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A SEXTO POMPEYO

Esta carta tiene por objeto saludar a Sexto Pompeyo[1097], con motivo del anuncio de su consulado para el próximo año, el 14 d. C. Normalmente, el anuncio de los futuros cónsules se solía hacer unos meses antes de que acabara el año: en este caso, se haría a finales del 13, y la noticia llegaría a Tomos muy a finales del año. Ésa debe de ser la fecha de esta epístola.

No hay día tan humedecido por nubarrones meridionales, que caiga la lluvia ininterrumpidamente. Y ningún lugar hay tan estéril, que no se dé en él de ordinario una planta útil, mezclada con los duros espinos. Nada tan miserable hizo la severa Fortuna, hasta el punto de que los gozos no alivien la desgracia en ninguna medida. He aquí que, privado de mi casa, de mi patria y de las miradas de los míos, náufrago arrojado a las aguas del litoral gótico, encontré no obstante un motivo por el que pudiera distender mi rostro y olvidar mi suerte. Pues, paseando solo por la dorada arena, me pareció que un ala hacía ruido a mi espalda. Miro hacia atrás y no había cuerpo que pudiera ver y, sin embargo, mi oído escuchó las siguientes palabras: «He aquí que yo, la Fama, vengo a ti como mensajera de noticias alegres, deslizándome por el aire a través de inmensos caminos. ¡Bajo el consulado de Pompeyo, para ti el más querido de todos, el próximo año será radiante y feliz!». Dijo y, después de haber colmado el Ponto con la alegre noticia, la diosa dirigió su rumbo desde aquí hacia otras naciones. Pero para mí, una vez disipadas mis cuitas en medio de estos nuevos gozos, desapareció la inicua dureza de este lugar.

Pues cuando hayas abierto el largo año, Jano de dos rostros, y haya sido expulsado diciembre por el mes a ti consagrado[1098], la púrpura del más alto cargo vestirá a Pompeyo, para que éste no tenga nada que añadir a sus títulos. Ya me parece ver que la muchedumbre casi rompe tus atrios y que el pueblo se hiere por falta de sitio, y me parece verte entrar primero en el templo de la roca Tarpeya[1099] y que los dioses se vuelven propicios a tus votos; que bueyes blancos como la nieve, a los que alimentó la hierba de los campos faliscos, ofrecen sus cuellos al hacha segura[1100]; y cuando desees que todos los dioses te sean propicios, lo desearás sobre todo de Júpiter y el César. La Curia te recibirá y los Padres, convocados según costumbre, prestarán atención a tus palabras. Cuando tu voz los haya alegrado con su discurso elocuente, y cuando, según la costumbre, el día haya traído palabras de enhorabuena, y des merecidas gracias a los dioses y al César (quien te dará motivo para que lo hagas así a menudo), volverás de allí a tu casa en compañía de todo el Senado, y ésta albergará a duras penas el homenaje del pueblo. ¡Desdichado de mí, porque no se me verá entre tal muchedumbre y mis ojos no podrán disfrutar de todo eso! Aunque estés ausente, te veré con la mente, que es como puedo y me está permitido: ésta contemplará el rostro de su cónsul. Hagan los dioses que en algún momento te venga al recuerdo mi nombre y digas: «¡Ay!, ¿qué hará ese desgraciado?». Si alguien me trajera estas palabras tuyas, declararía enseguida que mi exilio es más suave.