquidamos el contenido de un frasco de whisky. Cuando se lo hice notar, me contestó que el alcohol desataba las lenguas y los pensamientos y empujaba a las confidencias. Le señalé que, a mi juicio, ya le había hecho las suficientes, pero me respondió que quizás era a él a quien correspondía hacerlas. Su necesidad de hablar, ¿formaba parte de un plan o era sincera? Entonces se dedicó a contarme su vida. Me habló de sus numerosos viajes por Europa, de las conferencias que había dado en varias ocasiones en Roma, en Budapest, en París, en Amsterdam. Considerando que mis propias confidencias me autorizaban a ser también yo indiscreto, le pregunté por qué no se había casado. Con más de cincuenta años, un hombre de su clase estaba obligado a tener (¡aunque no fuera más que una fachada!) una vida conyugal y familiar. Adoptó un aire misterioso… vaciló. Contrariamente a su modo de ser, me dio la impresión de que escogía sus palabras y me dijo con una expresión de complicidad (¡una manera de eludir mi pregunta!):

—¡Yo sé lo que le hizo a usted!

Sin saber a qué se refería, le pregunté de qué y de quién hablaba, y siguió:

—¡Del conde Drácula, evidentemente! Yo sé lo que a él le gusta y usted también lo sabe.

Le contesté que, desde luego, yo le sabía al corriente, puesto que era yo mismo quien le había relatado mi aventura en Transilvania. Era patente que no se comportaba como de costumbre. Me producía la impresión de que andaba con rodeos sin llegar a decidirse. Y, en vista de que necesitaba ayuda, le planteé claramente la cuestión.

—Señor Van Helsing, ¿qué es lo que quiere decirme o preguntarme? Llegados a este punto, puedo comprender cualquier cosa, ¿no cree usted?

Me miró, se acarició la barba y se lanzó al ruedo:

—¡Jonathan, ese hombre es peligroso! ¡El conde representa aquí una amenaza para todo el mundo… Él… sabe cosas que pueden comprometernos a todos!… ¡Es preciso que nos libremos de él!…

—¿Librarnos de él?… ¿Quiere usted decir que es preciso?…

—¡Matarlo!, Jonathan. ¡Esto es lo que quiero decir!

—Pero Abraham… —dije usando por primera vez su nombre—. ¡Es un crimen! Drácula no ha matado a nadie, que yo sepa.

—Es capaz de hacer algo mucho peor, puede destruir nuestras respectivas reputaciones. La de usted, de rechazo la de Mina, y la de muchas otras personas, créame. Imagine usted que el rumor de sus calamidades en el castillo empieza a divulgarse por Londres. ¿Se imagina usted las consecuencias?

Confieso que esta idea distaba mucho de tranquilizarme. Además, llevaba razón, otras personas se exponían a los peores problemas si hablaba. Pensé, claro está, en el señor Hawkins; pero de esto a querer eliminar a Drácula… La idea misma me parecía un revulsivo. Apuré mi vaso de un solo trago.

—No se trastorne usted, Jonathan. Comprendo lo que de terrible y detestable hay en esta idea. Pero a pesar de todo, merece una reflexión. Debe prepararse minuciosamente, construirse. No podemos hacerlo solos y tendremos que obrar con la mayor discreción. Esto necesita tiempo. Volveremos a hablar de esta cuestión otro día. Me doy cuenta de que esta idea le perturba. Perdóneme. Pero usted verá como después de reflexionar, se pondrá de acuerdo conmigo sobre este asunto.

Luego, como si quisiera calmar la situación, respondió a la pregunta que yo le había hecho inmediatamente antes, y que ya había olvidado.

—En cuanto a mi matrimonio o, más exactamente, a mi no matrimonio —dijo riéndose—, debo hacerle a mi vez una pequeña confidencia íntima, en el bien entendido de que usted la guardará para sí…; éste será nuestro pequeño secreto, de la misma manera que el que usted me confió de su aventura transilvánica, quedará igualmente entre nosotros… Verá usted, yo… —titubeaba, se hubiera dicho que escogía las palabras para encontrar las más apropiadas— he relegado desde hace tiempo estas preocupaciones a un segundo plano. La vida no me ha sido favorable en este aspecto. Con el tiempo, incluso puedo decir que casi he llegado a preferir consagrarme a las delicias del onanismo, pero a veces, cuando se presenta la ocasión y si encuentro un compañero o compañera, ¡comparto este placer sin vacilación!… —me dijo con una mirada que incitaba a seguirle en la idea expuesta. Dejó su frase en suspenso, como si esperara un complemento. Luego continuó—. ¿Ha tenido usted nuevas experiencias después de su vuelta a Inglaterra? —me preguntó, posando su mano sobre mi rodilla.

Me hice interiormente la reflexión de que ése debía de ser un gesto acostumbrado en él, natural, ya que no era la primera vez que lo observaba. Le mentí y no le hablé de mi último encuentro furtivo (o imaginario) con Drácula.

—Considerando sus relaciones, o su falta de relaciones con la señorita Mina, ¿no echa usted en falta esto?

No pude decirle que no.

—¡Ciertamente! Un poco —dije.

—Nosotros podríamos… ¿cómo decirlo?… ayudarnos mutuamente, si usted lo desea, Jonathan.

—¡Precise lo que quiere decir! —puntualicé, adivinando de antemano cuál iba a ser su proposición.

—Todos tenemos, en distinto grado, cierta inclinación por la erotomanía. Esto depende de las circunstancias, de las experiencias vividas por cada uno, a veces hasta de las estaciones. Hay necesidades que en ocasiones son difíciles de satisfacer, pero que no por ello son menos vitales ni menos indispensables. Me parece que usted sabe algo de estas cosas, ¿no?

—Es inútil andar con rodeos, Abraham —corté—. Estamos solos. ¿Qué propone usted?

—¡Oh! Tranquilícese, nada de extraordinario, pero pienso que nada nos sería tan beneficioso a ambos como liberarnos de complejos. Me gustaría mucho ver cómo se masturba, mientras que yo haría otro tanto… ¿Le parece a usted indecoroso?

A la vista de mi nerviosismo durante toda la tarde desde mi entrevista con Hawkins, confieso que la perspectiva de ese pequeño desahogo no me desagradó, y acepté enseguida, lo cual pareció sorprenderle (agradablemente). Ésta era la «liberación de complejos» que yo necesitaba. «Después de todo, —pen-sé—, esto no puede traer consecuencias». Se sentó delante de mí en una butaca, la acercó un poco y me contempló sacando el sexo del pantalón y empezando a masturbarme. Él se puso a hacer lo mismo y yo pude entonces constatar que, en este plano, no había sido favorecido por la naturaleza, ya que extrajo con dificultad un minúsculo apéndice de su bragueta, lo que explicaba muchas cosas, a poco que se considerara. La excitación y el nerviosismo de la jornada me llevaron a un orgasmo rápido, y cuando estaba en el momento crucial, se arrodilló delante de mí y me pidió ¡«que me corriera» en sus manos! Habiendo dejado de lado cualquier pudor, cedí a sus deseos. En unos instantes recuperé mi excitación, pese a que me encontraba un poco incómodo, pero la cosa no pareció ejercer ningún efecto sobre Van Helsing que, por su parte, no llegaba a alcanzar el estado necesario y abandonó. Me pidió permiso para lavarse las manos y luego se retiró y regresó a su casa. Justo antes de partir, me preguntó a bocajarro:

—Por cierto, ¿tiene usted noticias recientes del señor Hawkins?

—Sí —le respondí—, precisamente le he visto esta tarde.

—¡Ah! ¿Y cómo se encuentra?

—Su estado parece estacionario. No sabía que usted le conociera.

—Vagamente. Muy vagamente. ¿Está realmente débil? Quiero decir, si su espíritu permanece vivaz o si la vejez lo ha deteriorado hasta el punto…

—¿De haber entrado en la senilidad? De ninguna manera, quédese tranquilo, tiene la cabeza muy clara, se lo aseguro.

—¡Ah, bien!… ¡Tanto mejor! —añadió, y luego se fue.

Después de haber cerrado la puerta tras él, me entró una risa loca retrospectiva, preguntándome si realmente había participado en tales juegos de colegiales con un hombre que podría ser mi padre, o, si una vez más, había sido víctima de una nueva visión. Sin embargo, esta vez no cabía duda, había sido bien real. ¡Me metí en cama apaciguado, fatigado, y dormí como un lirón!

18 de septiembre

La mañana de ese día, yo estaba de guardia con el doctor Seward a la cabecera de la cama de Lucy, que había sufrido una ligera recaída y a quien la fiebre tenía de nuevo atada al lecho. La forzada intimidad de esa velada me permitió apreciar mejor a Jack, que yo tomaba por un solitario siempre ausente en su torre de marfil. De hecho, se mostró como una persona muy simpática y con quien valía bien la pena trabar conocimiento. Debo precisar que yo no vi al doctor Seward hasta el día en que conocí a Lucy, en Whitby, cuando Mina y yo fuimos a pasar allí unos días. En aquel entonces, Lucy y Jack eran novios y parecían destinados el uno para el otro. Casi se habían publicado ya las amonestaciones, cuando se produjo algo imprevisible. En el curso de una velada organizada por los padres de Lucy, el señor y la señora Westenra (el padre de Lucy vivía todavía y moriría tres meses más tarde de una crisis cardíaca), Lucy quedó prendada de uno de los invitados, que no era otro que ese querido Arthur Holmwood, que desde entonces se había granjeado la estima de todos. Esa noche en que yo hacía guardia en compañía de Jack, éste me hizo algunas confidencias. Me hizo saber, entre otras cosas, que, gracias a Van Helsing, había conseguido su trabajo en el hospital. Me informó igualmente, siempre exigiéndome la mayor discreción bajo juramento, de que ese estimado Van Helsing, muchos años atrás, se había enamorado locamente de una persona misteriosa que lo había abandonado de pronto para marcharse con otro. Jack me confesó que, con ocasión de una estancia en casa de su amigo, en Amsterdam, había encontrado por casualidad una vieja carta dirigida a Van Helsing por una mujer, escrita en estos términos: «Me voy. No intentes dar conmigo. He encontrado a mi dueño. Firmado: L».

Mi primera reacción fue pensar en Lucy, pero evidentemente la cosa era imposible; la aventura a la que Seward hacía referencia había ocurrido siete u ocho años atrás y, en aquella época, Lucy era un niña. ¿Quién era, pues, esta misteriosa «L»? Nadie, sin duda, aparte de la propia interesada, lo sabría nunca, ya que Van Helsing desde entonces parece ser que había guardado siempre un total mutismo sobre esa historia, incluso con Seward. Así pues, la ruptura entre Lucy y Jack había unido a los dos hombres, que habían vivido la misma desilusión amorosa.

De una confidencia a otra, el doctor Seward me rogó que le jurara que guardaría silencio sobre lo que iba a confiarme. Se lo prometí, fuera lo que fuera lo que me contara y, ya seguro, se tomó un buen trago de brandy y me dijo con una apariencia casi culpable:

—Yo sé por qué Lucy prefirió a Arthur.

Jack no estaba acostumbrado a beber y ya llevaba tres copas; me di cuenta de que empezaba a expresarse con alguna dificultad, por el efecto del alcohol. Casi tartamudeaba. Se me acercó y me dijo a media voz:

—Arthur está mejor dotado que yo por la naturaleza; ésa es la única razón de la mudanza de Lucy. Yo no sabía hasta qué punto a ella le gustaban los… —se interrumpió, como si se hallara a punto de decir un desatino y no se atreviera.

El momento hubiera podido parecer cómico, pero en realidad era patético, porque su voz se ahogó en un sollozo que aún tuvo fuerza de retener. Usó todas sus energías para impedir que las lágrimas brotaran de sus ojos empañados.

—Perdone —continuó—, pero no puedo evitar imaginarme a Lucy cuando está en sus brazos, porque sé que se reúnen en la intimidad aunque todavía no estén casados. Eso se ve, eso se siente… A veces la curiosidad es más fuerte que yo y no puedo evitar pensar: «A qué se parecerá esa cosa inmunda entre sus piernas, en la que consiste toda la diferencia». Soy consciente de que, a su lado, yo no doy la talla: es alto, fuerte, guapo, bien dotado…

—Sí, ¡ya lo sé! —respondí a pesar mío.

Pareció sorprendido, pero tuvo el buen gusto de no preguntarme cómo lo sabía. Pasé como sobre ascuas por el incidente, asegurándole al doctor que todo el mundo lo apreciaba, y además con justicia; que era un hombre bueno, colmado de cualidades, y que no tenía razón alguna para subestimarse. Esto pareció calmar un poco su desesperación. Se bebió otra copa y retomó fuerzas. Enlazó con el caso de Renfield, que últimamente se mostraba cada vez más agitado, cada vez más excitado. Soñaba con un hombre vestido de negro, que parecía estar cada día más cerca de él y con el que, por lo visto, mantenía un vínculo telepático. El dato tuvo en mí una curiosa resonancia y evidentemente me recordó algo. Cada noche, desde hacía algún tiempo, Renfield, en el momento de acostarse, se desnudaba completamente y se tendía sobre la cama, de espaldas, «esperando su visita», tal como él mismo decía a los intrigados enfermeros. Más extraño todavía: alguna de las últimas mañanas los enfermeros encontraron «huellas» de una visita nocturna, de polución nocturna, para ser más exactos, que, tras ser analizada, se comprobó que no procedía de Renfield. ¿De qué extraño visitante podía tratarse? Con este misterio, el doctor Seward salió mientras yo esperaba que llegara Arthur; éste bajaba de su habitación y se cruzó con Jack, a quien sorprendí con los ojos clavados en la entrepierna en el momento en que Arthur pasaba a su lado.

19 de septiembre

Un día más de sorpresas. Esa mañana, muy pronto, un mensajero vino a anunciarnos la triste nueva. Al amanecer habían encontrado al señor Hawkins muerto, asfixiado con su almohada. Había sido su criada la que, al entrar en la alcoba, lo había encontrado con el rostro casi azul y los ojos desorbitados. A la pobre mujer le faltó poco para enfermar con el descubrimiento. Él estaba débil, pero esta muerte tan brutal me pareció sospechosa. ¿Cómo había podido asfixiarse él solo? ¿Cómo es posible que no hubiese tenido la fuerza de separarse al ver que se ahogaba? ¿Acaso estaba aún más enfermo y más frágil de lo que creíamos?

El entierro tuvo lugar el día siguiente por la tarde.

A causa de esta desaparición, ahí estaba yo a mi pesar, al frente del bufete Hawkins, ya que mi bienhechor había preparado con antelación el traspaso de poderes. Esta muerte súbita en tales circunstancias habría podido arrojar sospechas sobre mí; yo tenía un móvil claro para quitar a Hawkins de en medio. Por suerte, el hecho de no haber salido en toda la noche de la casa de la señora Westenra y de tener tres testigos para confirmarlo, demostraría mi inocencia en el caso de que la policía o cualquiera tuviera sospechas respecto de mí, cosa que, según creo, por fortuna no ocurre. Van Helsing, en el curso de una discusión con Seward y Arthur, adelantó la idea de que quizá… ¿Drácula?

Por lo que me confesó Hawkins, esta hipótesis parecía plausible, pero, sin embargo, por una razón que ni yo mismo podía explicarme, se me hacía difícil de creer. ¿Qué interés podría haber tenido en hacer desaparecer a Hawkins en ese momento, después de tantos años? Si hubiera querido protegerse de alguien que pudiera delatarle, de mí sería de quien habría debido desembarazarse, ya que yo era, a priori, la persona que podría haber formulado cargos más recientes contra él.

Había algo que no encajaba. ¿Encubría Hawkins a alguna otra persona en esta ocasión?

La noche de ese mismo día hice otro descubrimiento. Esa noche, Van Helsing, Arthur y yo debíamos repartirnos la guardia de Lucy, cuya salud oscilaba como una montaña rusa; un día se encontraba bien y al siguiente recaía. Yo conversé con Arthur hasta cerca de medianoche. Cuando llegó mi hora de guardia, me despedí de él para ir a la habitación de Lucy, donde Van Helsing llevaba velándola desde las ocho. Durante mi guardia, Arthur descansaría un poco, en espera de relevarme, a su vez, cuatro horas más tarde. Lo dejé en el salón fumador y subí la escalera que llevaba a la habitación de Lucy. Al llegar ante la puerta, no sé por qué, la abrí lentamente sin llamar, con precaución, y sorprendí en aquel momento una nueva escena de procacidad de la que Lucy era otra vez el centro. ¡Yacía con el pecho desnudo, a lo ancho de la cama, dormida, mientras Van Helsing se entregaba, igual que lo había hecho conmigo, a una laboriosa masturbación que no parecía dar resultado! Ni siquiera me vio; y parecía hallarse fuera de la realidad, con los ojos extraviados, exhibiendo su ridículo apéndice ante Lucy, que continuaba durmiendo con la respiración estridente. Cerré la puerta y bajé de nuevo, sólo un poco menos asombrado que la primera vez, cuando sorprendí a Lucy y Arthur en una postura comprometida. ¡Naturalmente, a nadie di cuenta de mi descubrimiento y, al que menos, a Arthur!

20 de septiembre

Enterramos al pobre señor Hawkins en pleno mediodía, en el cementerio de Highgate, en la ciudad de los muertos, ese fascinante «pueblo de tumbas» perdido en medio de la vegetación. Había poca gente: la del bufete, Mina y yo, y, con gran sorpresa por mi parte, Van Helsing, que aparentemente habría ido por pura cortesía, ya que no creo que aquellos dos hombres se hubieran encontrado ni una sola vez.

Una carta que me estaba destinada, según la declaración de su doncella, y que le había hecho jurar formalmente que me entregaría después de su muerte, se había perdido, o había desaparecido en circunstancias poco claras. Sin duda, a causa del pánico y la falta de orden que siguen a toda defunción. No creo que este asunto tenga una gran importancia. Un día u otro la encontraremos. De momento, yo conocía sus últimas voluntades y sus recomendaciones para la ceremonia fúnebre.

«Adiós, señor Hawkins —pensé para mis adentros—, sea lo que sea lo que haya tenido que reprocharse para conmigo, yo no puedo librarme de sentir cierto afecto por usted, aunque pudiera tener razones más que sobradas para estar resentido».

21 de septiembre

Ese día, cuando fui a casa de la señora Westenra, Mina estaba ausente. Con el pretexto de que tenía algo que hacer en Piccadilly, se había eclipsado inmediatamente después del almuerzo. Tampoco Van Helsing estaba allí. Subí a la habitación de Lucy, que parecía encontrarse mucho mejor. Se había despertado y leía, sentada en la cama. No pude sustraerme al encanto de sus pechos generosos que un sabio escote realzaba en todo su valor. Sus empinados pezones atraían la mirada a través del tejido transparente del camisón. Sus ojos chispeaban maliciosos. Cuando me incliné hacia ella para besarle la frente, se incorporó con energía, pegó sus labios a los míos rugiendo y se abalanzó hacia mi bajo vientre para extraer mi sexo. Su actitud me azoró de tal manera que no tuve tiempo de impedírselo. Empuñó con brutalidad mi miembro y empezó a frotarlo contra sus senos. Afortunadamente mi reacción fue ágil, puse rápidamente en orden mi traje e intenté calmarla, al ver que empezaba a perder el sentido. Se agitaba, en un histerismo total, diciendo que tenía necesidad de un hombre. Daba la impresión de hallarse completamente alucinada; era otra persona la que, oculta dentro de su cuerpo, emitía los jadeos de excitación. ¡No parecía ella misma! Me impresionó muchísimo. Gracias a Dios, Jack, el doctor Seward, entró en la habitación y exclamó:

—Esto no puede continuar, sus crisis son cada vez más frecuentes. ¡Sólo hoy, ya van dos desde esta mañana! ¡Me temo que será necesario tomar una decisión importante e irrevocable!

A mediodía, en cuanto nos hubimos reunido todos, la señora Westenra, Mina, Arthur, Van Helsing, Jack y yo mismo, se celebró un verdadero «consejo de familia» sobre la decisión a tomar en interés de la pobre Lucy. Seward comunicó el diagnóstico: Lucy sufría una ninfomanía crónica. Desde hacía semanas, su estado no cesaba de empeorar y su caso precisaba de un internamiento «de duración indeterminada», como precisó el doctor Seward, precisión que no engañó a nadie en lo que a la gravedad de su caso se refería. De hecho, Jack no nos escondió que había pocas posibilidades de que Lucy volviera a salir algún día. Con objeto de preservar su reputación y la de su familia, se decidió, de común acuerdo, hacerla pasar por muerta ante las personas extrañas y, por lo tanto, a excepción de nosotros seis, nadie sabría de su internamiento ni, evidentemente, de la razón del mismo.

23 de septiembre, por la noche

Así pues, esta tarde hemos asistido al entierro «simbólico» de Lucy. La hemos hecho internar discretamente (Dios mío, cuán siniestra es esta palabra) en el hospital que dirige el doctor Seward, con el mísero consuelo de saberla cercana geográficamente a nosotros y, sobre todo, de saber que está en buenas manos: las de nuestro amigo Jack Seward.

Arthur, el pobre Arthur, está deshecho. Mina no para de llorar. ¡En cuanto a la pobre señora Westenra, la madre de Lucy, no hace falta decirlo, no es ni la sombra de sí misma!

Esta noche hemos cenado, o hecho como si cenáramos, ya que, evidentemente, ninguno de nosotros tenía apetito. Mina se ha marchado a su habitación con el pretexto de un dolor de cabeza, en cuanto la señora Westenra se ha retirado. Estábamos entre hombres. Desde luego, nuestro único tema de discusión fue Lucy y su enfermedad. Averigüé entonces que los «asaltos» de Lucy se habían producido con cada uno de nosotros en uno u otro momento. Habiendo sido yo el último en soportar sus tentativas de seducción, me enteré de que Jack les había hecho frente regularmente desde el primer momento en que la visitó como médico. Cabe destacar en este momento su extremada firmeza moral; él, que aun habiendo sido considerado por mucho tiempo como su prometido, y sintiendo como yo sabía que ocurría, el deseo que Lucy le inspiraba, jamás cedió a la tentación de aprovecharse de las circunstancias para satisfacer sus instintos tan fácilmente. Arthur, cuyos escarceos nocturnos con Lucy había contemplado a mi pesar, se mostró muy incómodo escuchando el relato de Jack. En cuanto a Van Helsing, aunque presumía de haberse negado siempre a ceder a los impulsos de Lucy, yo no podía olvidar en qué posición tan poco delicada lo había sorprendido, sin él saberlo, en la alcoba de Lucy. Pero a buen seguro yo guardaba el secreto. Habría sido indecente por mi parte hacer tal revelación en semejante momento. Nadie habría ganado nada con ello.

24 de septiembre, a las cuatro de la mañana

Estoy avergonzado de mí mismo. Últimamente yo miraba a Van Helsing con ojos de reprobación y desconfianza en relación con su comportamiento más que criticable en ciertas ocasiones, y he aquí que yo soy aún peor que él. Esta noche he cometido un acto imperdonable…

Ya he dicho antes que pasamos la velada entre hombres en casa de la señora Westenra. Habiéndose acostado Mina, y Seward ya en el hospital en compañía de Van Helsing, yo me quedé solo con Arthur, que no paraba de beber para ahogar su pesadumbre y malestar. Como se hacía tarde, me proponía regresar a casa. Fue entonces cuando se ofreció a acompañarme con objeto de calmar sus nervios y su angustia andando. Caminamos juntos a lo largo de la verja de Hyde Park hasta Knightsbridge, tal como me agrada hacerlo algunas noches en que el tiempo acompaña. Debo consignar el hecho de que en cierto momento he tenido la seguridad de que nos seguían. Por un instante pensé que sería el conde, pero si era él, no apareció. Sin duda, debía de tratarse una vez más de mi imaginación desbordada que jugaba conmigo, ya que en todo el rato no vimos ningún alma viviente. Al llegar frente a mi casa, no pude abandonar a Arthur, solo y apesadumbrado sobre la acera. Le invité a entrar para tomar una última copa. Eran las dos de la mañana, pero no importaba, el día no había sido un día como los demás, felizmente en un sentido. Bebimos juntos, pues, todavía durante un rato. A mí ya no me apetecía, pero por cortesía hacia Arthur me creí obligado a plegarme a este deber. Él, medio borracho, no paraba de criticar su propia conducta con Lucy. Me confesó en aquel momento lo que yo ya sabía, que había cedido más de una vez, sin proponérselo, a los arrebatos de la joven, y también me explicó Arthur que sus deseos eran demasiado fuertes para alcanzar a contenerlos, como debería haber hecho. Considerando mi propia situación, yo no era el más indicado para criticarle. Le hablé de mis anhelos contrariados con respecto a Mina y le aseguré que yo comprendía mejor que nadie lo que acababa de confiarme. Pareció sentirse tranquilizado. Lloró. Siguió bebiendo. Me estrechó entre sus brazos, me llamó amigo, hermano. Su pena me hizo sentirlo muy cercano a mí y me emocionó como nunca. Empujados a la vez por la tristeza y el alcohol, caímos uno en brazos del otro, estrechándonos como dos almas en pena. De pronto, la fatiga pudo más que él, se dejó caer de espaldas en la butaca, esparrancado, con la cabeza hacia atrás, y se puso a roncar. Yo me encontraba solo frente a él, con la cabeza pesada y un poco borracho también. Viendo que Arthur dormía a pierna suelta, me disponía a trasladarlo a un sofá para que pudiera pasar la noche de un modo más confortable, cuando, en el momento de levantarlo, no sé qué fue lo que me empujó a arrodillarme ante él y, fascinado por el enorme paquete que se destacaba en su entrepierna, comencé, como un autómata, a desabrocharle los botones de la bragueta. Hundí la mano en su pantalón y extraje una fabulosa masa de carne que, a pesar de no estar él excitado, puesto que dormía, me enloqueció de deseo. Pude admirar la virilidad de Arthur y comprendí entonces por qué el pobre Seward no había tenido la menor oportunidad de ganarle la partida con Lucy. ¿Quién podía competir con Arthur en ese aspecto, aparte del conde Drácula? Pude acariciar esa magnífica «tubería» de carne, esas bolsas colgantes, pesadas como un racimo de uvas; pude deslizar mi lengua con embeleso sobre la superficie de su prepucio descubierto, mientras me masturbaba feliz. Por una fracción de segundo, al hundir el miembro de Arthur en mi garganta, entreabrí los ojos y me pareció vislumbrar el rostro del conde que me observaba por la ventana con una media sonrisa equívoca y burlona. Pero, arrastrado por el placer, dejé que esta visión se esfumara hasta que mi eyaculación me devolviera a la realidad. La visión de Arthur desplomado sobre la butaca con el sexo al aire, y de mí, arrodillado y con las manos rebosantes de semen, me llenó súbitamente de vergüenza y supliqué al cielo (¡tuve todavía este descaro!) que Arthur no se despertara, para que me diera tiempo a poner las ropas de ambos en orden.

Y así fue. Ahora, él sigue durmiendo, y yo estoy en mi cuarto escribiendo estas líneas. ¡Pobre Arthur! ¡Jonathan, me avergüenzo de ti!

25 de septiembre

¡Según Jack, Renfield ha continuado recibiendo visitas nocturnas! Ha sido encontrado al amanecer en un estado indescriptible, medio desnudo, pero curiosamente calmado, manso, incluso aplacado. De hecho, según el doctor Seward, parece ser que, contra toda esperanza, su caso va mejorando y poco a poco se vuelve «normal», por lo menos en apariencia. Ya no sufre las crisis histéricas de repetición que en ocasiones le conducían a mostrarse violento y hasta agresivo. Su conversación es cada vez más coherente. Ha llegado inclusive a considerar su salida y la eventualidad de reemprender alguna actividad. ¡Parece ser que hasta ha suplicado la intercesión del doctor Seward ante mí para ser readmitido en el bufete Hawkins! (¿Cómo sabe que yo soy ahora su director?). Claro está que, si el doctor Seward no se opone, siempre encontrará su puesto en la plantilla del bufete. Van Helsing, por el contrario, cree que Renfield es un fabulador, que no está curado sino en apariencia. Dicho de otro modo, nos aconseja que desconfiemos. El futuro nos dirá cuál de los dos ha acertado.

La vida es siempre extraña y está llena de paradojas, como lo pone de manifiesto ahora el hecho de que en un mismo lugar se encuentren Renfield, considerado hasta hace poco como perdido para el mundo, y que lentamente parece mostrar señales de recuperación, y Lucy, que parecía nacida para llevar una existencia de felicidad y que hoy se encuentra prisionera de por vida en ese manicomio.

26 de septiembre

¡Mina! Se diría que los acontecimientos nos alejan lentamente a uno del otro. ¿Será que hemos aprendido a bregar uno y otro en nuestras soledades recíprocas y ya no sentimos necesidad de hablar de ello? Tengo la impresión de que ha pasado una eternidad desde la última vez que hemos estado juntos a solas. Es cierto que la enfermedad de Lucy ha perturbado últimamente nuestras vidas, pero algo inexpresable ha venido a interponerse entre Mina y yo. Lo percibo. Estoy seguro. Y, lo más curioso, es que casi podría afirmar que no me molesta.

Pero ella, por su parte, ¿cómo lo encaja? ¿Tanta es su pesadumbre por haber perdido a Lucy que me va olvidando poco a poco? Yo quisiera hacerle comprender que la compadezco en su dolor y en todo lo que esto implica, pero al mismo tiempo, una especie de fuerza oscura me lo impide, como si fuera una vocecita interior que me advierte de que todo esto es inútil.

No acabo de ver las cosas claras. Pero el tiempo pasa, el caso de Lucy, por desgracia, ya está resuelto, y no nos quedará más remedio ahora que pensar en nosotros mismos y decidir un camino para nuestras vidas. ¿Sigo teniendo las mismas ganas de celebrar esta boda? ¿Y ella? Hace una eternidad que no hemos hablamos de este asunto.

Las cosas volverán a su cauce. Van Helsing regresará a Amsterdam, Arthur abandonará Inglaterra y marchará a América para curar sus heridas. ¿Y nosotros, qué será de nosotros? ¿Y Drácula? ¿Qué hace en Londres en este silencio en el que me sumerge desde hace ya días? Ha despertado en mí cosas que ya no pueden permanecer ocultas y de las que yo quisiera hablar, pero ¿a quién sino a él? ¿Debo verle como a un libertino sin escrúpulos, como se complace en pintarle Van Helsing, o es simplemente un ser diferente… demasiado diferente para el mundo en el que yo vivo?

1 de octubre

Hace ya más de una semana que Lucy está en «su ataúd», en ese horrible hospital, lleno del ruido furioso de unos y lleno del desesperado silencio de otros. El doctor Seward nos ha prohibido las visitas, con objeto de no hacernos sufrir demasiado al verla reducida al estado de «vegetal», y también para protegerla de posibles nuevas crisis. Solamente Mina y la señora Westenra mantienen la esperanza de que quizás, dentro de algún tiempo, podrían ir de vez en cuando a verla, si su estado lo permitiera.

Mina, para distraer su amargura, ha decidido aprender estenografía, una técnica nueva que revolucionará el mundo de la escritura, con la intención de poder quizá ayudar después a Seward. La idea le vino tras una charla con Van Helsing, que le confesó que más de una vez había necesitado una secretaria capaz de recoger sus cursos y conferencias en taquigrafía. ¿Se abre así una nueva carrera para Mina? A menos que esto no sea más que una estratagema, inconsciente por su parte, para estar más cerca de Lucy… ¿Quién sabe?

De momento ya no hablamos de matrimonio; sin embargo, ¡tanto ella como yo sabemos que nos necesitamos! Aunque no lo digamos abiertamente. Sin duda, pronto llegará el momento de hablar de nuevo sobre ello; por lo menos, yo lo deseo.

3 de octubre, a medianoche

¡He tenido otra visión! Hacía días y semanas que ya no me sucedía, y esta noche, la misma agitación se ha apoderado de mí… Era extraño. Más acongojante que la primera vez. Una sensación de ahogo. Es demasiado horrible para ser descrito, pero era como si estuviera metido en un ataúd y amenazado por un peligro terrible, sin poder hacer nada para defenderme. Sentía una especie de presión interior en mí y, de súbito, todo estalló y me encontré en la calle en plena noche. Estaba en Hyde Park, solo. Caminé, corrí… Los lobos del parque zoológico se pusieron a aullar. Después, de repente, me encontré en una celda, y allí, Renfield, asombrosamente guapo, me esperaba sentado en su litera. Mostraba en sus ojos océanos de confianza. Lloraba de felicidad en mis brazos. Y me contaba… ¡No! ¡No quiero creerlo! ¡Es impensable!…

Y me desperté… Un sentimiento confuso me quedaba de mi sueño, como un mensaje, una información que yo no podría encontrar en la realidad, porque era demasiado… ¿demasiado qué? No sé más. ¡Es como si mi propia mente quisiera censurar algo que no me conviene recordar!

4 de octubre, a las cuatro de la mañana

Recibo extraños mensajes. Cuando hablo de mensajes, me refiero a mensajes mentales, de los que quiero hablar. Durante mi sueño, tras la extraña visión de esta noche, me ha llegado otro tipo de «comunicación». Una dirección. Una simple dirección: 138, Piccadilly Street. ¿Qué significa? ¿Debo ir?

No lo sé. La he anotado por precaución, por si acaso.

10 de octubre

Los vínculos se deshacen. Las gentes se alejan. La vida nos engaña a todos. Entre todos nosotros se había creado una ósmosis muy fuerte desde mi regreso de los Cárpatos y el principio de la enfermedad de Lucy. Formábamos una especie de familia, más unida y más instintiva que una verdadera, porque la habíamos construido nosotros mismos, y juntos. Pero, después de «la muerte» de Lucy, no nos vemos sino de tarde en tarde. El doctor Seward parece cada vez más acaparado por sus actividades, al igual que Van Helsing, que consagra gran parte de su tiempo al doctor, aprovechando que todavía está en suelo británico. Arthur, por su parte, prepara activamente su vuelta a casa y su mente estaba allí, pese a que aparentemente haga un esfuerzo para no dejar pasar los días sin dar noticias cuando no podemos verle. Debo decir que no deja de venir a visitarme, incluso a última hora de la noche a mi casa, en Knightsbridge, si no lo ha podido hacer durante el día en el bufete. Mina ha preferido permanecer cerca de la señora Westenra, que claramente la ha adoptado como a su segunda hija, un modo de hacer menos dolorosa, me imagino, la pérdida de Lucy. Todo este pequeño mundo evoluciona de día en día, intentando curar sus heridas. Yo el primero.

13 de octubre

Otra visión todavía. De un tiempo a esta parte, tengo la impresión de que el fenómeno es cada vez más frecuente. Es muy variable; a veces son escenas elaboradas que se prolongan en el tiempo; otras veces no son más que simples flases, como esa dirección de Piccadilly Street. No sé qué pensar y, sobre todo, no sé a quién podría contárselo. A Mina no, para no preocuparla. Tampoco a Seward, porque tiene cosas mejores que hacer en este momento. Van Helsing podría, supongo, escucharme con gusto y estar interesado por este género de confesión, pero, aunque parezca extraño, no siento ningún deseo de tomarlo por confidente. Queda Arthur, pero la pequeña aventura que tuve con él, aunque no se diera cuenta, hace que me invada una cierta desazón ante la idea de tomarlo como confesor. Sin embargo, sé muy bien a quién me agradaría confiar todo esto. Esta misma noche he soñado con él. Tan intensamente, que tenía la impresión de estar respirando su olor y sintiendo sus músculos apretados contra mí mientras dormía. Y ese saborcillo en la boca…

14 de octubre

De nuevo hoy, esta vez en pleno día, se ha repetido la visión: 138, Piccadilly Street.

No pudiendo soportarlo más, he decidido que necesitaba saber a qué atenerme. He ido allí. Es una mansión muy bonita frente a Green Park. Curiosamente, está abandonada. O, para ser más exacto, parece que en breve se van a realizar en ella reparaciones, pero por el momento no está habitada. Al verla, he recordado la propiedad de Carfax que yo mismo vendí al conde. Pero ésta ha sido la única reflexión que me ha inspirado. ¿A qué viene, pues, esta dirección? ¿Por qué esta casa?

Otra impresión rara: he tenido la sensación, en el momento en que dejaba mi puesto de observación delante del 138, de haber sido espiado y seguido hasta Leicester Square, sin llegar, sin embargo, a descubrir por quién.

15 de octubre

También esta noche otro sueño, una nueva visión. Una vez más aparecía Renfield, al que en realidad sólo he visto una vez, un día que visité a Jack Seward en el hospital. ¿Será posible que, con haberle visto una sola vez, me haya afectado hasta el punto de que me persiga ahora incluso en sueños? Se encontraba en su celda. No sé cómo ni de qué manera, pero, en una fracción de segundo, me encontré yo también en su interior. Él se levantó y se colocó ante mí diciendo:

—Tú eres mi dueño. Soy tuyo. ¡No me hagas esperar más!

Dicho esto, se desnudó completamente, se pegó a los barrotes de la puerta de la celda, y allí, de pie, se ofreció a mí. ¡De pronto comprendí en mi sueño que no era yo quien estaba con él en su celda, sino el conde Drácula, igual que en mi primera visión en Transilvania a bordo del Deméter! Yo volvía a estar en contacto directo con el conde. ¡Veía todo lo que él veía, oía todo lo que él oía, y, peor aún, podía leer todo lo que pensaba Renfield!… ¡todo cuanto había averiguado sobre el hospital desde que lo habían internado en él!

El conde aferró por las caderas a Renfield. Éste gimió, un pequeño gemido de dolor seguido al punto de otro más profundo, más satisfecho. Prontamente le dio el conde lo que él esperaba y ambos se deleitaron en un mismo espasmo de placer.

—¡Sácame de aquí, te lo suplico! —musitó al conde, que depositó un beso sobre su nuca.

—Todavía no —respondió el conde—. Te necesito aquí. Necesito que continúes escuchando, observando. ¡Pero será pronto, te lo prometo!

—¡Si tú lo dices, sí que te creo! —respondió resignado y sumiso.

Su acento era tan tranquilo, tan reposado que, recordando la descripción de sus antiguas crisis de furor relatadas por Seward, quedé asombrado al oír su voz en un tono tan melodioso, tan apacible.

Cuando me desperté, me di cuenta de que mi vientre estaba empapado. ¡Me había corrido durmiendo!

17 de octubre

Una nueva causa de inquietud. A última hora de la tarde, después de mi trabajo en el bufete, he pasado por casa de la señora Westenra para ver a Mina, y aquélla me ha dicho que Mina no estaba allí. ¡Por lo visto, había olvidado nuestra cita! Me he quedado más que sorprendido, ya que no sólo no acostumbra a hacerlo, sino que además es la segunda vez que ocurre. ¿Me habrá encontrado un sustituto?

Evidentemente, en estas circunstancias, mi espíritu errático ha acaparado, a la velocidad del rayo, las peores y más abracadabrantes hipótesis. La que me ha parecido más plausible es que Mina haya sido (¡cosa que me parece muy comprensible!) seducida por el encanto de Arthur. Él se encuentra solo. Los dos son las personas más cercanas a Lucy. Esto crea vínculos, complicidades. Esta idea me ha hecho algún daño, pero pienso que podría haber caído en peores manos. Maquinalmente, he empezado a envidiarla, a imaginarla en sus brazos… Pero estaba divagando. No tenía motivo alguno, por lo menos de momento, para sacar tales conclusiones.

He querido saber a qué atenerme y he decidido vigilar a Mina, por mucho que la cosa no sólo pueda parecer incongruente sino, y sobre todo, muy poco delicada.

20 de octubre, a las once de la noche

¡Estupefacción ante otro descubrimiento! Llevaba tres días siguiendo los pasos de Mina, intrigado por sus salidas inesperadas. Los dos días precedentes, nada que mereciera ser señalado. Mina se dedicaba a sus ocupaciones familiares, hizo algunos recados para la señora Westenra y tuvo incluso la coquetería de pasar por la peluquería. Pero hoy se produjo lo que yo esperaba.

Con sagacidad, me había dejado invitar por la señora Westenra. Los tres compartimos un delicioso ragú a las finas hierbas. Cuando estábamos a punto de tomar café, de pronto Mina se quedó absorta en no sé qué problema. Daba la impresión de que súbitamente se había desconectado de la realidad, y se las arregló de modo y manera que el servicio del final del almuerzo se acelerara todo lo posible. Aparenté no darme cuenta y, en cuanto la señora Westenra pidió excusas para retirarse a hacer la siesta (cosa fácilmente comprensible a sus casi ochenta años), fingí que volvía al bufete y esperé, escondido al otro lado de la calle, a que Mina saliera, persuadido como estaba de que iba a hacerlo. Cosa que en realidad ocurrió. Apenas pasados diez minutos de mi marcha simulada, la vi salir de la casa, llevando una delicada sombrilla de encaje que la protegía de los rayos de sol de un verano prolongado. Enseguida me di cuenta de que tomaba la dirección de Marble Arch y que, desde allí, descendía hacia Piccadilly por Park Line. La seguí a una distancia respetable. Con gran estupor por mi parte, la vi enfilar Piccadilly Street y… ¡pararse delante del 138! ¿Qué podía pensar? La vi subir los peldaños de la escalera, llamar a la puerta, tratar de entrar, pero en vano. Tal como me había ocurrido a mí mismo, desistió, y se disponía a marcharse cuando, al darse la vuelta, casi se desmaya al toparse de bruces conmigo, que me había aproximado a ella durante su tentativa.

Temí que se desplomara, tan abatida quedó por la sorpresa… Por un instante creí que, en efecto, me enfrentaba a una mujer adúltera, cogida en flagrante delito; matizando que no tenemos tales obligaciones ya que no estamos casados. De todos modos, esta hipótesis me producía una impresión desagradable. La palidez de su rostro se esfumó, volvió a ser dueña de sí misma y hasta encontró la fuerza necesaria para darme a conocer su asombro al encontrarme allí, ¡también ella!

La cogí del brazo, la arrastré al interior de Green Park y le propuse que nos sentáramos allí, bajo los árboles. Aceptó de buen grado, feliz con la idea. Contrariamente a lo que había temido, se mostraba satisfecha de mi presencia y, en cierto modo, más tranquila.

Una vez instalados, empezamos a discutir. Yo le expliqué la verdadera razón de mi comparecencia, mi confusión y mi inquietud a la vista de sus recientes fugas, tan extrañas como su comportamiento; y lo que ella me confesó me dejó patidifuso. Al igual que yo, había recibido un mensaje lacónico, indicándole simplemente esta dirección: 138, Piccadilly Street. Nada más. Por lo que decía, estaba convencida de que se trataba de Lucy, que se había comunicado con ella a través del pensamiento. La cosa me pareció improbable, por no decir imposible, ya que Lucy, bajo los efectos del láudano, ¡no tenía capacidad alguna para dedicarse a tal habilidad! Pero Mina estaba convencida de ello: no podía ser más que Lucy. Por un momento, dudé si decirle la verdad, si confesarle que yo también había recibido un «mensaje», pero temía que quisiera averiguar más cosas, y yo no quería hablar demasiado sobre mi vida íntima por aquel entonces. Sin embargo, ésta era la ocasión soñada para reanudar los lazos con ella, y este misterio a compartir representaba una inesperada oportunidad de conseguirlo. Le confesé finalmente que yo también había sido «convocado» en esa misma dirección, sin comprender ni el origen ni la razón. Curiosamente, tuve la impresión de que esto la tranquilizaba. Quizá en su interior pensara también que esta historia increíble nos aproximaría. Me apretó la mano con fuerza y vi en sus ojos destellos de felicidad. Había reencontrado a mi Mina, la de siempre, la de ayer, la que temía haber perdido.

¿Cuál era pues el misterio de esa casa? Mina ya llevaba recibidos tres mensajes de Lucy, según creía. Por dos veces había ido a esa dirección, sin resultado, ya que siempre estaba cerrada. Yo decidí ir por mi cuenta y entrar en ella a toda costa, aunque hubiera de cometer un delito. A Mina le aterrorizó mi plan y me hizo jurar que no iría solo. Lo primero que se me ocurrió fue pedir ayuda al doctor Seward, pero Mina sugirió que, si podía correr el más mínimo peligro, más valía correrlo con alguien cuya corpulencia amedrentara. La evidencia nos hizo elegir a Arthur. Prometí a Mina que hablaría con él esta misma noche, cosa que ya he hecho. Hemos decidido, él y yo, entrar en Piccadilly Street mañana por la noche.

21 de octubre, a las seis de la mañana

Nueva visión. Extraña. Renfield. Siempre él. Con los ojos llenos de lágrimas, murmurando, pero al salir de sus labios palabras mudas, sin sonido alguno, no llego a entenderle. Está solo en su celda; parece desesperado… Luego de pronto me llega el sonido, una llave gira en la cerradura de la puerta de su celda. Levanta la cabeza, abre los ojos de par en par, parece reconocer a alguien. Y la visión se enturbia… se tiñe de rojo, de un rojo hirviente como la sangre.

El mismo día, a las siete de la mañana

Esta mañana, al despertarme, he experimentado una especie de ahogo, de angustia, que he creído que estaba relacionado con mi sueño, con mi pesadilla.

He decidido visitar a Renfield en su celda. Mi solicitud seguramente constituiría una sorpresa para el doctor Seward, pero me tenía sin cuidado. Nunca le había pedido nada y sin duda aceptaría, por una vez, hacerme este favor.

El mismo día, al mediodía

He ido a visitar a Renfield. Demasiado tarde. Había muerto durante la noche. Lo han encontrado de madrugada, colgado en su celda. El doctor Seward se ha mostrado muy sorprendido por mi pretensión. Le he hablado de mi pesadilla y se ha limitado a recetarme algo para dormir mejor, atribuyéndola al nerviosismo y a la fatiga de los últimos meses. De todas formas, he insistido. Aunque muerto, quería ver a Renfield y he llegado a creer que no lo conseguiría. Jack ha tratado de disuadirme invocando mil razones, y apoyado por Van Helsing, que en esta muerte veía la confirmación de su teoría de que Renfield no había llegado nunca a curarse.

Jack ha consentido en mostrarme su cadáver, que estaba bajo un lienzo en la morgue del hospital, pero tan rápidamente que no he llegado a estar seguro, al haberlo apenas entrevisto una sola vez, de si era verdaderamente él. No me ha pasado por alto un detalle que me ha intrigado: Seward me había dicho que Renfield se había ahorcado, pero, a la altura de la cabeza del cadáver, el lienzo mostraba una enorme mancha de sangre. ¿Por qué?

He vuelto perplejo al bufete y me ha costado concentrarme en el trabajo por la tarde.

22 de octubre, a las tres de la mañana

Esta noche, Arthur y yo hemos ido al 138 de Piccadilly Street.

Por suerte, hemos conseguido entrar en la vivienda. Es vasta, con grandes estancias en curso de instalación. Un detalle raro: todos los espejos han sido cubiertos como para impedir que alguien pueda contemplarse en ellos. Hemos inspeccionado todos los pisos sin encontrar nada de particular. Hemos vuelto con las manos vacías.

Arthur ha venido a dormir a mi casa. Duerme en la habitación de al lado…

La misma noche, una hora más tarde

Me he quedado adormilado. He soñado. Drácula estaba aquí, delante de mí, en el cuarto. ¡Me pedía que le ofreciera a Arthur! En mi sueño, yo le conducía a la habitación donde dormía Arthur. Estaba tendido, desnudo, bajo una sábana que le cubría hasta medio pecho. Al igual que el conde había hecho conmigo en mi primera noche en el castillo, yo cogí la sábana, la levanté, y descubrí progresivamente el cuerpo de Arthur, que se mostró en toda su blancura, en toda su fuerza adormecida. Drácula lo contemplaba con admiración y se inclinó para olerlo como si fuera una flor gigante. Deslizó su lengua con esmero sobre su largo vástago en reposo, restituyendo poco a poco su vigor, pese a que Arthur continuaba durmiendo. Después de todo, sólo se trataba de un sueño. La pesada columna se despertó, se endureció, se alargó, empinada casi en vertical, y Drácula no tuvo sino que recoger de ella la savia; olorosa, traslúcida y tibia.

Cuando me desperté, tuve la sensación de que esta vez realmente había soñado, ya que, a diferencia de otros sueños o visiones que había tenido, éste me pareció de menor intensidad. De todos modos, quise asegurarme. ¡Me levanté y fui a ver si Arthur se encontraba solo en su cuarto!

Abrí la puerta suavemente y le distinguí desnudo, boca abajo sobre la cama, dormido profundamente. Volví a mi alcoba más tranquilo. Sin embargo, cuando me disponía a dormir de nuevo, me asaltó súbitamente una verdadera visión, un nuevo mensaje que me indicaba otra vez más la dirección del 138 de Piccadilly Street. Esto me trastornó, intrigado cada vez más por su significación y por su origen. ¿Acaso era Lucy, como creía Mina, que se dirigía a mí? Jamás habíamos sido particularmente íntimos como para de que ella se sintiese impelida (¡si se diera el caso de que fuera capaz de hacerlo!) a comunicarse conmigo de esta suerte. De todos modos, sería interesante averiguar si también Mina había recibido el mismo mensaje. La primera cosa que debería hacer por la mañana, sería correr a casa de la señora Westenra e interrogar a Mina.

El mismo día, a mediodía

Al levantarme, me encontré a Arthur preparando el té, antes incluso de que hubiera llegado mi ama de llaves. Le hablé del mensaje (silenciando, naturalmente, el sueño nocturno). Me sugirió que, en el caso de que Mina hubiera recibido nuevamente el mismo mensaje, volviéramos juntos por segunda vez al 138 de Piccadilly Street. Estuve de acuerdo con la idea. Una hora más tarde me reuní con Mina, pero, por desgracia, la hipótesis de que Lucy tuviera que ver con el origen del mensaje de esta noche resultó ser una pista falsa. Ni Mina había recibido mensaje alguno ni había tenido ningún sueño particular. La dejé y volví al bufete, donde me encuentro en este momento. Cada vez tengo menos aliento y ganas de trabajar, intrigado cada día más por todos estos misterios.

23 de octubre

Ningún mensaje nuevo esta noche. Sólo un acontecimiento, en apariencia anodino, pero que prefiero destacar. Emma, la doncella del finado señor Hawkins (que, por decisión testamentaria, continuará viviendo en casa de él hasta que haya encontrado un nuevo empleo) me ha llamado al bufete a primera hora de la tarde para hacerme saber que había encontrado la carta perdida que el pobre señor Hawkins había escrito para mí antes de morir, la misma que había desaparecido en medio del pánico provocado por su fallecimiento. Debía traérmela hoy alrededor de las cuatro de la tarde, pero a la hora de cerrar el bufete, a las seis, Emma no se había presentado.

Otra cosa que me intriga y de la que no hablaría a nadie: echo de menos al conde. ¿Qué extraño veneno me ha metido en el cuerpo y en el espíritu? Su ausencia me agobia el alma más y más cada día. Desgraciadamente no puedo evitarlo; es una constatación. Tengo la impresión desoladora de que me ha abandonado. Ya hace más de un mes que no recibo de improviso su visita. Tampoco mensajes telepáticos como en Transilvania. Nada. Más de una vez he pensado en ir a Carfax, pero ¿para decirle qué? Esta solicitud le parecería demasiado significativa, demasiado comprometedora. Más aún, si alguien me sorprendiera visitándole en su casa, Van Helsing o Mina, por ejemplo, ¿qué pensarían de mí? ¿Qué conclusiones podrían sacar? Pero tengo la sensación de que mi vínculo privilegiado con Drácula ha sido roto. ¿Lo ha sido voluntariamente por su parte? Todas las hipótesis son posibles. La única certidumbre que me queda es que un inexplicable malestar planea permanentemente sobre mí. Desde hace algún tiempo, me siento mal en todas partes.

24 de octubre, al mediodía

Me estoy volviendo loco. ¡Soy tan insensato como un chaval de quince años! Esta noche pasada no lograba conciliar el sueño. He dado vueltas y más vueltas en la cama sin conseguirlo. ¡Crispado, fuera de quicio, ya de madrugada, he tomado una decisión descabellada! ¡He ido a la propiedad del conde, a Carfax! Eran las cinco y media cuando he salido de Knightsbridge. Las calles estaban todavía desiertas, fuera de algunos obreros de la construcción con los que he topado en el camino.

A las seis y diez ya estaba delante de la fachada de Carfax. Es un lugar terriblemente impresionante, sobre todo a esa hora en que la noche ya no lo es del todo, y el día todavía no puede llamarse día. La casa se alzaba delante de mí desprendiendo una sensación, no de hostilidad, pero sí de desolación, de abandono, que me impresionó muchísimo. Daba la impresión de una casa que un día estuvo viva y que ahora sufría… era como si tratara de decirme o de hacerme comprender algo. Me doy cuenta, a posteriori, de que esta reflexión es estúpida, absurda; sin embargo, cuando estaba allí, era ésta la impresión que trasmitía aquel lugar extraño. Hasta tuve el coraje, o la inconsciencia, de decidirme a entrar. Curiosamente, la puerta principal no estaba cerrada y cedió a la primera vuelta de la manilla. Un olor insoportable a lugar cerrado asaltó mi nariz, pero me acostumbré pronto a él. Con gran sorpresa pude constatar que el conde, desde que estaba en Londres, no había hecho ninguna mejora en la casa. Seguía vacía, polvorienta y abandonada como siempre. Los cristales de algunas ventanas seguían rotos, tal como los había visto cuando nos hicimos cargo del asunto de su venta en la cartera inmobiliaria de la agencia. Ni trazas del conde. ¿Dónde podía estar viviendo? Recorrí una tras otra todas las habitaciones de la vivienda (tenía diecisiete) sin hallar el menor indicio de su presencia, ni tampoco de ninguna otra persona. La casa no había sido habitada nunca. Llegué al extremo de visitar las buhardillas y los sótanos. Las únicas cosas que encontré en los sótanos fueron tres grandes cajas oblongas, de la talla de un hombre, que, extrañamente, estaban llenas de tierra. Además, alzando su tapa, pude observar el siguiente detalle: sobre la tierra de cada una de ellas se había dibujado una cruz cuyo significado no alcanzaba a comprender. ¡Sin duda una señal, que a saber a quién estaba destinada! Cuando subí del sótano, los rayos del sol empezaban a colarse por las numerosas ventanas de la casa. Miré mi reloj; eran las siete de la mañana. Tenía tiempo para llegar a pie al bufete. Dejé, pues, Carfax, decepcionado, pero al mismo tiempo sin lamentar lo que había hecho. Aunque, en verdad, no había sacado nada en limpio. El conde Drácula seguía inalcanzable…

Eran alrededor de las diez de la mañana cuando han venido al bufete a darme la terrible noticia: Emma, la doncella de Hawkins que yo había esperado en vano ayer tarde, ha sido encontrada muerta a primera hora de la mañana en un callejón de Whitechapel. ¿Qué había ido a hacer allí? ¡Ésa sería la cuestión, pero lo cierto era que había sido asesinada del modo más horrible, eviscerada como en los mejores tiempos (¡si se me permite emplear esta expresión trivial en tal circunstancia!) del caso de Jack el Destripador! ¡Es difícil de creer, pero los indicios son exactamente los mismos que hace ocho años! Como si el fantasma del Destripador se hubiera despertado de pronto, tras un largo período de letargo, y hubiera decidido actuar de nuevo. La noticia de este asesinato se ha extendido por Londres como un reguero de pólvora. ¿Estaremos en vísperas de una nueva psicosis como la que conocimos en 1888? Las autoridades, sin duda, hacen todo lo posible por dar el mínimo de resonancia a este asunto, pero las similitudes son demasiado perturbadoras para evitar la comparación. He hablado por teléfono con Van Helsing, que cree sin lugar a dudas que el autor de este crimen, el culpable, es Drácula. Confieso que esta idea me tiene aterrorizado. ¿Y si tuviera razón? Puede que éste fuera el motivo de su silencio… Quizá tuvo necesidad de preparar a escondidas la acción que iba a cometer. No, no puedo creerlo, el conde no es un vulgar asesino; esto no encaja con el personaje. En cuanto al móvil, ¿qué razón plausible podría haber tenido para querer deshacerse de una pobre criada sin importancia? A menos que… ¡Pensándolo bien!, la pobre Emma iba a traerme una carta del señor Hawkins. ¿De qué trataría?… Como no fuera otra confesión de su autor… Hawkins me había puesto al corriente del chantaje ejercido sobre él por el conde y, apenas unos días después de su confesión, el pobre hombre había sido hallado muerto… ¿Quizá no me lo habría dicho todo aún? Y, por último, resulta que Emma, portadora de un mensaje post mortem de Hawkins, es a su vez asesinada, ¡antes de habérmelo podido hacer llegar! Drácula, pese a su encanto venenoso, ¿resultará que no es más que un monstruo manipulador? Y yo, como un ciego imbécil, le habré seguido en sus miserables planes de seducción. De esta manera, por su causa, habré faltado a todos mis deberes, habré caído en el estupro, en la lujuria, en la traición, ¿y todo esto para nada? Dios mío, una vez más me siento anonadado frente al abismo que se abre ante mis pies. Soy tan miserable como él…

26 de octubre, a las nueve de la noche

Desde hace dos días tiemblo por Mina. Temo que se halle en peligro. El horrible crimen perpetrado con Emma ha perturbado a todo el mundo, pero yo estoy todavía más inquieto dado que los misteriosos mensajes mentales han empezado a manifestarse de nuevo. Por dos veces se ha despertado Mina esta noche y, cada vez, por culpa de la sempiterna dirección del 138 de Piccadilly Street, que retornaba a su sueño, o a su visión (no sé qué nombre dar a este extraño fenómeno). También Mina empieza a estar cada vez más inquieta. No se atreve a dormir, por miedo de recibir otro mensaje, angustiada por el hecho de no comprender su significado. Unas veces sigue convencida de que es Lucy la que trata de comunicarse con ella, pero otras, ha de rendirse a la razón; la cosa es poco probable. Aunque el otro supuesto es aún peor, lo «desconocido» la perturba todavía más.

He rogado a Jack Seward que viniera hoy a visitarla. Ha pasado a última hora de la tarde. Se ha mostrado muy sorprendido por esta historia de «mensajes». Siendo así que Mina es, a los ojos de todo el mundo, una persona equilibrada, razonable y sólida, el hecho resulta de lo más asombroso. Jack le ha administrado un sedante para evitarle las pesadillas nocturnas y, sobre todo, el temor de su aparición. Por lo menos esta noche dormirá plácidamente. Y yo no volveré a Knightsbridge. La señora Westenra ha querido retenerme y me ha hecho preparar una habitación. Confieso que esto me ha hecho feliz; estaré más tranquilo al saber que tengo a Mina muy cerca de mí.

26 de octubre, a medianoche

¡Esta vez soy yo! Apenas hace un instante me ha despertado una insólita pesadilla. Me encontraba en los sótanos de Carfax. Levantaba la tapa de una de las grandes cajas de tierra y… fuera yo o cualquier otro, el caso es que una mano dibujaba letras en la tierra con su dedo meñique y yo veía escribirse de nuevo una dirección: 138, Piccadilly Street. Me desperté sudando a mares. Desde luego que no lo mencionaré a Mina, pero la verdad es que ya no sé qué pensar. Quizá debería volver al lugar y tratar todavía de encontrar algo. ¿Aceptaría Arthur unirse una vez más a esta expedición?

27 de octubre, a las once de la mañana

Por la mañana he visto a Arthur. Le he hablado de estos nuevos mensajes. Está de acuerdo. Nos hemos citado para esta noche. Nuestro plan es simple: para no causar alarma ni inquietud a Mina, cenaremos en casa de la señora Westenra y luego, como de costumbre, nos retiraremos hacia las diez. Fingiremos ir hacia mi casa en Knightsbridge, y nos iremos a Piccadilly Street.

El mismo día, a mediodía

La señora Westenra me ha hecho llegar un mensaje: Mina no se encuentra bien.

Corro a verla.

El mismo día, a las cuatro

He encontrado a Mina muy pálida. No ha querido levantarse esta mañana, quejándose de fatiga y de dolor de cabeza. Para colmo de males, no hemos podido encontrar al doctor Seward en todo el día. Hemos tenido que ocuparnos de ella nosotros: la señora Westenra, una criada y yo. La hemos levantado y la hemos hecho caminar un poco porque sentía hormigueos desagradables en las piernas, y la hemos obligado a comer algo. Se quejaba de palpitaciones. Temo que el sedante que tomó ayer no haya sido demasiado fuerte o que, por error, haya tomado una dosis demasiado alta. Me dice que no.

El mismo día, a medianoche

Arthur y yo hemos ido al 138 de Piccadilly Street.

Nos hemos encontrado con varias sorpresas. En el interior, los trabajos están terminados. Ahora es una elegante mansión particular, ricamente amueblada. Si quisiera ser «mordaz», diría que es el lugar perfecto para una «amante» porque todo parece haber sido dispuesto por una mujer de mundo, y (Arthur está de acuerdo conmigo) podría ser el apartamento ideal de una actriz o una entretenida, alquilado para la ocasión por un protector generoso. Hasta aquí, nada de extraordinario. Londres está lleno de casas de citas, de apartamentos señoriales para entretenidas que se esconden tras fachadas austeras con objeto de no sembrar alarma. Se podría decir que, detrás de cada buen ciudadano de nuestra Muy Graciosa Majestad, se esconde, bien un protector discreto, bien una mujer adúltera, cuyo común talento consiste en dar el pego en público lo más hábilmente posible. ¡Es una especie de juego de sociedad, conocido por todos, pero que cada uno finge ignorar por el buen mantenimiento de las reglas establecidas!

Hasta aquí, lo visto no nos parecía más chocante de lo esperado —sabemos bien en qué mundo vivimos—, pero nos aguardaba un descubrimiento más grave y desconcertante. Después de haber recorrido la vivienda y haber admirado de paso algunos lienzos de pintores prerrafaelistas: algún Burne-Jones, algún Millais y un Rossetti soberbio, dispuestos con gusto en determinadas habitaciones, hallamos tirado en el suelo un pequeño objeto, insignificante en apariencia, pero que portaba en sí mismo los peores auspicios. ¡Una pequeña cinta, con incrustaciones de pedrería, que pertenecía a Lucy y que Arthur le había regalado! El pobre muchacho palideció al descubrirla. Pero nada de todo esto servía para confirmarnos su presencia allí, ya que, como acabábamos de comprobar, la vivienda estaba deshabitada, y Lucy, si alguna vez había estado en aquel lugar, ya no se encontraba allí. ¡Era la única certidumbre que podíamos tener! Fui con Arthur a Knightsbridge de nuevo, trastornado y más intrigado que nunca. Viendo su estado de ansiedad, le propuse que pasara la noche en mi casa, cosa que aceptó sin hacerse de rogar.

28 de octubre, a las once de la mañana

Arthur acaba de entrar en el bufete en un estado indescriptible. No ha podido conciliar el sueño en toda la noche, y yo apenas tampoco. Hemos intentado pasar revista a todas las explicaciones posibles sobre la presencia de Lucy en esa casa. ¿A cuándo se remonta su última visita? ¿Esa anterior a su internamiento en la clínica del doctor Seward? Y, si era éste el caso, ¿cómo se explica que no encontráramos su collar cuando visitamos la casa por primera vez? Si su visita era posterior, ¿cómo pudo haber salido de la clínica sin que nadie se diera cuenta? ¿Y qué habría ido a hacer a esa casa desierta? ¿Cómo podría haberse desplazado tan lejos en el estado en que se encuentra? Salvo que Jack fuera su cómplice… La cosa parecía tan inconcebible que no valía la pena tomarla seriamente en consideración. Arthur me sugirió que debíamos desconfiar de todo el mundo mientras no tuviéramos certeza o prueba de algo. Decidimos reunirnos a última hora de la tarde en Green Park, porque Arthur había resuelto montar guardia discretamente delante del inmueble con objeto de tratar de averiguar alguna cosa más.

El mismo día, a las once y media de la noche

Me he reunido con Arthur a las siete de la tarde, tal como estaba previsto. Había vigilado toda la tarde el inmueble sin observar el menor movimiento sospechoso. Ninguna visita, ninguna salida. Nadie se había presentado en el 138 de Piccadilly Street. Con objeto de distraerle un poco y atenuar su fatiga, he querido invitarle a cenar en casa de la señora Westenra, adonde yo debía ir necesariamente para ver a Mina, pero ha rehusado y ha preferido continuar montando guardia, por si acaso. Le he dejado, prometiéndole volver en cuanto hubiera acabado de cenar con Mina.

A esta última la he encontrado fatigada. El doctor Seward había pasado a visitarla por la tarde y había ordenado que siguiera con el mismo tratamiento. Estaba amodorrada y ni siquiera tuvo fuerza para levantarse y cenar con nosotros. Salí pronto de la casa, haciendo prometer a la madre de Lucy que me llamaría a la hora que fuera si pasaba algo.

Encontré a Arthur en su puesto de observación, sin nada nuevo que contar. El 138 seguía silencioso y hundido en las tinieblas. Arthur quiso pasar la noche vigilando. Finalmente acordamos que yo tomaría su relevo alrededor de la medianoche.

Pronto será la hora de reunirme con él. ¿Habrá descubierto algo?

29 de octubre, a las tres de la madrugada

Es inconcebible. ¡Arthur ha desaparecido! He ido, como estaba previsto, a nuestra cita en Green Park, al mismo lugar que esta tarde, pero en vano. Ni sombra de Arthur. Le he buscado por los alrededores, incluso he ido a comprobar si la puerta del 138 estaba abierta, pero nada. Estaba cerrada, y es Arthur quien tiene el medio con el cual hemos entrado en las dos ocasiones anteriores. No he querido penetrar en ella forzándola, con objeto de no dejar indicios de nuestro paso. He esperado a Arthur hasta las dos de la madrugada, pero parece haberse volatilizado. Pensando que podría tratarse de un malentendido y que quizá hubiera retornado a Knightsbridge, he dado media vuelta y regresado a mi casa, pero en ella sólo he hallado silencio. No había nadie. ¿Qué ha pasado? ¿Qué puede haberle sucedido? ¿Habrá encontrado el rastro de Lucy? No puedo creerlo. Su desaparición me inquieta. Si mañana a mediodía no ha aparecido, pienso que lo mejor que puedo hacer es avisar a la policía.

30 de octubre, a las once de la noche

Un día entero he pasado sin noticias de este querido Arthur. Lo llamo así porque he podido comprobar hasta qué punto es un hombre fiable, valeroso y que, cuando otorga su amistad a alguien, puede ser el más leal de todos; devoto, fiel, entero. Me había dado a mí mismo un plazo suplementario antes de avisar a la policía y, precisamente esta noche, cuando me aprestaba para ir a Scotland Yard, llamaron a la puerta y tuve la feliz sorpresa de encontrar a Arthur en el umbral. Se echó en mis brazos y me apretó con fuerza, como un hermano que volviera de la guerra. Después me relató su increíble jornada…

Relato de Arthur Holmwood

Ayer por la noche estaba montando la guardia delante del número 138 de Piccadilly Street mientras le esperaba a usted, Jonathan, cuando hacia las once de la noche, de pronto me pareció ver una especie de resplandor a través de los cristales del primer piso. Esta primera impresión había sido tan fugaz que creí se trataba de un efecto óptico debido a un reflejo de la luna (que era llena ayer noche); pero sólo unos minutos más tarde, observé luz de nuevo. Una luz débil, parecida a la de una palmatoria circulando en la mano de un visitante. Esta vez estaba seguro, el resplandor seguía un trayecto regular, que continué percibiendo de una ventana a otra. ¡Había alguien en la casa! Dediqué toda mi atención a lo que allí estaba ocurriendo y alcancé a distinguir varias siluetas, ¡entre ellas, la de una mujer! A su vista, me dio un vuelco el corazón porque enseguida pensé que podía tratarse de Lucy. Dudaba entre dos tácticas: permanecer en mi puesto de observación sin arriesgarme a ser visto, o bien jugarme el todo por el todo e irrumpir en la casa. Esta idea me pareció temeraria y me dije que corría el peligro de comprometer el plan. Resolví, pues, confiar en la paciencia y esperé, agazapado en un rincón oscuro, frente a la mansión privada. Un detalle muy raro me chocó, porque no encajaba con la escena. Yo recordaba el mobiliario de esta vivienda, que parecía destinado sin duda a una mujer de mundo, como habíamos supuesto. Me imaginaba a la dueña de aquel lugar navegando, mariposeando, en ese decorado hecho para recepciones fastuosas, para los parties que chiflan a todo Londres. Una mujer activa, de alguna manera…, pero lo que el juego de sombras me permitía observar no se parecía en nada a esto y, a decir verdad, me provocó cierto malestar, ya que uno de los dos hombres cuya silueta distinguía llevaba en sus brazos un cuerpo de mujer que parecía… ¡inanimado! ¿O tal vez era un maniquí? ¡Cuánto he lamentado su ausencia! ¡Me habría sentido más valiente si le hubiera tenido a usted cerca, Jonathan! No obstante, he permanecido atento al menor detalle. En un momento dado me pareció que la extraña pareja bailaba. Por lo menos, pude ver muy claramente la silueta de un hombre girando con este cuerpo de mujer en los brazos. Otra sombra atravesó la estancia rápidamente. Otro hombre, estoy seguro, pareció arrastrar al primero lejos de la ventana y corrió vigorosamente las cortinas, impidiéndome ver nada más. Por desgracia, a la distancia a la que me encontraba, no podía distinguir su rostro. Quedé vigilando toda la noche, esperando ver alguna cosa, pero en vano. Pensé que por la mañana podría sorprender a alguno de los habitantes de la noche, pero sin resultado. ¡Nadie entró ni salió del 138!

Hacia el mediodía, dispuesto a jugarme el todo por el todo, decidí utilizar mi llave y entrar en la casa, a la vista de todo el mundo. De hecho, era el único modo de no llamar la atención, de no andar a hurtadillas como un ladrón sino a plena luz del día y de un modo natural. Un bobby que rondaba por allí sin duda me vio entrar en la casa, pero no me prestó atención. Paradójicamente, su presencia me dio seguridad, pues me dije que, si sobrevenía algún problema, podría recurrir a él. Con gran asombro por mi parte, encontré la vivienda completamente vacía, sin un alma en su interior. Y sin embargo, ¡estaba seguro de que nadie hubiera podido salir sin que yo le hubiera visto! ¿Por dónde se habían filtrado las tres sombras vislumbradas la noche anterior? ¿Acaso me enfrentaba a fantasmas? En el punto en que me encontraba, me dije que debía insistir en la investigación hasta dar con una pista, por pequeña que fuera. Pensé que, si había algo que descubrir, no sería en las habitaciones mejor dispuestas, sino más bien en un rincón inaccesible, como las buhardillas o los sótanos.

Mi idea resultó acertada. Después de haber recorrido los desvanes, donde no encontré nada de interés, descubrí una escalera que conducía a las cocinas. Nunca habían sido utilizadas y ni siquiera estaban en condiciones de funcionar; en cambio, casi por azar, di con un pasaje que llegaba, a lo lejos, hasta los sótanos. Era tomado una especie de subterráneo que parecía no tener fin, cuando de repente me encontré atrancado por una reja, más allá de la cual me fue imposible llegar. Traté de forzarla, de derribarla, pero no pude con ella. No me quedó más remedio que retroceder y todavía doy gracias a la suerte por no haberme extraviado en el laberinto de corredores por el que había transitado… ¡Creo que fue entonces cuando sentí el espanto más grande que he experimentado en toda mi vida! Cuando me disponía a subir las escaleras que enlazan el subterráneo y las cocinas del 138 de Piccadilly Street, escuché un espantoso rugido que me heló la sangre. ¡Todavía me entran sudores fríos al contarlo! No sé decir qué era aquello, ¿un hombre o una bestia? Era a la vez un grito de rabia y de desesperación, dentro del cual me pareció percibir tal sentimiento de odio, que creo de verdad que nunca he oído nada igual. ¿Había caído en las entrañas del infierno? ¡Pese a la vergüenza que ahora me oprime —me siento obligado a confesarlo—, mi única reacción fue decirme: «pies, para qué os quiero», y subir de cuatro en cuatro los escalones hasta que me sentí a salvo dentro de la casa desierta, fuera lo que fuera lo que pudiera esperarme en la planta noble! ¡Una vez allí, me oculté y me quedé esperando, armado de paciencia, hasta esta noche que, a las diez, sin que se hubiera presentado nadie, abandoné la vivienda para venir corriendo hasta aquí!

31 de octubre, a las doce y media de la noche

Lo que me ha contado Arthur me ha dejado estupefacto. El pobre muchacho se caía de fatiga y de sueño. Ahora duerme a pierna suelta. Cuando se despierte veremos cuál ha de ser la mejor táctica a seguir en lo sucesivo. Evidentemente, no podemos quedarnos donde estamos. Debemos resolver el misterio del 138 de Piccadilly Street. La gran cuestión a zanjar es: ¿Debemos recurrir a la policía o arreglarnos solos?

31 de octubre, a las ocho de la mañana

Arthur continúa durmiendo. No he parado de pensar en toda la noche en la historia que me ha contado de su desatino en Piccadilly Street. Tengo la impresión de que nos estamos hundiendo de nuevo en una pesadilla; los acontecimientos se complican y adquieren una opacidad inquietante. ¿Qué vamos a descubrir si volvemos a esa casa misteriosa?

Hoy he decidido no ir al despacho. No tengo humor para trabajar. Sé que no sería útil en nada allí; mis pensamientos están demasiado embrollados a cuenta de esta historia insensata. Además, la salud de Mina me inquieta. Tengo que ir a verla esta mañana y, si Arthur sigue decidido, iremos a «investigar» en «el antro del infierno», como lo ha bautizado.

El mismo día, hacia el mediodía

¡Los dioses están en contra nuestra! Todo parece conjugarse para mantener un clima nauseabundo, hecho de inquietud y de incertidumbre. Cuando he llegado a casa de la señora Westenra, me he topado con la desagradable sorpresa de encontrar a una Mina irreconocible, agotada. ¡Tenía el aspecto «de un muerto»! Una palidez que sobrecogía. Se desmayaba continuamente y se quejaba de dolores en la caja torácica. He intentado llamar a Jack Seward al hospital, pero ha sido imposible dar con él. Para no perder tiempo, hemos recurrido a un viejo amigo de la señora Westenra, el doctor Allwright, que por otra parte, era el médico que cuidaba de los Westenra antes de que Seward entrara de algún modo (¡debería decir: estuviera a punto de entrar!) en la familia. Mary, la doncella de la señora Westenra, corrió a buscarle al otro extremo de la ciudad. Gracias a Dios, pudo dejarlo todo enseguida y vino a visitar a Mina. ¡Más que asombroso: ha declarado que, a la vista de sus síntomas, mi pobre Mina era víctima de una intoxicación por digitalina!… Felizmente, todavía estaba a tiempo de que su organismo eliminara el veneno, y su vida no corría peligro. Pero queda una incógnita: ¿cómo ha sido posible una cosa así?

El mismo día, a las siete de la tarde

He pasado toda la tarde a la cabecera de Mina. La he dejado alrededor de las seis al cuidado de la señora Westenra y de sus criadas. Me siento un poco más tranquilo porque el doctor Allwright se muestra optimista. Mina dormía plácidamente cuando me he ido. El doctor Allwright sospecha un error de diagnóstico del doctor Seward. Aunque asombroso, el hecho es comprensible. ¡El pobre Jack ha sido puesto a prueba de tal manera por la enfermedad de Lucy que sería excusable, si no fuera la salud de mi pobre Mina la que está en cuestión!

De vuelta a Knightsbridge, he encontrado a Arthur ya repuesto, más en forma que la víspera. Había pasado una buena noche, había comido copiosamente al despertar y estaba más determinado que nunca a aclarar el misterio del 138 de Piccadilly Street. En cuanto a la eventualidad de recurrir a la policía, hemos decidido aplazarla. Habrá tiempo de sobra de pensar en ello si las cosas se complican. De momento, no sabemos nada; nadamos entre suposiciones, pero no tenemos nada en que apoyarlas. ¿Quizá no haya nada que descubrir? De todos modos, saldremos de un momento a otro…