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A SUILIO

El destinatario de esta carta es Suilio Rufo, que estaba casado con la hijastra de Ovidio, la hija que su tercera esposa, Fabia, había tenido en su primer matrimonio. Es la única que le dirige Ovidio, aunque entre ambos existía una cierta correspondencia, como insinúan los primeros versos de la epístola.

Al parecer, Suilio era un personaje suficientemente importante, sobre todo ante Germánico, del que era por entonces cuestor, como para que Ovidio, una vez muerto Fabio Máximo, recurriera a él para pedir su intervención ante Germánico en favor suyo.

A decir de Tácito [1115], este Suilio era de una moralidad más que dudosa, lo que le llevó a ser desterrado en tiempos de Tiberio y a hacerse conocido durante el reinado de Claudio por sus delaciones.

Aunque la epístola va dirigida a Suilio, está toda ella dominada por la alabanza y la súplica a Germánico. Resulta curioso comprobar cómo la última parte de la producción del destierro ovidiano gira fundamentalmente en torno a este joven príncipe, en quien muchos cifraban sus esperanzas y muy en especial el poeta desterrado en Tomos.

Tu carta, erudito Suilio, llegó hasta aquí ciertamente tarde, pero no obstante me resultó agradable; en ella me dices que, si un piadoso afecto puede ablandar a los dioses a base de ruegos, tú me prestarás ayuda. Aunque ya no hagas nada por mí, he quedado en deuda con tu intención amistosa y llamo mérito a querer ayudarme. ¡Que ese entusiasmo tuyo dure por largo tiempo y tu piedad no se canse de mis desgracias! Algún derecho me otorgan los lazos de parentesco, que deseo permanezcan siempre indisolubles. Pues, la misma que es tu esposa, es casi mi hija, y la que te llama yerno, me llama a mí su esposo. ¡Ay de mí, si, al leer estos versos, frunces el ceño y te da vergüenza ser mi pariente! Sin embargo, nada podrás hallar aquí digno de sonrojo, salvo la Fortuna, que para mí fue ciega. Si examinas mi estirpe, te encontrarás con que somos caballeros desde el primer origen, sin interrupción, pasando por innumerables antepasados; si quieres informarte de cuáles son mis costumbres, quita el error de mi desgracia y carecen de mancha.

Tú, por tu parte, si esperas que puedes conseguir algo pidiendo, ruega con voz suplicante a los dioses a los que veneras. Que tus dioses sean el joven César: ¡aplaca tus divinidades! Ningún altar te es seguramente más conocido que éste. Éste no deja nunca que las súplicas de su sacerdote sean inútiles: busca ahí ayuda para mi situación. Si aquella brisa me ayudara, por débil que fuera, mi barca hundida resurgiría de entre las ramas. Entonces yo ofreceré solemne incienso a las voraces llamas y daré testimonio de cuánto poder tienen tus divinidades. No te levantaré, Germánico, un templo de mármol de Paro: aquella ruina consumió mis recursos. Las casas y las ciudades afortunadas te erigirán templos; Nasón te dará las gracias con un poema, que son sus bienes. En verdad, devolví, lo confieso, pequeños a cambio de grandes regalos, al dar palabras a cambio de haberme concedido la salvación. Pero quien da lo máximo que puede, es muy agradecido y esa piedad alcanzó su límite. Y no vale menos el incienso que ofrece el pobre a los dioses en una pequeña caja, que el ofrecido en una gran bandeja. Lo mismo impregna los fuegos de la roca Tarpeya, herida como víctima, la cordera lactante que la que ha pastado hierba falisca.

Sin embargo, nada hay tan digno de los príncipes, como el homenaje rendido a través de los versos de los poetas. Los versos actúan como pregoneros de vuestras glorias y cuidan de que la fama de vuestros hechos no sea pasajera. Con la poesía la virtud se convierte en duradera y, libre del sepulcro, conserva el recuerdo de la lejana posteridad. La vejez destructora consume el hierro y la piedra, y nada tiene más fuerza que el tiempo. Los escritos soportan los años. Por los escritos conoces a Agamenón y a quienes lucharon contra o junto a él[1116]. ¿Quién conocería a Tebas y a sus Siete Jefes sin su cantar, y todo lo que hubo antes y después de ella[1117]? También con los poemas, si está permitido decirlo, surgen los dioses y una majestad tan grande necesita una voz que la cante. Así sabemos que el Caos, a partir de aquella masa de naturaleza primitiva, ha ordenado sus partes [1118]; así que los Gigantes, que aspiraban al reino de los cielos, fueron lanzados a la Estigia por el fuego portador de lluvia del Vengador [1119]; así sabemos que Líber vencedor consiguió su gloria del sometimiento de los indios[1120] y Alcides de la toma de Ecalia [1121]. Y ahora, César, de alguna manera los versos han hecho sagrado a tu abuelo, a quien su virtud añadió a los astros[1122].

Así pues, si mi talento conserva aún algo vivo, Germánico, estará dedicado todo a ti. Como poeta, no puedes despreciar el homenaje de un poeta: a tu juicio, eso tiene su valor. Pues, si un nombre tan grande no te hubiera llamado a más altas empresas, hubieras sido la gloria más grande de las Musas[1123]. Pero es más importante suministrarnos temas para cantarlos que poemas, y, sin embargo, no puedes abandonar estos últimos del todo. Pues, ya llevas a cabo guerras, ya sometes las palabras al ritmo, y lo que para otros es trabajo, será para ti un juego. Y así como Apolo no es indolente ni con la cítara ni con el arco, sino que una y otra cuerda se adaptan a sus sagradas manos, del mismo modo a ti no te faltan las artes del docto ni las del príncipe, sino que en tu espíritu se hallan unidos Júpiter y la Musa. Y puesto que ésta no me apartó de aquella fuente, que hizo surgir la hueca pezuña del caballo, hijo de la Górgona[1124], que me aproveche y me ayude el velar por cultos comunes y haber puesto la mano en los mismos estudios. Que al fin pueda huir de los litorales muy cercanos a los coralos vestidos de pieles y de los crueles getas, y si la patria está cerrada al desgraciado de mí, que me sitúen en un lugar que diste menos de la ciudad ausonia, desde donde pueda celebrar tus glorias y relatar con la mínima tardanza tus grandes hazañas. Ruega, querido Suilio, en favor del que es casi tu suegro, para que esta súplica alcance a los dioses celestiales.