A UN AMIGO, SIN DECIR SU NOMBRE
Ya vimos en las Tristes cómo algunos amigos de Ovidio preferían que sus nombres no aparecieran en las elegías del destierro, por miedo a que Augusto pudiera tomar represalias contra ellos, debido a su amistad con el poeta condenado: recuérdese, por ejemplo, Tristes III 4b, 19-20; IV 5, 13 y V 9, 1-2. El interés de esta epístola reside, precisamente, en que nos revela, en los VV. 51-52, que, en torno al 12 d. C., Augusto, debido probablemente a las numerosas presiones de amigos como Fabio Máximo, Cota Máximo y Mesalino, entre otros, accede, si no a cambiar el lugar del destierro de Ovidio, sí a que pueda dirigir sus poemas a destinatarios concretos, con mención de sus nombres. Hay quien piensa que esta concesión no fue otra cosa que una astuta maniobra, por parte de Augusto, para poder detectar mejor a los opositores al régimen. Sin embargo, no hay ningún dato que nos permita pensar que esto fuera así.
Por lo que a la identidad del destinatario de esta epístola se refiere, se ha apuntado que se puede tratar de Sexto Pompeyo, un buen amigo del poeta, que le había ayudado en numerosas ocasiones, pero que desconfiaba de Augusto y temía posibles represalias del Emperador. Como comenta F. Della Corte[1066], esa prudencia de Sexto Pompeyo pudo valerle el consulado. A él están dirigidas, asimismo, las epístolas IV 1, 4, 5 y 15.
Nasón envía desde las aguas euxinas este breve poema a su compañero *** (¡cómo casi puso su nombre!). Pero, si mi diestra poco prudente hubiese escrito quién eres, quizás de mi cortesía hubiera nacido tu queja. ¿Por qué, no obstante, cuando otros lo creen seguro, sólo tú me ruegas que mis versos no te nombren? Si lo ignoras, por mí podrás saber cuán grande es la clemencia del César en medio de su cólera. Yo mismo nada podría quitarme de este castigo que sufro, si me viera obligado a actuar de juez de mi propia falta. Él no impide que cualquiera se acuerde de un compañero, ni prohíbe que yo te escriba, o que tú me contestes. Ni cometerías ningún delito, si consolaras a un amigo y aliviaras con palabras amables su cruel destino. ¿Por qué, temiendo lo seguro, haces que se vuelva odiosa la reverencia debida a los augustos dioses?
A veces vi continuar con vida y reponerse, sin impedirlo Júpiter, a personas alcanzadas por los dardos del rayo. Ni, por el hecho de que Neptuno hubiera destrozado la nave de Ulises, rehusó Leucótea prestar ayuda al náufrago[1067]. Créeme, las divinidades celestes perdonan a los desgraciados y no siempre y sin cesar oprimen a los heridos. Y ningún dios es más moderado que nuestro Príncipe: él modera su poder con la Justicia. Hace poco, el César la colocó en un templo construido de mármol[1068], pero, desde hace tiempo, está instalada en el templo de su corazón. Júpiter blande fortuitos rayos contra muchos, que por sus culpas, no merecieron sufrir un castigo. Aunque el dios del mar ha sepultado a tantos en las crueles ondas, ¿cuántos de ellos merecieron morir ahogados? Aunque los más fuertes mueran en el combate, aunque el propio Marte actúe de juez, su elección será injusta. Pero si, por casualidad, quisieras interrogarnos, nadie habrá que niegue haber merecido lo que sufre. Añade que a los fallecidos, a causa del agua, de la guerra o del fuego, ningún día los puede volver a restituir. El César reinsertó a muchos o les conmutó parte del castigo, y ruego que él quiera contarme entre esos muchos.
Pero tú, mientras que seamos un pueblo sometido a tal Príncipe, ¿crees que se puede tener miedo por hablar con un desterrado? Quizás podrías temer esto justificadamente bajo la tiranía de Busiris[1069] o de aquel que acostumbró a quemar a hombres encerrados en el bronce[1070]. Deja de difamar con vano temor a un espíritu amable. ¿Por qué temes duros acantilados en aguas tranquilas? Yo mismo apenas creo que se me pueda justificar por haberte escrito con anterioridad sin nombrarte. Pero el pavor me había quitado en mi estupor el uso de la razón y, debido a mis inesperadas desgracias, se había retirado toda posibilidad de razonar y, temiendo mi fortuna y no la cólera del juez, yo mismo estaba aterrorizado, escribiendo mi nombre al comienzo de mi obra.
Advertido hasta aquí, concede a un poeta agradecido que ponga en sus páginas los nombres que le son queridos. Sería una vergüenza para los dos si, cercano a mí por un largo trato, no se te leyera en ninguna parte de mi libro. Pero, para que ese miedo no pueda perturbar tu sueño, no seré más cortés de lo que tú quieres y ocultaré tu identidad; a no ser que tú mismo me autorizaras a revelarla. Nadie será obligado a aceptar mi presente. Pero tú, si eso resulta peligroso, ama en secreto al que podrías amar incluso de modo notorio, sin tener nada que temer.