Londres, 15 de marzo de 1896
He decidido empezar hoy este diario, después de un altercado con Mina. Mina, la dulce Mina con la que ansío casarme, a la que deseo probarle mi amor, con la que anhelo pasar mi vida, con la que sueño cada noche, ¿por qué guardármelo? Mina, a la que no veo el momento de descubrir a través de cada parcela de su cuerpo, cosa que rehúsa con obstinación y vehemencia. ¿Cómo hacerle comprender que un hombre a mi edad tiene naturalmente necesidad de amor, de amor físico, y que esta espera me mata, me desmorona como un veneno lancinante? Meses enteros hace que nos conocemos, que discutimos proyectos de boda. Sin embargo, ésta no podrá llevarse a cabo hasta que mi situación financiera me permita llegar a ser cabeza de familia, hasta que nuestro porvenir esté asegurado. ¿Cuántos meses deberé esperar todavía para tener el derecho de estrecharla desnuda entre mis brazos, de poder cubrir su cuerpo de besos ardientes sin que la moral se sienta agraviada? ¿Cuándo pues acabarán esas noches solo? A veces este deseo me oprime el cuerpo y me desgarra el alma. ¡Qué cruel es la vida al no concedernos lo que todo ser que ama tiene derecho a esperar!
Londres, 3 de abril de 1896
Jornada dedicada al bufete. Tras una breve charla con el señor Hawkins, éste me ha dado a entender que, en el futuro, deseaba delegar en mí el mayor número de contratos, pero que antes de tomar tales disposiciones era preciso que yo probara mi aptitud en algunos asuntos difíciles.
Ésta sería una oportunidad inesperada de demostrar a Mina las posibilidades de futuro que se me ofrecen. Puede que así se sienta más dispuesta a ceder a mis pretensiones anticipadas a la boda. ¿Cómo hacerla entrar en razón? Siendo mi deseo por ella tan ardiente, su rechazo a transigir me entristece y me frustra. A qué viene esta muestra de rigor cuando mi única aspiración es ofrecerle la felicidad. ¿Cómo hacerle comprender sin disgustarla que cada vez me resulta más insoportable pasar las noches satisfaciéndome en solitario como un desgraciado, cuando en realidad nuestros dos cuerpos no esperan otra cosa que esta unión?
Londres, 5 de abril de 1896
He pasado una noche en blanco. La velada ha sido de lo más agradable ya que, con los albores de la primavera, los días son un poco más cálidos y las mujeres empiezan a ponerse ropa ligera y transparente que estimula mi fantasía. Esta noche Mina, mi Mina, estaba resplandeciente con una blusa de encaje que dejaba adivinar sus pechos soberbios. En ocasiones, al ritmo de su respiración, creía ver asomar sus pezones a través de la tela. Imágenes fugaces invadían mi espíritu al mirarla. Me imaginaba tumbándola sobre el sofá, desabrochando su corpiño y mordisqueando con avidez sus senos endurecidos… ¡Dios mío, si ella supiera! Se sentiría furiosa y sin duda avergonzada, incluso apenada, de saber lo que me inspira. Y sin embargo debería ser al revés; ¿no es tal vez signo de veneración, por el contrario, el saber que uno inspira deseo a alguien? Provocar el deseo en otra persona, ¿no es la más flagrante muestra de que uno está vivo y representa algo positivo, bello e importante? ¿No es así como uno debería sentirse más valorado que nunca, cuando su propio cuerpo despierta en el otro deseo y apetencia? La peor de las cosas, ¿no es precisamente el momento en que uno ya no sugiere nada, ningún sentimiento, ningún deseo a nadie? Mina mía, ¿qué necesidad tienes de dejarte aprisionar por estas convenciones estúpidas e hipócritas que hacen tan triste y tan estéril la vida de los hombres y las mujeres? ¡Tan felices como seríamos si nuestros dos cuerpos pudieran hablarse en toda su intimidad, sin tabúes, sin cortapisas!
7 de abril
¡Ya está! ¡Creo que por fin se presenta la ocasión soñada!
Esta mañana, el señor Hawkins me ha hablado de un asunto que a él le resulta demasiado fatigoso y para el que «yo soy el hombre indicado», según sus propias palabras.
Un viejo noble de un país perdido desea adquirir una residencia en Londres. Parece ser que pone dos exigencias un poco particulares. Desea una gran propiedad, al abrigo de cualquier mirada, pero no pretende que esté en perfecto estado. El señor Hawkins ha estudiado el encargo con detalle y cree haber encontrado algo que se ajusta exactamente a las aspiraciones de su cliente: un viejo caserón, abandonado desde hace lustros: «Carfax». Sería una venta inesperada, ya que nadie, desde que yo trabajo en el bufete, había manifestado deseos de adquirirlo… ¡ni siquiera de visitarlo!
Este comprador potencial tiene sin embargo una pretensión: desea que un representante del bufete se persone en Transilvania para discutir cuestiones de la transacción y contestar a algunas preguntas que esta operación implica. El señor Hawkins parecía la persona más indicada, como director del bufete, para satisfacer esta demanda, pero un viaje de tales características, en razón de su edad, le parece desaconsejable, por no decir irrazonable. ¡Ha dejado caer la idea de enviarme a mí en su lugar!…
¿Podría ser esto, por fin, una señal del destino? ¿Llegará a ser finalmente mi vida lo que yo deseo que sea?
8 de abril
La suerte se ha puesto visiblemente de mi lado. Tras una noche de reflexión, el señor Hawkins ha tomado su decisión: me ha otorgado poder para representarlo ante nuestro cliente. ¡Tendré que partir muy pronto!
Sólo hace falta que yo visite la propiedad, Carfax, antes de mi viaje, con objeto de poder dar una explicación exacta de ella a nuestro cliente.
10 de abril, a las cuatro
El señor Hawkins acaba de darme las llaves de la residencia Carfax con el fin de que vaya a visitarla para hacerme una idea del lugar. No hay duda de lo que puedo esperar encontrarme: «una vieja ruina», ya que nadie, desde hace años, se ha ocupado de ella. Sé de antemano que muchas ventanas carecen de cristales, que algunas chimeneas han sido destruidas, y que el techo está sin duda en un estado catastrófico.
El pequeño parque que circunda la propiedad también ha de mostrar, con certeza, un total abandono, aunque esto no es lo más importante.
El suelo de los pisos superiores no está en buen estado. Hay que reemplazar todos los entarimados. De hecho, ¡lo único que todavía parece conservarse bien son los sótanos! Por lo demás, creo recordar que un brazo subterráneo del Támesis pasa por debajo de Carfax, pero no estoy del todo seguro, porque ningún documento oficial menciona esta particularidad.
¡Si llego a negociar esta venta y la llevo a buen término pese a todos estos inconvenientes, estoy seguro de que seré capaz de efectuar cualquier otra operación y de que tendré, así, oportunidades de hacerme «insustituible» para el bufete Hawkins!…
15 de abril
El señor Hawkins, finalmente, parece estar ansioso por verme resolver este asunto cuanto antes y me ha pedido que salga de Londres lo antes posible; mi salida ha quedado fijada para dentro de dos días. Por una parte, soy feliz por haber encontrado una ocasión de probar mi capacidad, pero al mismo tiempo me siento apenado por tener que dejar a Mina antes de haberme podido casar con ella. Las tentaciones son muchas en una gran ciudad como Londres (aunque Mina debe acompañar próximamente a Lucy a un pequeño pueblo junto al mar, Whitby, en Yorkshire, para pasar algunas semanas en la casa de veraneo de su familia) y una separación tan prolongada —un mes largo— puede tener consecuencias negativas para una pareja que todavía no ha sido unida por el sagrado vínculo del matrimonio. ¡Oh! Ciertamente, yo no dudo de la fidelidad de Mina. Su única carabina es su mejor amiga, Lucy, a la que yo estimo tiernamente también, porque es encantadora y como una hermana para Mina. Sé que no corren ningún peligro juntas, sobre todo en una localidad tan pequeña como Whitby, pero una mujer joven siempre puede sentirse atraída por la novedad, por aquello que brilla o intriga, y ¿quién sabe lo que podría pasar si otro hombre entrase en su vida?… No, no quiero pensar en ello, esta idea es estúpida e indigna del afecto y del amor que le profeso; no puede haber entre nosotros ni desconfianza ni sospechas. Pero mi alma y mi cuerpo cargan con la pesadumbre de no haber podido jamás ofrecerle mi ardor. Aún tendré que armarme de paciencia hasta el día bendito en que…
17 de abril
La suerte está echada. Ya estoy en el tren. He subido en Charing Cross a media tarde. Muy pronto avistaremos la costa desde la que saldré en barco hacia Francia y, desde allí, de nuevo en tren, hasta Munich. Me atenaza un sentimiento extraño: la idea de que me estoy alejando de Mina y de Inglaterra me tiene el corazón encogido… y, al mismo tiempo, siento una especie de vértigo, de exaltación, unido a la idea de libertad…; como un pájaro cautivo que de repente, por primera vez, abandonara su jaula para descubrir el cielo.
Bistritz, 3 de mayo
Ya han pasado más de dos semanas desde que abandoné Londres, y también a Mina.
Por desgracia para mí, ni siquiera la perspectiva de mi inminente partida y de una separación de cerca de un mes ha servido para que Mina cediera a mis apremios. «¡La consumación del matrimonio sólo puede tener lugar después del matrimonio!», se ha contentado con replicarme para cerrar definitivamente este capítulo, por lo menos de momento. ¿Cómo se las arreglan los demás hombres? Cuanto más pasan los días, más se me avivan los deseos. Solamente este diario íntimo puede recoger la confidencia: llevo semanas y semanas agotándome en vano cada noche; en solitario, acaricio mi sexo hasta que chorros de semen caliente empapan mi vientre: única solución que me permite alcanzar algo parecido al sueño. ¡Cuántas horas perdidas! ¡Cuánta semilla esparcida para nada! ¡Hay que ver lo mojigatas o inconscientes que pueden ser las mujeres! Mina, ¿tendré yo la fuerza y la paciencia de serte fiel hasta el día de nuestra boda? Pese a todo el amor del mundo, estoy convencido de que ningún hombre puede aguantar tal abstinencia por tanto tiempo. Ojalá el cielo me dé fuerzas para no sucumbir a la tentación a lo largo de este viaje hacia países lejanos. Si a pesar mío (es decir, sin yo buscarlas conscientemente), se presentan ocasiones, ¿tendré suficiente valor para resistirme? ¡A veces mi deseo es tan fogoso que creo que sería capaz de ceder ante cualquiera; a cualquier tipo de caricias, siempre que al final alcanzara el placer y mi cuerpo quedase apaciguado! ¡Señor, quiera Dios que Mina jamás pueda leer este diario! ¡Pero yo me debo a la honestidad de decir las cosas tal como son y no quiero refugiarme tras la habitual hipocresía en la que todos nos movemos cotidianamente!
Bistritz, 3 de mayo, a las diez menos cuarto de la noche
Este viaje comienza bajo auspicios inquietantes. Una situación imprevista me ha turbado más de lo que soy capaz de decir. En todo caso, más de lo que hubiera podido prever.
He llegado a media tarde a la posada. El lugar es agradable; el edificio principal rebosa flores blancas, flores de ajo, según creo. También el interior se encuentra graciosamente decorado con ristras de la misma planta.
Mina adoraría este lugar. Mina, pobre Mina, te enfurecerías si supieras la idea que acaba de pasarme por la cabeza. Pronto serán las diez de la noche. Al terminar de cenar, he querido salir a fumar fuera. Hoy hace buen tiempo, el cielo está despejado. Era la noche ideal para descansar un poco tras este aperreado viaje desde Londres. Estaba, pues, fumando junto a las caballerizas mientras paseaba, cuando, de improviso, me he dado de narices con el cochero de la diligencia que me había conducido desde la estación de Bistritz a la «Posada de las Cuatro Estaciones».
Era un alto y guapo mozo de unos treinta años, de constitución robusta. Se hallaba de pie, con las piernas separadas, como plantado en el suelo. Distraído como soy, no me había dado cuenta de que estaba orinando; una necesidad natural.
Allí se encontraba, ante mí, con su sexo en la mano. Un sexo tan largo, tan majestuoso, tan grueso… que me dejó boquiabierto, como hipnotizado. Mi sorpresa le divirtió y, lejos de intimidarse, cuando hubo acabado su tarea, continuó exhibiendo ante mí su miembro, no sin cierto orgullo (¡más que legítimo, debo confesarlo!). Sutilmente, además, lo veía crecer ante mis ojos. Aunque hasta el presente nunca me había sentido atraído por la belleza masculina, debo confesar que en mi fuero interno me encontraba por lo menos «alterado», mucho más turbado de lo que jamás hubiera podido esperar. Sentí que se aceleraban los latidos de mi corazón y que mi garganta se quedaba seca de repente, como en la hora más bochornosa de un día de estío. Sin duda mis mejillas se tiñeron de púrpura, porque el cochero no pudo reprimir una sonrisa maliciosa (y satisfecha).
Agitó ante mí por última vez su miembro voluminoso, lo hizo desaparecer después dentro del pantalón, cerró su bragueta y se alejó con paso indolente hacia un rincón del establo, volviendo hacia atrás su rostro sugerente, como en una invitación a seguirle.
¿Hacia qué infierno intentaba arrastrarme? ¿Qué pánico se apoderó de mí? Flaquearon mis piernas. En una fracción de segundo me asaltaron mil sentimientos contradictorios. Yo no sabía lo que en realidad me apetecía. De hecho, estoy convencido de que ni siquiera me atrevía a llamar a mi deseo por su nombre. Me espantaba imaginar el desorden al que me exponía.
Tenía ganas de ceder, aunque fuera sólo una vez, ante lo prohibido… Después de todo, una vocecita interior me decía: «¡Adelante! ¡No lo dudes! ¡Te estás muriendo de ganas! La ocasión es demasiado bonita. Aquí estás lejos de todo, nadie lo sabrá. ¿Por qué privarte de este placer? ¡Atrévete por una vez en tu vida a lo que muchos no tendrán jamás la oportunidad de probar! No hay ningún peligro…».
Torturado por el deseo, pero roído por la culpabilidad (¡apenas habían pasado unas horas desde mi llegada y ya me dejaba tentar y estaba a punto de sucumbir!), no me he atrevido a ceder a este demonio tentador. He subido a mi aposento y me he puesto a escribir para tratar de calmar mi turbación. Sin embargo, yo sé que una parte de mí desea más que nada bajar de nuevo esta escalera, correr hacia ese establo, y allí, en la oscuridad, desabrochar aquel pantalón dotado de tantos misterios y promesas. ¡Cuánto desearía esta parte de mí empuñar a manos llenas ese racimo de carne majestuosa, palparlo con delicadeza para verlo agrandarse en todo su esplendor, crecer como una flor venenosa y derramar sobre mis dedos su jugo lechoso, espeso y tibio! ¡Dios mío, no, si Mina leyera esto!… No hay que pensar más en ello. Necesito dormir. Mañana he de reemprender el camino. El viaje me tendrá ocupado y me distraerá de todas estas locuras…
4 de mayo, a las diez de la mañana
Se ha producido un curioso suceso. Johann, el cochero, ha desaparecido durante la noche. Tenía que estar aquí esta mañana para acompañarme al castillo del conde Drácula, pero nadie ha encontrado rastro de él desde ayer tarde. ¡De hecho, parece ser que soy la última persona que lo vio la pasada noche! ¿Qué puede haberle sucedido? Nadie en la posada tiene la menor idea. Según las palabras de Herr Delbrück, el posadero, no es habitual en Johann desaparecer así, sobre todo la víspera de un día que tenía que llevar a un cliente de viaje. Su desaparición parece haber creado una inquietud real entre el vecindario y ha alborotado a toda la población de la pequeña villa. De rechazo, a mí también me perjudica lo ocurrido, ya que nadie parece querer llevarme al paso de Borgo, donde, por cierto, tengo cita esta noche. Un coche enviado por el conde ha de ir a buscarme allí alrededor de la medianoche. Se me han complicado las cosas.
El mismo día, a las cuatro de la tarde
¡Estoy salvado! Sigue sin haber noticias de Johann, pero, pagando, he logrado encontrar a alguien que accede a conducirme al lugar de mi cita, con la condición expresa de que sea antes de que se haga de noche.
Las gentes de aquí deben de ser muy supersticiosas. Algunos incluso me han hecho llegar advertencias que yo calificaría de descabelladas. Por ejemplo, Herr Delbrück, el posadero, me ha aconsejado simple y llanamente que no me presente a la cita.
—¡Las gentes del castillo no son como nosotros! —me ha soltado, dejando entrever muchos sobreentendidos.
He tenido todas las dificultades del mundo para hacerle comprender que debía rematar un asunto de negocios y que no podía tener en cuenta ninguna otra consideración.
El mismo día, por la noche
Heme aquí ya en casa de nuestro cliente, el conde Drácula. Extraña residencia. Extraño personaje… Y extrañas sensaciones.
El hombre que me ha acogido ofrece un curioso contraste. Tiene la apariencia fugaz, digo bien, «fugaz», de un viejo, ¡pero de un viejo que se hubiera conservado joven! Esto puede parecer incongruente y contradictorio, pero de un segundo al otro, parece más joven o más viejo, en función de la luz y del instante. Sus cabellos y su bigote, entrecanos, le dan un aire un poco austero y, sin duda, éste es el detalle que hace pensar que uno está tratando con un viejo; pero su cuerpo es esbelto y su caminar ligero; emana un vigor y una lozanía increíbles. Su apretón de manos es firme, duro, casi doloroso, pero al mismo tiempo el contacto de su piel es suave, casi atrayente. Su mirada es franca, te atraviesa clavándose directamente en tus ojos hasta tal punto que parece poner cerco a tus más secretos e íntimos pensamientos.
Su talante es astuto, pero un incuestionable encanto amortigua lo que en él podría parecer demasiado rudo; de tal manera que lo que en un principio podría retraer, acaba siendo atractivo… ¡Se diría que hablo de esto con una cierta fascinación! Sí, es verdad. ¡Qué hombre tan fascinante! ¿Cómo explicar esto? Al primer contacto, a la primera mirada, incluso da miedo. Algo de inusitado se desprende de él, de su empaque. Un ligero sentimiento de desazón me oprimió cuando abrió la puerta y su contorno se delineó por primera vez en la penumbra. Me pareció inquietante… y a medida que transcurría nuestro primer coloquio, ese aspecto inquietante se transformó en una cierta atracción, sí, ¿por qué no decir la palabra?… Sin duda, en esto consiste el encanto de los grandes boyardos, para los cuales gozar de un ascendiente sobre la gente del entorno es casi una obligación de casta.
Se ha mostrado muy solícito. Me ha confesado que no había recibido ningún huésped en su castillo desde hacía lustros. Me ha expresado su gran interés por nuestro modo de vida londinense; me ha preguntado sobre mí, sobre mi vida. Tenía curiosidad por saber si estaba casado, si vivía solo. El recelo me ha llevado a ocultarle la existencia de Mina.
¿Por qué? No lo sé. Quizá el temor irracional de que se me escape, de que me la roben. Pero ¿quién podría robarme a Mina?, ¿él?, ¿un ser sin edad, perdido a miles de kilómetros de Inglaterra? No, es una estupidez. Entonces, si no es esto, ¿qué razón me ha llevado a ocultarle que iba a casarme con Mina a mi regreso?
El mismo día, un poco más tarde
Reanudo el curso de mi diario. Después de haber descansado cerca de una hora en mi habitación, he bajado a cenar al gran salón del castillo. El conde me esperaba allí. Solo.
Al llegar al salón me encontré con un bufé fabuloso había sido preparado: una mesa cubierta de manjares, de patés de toda clase, de charcutería y de pastelería; sin contar los vinos y los licores añejos. El conde Drácula aseguró que no soportaba la comida fría y me rogó que me instalara y obrara como si estuviera en mi casa. Me ofreció un vino espirituoso, de un rojo casi sangrante, en una soberbia copa de cristal de Bohemia y, tras haberse aposentado en una butaca, me formuló mil preguntas, mirándome mientras yo comía.
Curiosamente, a lo mejor por el efecto rápido del vino, hasta me pareció más joven que en el momento de mi llegada al castillo a media tarde. Mas quizá fuera debido a los reflejos de las llamas de la gran hoguera de leña que ardía en la inmensa chimenea, en el centro de la estancia. Ayudado por el calor y el alcohol el ambiente se había distendido poco a poco, y llegamos a conversar casi de igual a igual. No me atrevería a hablar de familiaridad, pero esa larga conversación cerca del fuego fue de lo más agradable. Hacia la medianoche, el conde se levantó, como dando a entender que quizás el viaje hasta allí me había fatigado y que sin duda me debía apetecer un reposo bien merecido en mi alcoba. Se desplazó con una gracia felina, vino a colocarse a mi espalda mientras yo cortaba una rebanada de pastel de alajú, y puso su mano sobre mi hombro deseándome «buenas noches». ¿Fue la sorpresa o el contacto de su mano? Me estremecí y me corté ligeramente el dedo con el cuchillo. Su mano apretó entonces mi hombro con fuerza, se desplazó hacia mi derecha, se inclinó para quedar a mi altura y, una vez allí, cogiéndome el dedo herido con delicadeza, lo llevó a su boca y lamió voluptuosamente el sitio del corte.
Este minuto fue singular, como suspendido en el tiempo, entre un soñar despierto y una realidad. Me invadió una sensación curiosa. Esta succión equívoca de mi dedo me turbó. De súbito perdí el aliento. Mientras él me chupaba el dedo con una estudiada lentitud, me miraba fijamente, como si esperara algo más. Después paró, se levantó y me dijo con voz zalamera:
—Me imagino que estará usted cansado. Suba a acostarse, ¡dentro de un momento iré yo a ver si necesita algo!
Después salió de la sala como un actor sale del escenario.
En este momento me encuentro de nuevo en la alcoba. Sin duda he bebido un poco de más, me siento algo borracho. Ligeramente. Siento calor. Acabo de lavarme. Me agrada encontrarme con el olor del jabón inglés que perfuma mi cuerpo; es algo de Inglaterra que llevo conmigo. No tengo sueño, pero una dulce languidez me invade. La alcoba también la calienta una inmensa chimenea. Si me atreviera, me tendería desnudo frente al fuego en espera del sueño… Pero no. El conde podría entrar. Me meteré en la cama.
5 de mayo, por la mañana
He dormido. Profundamente. Pesadamente. Sin embargo, mi noche ha estado poblada de sueños extraños, de sueños eróticos… Sueños eróticos en los cuales, siento vergüenza al reconocerlo, ¡Mina estaba ausente!
Ayer me acosté con la mente algo nublada por el vino embriagador que me había ofrecido el conde. Qué placer el contacto con sábanas nuevas y limpias. Sentía la tela sobre mi piel. Escuchaba el crepitar de los leños en el hogar de la chimenea. Poquito a poco me he quedado dormido, sin darme cuenta, y ha sido entonces cuando el sueño ha llegado…
La puerta de mi alcoba se ha abierto sola, lentamente, y sobre la pared se ha perfilado una sombra gigantesca, deformada por la luz del fuego, y entonces ha entrado «él».
«Él», el conde… Parecía todavía un poco más joven que a la hora de la cena. Quizá porque iba vestido de otra manera, menos solemne. No llevaba más que una camisa de chorrera blanca abierta sobre su pecho desnudo. Sus ojos echaban chispas como auténticos fuegos fatuos. Me miraba con una ligera sonrisa. Como en muchos de mis sueños, la escena era muda. Se adelantó, atravesó lentamente la habitación y vino a plantarse a los pies de mi cama. Me observaba sin decir palabra. Sus ojos se demoraban sobre mi garganta, sobre mi torso, desnudo hasta la cintura. Se inclinó para coger el doblez de la sábana con dos dedos. Después, con un gesto lento pero determinado, la levantó para descubrir mi cuerpo por entero. Yo yacía sobre el lecho en total desnudez, impúdica, pero sin empacho. Sus ojos devoraban cada parte de mi cuerpo y, curiosamente, el hecho de sentirme «expuesto» a su mirada me excitó, despabiló mi propio cuerpo, y bajo sus pupilas dilatadas por el deseo, mi sexo comenzó a endurecerse y a enderezarse.
Mi corazón latía. Una extraña sensación me hizo dudar de que estuviera soñando… Y sin embargo, sólo podía tratarse de un sueño… Sin apartar su mirada de mí, el conde empezó a desabrocharse la camisa y se quedó desnudo, completamente desnudo. ¡Atrapado en un rayo de luz de la luna (prueba evidente de que yo estaba soñando), no mostraba el cuerpo de un viejo que se destapaba delante de mí, sino el cuerpo de un hombre joven y vigoroso, de torso y vientre musculosos, con un sexo lleno de vida y de savia colgando entre sus piernas como una porra de bobby! ¡Dios mío! ¡Qué sueño tan infame! ¡Si Mina lo supiera! Qué sueño tan perturbador… Qué sensaciones tan nuevas…
El conde, siempre en sueños (¡Quiera Dios que éste sea el caso!), se tendió sobre mí, mordió mi boca con una mezcla de brutalidad y ternura, forzó mis labios para deslizar entre ellos su lengua y pegarla a la mía. Tan intensa era mi emoción que la cabeza me daba vueltas. Después apartó sus labios de los míos para deslizarlos hacia mi cuello. Me mordisqueó, produciéndome un gozo inmediato y desconocido: intensa fusión de dolor tenue y placer ardiente. Abandonando el cuello, recorrió mi torso con sus besos, haciendo parada en cada uno de mis pechos y mordiéndome los pezones con esmero.
Yo gemía. La dicha me invadía. Su lengua se deslizó a lo largo de mi vientre hasta perderse en la maleza de mi pubis antes de que él metiese en su boca mi verga, tiesa hasta el delirio. Se puso entonces a mamar mi miembro viril como jamás nadie lo había hecho antes… ni seguramente jamás nadie lo haría tan bien (pobre pequeña Mina, tan melindrosa, tan inocente en las cosas de la vida y del amor, sin duda tú nunca sabrás dar tanto deleite a ningún hombre. ¿Serás capaz de aprender algún día?). Un mar alborotado devastaba mi cuerpo, las manos del conde me amasaban el pecho, los muslos, los brazos, las caderas. Tras haber humedecido su dedo corazón con saliva, lo hizó entrar con suavidad, lentamente, en mi ano virgen, efectuando a continuación movimientos regulares de vaivén, sin cesar la felación. Y yo, perdido en mi sueño, me dejaba arrastrar por el placer… a la felicidad, debería decir… sí, a la felicidad suprema, ya que, por primera vez en mi vida, alguien hacía vibrar mi cuerpo entero, le infundía vida y lo transformaba en objeto de deseo y de placer, sin preocuparse de los vetos y de las inhibiciones impuestas hipócritamente por la sociedad en la que yo vivo, ¡en la que todos vivimos! Y el autor de esta revelación era un hombre, un noble sin edad, un habitante de un país perdido que nunca debería haberse cruzado en mi camino… Los sueños son extraños, nos ofrecen todo aquello que no nos atrevemos a imaginar en la realidad, ni siquiera a formular con palabras. Un raudal, venido de lo más profundo de mí mismo, ascendió como una marea furiosa, y dejé que una ola de goce, como nunca había conocido ninguna, me inundara hasta romperse en un estertor de felicidad. Siguió el eco de un gruñido de placer. Abrí los ojos y distinguí, siempre a la luz de la luna, el cuerpo desnudo del conde Drácula levantándose; en su cara había una sonrisa socarrona y satisfecha, y un hilillo blanquecino resbalaba por la comisura de sus labios.
Vino a colocarse justo encima de mi cara. Mi corazón, que ya latía a toda marcha, se aceleró más aún a la vista de lo que me ofrecía. Sostenía en una mano su verga desmesuradamente larga y gruesa. Con la otra mano sopesaba sus bolsas asombrosamente pesadas y repletas. Las frotó con suavidad sobre mi rostro. Las aspiré como a una flor salvaje desconocida. Exhalaban un olor acre que no era desagradable. Empezó a emitir un gemido prolongado, como el estertor de un animal en la noche, una respiración inquietante que parecía emanar de las entrañas de la tierra. Con la mano izquierda me cogió la barbilla y me introdujo dos dedos en la boca, mientras que con la derecha continuaba frotando, en un amplio movimiento de vaivén, su sexo rígido como un atizador. Dando un gran grito que me hizo estremecer, liberó un chorro violento de líquido caliente y espeso que me inundó la cara por completo. Con sus dos dedos, siempre en mi boca, me forzó a abrir todavía más los labios para introducir en ella su miembro hirviente, y me obligó a lamerle la punta y beber a lengüetazos las últimas gotas que aún vertía… y descubrí por primera vez en mi vida ese gustito amargo y salado sobre mi lengua… y me hundí en las tinieblas…
Dios mío, Mina, qué avergonzado estoy. Quiera el cielo que haya tenido un sueño horrible y que esta pesadilla no sea real. ¿Cómo he podido, cuando en pocas semanas te tomaré por esposa, tener tales pensamientos, soñar cosas tan infamantes y tan escabrosas? ¿Cómo es posible que, a la par que todo mi ser se descompone al solo pensamiento de este sueño inmundo, semejante sentimiento de placer y de excitación me invada todavía? ¿Soy acaso el más miserable de los hombres? ¿Qué me sucede, Mina? ¿Quién soy?
¿Qué monstruoso maleficio me han hecho? ¿Será que Dios se ha olvidado de mí en este país apartado del mundo? ¿Qué significa todo esto?
Pero me conviene mantener la cabeza fría, no dejarme arrastrar a la desesperación y a una culpabilidad que roe como un ácido y a la que no lograría sobrevivir. No aquí, tan lejos de todo, sin referencias, sin nadie en quien confiar. Debo mostrarme fuerte, luchar, luchar contra mí mismo, no dejarme engañar nunca más por los oscuros sortilegios de la noche. Perdón, Mina, por haberte desmerecido, aunque no fuera más que en sueños. Nada que pueda alejarme de ti ha de alcanzarme en lo sucesivo. Lo juro. En cuanto las formalidades de la venta estén despachadas con el conde, reemprenderé inmediatamente el camino de vuelta a Inglaterra y procuraré olvidar todas estas cosas; por lo menos, así lo espero.
6 de mayo, por la mañana
Ayer me levanté muy tarde. Estaba fatigado, agotado, por la noche que había pasado (¿realidad o pesadilla?) en la más total perdición. Lo más curioso es que, a día de hoy, no tengo ninguna certeza de si he soñado o si he vivido realmente este delirio. El detalle es sórdido, pero habría podido ayudarme a estar seguro de la veracidad de los hechos: tras la última escena de depravación con el conde, debería haberme despertado con el rostro sucio de su semen, desparramado sobre mí con tanta abundancia. Pues bien, al despertarme, mi rostro no mostraba ningún vestigio sospechoso. Por tanto, lo había soñado, aunque mi recuerdo de la noche fuera todavía tan intenso; salvo que alguien me lo hubiera lavado para borrar cualquier indicio comprometedor. Pero… ¿es razonablemente posible imaginar tanto refinamiento en los detalles? Y ¿quién me habría lavado así? ¿El conde mismo? ¿No será la mejor explicación precisamente la que yo más temo; no estaré perdiendo la razón y esta loca idea de una relación carnal con este desconocido resultará ser pura invención por mi parte? ¿Tan enfermo estoy?
Más alterado de lo que soy capaz de decir, he resuelto dejar mi habitación a primera hora de la tarde. He bajado a la sala de recepción, que he encontrado vacía. Sobre la gran mesa redonda, unas palabras del conde deseándome que pasara un buen día y pidiéndome excusas por su ausencia; no regresaría hasta bien entrada la noche. Me aconsejaba que no me perdiera en las alas del castillo, que no eran seguras a causa de su insalubridad.
Me animaba a que me instalara en la gran biblioteca y encendiera la chimenea. Desocupado como estaba, seguí su consejo y, tras haberme recobrado con una colación frugal, dispuesta de antemano en un extremo de la mesa (fruta, charcutería y vino del país), me dirigí a la magnífica biblioteca del castillo, puse leña en el hogar de la chimenea y me instalé en una acogedora butaca.
Debía de llevar más de una hora sentado allí cuando de repente tuve la impresión de que una presencia se había deslizado en la estancia y me observaba a escondidas. Intrigado, levanté los ojos del libro. Pero no, debía de ser otro de mis fantasmas; estaba completamente solo. Por una fracción de segundo, tuve dudas, porque pude ver una colgadura que parecía moverse sobre la pared, pero de hecho sólo se trataba de un soplo de viento que entraba en la estancia por la ventana abierta. Reemprendí la lectura, pero quizás una hora más tarde, o menos, no lo recuerdo exactamente, de nuevo me distrajo de la lectura una voz que llegaba del exterior. Era una voz de mujer… Me levanté y me asomé a la ventana. Me entró vértigo cuando pude ver la extensión del paisaje que se ofrecía a mi vista y la altura de la ventana; estaba por encima del precipicio. Una altura de vértigo. Toda la cordillera de los Cárpatos se desplegaba en el horizonte, donde el sol empezaba ya a retirarse, o se disponía a hacerlo. A la izquierda, un lienzo de muralla cercaba, en el recinto inferior, decenas de metros más abajo, un patio pequeño en el que una mujer, al parecer una campesina, gemía. Al estar yo a tanta altura, no llegaba a comprender claramente lo que decía, pero agudicé el oído y, sin que ella llegara a verme, alcancé a entenderlo.
Parecía implorar al cielo levantando los brazos en actitud suplicante. Conseguí entender algunas frases sueltas y me pareció que reclamaba a alguien. Después, oí claramente decir: «Devolvedme a mi marido». Y se echó a llorar. No sabía qué hacer; finalmente decidí bajar para tratar de hablar con ella, con objeto de averiguar cuál era la causa de su sufrimiento. Dejé la biblioteca y descendí hasta el gran vestíbulo de la entrada. Me dirigí a la puerta principal y allí, con gran estupor, pude constatar que estaba cerrada con llave. Busqué por todos lados y hube de rendirme a la evidencia. «¡Estaba preso en el castillo!». No había salida posible al exterior. Estaba solo… Un escalofrío me estremeció al pensar en ello. Sin duda era estúpida, incluso infantil, pero esa idea me infundió un miedo repentino. Empecé a desear el regreso del conde, pero en mi reloj sólo eran las cuatro de la tarde. Según la nota que me había dejado, no volvería tan pronto. Decidí, pues, ir de nuevo a mi habitación para disfrutar de algunas horas de reposo mientras esperaba su regreso.
Debí de amodorrarme, porque la vuelta a la realidad me llegó brutalmente; en efecto, me pareció oír un grito o, más exactamente, un estertor largo, la voz de un hombre bajo el arrebato del placer; o, para ser más preciso todavía, la voz de un hombre atormentado cuyo suplicio poco a poco se va mudando en placer. ¿Era efecto de mi imaginación? ¿Estaba en realidad obsesionado hasta tal punto? Escuché atentamente, pero sólo el silencio llenaba el castillo. ¿Me había dejado arrastrar por mi imaginación?
Intrigado a pesar de todo, decidí levantarme y buscar el origen de ese grito o, por lo menos, convencerme de que no era también «imaginado». Dejé mi alcoba y, tomando el corredor principal, me di cuenta de que un tapiz ocultaba la existencia de una puerta. Llevado por la curiosidad y el ocio forzado, me determiné a aventurarme tras ella. Al girar el pomo comprobé que no ofrecía ninguna resistencia y que, contrariamente a la de la entrada, esta puerta no estaba cerrada. Daba a otro corredor que finalmente no era nada más que un pasadizo secreto. Un poco inquieto, mas a pesar de todo temerario, lo seguí un rato largo.
Extrañamente, sin disponer de la más pequeña antorcha ni la más diminuta candela, y pese a carecer de aparente abertura, el pasaje estaba suficientemente iluminado. Aun sin alcanzar a descifrar este misterio, continué avanzando, y fue entonces cuando oí detrás de un muro lo que me parecieron ser estallidos de risas sofocadas, voces que parecían hablar en tono confidencial…
Al acercarme, encontré otro tapiz bastante pesado detrás del cual me oculté. A través de un agujero preparado que había en la tela, pude observar a placer lo que ocurría en la habitación. Era una alcoba grande con varias ventanas abiertas a otra parte del paisaje que yo admiraba desde la biblioteca. Entonces pude darme cuenta de que el sol había iniciado desde hacía un buen rato su descenso, ya que empezaba a teñir de rojo la copa de los árboles. Las voces que había oído eran, de hecho, las de dos hombres cuya presencia en el cuarto no llegaba a localizar. Girándome un poco, pude descubrir otro ángulo de la pieza y darme cuenta de que se trataba de una alcoba inmensa. Una enorme cama de dosel se hallaba dispuesta en la segunda parte de la habitación, y lo que en ella descubrí me hizo el efecto de un choque, incluso de un doble choque… Dos hombres estaban tendidos sobre la cama, desnudos, acostados indolentemente sobre un cubrecama de plumón.
El primero, un gitano tenebroso con un gran aro en la oreja derecha, estaba tendido de espaldas, con un brazo doblado tras la nuca, y contemplaba irónicamente al otro hombre, tumbado boca abajo a su lado. Éste último acariciaba lentamente el cuerpo del primero, recorriéndolo a lo largo de los muslos, del vientre, del torso. Sus caricias habían despertado una magnífica erección en el gitano, que exhibía un miembro viril de un grosor más que sorprendente. El otro hombre daba la impresión de no darse cuenta y continuaba acariciándole el cuerpo, evitando cuidadosamente todo contacto con el sexo tieso, que vibraba y parecía cobrar dureza con cada roce de su mano. Sin embargo, al cabo de cinco minutos, el hombre asió el sexo del gitano, lo amasó para darle aún más volumen, y cuando se dio la vuelta para tomarlo en su boca, reconocí en él a Johann, el cochero de la diligencia que me había acompañado hasta la Posada de las Cuatro Estaciones, ¡el mismo que me había tentado la noche anterior y que había sumido a todo el pueblo en la inquietud a cuenta de su desaparición! ¡Así pues, sin querer, yo había descubierto la razón de su marcha! Quedé inmerso en el asombro y la estupefacción. Molesto y atraído a la vez por la escena, permanecí inmóvil, realmente fascinado por aquel espectáculo inesperado e insólito. Por primera vez en mi vida, asistía a una escena de amor entre dos hombres que, por cierto, no se ajustaba en nada a la imagen caricaturesca que la sociedad gusta de atribuir a este género de amores. Aquí, nada de personajes afeminados, amanerados o ridículos, como la gente se complace habitualmente en describir. Por el contrario, delante de mí sin ellos saberlo, dos especímenes de lo más masculino que puede existir, de lo más viril, de lo más macho, se entregaban mutuamente al placer de los sentidos; y pese a mis sentimientos religiosos, mi sentido del honor, tan victoriano, mi conciencia de hombre responsable y civilizado, no tenía más remedio que rendirme a la evidencia: estos dos hombres eran hermosos en su desnudez provocativa. Tenían la belleza de dos arcángeles o de dos demonios, y habría podido pasar una eternidad contemplándolos, admirándolos… ¡envidiándolos! Estaba seguro de que al mirarlos me ganaba la vergüenza y desaprobación general, pero cualquier hombre, así fuera el mayor mujeriego de la creación, habría quedado prendido en el mismo deseo, en la misma fascinación, delante de estos dos cuerpos magníficos, de musculatura perfecta, que se lanzaban al placer como dos púgiles en un combate. Se cabalgaban, se enzarzaban con una gracia y una fuerza cercanas… —¿cómo decirlo?— a una verdadera estética de la vida. Tal escena, digna de un Géricault o de un Miguel Ángel, era un genuino homenaje a la belleza; estaba desligada de toda idea de moral, era la vida misma, evocaba la naturaleza en su estado más rudo, más intrínseco; la fuerza de la vida en movimiento. Johann, el cochero, mostraba una corpulencia aún más impresionante que la que le había atribuido en plena noche en la posada. Sus músculos parecían revolverse bajo la piel, tensarse para dar a sus miembros una fuerza primitiva. Sus nalgas, bien macizas, eran un auténtico placer para la vista. Mi corazón latía al verle hacer presa el sexo vigoroso del gitano que, en sus manos y con sus voraces lengüetazos, parecía que no acabaría nunca de crecer. Johann lo engullía vorazmente, introduciéndolo hasta el fondo de su garganta, casi hasta asfixiarse; pero sus ojos irradiaban felicidad, además de estar llenos de un esplendor dorado que los últimos rayos del sol poniente le brindaban. Yo tragué saliva con dificultad, devorado por la envidia, trastornado hasta lo más recóndito de mi ser.
Súbitamente me estremecí; dos manos me ciñeron por detrás como atornillándome. ¡Sentí el aliento de alguien en mi cuello!
Ante mis protestas, el desconocido me puso vigorosamente una mano sobre la boca, mientras con la otra empezó a abrirme la bragueta, al tiempo que me empujaba hacia dentro de la habitación. Al vernos entrar, los dos hombres interrumpieron sus retozos, pero enseguida se mostraron seguros y tranquilos. Johann, al reconocerme, mostró una amplia sonrisa de connivencia. Se levantó, vino a colocarse justo ante mí y se arrodilló para lanzarse de inmediato sobre mi verga que, tras el espectáculo al que había asistido unos segundos antes, empezaba a cobrar volumen. El desconocido, que se encontraba de tras de mí, dejó de apretarme y se acercó al gitano, que se había quedado sobre la cama. Descubrí entonces que mi misterioso asaltante era un soberbio mozo de alrededor de veinticinco años, rubio y, él también, con una musculatura impresionante. La lengua de Johann se enrollaba alrededor de mi sexo con agilidad y me dejó en un estado indescriptible. Aparentemente satisfecho del resultado de su maniobra, se levantó y me empujó hacia la cama, donde los otros dos hombres tuvieron que apartarse para dejarme sitio. Caí sobre el lecho; las piernas me flaqueaban, como si fuera presa del vértigo. Entonces los tres se echaron sobre mí y me arrancaron la ropa. Me quedé desnudo como un gusano. En una fracción de segundo, los tres me inmovilizaron sobre la cama; era prisionero de sus abrazos. Johann me sujetaba el torso, sin parar de hacerme cosquillas en los pechos con la otra mano. El gitano, con puño de hierro, me aferraba la pierna izquierda, y el joven rubio me sujetaba la derecha. Fue entonces cuando descubrí, erguido, al pie de la cama… al conde Drácula, desnudo él también, que se mantenía inmóvil, con su largo y pesado sexo colgando entre sus muslos, mirándome con ojos de deseo. Hizo una señal de connivencia a los dos hombres, que inmediatamente me levantaron las piernas para dejarme bien apuntalado; me di cuenta entonces de su intención: «ofrecerme» a Drácula. Por un instante, el pánico se apoderó de mí, pero Johann me hizo comprender con dulzura que no debía tener miedo. Drácula puso una rodilla sobre la cama, se inclinó sobre mí y se entregó a un ejercicio sobre mi cuerpo que ¡jamás hubiera podido imaginar que se diera entre dos individuos del mismo sexo! Comenzó a lamer la parte más íntima de mi ser, con dulzura, con cuidado. La curiosa sensación que con ello me produjo me sorprendió más de lo que podría explicar. Debería haberme sentido herido, humillado hasta un punto insuperable, mas a pesar de ello, me invadió una sensación de sosiego y de bienestar. De todos modos, intenté resistirme un poco, forcejear, pero la presión de los tres hombres me hizo comprender muy pronto que no serviría de nada. Yo iba de sorpresa en sorpresa, porque Drácula llevaba su exploración todavía más lejos. Su lengua resultaba ser anormalmente larga y me daba la impresión de que era parecida a un sexo masculino. Obtuve casi la certeza cuando de pronto la introdujo, agitándola regularmente, en mi ano, que de esta manera estaba embadurnando hábilmente de saliva. Al cabo de algunos minutos, se incorporó y, esta vez sin precaución, me hundió su verdadero sexo con brutalidad. El grito de dolor que lancé pareció que le excitaba más aún. Los hombres que estaban a nuestro alrededor parecían estar arrebatados por la misma excitación furiosa. El gitano se colocó detrás del hombre rubio, se agarró a él por las caderas y le penetró con la misma violencia que Drácula acababa de usar conmigo. El hombre rubio, perdió el equilibrio, cayó sobre el lecho y estuvo a punto de desplomarse sobre mí. Los dos, Drácula y el gitano, se dedicaron a ensartar sus cabalgaduras al mismo ritmo, como si se entregaran a una competición. La alcoba se llenó de jadeos, de suspiros, de estertores, de olor a sexo y a sudor. Yo sentía el vástago vertiginoso del conde desplegarse dentro de mi cuerpo y fluctuaba entre el dolor y el placer. La cercanía del placer final trajo consigo un extraño cambio de comportamiento en todos estos partenaires de sexo, y les observé, mientras aguantaba los repetidos asaltos de Drácula. De pronto, me recordaron a una jauría de lobos entregándose a sus más primitivos instintos sexuales. La excitación se confundía con la rabia, y el conde Drácula parecía adoptar todos los atributos del jefe de la camada. Cuando se aproximaba al orgasmo, pude observar que su rostro se contraía, sus rasgos cobraban un cariz de rudeza que me causaron espanto. Creí distinguir caninos anormalmente largos sobrepasando sus labios. Su mirada se hizo negra, insondable. De repente presentí que iba a llegar al último instante. Se arqueó, me aferró brutalmente por las caderas y lanzó un aullido profundo. Sentí que una oleada espesa invadía mi interior, pero no supe discernir si su semen era ardiente o, por el contrario, frío como el hielo. La sorpresa me hizo abrir de nuevo los ojos y vi entonces a Drácula, que asía por los cabellos al hombre rubio y lo atraía hacia sí. Pegó su boca a la de él; el hombre lanzó un pequeño gemido de dolor y de sorpresa, y pude ver cómo de su boca salía un hilo de sangre. Drácula le mordía como un perro, o como un lobo, rugiendo. Cuando se apartó de mí, pude atisbar su miembro gigantesco todavía chorreando savia, como si no parara de gozar. Yo estaba rendido, agotado, anonadado.
La última cosa que vi antes de desmayarme fue a Johann, que se encaramaba sobre mi cuerpo para ir a lamer el miembro tumescente del conde que no paraba nunca de fluir. Johann se colocó en una posición indecente, a horcajadas sobre mi cabeza. Yo me quedé profundamente dormido, con el eco de las succiones y los gemidos de placer en los oídos.
Cuando me desperté, me encontré de nuevo en mi habitación, como si nada hubiera pasado… Una vez más, como si todas estas cosas las hubiera soñado.
¿Quién soy yo realmente, Mina? ¿Qué clase de hombre soy que se deja seducir como una verdadera prostituta? Mi pobre Mina, jamás me atreveré a contarte lo que ha ocurrido esta última noche… Esta bestia, porque lo es, me ha poseído, penetrado como si fuera una mujer… Oigo todavía su respiración jadeante junto a mi oreja, sus manos manoseando mis ancas, sus dedos hincados en mi cuello, en mi nuca, como un perro o un lobo hambriento… y lo peor, su gigantesco miembro viril avanzando al asalto de mi más profunda intimidad. Vergüenza, Mina, mi vergüenza. ¿Qué otro hombre casado, como estoy yo a punto de serlo, habría podido soportar esto? ¿Soy un monstruo? ¿Una excepción? ¿O existen otros hombres que, ellos también, conocen esta experiencia aun estando casados, y conservan una apariencia de respetabilidad? ¿Son cosas compatibles? De hecho, yo no pongo en duda que en nuestra sociedad tan rigurosa, tras una fachada irreprochable, se escondan individuos capaces de perderse en el estupro, la lujuria y los más horribles vicios. ¿Es capaz cualquier persona de desear vivir esta clase de experiencia? Porque es indudable que un hombre no puede servir de receptáculo a otro hombre, toda nuestra educación nos lo enseña, nos impone esta regla, esta verdad. ¿Es una verdad? Ya no lo sé, Mina, dividido como estoy entre la vergüenza por un acto que no es habitual ni respetable, y esta sensación, venenosa, de un placer que no es tal, porque pasa por el dolor y la humillación. Mina, tú jamás leerás estas palabras, pero, durante una hora de mi vida, he conocido la sensación del placer en los dos sentidos, el de los dos sexos a la vez. Siento vergüenza al confesarlo, pero en este dolor, en esta humillación había placer: el de lo desconocido, la novedad, lo inédito. El placer que todo hombre, aunque no sea más que una sola vez en la vida, trata de imaginar: deseo que guarda bien escondido en su fuero interno; la sensación que todo hombre puede tener ganas de conocer un día, sólo para saber de qué se trata; estoy seguro de ello. No puedo ser el único hombre sobre la tierra que haya tenido tales tentaciones; pero al mismo tiempo estoy rabioso por haberme ofrecido a la apetencia de un desconocido… ¡yo, un súbdito de nuestra Muy Graciosa Majestad, he sufrido los máximos ultrajes de un hombre que ni siquiera es inglés!
7 de mayo, a las dos de la tarde
O estoy loco o he perdido todas mis referencias en el tiempo. Me he despertado cuando el sol ya estaba alto en el horizonte y, sin embargo, no tengo el recuerdo de haberme acostado, de haber vuelto a mi habitación. ¿Me habrá llevado alguien allí? Y, en tal caso, ¿desde dónde me habrá acompañado? ¿Qué habré hecho yo antes? ¿Con quién? No lo sé.
Esas imágenes confusas en mi espíritu, ¿han sido reales? ¿He vivido realmente esas escenas de libertinaje o solamente me las he inventado? ¡Temo conocer la respuesta, sea cual sea! Pero no, debo tener la conciencia tranquila; si estos fantasmas son la prueba de mi delirio, debo saberlo. Si he cedido a la horrible tentación, debo ser capaz de admitirlo; aunque nadie llegue a conocer nunca este menosprecio a la moral, debo aceptar este aspecto de mí mismo, que ignoraba antes de poner los pies en este maldito castillo. ¡Necesito saberlo!
7 de mayo, a las tres
¡La mujer, la campesina de ayer, ha vuelto! La he oído de nuevo lamentarse bajo las ventanas del castillo. Gritaba, lloraba. De pronto, una voz masculina ha acallado su llanto. Me ha parecido reconocer la voz de Johann, áspera, autoritaria, casi rencorosa. No he comprendido la lengua en la que se expresaba, pero, por el tono de su voz, no era difícil captar su sentido. Evidentemente, esa pobre mujer es la esposa de Johann. Ella le implora que vuelva a su casa, pero él parece decidido a quedarse en el castillo y le debe haber dado la orden de dejarle en paz y desaparecer, ya que la mujer no ha insistido y se ha marchado llorando. Intentaré encontrar a Johann para hablar con él. Quizá podrá informarme sobre mi suerte… Pero al mismo tiempo esta idea es estúpida, ya que él se encuentra como yo en el castillo, el caso es… ¡que él forma parte también de esta pesadilla!… Tanto peor, es preciso que hable con él.
7 de mayo, a las seis
Al querer salir en busca de Johann, he hecho el horrible descubrimiento…
He deambulado en vano por todas las escaleras, todos los corredores del castillo; sólo el eco respondía a mis pisadas. He encontrado la habitación. La habitación de la pesadilla, aquélla donde los tres hombres… pero estaba vacía. Nadie. Nadie en ningún sitio. Ningún rastro de Johann y, menos aún, del conde. Pero no acababa de decidirme a volver a mi cuarto. Como ya había pasado revista a todos los pisos del castillo, tuve la idea de explorar los sótanos del mismo. Una idea loca, suicida, pero, en el punto en que me encontraba, ya no podía echarme atrás. Descendí por una escalera disimulada bajo la escalera principal y encontré una hilera de cuartos vacíos: «Antiguos calabozos», pensé con un escalofrío retrospectivo. De repente, al final de un corredor, atisbé una gran puerta de madera sobre la que había sido colocada una inmensa letra «D» de hierro forjado. Me aproximé (evidentemente, había tomado la precaución de proveerme de una antorcha) y abrí la puerta, que cedió fácilmente con un chirrido siniestro. Mi corazón se paró al advertir en el centro de una gran sala abovedada… un imponente catafalco negro sobre el cual reposaba un ataúd. Pese a mi terror, avancé y, presa del espanto, descubrí al conde Drácula tendido, durmiendo con el hombre rubio de mi sueño, el hombre que me había ceñido cuando yo observaba detrás del tapiz los retozos amorosos de Johann y el gitano… Entonces pude cerciorarme de que no lo había soñado. Tenía la prueba concreta ante mis ojos.
Acabo de regresar a mi habitación, horrorizado, abatido, desesperado. Necesito huir cuanto antes de este lugar maldito. Está decidido, preparo mi equipaje, dejo el castillo del conde inmediatamente y vuelvo al pueblo, desde donde tomaré la primera diligencia a Bistritz.
No he podido evitar leer de nuevo todas estas páginas escritas desde mi llegada a casa de Drácula. Una evidencia se impone: no puedo dejar este diario tal cual. Es indispensable que haga desaparecer de él los pasajes concernientes a mi relación nocturna con el conde; son demasiado comprometedores. Debo edulcorar… Y de los tres hombres debo hacer mujeres, si quiero contar esta historia cuando esté de vuelta en Inglaterra; si no todo se habrá acabado para mí, será un escándalo; lo perderé todo, incluso lo que todavía no tengo: Mina, mi trabajo en el bufete, mi respetabilidad de ciudadano. Sería un suicidio. No, no es posible, es preciso que reescriba todo esto, que cometa una falsedad que dejé asomar el mínimo de cosas reales, para no dar más que una impresión general sobre todos estos acontecimientos, porque, pese a todo, debo dejar una evocación de este paso por los Cárpatos, aunque la verdad esté desfigurada.
¡Nadie debe saber jamás lo que ha pasado realmente durante mi estancia en el castillo!