A VESTAL
El destinatario de esta epístola es un simple centurión primípilo, que había destacado en la campaña militar del año 12 en el Danubio, a las órdenes de Vitelio, en la que colaboró notablemente en la reconquista de Egiso, ciudad cercana a la desembocadura del Danubio. Era descendiente de Julio Donno, rey de los Alpes Cotios. Con motivo de su destacada actuación en dicha campaña, se le nombró prefecto de la margen izquierda del Ponto y, en calidad de tal, tenía su sede en la capital de esta región, que era Tomos. Ovidio debía, pues, de conocerle y tal vez tuviera con él algún trato allí en Tomos, lo que justificaría que le dirigiera esta epístola celebrando sus gestas militares, sin pedirle nada a cambio.
Vestal, puesto que fuiste enviado a las aguas euxinas para impartir justicia a los pueblos colocados bajo el Polo[1108], mira, ves por ti mismo en qué tierra me hallo postrado y serás testigo de que no suelo quejarme sin fundamento. Gracias a ti, joven descendiente de los reyes alpinos, mis palabras tendrán un crédito que no será inútil. Tú mismo ves seguramente que el Ponto se congela por el frío, tú mismo ves el vino solidificado por el duro hielo; tú mismo ves cómo el feroz boyero jázige conduce pesadas carretas a través de las aguas del Histro. Tú ves también que lanzan veneno en las curvas flechas y que los dardos producen la muerte por doble motivo. ¡Y ojalá que esta región sólo hubiera sido contemplada y no conocida también por ti en la propia guerra!
Aspiraste al grado de primípilo[1109], a través de muchos peligros, honor que te ha correspondido hace poco por tus méritos. Aunque este título esté lleno de frutos para ti, no obstante tu gran valor es en sí mayor que tu rango. Esto no lo niega el Histro, cuyas aguas enrojeció hace tiempo tu diestra con sangre de los getas. No lo niega Egiso[1110] que, conquistada a tu llegada, comprendió que su emplazamiento no le servía de ninguna ayuda. Pues, no sé si mejor defendida por su posición o por su guarnición, la ciudad estaba situada en la cumbre de una montaña tocando las nubes. El enemigo salvaje se la había arrebatado al rey sitonio[1111] y vencedor poseía las riquezas sustraídas, hasta que Vitelio, bajando por las aguas del río, desembarcó las tropas y lanzó sus estandartes contra los getas[1112]. Pero a ti, fortísimo descendiente del gran Donno, te entró el deseo ardiente de lanzarte contra los enemigos. Sin detenerte, visible desde lejos por tus brillantes armas, te cuidas de que las acciones valientes no puedan quedar ocultas y avanzas a grandes pasos contra las armas, el lugar y las piedras, más numerosas que el granizo invernal. Y no te detiene, ni la lluvia de dardos lanzados sobre ti, ni los venablos impregnados de sangre de víbora. En tu casco se clavan las flechas con plumas pintadas y casi ninguna porción de tu escudo está libre de golpes. Ni tu cuerpo tuvo la fortuna de esquivar todos los golpes: pero es menor tu dolor que tu ardiente deseo de gloria. De tal modo se dice que Áyax, en el sitio de Troya, delante de las naves troyanas, resistió las teas de Héctor[1113]. Cuando se estuvo más cerca y se llegó a la manos y se pudo luchar cuerpo a cuerpo con la fiera espada, es difícil decir qué hizo allí tu espíritu guerrero, a cuántos diste muerte, a quiénes y de qué manera. Tú pisoteabas, vencedor, montones de muertos causados por tu espada y había muchos getas bajo tus pies. El segundo centurión combate a ejemplo del primero y los soldados reciben muchas heridas y causan también muchas. Pero tu valor aventaja tanto a todos los demás, cuanto Pegaso corría por delante de veloces caballos [1114]. Egiso es vencida y, gracias a mi poema, Vestal, tus proezas fueron inmortalizadas para siempre.