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A SEXTO POMPEYO

Una nueva epístola dirigida a Sexto Pompeyo: en esta ocasión se le habla ya como cónsul; por tanto, debe de ser algo posterior a la anterior, probablemente de los primeros meses del 14.

Id, dísticos ligeros, a los doctos oídos del cónsul y llevad estas palabras al varón cargado de honores para que las lea. Largo es el camino y vosotros no avanzáis con pies iguales, y la tierra se oculta cubierta bajo la nieve invernal. Cuando hayáis atravesado la helada Tracia, el Hemo cubierto de nubes[1101] y las aguas del Mar Jónico, llegaréis en menos de diez días a la ciudad soberana, aunque no llevéis una marcha rápida. Inmediatamente después, os dirigiréis a la mansión de Pompeyo: no hay otra más cercana al Foro de Augusto. Si alguien, como suele ocurrir entre el pueblo, os pregunta quiénes sois y de dónde venís, engañad su oído dándole cualquier nombre. Pues, aunque sea seguro, tal y como pienso que es, el decir la verdad, las palabras inventadas tienen ciertamente menos que temer. Y no tendréis la posibilidad de ver al cónsul, aunque nadie os lo impida, cuando hayáis alcanzado su umbral. O gobernará a sus Quirites impartiendo justicia, cuando esté sentado en alto sobre un sillón de marfil, distinguido por sus figuras[1102]; o ajustará en anunciada subasta las rentas públicas y no permitirá que disminuyan los recursos dé la gran ciudad; o, cuando los senadores hayan sido convocados al templo de Julio[1103], tratará de asuntos dignos de tan gran cónsul; o llevará el saludo habitual a Augusto y a su hijo y les consultará acerca de su cometido poco conocido y todo el tiempo que le dejen libre éstos lo ocupará César Germánico: después de los grandes dioses, es a éste a quien él venera[1104]. No obstante, cuando haya descansado de todos estos asuntos, extenderá hacia vosotros sus benévolas manos y tal vez os preguntará qué hago yo, vuestro padre. Quiero que le respondáis estas palabras: «Vive aún y confiesa que te debe la vida, que de antes tiene como regalo del clemente César. Suele contar con palabras agradecidas que tú le mostraste, cuando marchaba al destierro, caminos seguros en medio de la barbarie. Si la espada bistonia no se ha entibiado con su sangre, ha sido efecto de tu solicitud. Has añadido también otros muchos dones para salvar su vida y para que no disminuyesen sus propias riquezas. En reconocimiento por estos méritos, jura que él será siempre de tu propiedad. Pues los montes carecerán de umbrosos árboles y los mares no tendrán naves de vela y los ríos volverán su curso hacia arriba hasta sus fuentes, antes de que pueda faltar la gratitud por tus favores». Cuando hayáis dicho esto, ¡pedidle que conserve sus dones! Así se habrá cumplido la razón de vuestro viaje.