A TUTICANO
El destinatario de esta epístola es el poeta Tuticano, autor de una Feácida, poema que narraba la estancia de Ulises en el país de los feacios.
Tuticano y Ovidio eran amigos íntimos desde muy jóvenes, intercambiándose sus obras poéticas y dándose mutuamente consejos al respecto. Extraña, pues, que sólo le dirija Ovidio dos epístolas y que haya esperado tanto tiempo para hacerlo. La única explicación podría ser el hecho de que ambos poetas mantuvieran una asidua correspondencia particular. Por otro lado, es significativo que sea ahora, en la colección del libro IV, junto con otros destinatarios amigos de Germánico, cuando aparezcan las cartas dirigidas a Tuticano. Y es que, como el propio Ovidio apunta[1169], Tuticano parece que gozó de gran ascendiente e influencia ante la familia imperial.
Amigo, el hecho de que no te cite en mis librillos se debe a las características de tu nombre[1170]; de lo contrario, yo no juzgaría digno de tal honor a nadie antes que a ti, si es que mi poesía representa algún honor. La ley del metro y la forma casual de tu nombre se oponen a este homenaje, y no hay modo alguno de hacerte entrar en mis ritmos. Pues me da vergüenza dividir tu nombre entre dos versos, de manera que el primero lo termine y el menor lo comience. Y me avergonzaría, si en el lugar en que hay una sílaba larga la pronunciase más brevemente y te llamara Tuticano. Y puedes entrar en mi verso bajo la forma de Tuticano, de modo que la primera sílaba de larga pase a breve o se alargue la que ahora se pronuncia más brevemente, quedando la segunda como larga, tras prolongar su duración[1171]. Pero si yo me atreviera a alterar tu nombre con estos errores, se reirían de mí y dirían con razón que he perdido el sentido.
Éste es el motivo que he tenido para retrasar este don, que mi amistad te pagará añadiéndote el interés, y te cantaré con cualquier nombre y te enviaré mis poemas a ti, a quien casi desde mi niñez conocí cuando eras un niño y, a través de la larga serie de años que tenemos los dos, amado por mí no menos que como un hermano. Tú fuiste un buen consejero, guía y compañero cuando gobernaba con mi joven mano riendas nuevas. Unas veces corregí librillos siguiendo tus críticas; otras, gracias a mi consejo, introdujiste tú alguna enmienda, cuando las diosas Piérides te enseñaron a componer una Feácida, digna de los escritos meonios. Esta fidelidad, esta concordia, iniciada en nuestra verde juventud, ha llegado incólume hasta nuestros blancos cabellos. Si esto no te conmoviera, pensaría que tienes el corazón de duro hierro o encerrado en impenetrable diamante. Pero faltarían a esta tierra la guerra y los fríos, dos cosas que tiene el Ponto odiado por mí, y sería tibio el Bóreas y helado el Austro, y mi destino podría ser más suave, antes de que tus entrañas sean duras para el compañero caído en desgracia. Lejos esté, y en realidad lo está, ese colmo de mis desgracias. Tú, al menos por los dioses, de los que el más seguro es aquel bajo cuyo principado creció sin cesar tu gloria[1172], procura que no abandone mi nave la brisa esperada, protegiendo al proscrito con tu continuo afecto.
¿Me preguntas qué te encargo? Muera yo, si es que apenas te lo puedo decir, si es que puede morir quien ya está muerto. No sé qué hacer, ni qué querer o no querer, ni conozco suficientemente lo que me interesa. Créeme, la prudencia es la primera que abandona a los desgraciados y, con la prosperidad, huyen la razón y el juicio. Pregúntate tú mismo, te lo ruego, en qué me puedes ayudar y por qué paso puedes abrir camino a mis votos.