I

PRÓLOGO

Esta pieza poética, que abre la colección de las Tristes a modo de propempticon, como comentan M. Dolç y Della Corte[132] es una elegía de despedida a este primer volumen o libro de poemas, que le sirve al mismo tiempo de prólogo. Concebida como tal, debió de ser compuesta, sin embargo, a lo largo del viaje, ya al final del mismo, en alguno de los altos hechos en el camino, y desde alguno de los puertos por los que la nave pasó sería enviado a Roma a alguno de los amigos del poeta.

Pequeño librito (y no te desprecio por ello), sin mí irás a la ciudad de Roma, ¡ay de mí!, adonde a tu dueño no le está permitido ir. Ve, pero sin adornos, cual conviene a un desterrado[133]: viste, infeliz, el atuendo adecuado a esta desdichada circunstancia. Que no te envuelvan los arándanos con su color rojizo [134], ya que ese color no se aviene muy bien con los momentos de tristeza; ni se escriba tu título con minio[135], ni se embellezcan tus hojas de papiro con aceite de cedro, ni lleves blancos discos en una negra portada. Queden esos adornos para los libritos[136] felices; por tu parte, no debes olvidar mi triste condición. Que ni siquiera alisen tus cantos con frágil piedra pómez[137], a fin de que aparezcas hirsuto, con las melenas desgreñadas. No te avergüences de los borrones: el que los vea pensará que han sido hechos con mis propias lágrimas.

Ve, librito, y saluda con mis palabras todos los lugares queridos: los tocaré, al menos, con el pie con que me está permitido[138] hacerlo. Si alguien, como sucede entre el pueblo, no se ha olvidado allí de mí, si hubiera alguien que, por casualidad, te preguntara cómo estoy, le dirás que estoy vivo, pero no demasiado bien[139], y aun eso, el hecho de vivir, lo debo al favor de un dios[140].

Así, tú, que callado has de ser leído por aquel que busca más de lo que realmente dices, guárdate de hablar tal vez lo que no viene a cuento. Inmediatamente, puesto sobre aviso el lector, recordará mis delitos y me veré condenado públicamente por boca del pueblo. Cuídate mucho de defenderme, por muy mordaces que sean las acusaciones: una mala causa empeora con la defensa[141]. Puede ser que encuentres a alguien que suspire por mi pérdida, que lea estos versos con sus mejillas humedecidas por las lágrimas y en silencio, a solas consigo mismo, no vaya a ser que unos oídos malévolos le escuchen, suspirará porque el César se ablande y alivie mi pena. Yo también, por mi parte, cualquiera que sea aquel que desee que los dioses se muestren benignos con el desdichado, pido que él mismo no conozca la desgracia. ¡Ojalá se cumplan sus deseos y aplacada la cólera del Príncipe me conceda poder morir en mi patria!

Aunque te limites a cumplir mis órdenes, tú, libro mío, serás probablemente criticado y considerado inferior a la fama que consiguió mi ingenio. Cometido del crítico es investigar tanto los hechos mismos como sus circunstancias; una vez consideradas estas últimas, estarás a salvo. La poesía nace hilvanada de un alma serena: en cambio, mi existencia se ha visto nublada [142] por súbitos males. La poesía requiere el retiro tranquilo del poeta: a mí, sin embargo, me abaten el mar[143], los vientos y el duro invierno. A la poesía le perjudica cualquier tipo de temor: yo, desesperado, creo que de un momento a otro se va a hundir la espada en mi garganta. Un crítico imparcial admirará incluso esto que hago y leerá con benevolencia mis escritos, cualesquiera que sean. Dame al Meónida[144] y rodéalo de tantas desventuras: todo su ingenio sucumbirá ante tal cantidad de desgracias.

Por último, sin preocuparte del qué dirán, piensa en partir, querido libro, y no te avergüences de disgustar al lector. No es tan favorable nuestra fortuna como para que te preocupes de tu gloria. Mientras estaba a salvo, era tentado por el prurito de la fama y ardía en deseos de granjearme un buen nombre; bastante es si actualmente no odio la poesía y esta afición que tanto me ha perjudicado: el destierro es fruto de mi talento. Tú, sin embargo, ve en mi lugar y contempla Roma, tú que puedes. ¡Ojalá hicieran los dioses que pudiese ser yo ahora mi libro!

Y no te pienses que, por el hecho de llegar como extranjero a la gran urbe, vas a poder pasar como desconocido para sus gentes. Aunque no lleves título, serás reconocido por tu propio color; por más que intentes disimular, es evidente que tú eres mío. Entra con cautela, no vaya a ser que mis poemas te hagan daño[145]: éstos no gozan ya de todo el favor de antaño. Si alguien piensa que, por ser mío, no mereces ser leído y te aparta de su regazo, dile: «Mira mi título: esto no son lecciones de amor; aquella obra pagó ya el castigo que merecía[146]».

Puede ser que tú estés aguardando saber si te voy a ordenar que subas al encumbrado palacio, mansión del César[147]. ¡Que me perdonen esos lugares augústeos y las divinidades que habitan en ellos!: desde aquella cima cayó el rayo de la condena sobre mi cabeza[148]. Conozco, es cierto, la suma clemencia de las divinidades que habitan en aquellas mansiones, pero temo a los dioses que me condenaron. Al menor zumbido de tus alas, gavilán, tiembla la paloma que ha sido herida por tus garras. Ni se atreve a alejarse del aprisco la corderilla a duras penas arrebatada a los dientes del lobo hambriento. Faetonte, si viviera aún, evitaría acercarse al cielo y no querría conducir los caballos que un día, ¡necio de él!, deseara[149]. Yo también, por mi parte, lo confieso, temo los rayos de Júpiter, cuyos efectos ya he sufrido: cada vez que truena, me creo alcanzado por su rayo hostil. Todo aquel integrante de la escuadra griega que escapó del promontorio Cafareo, vuelve siempre las velas en dirección opuesta a las aguas de Eubea[150]; del mismo modo, a mi barquilla, batida una vez por una horrible tempestad, le horroriza acercarse al lugar donde fue maltratada.

Así pues, ten cuidado, librito, y sé tímido y circunspecto, de modo que te baste con ser leído por el pueblo llano. Al lanzarse Ícaro con débiles alas a lugares demasiado elevados, dio nombre a las aguas del mar[151]. Me resulta difícil decirte desde aquí si te conviene usar remos o viento: la ocasión y el lugar te lo aconsejarán. Si puedes ser presentado en un momento de holganza, si tú ves que la calma reina por todas partes, si la ira ha quebrado sus propias fuerzas, si alguien, al verte titubeando y temiendo avanzar, te presenta no sin antes haber dicho algunas palabras, ¡acércate! ¡En buena hora y con más fortuna que tu dueño llegues allá y alivies mis males! Pues nadie, sino el causante de mi herida, tal y como acaeció con Aquiles[152], me la puede sanar. Cuídate sólo de no dañarme mientras me quieres ayudar, pues la esperanza de mi corazón es menor que el temor que lo angustia. Y cuídate de que la cólera que estaba apaciguada no vaya a ensañarse de nuevo al removerla y seas tú un nuevo motivo de condena.

Pero cuando hayas sido admitido en mi estudio y hayas encontrado las curvas estanterías que te servirán de morada, verás allí colocados en orden a tus hermanos a los cuales un mismo afán dedicó sus vigilias. Todos mostrarán sus títulos bien a la vista y llevarán sus nombres en su portada. Pero verás tres escondidos aparte en un rincón oscuro: son aquellos que enseñan a amar[153] (cosa que nadie ignora). A éstos, o los rehúyes, o, si tienes suficiente atrevimiento, los llamarás otros tantos Edipos y Telégonos[154]. De estos tres libros, si sientes amor por tu padre, yo te aconsejo que no ames a ninguno de ellos, a pesar de que te enseñarán a hacerlo. Hay también quince volúmenes de Metamorfosis, poemas arrebatados hace poco de mi propio funeral[155]. Yo te encargo que les digas que entre esas metamorfosis se puede incluir el rostro de mi fortuna, pues ésta tornóse de pronto diferente de la anterior[156]: deplorable hoy, en otro tiempo fue favorable.

Muchas otras recomendaciones tenía que hacerte, si quieres saberlo; pero temo haber sido el causante del retraso de tu partida. Además, si llevaras contigo, libro mío, todos mis pensamientos, serías un fardo demasiado pesado para el que te va a transportar. Largo es el camino, ¡date prisa! Por mi parte, voy a habitar en el último confín del mundo[157], en un país apartado de mi patria.