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A SEVERO

Del propio texto de esta epístola [1083] parece deducirse que este Severo es distinto del destinatario de la epístola I 9: efectivamente, Ovidio confiesa no haberle enviado aún ninguna carta expresando su nombre. Pudo, no obstante, haberle dedicado alguna elegía de las Tristes y, concretamente, sabemos que Ovidio intercambió correspondencia con él [1084].

¿Quién es este Severo? Se trata del poeta Cornelio Severo, que frecuentó el Círculo de Mesala, junto con poetas como Tibulo y el propio Ovidio. Tenemos noticias de que escribió un poema épico sobre los Reyes de Roma [1085], otro sobre la guerra de Sicilia y una historia de Roma. De sus poemas, sólo nos han quedado algunos fragmentos. Quintiliano lo califica de «mejor versificador que poeta».

El poema es una larga exposición de motivos, más literarios que reales, por los que Ovidio no le había dirigido antes ninguna epístola. En ella no se pide a Severo ninguna ayuda, aunque, tal vez, eso se habría hecho en la correspondencia en prosa mantenida entre los dos poetas.

Lo que lees, Severo, el poeta más importante de los grandes reyes, te llega desde los getas de larga cabellera; tu nombre, si me permites decir la verdad, me da vergüenza que mis librillos lo hayan silenciado hasta ahora. Sin embargo, mis cartas huérfanas de ritmo nunca dejaron de realizar complacientemente su recorrido alterno. Lo único que no te envié fueron poemas que testimoniaran mi solícito recuerdo: pues, ¿para qué darte lo que tú mismo haces? ¿Quién daría miel a Aristeo [1086], quién vino de Falerno a Baco, cereales a Triptólemo[1087] o frutos a Alcínoo[1088]? Tienes un espíritu fecundo y para ninguno de los que veneran el Helicón[1089] brota esa mies más abundantemente. Enviar un poema a una persona así era como añadir hojas a las selvas. Éste fue el motivo de mi retraso, Severo. Y, sin embargo, mi talento no me responde como antes, sino que aro una seca playa con un arado estéril. En efecto, así como el fango obstruye las salidas del agua y ésta, impedida, se detiene, cuando se contiene su manantial, del mismo modo mi pecho está corrompido por el fango de las desgracias y mi poesía fluye de una vena bastante empobrecida. Si alguien hubiera situado al mismísimo Homero en una tierra así, créeme, también él se hubiera convertido en un geta. Perdona al que reconoce su falta, he dejado también caer los frenos a mis aficiones poéticas y mis dedos trazan escasas letras. Aquel sagrado ímpetu, que nutre el corazón de los poetas y que antes solía haber en mí, ha desaparecido. Mi Musa apenas acude a su cometido, a duras penas y casi a la fuerza pone sus perezosas manos en la tablilla que he tomado; el placer que experimento al escribir es pequeño, por no decir ninguno, y no me gusta ligar las palabras en combinaciones métricas, ya sea porque de aquí no obtuve ningún fruto, hasta tal punto que eso fue el origen de mis desgracias, ya sea porque es lo mismo danzar en la oscuridad que escribir un poema que a nadie vas a leer: el oyente estimula el interés, y la virtud crece cuando se la alaba, y la gloria supone un gran incentivo. ¿A quién puedo recitar aquí mis obras, si no es a los rubios córalos[1090] y a los otros pueblos que habitan el bárbaro Histro? ¿Pero qué hacer solo y en qué puedo emplear mi triste ocio y acortar los días? Pues, como no me domina ni la afición al vino ni al engañoso juego de azar, por medio de los cuales el tiempo suele pasar desapercibidamente y en silencio, ni me deleita (cosa que yo desearía, si fuera posible en medio de crueles guerras) renovar la tierra con su cultivo, ¿qué me queda sino las Piérides, insulso consuelo, diosas que no han merecido mucho de mí? Tú, en cambio, que bebes con más fortuna en la fuente de Aonia[1091], ama el estudio que te lleva al éxito y honra con razón el culto de las Musas, y envíame hasta aquí alguna obra de tu trabajo reciente, para que pueda leerla.