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A FABIA

Recordemos algo apuntado ya, a propósito de la epístola I 4: el cambio de actitud que, con el tiempo, adopta Ovidio frente a su esposa; cada vez son menos las cartas que le dirige, y el tono empleado en ellas es cada vez más frío y distante. Concretamente, entre los años 12 y 17, sólo le dirige estas dos epístolas de las Pónticas. Esto ha hecho pensar a algún autor que Fabia se habría divorciado de Ovidio y vuelto a casar, dado el silencio incomprensible que se observa en los últimos años de la vida del poeta [1017]. Ya dijimos, en su momento, que la explicación más verosímil de todo esto pasa por el paulatino enfriamiento de Ovidio, que llegaría, con el tiempo, a perder toda esperanza de que su esposa consiguiera el perdón para su condena.

Esta carta vuelve a insistir en las desgracias que le aquejan en Tomos, a fin de que Fabia continúe insistiendo ante Livia en favor del poeta, para que se le cambie el lugar del destierro. Debió de ser escrita a principios del 13, por las alusiones en los VV. 131-138 al clima de alegría existente en Roma y, en especial, en la casa imperial, lo que hace pensar en el triunfo de Tiberio.

Mar golpeado por primera vez por los remeros de Jasón [1018] y tierra a la que no faltan ni enemigos feroces ni nieve, ¿llegará el día en que yo, Nasón, os abandone, porque se me haya ordenado permanecer desterrado en un lugar menos hostil? ¿O Siempre habré de vivir en esta barbarie y es preciso que yo reciba sepultura en el suelo de Tomos? Con tu paz, si es que tienes alguna, tierra del Ponto, que el enemigo limítrofe conculca con su veloz caballo, con tu paz quisiera decir: «Tú eres la peor parte de mi duro destierro, tú agravas mis desgracias. Tú, ni sientes la primavera ceñida por una corona de flores, ni ves los cuerpos desnudos de los cosechadores, ni el otoño te ofrece las uvas de las vides, sino que todas las estaciones tienen un frío desmedido. Tú mantienes los mares bloqueados por el hielo y encerrado en el mar el pez nadó a menudo bajo la cubierta del agua. No tienes fuentes, sino de agua casi como la del mar, que, al beberla, no se sabe si calma o acentúa la sed. Raro es el árbol que destaca en tus abiertos campos y el que hay no es productivo, y en la tierra hay otra imagen del mar. Ningún ave gorjea, a no ser alguna que, lejos de las selvas, bebe con su ronca garganta el agua del mar. Tristes ajenjos se erizan a través de las llanuras desiertas y una mies amarga, adecuada al lugar en que crece. Añade el miedo, tanto por el hecho de que las murallas son batidas por el enemigo y las flechas están impregnadas de un veneno mortal, como por el hecho de que esta región está lejos y apartada de todo camino y adonde no se puede llegar seguro ni por tierra ni por mar».

No es, pues, de extrañar que, buscando el final de todo esto, pida continuamente otra tierra. Más admirable es que tú, esposa, no lo hayas conseguido y que puedas contener las lágrimas por mis desgracias. ¿Me preguntas qué hacer? Busca eso mismo: lo encontrarás, si realmente quieres encontrarlo. Querer es poco: para obtener una cosa, conviene que la desees y que este afán te acorte el sueño. Yo creo que muchos lo quieren: ¿pues quién va a ser tan malvado conmigo que desee que mi exilio carezca de paz? Conviene que te dediques con todo corazón y todas tus fuerzas y que te esfuerces en favor mío noche y día. Y, aunque otros me ayuden, tú debes superar a mis amigos y, como esposa, ser la primera en aplicarte a tu cometido. Mis librillos te han asignado un gran papel: se dice de ti que eres ejemplo de buena esposa [1019]. Cuídate de no deteriorarlo, para que mis alabanzas sean verdaderas; procura proteger la obra de la Fama. Aunque yo no me queje de nada, estando yo en silencio, se lamentará la Fama, si no te afanas por mí como debes.

La Fortuna me ha expuesto a las miradas del pueblo y me ha dado más notoriedad de la que tenía antes. Capaneo fue más conocido tras haber sido herido por el rayo [1020], y Anfiarao lo fue por el hecho de que sus caballos fueran tragados por la tierra [1021]. Si Ulises hubiese vagado menos, sería menos conocido, y la gran fama de Filoctetes se debe a su herida[1022]. Si hay algún lugar para los modestos entre nombres tan grandes, mi desgracia me hace a mí también notable. Las páginas de mis escritos no te dejan ser desconocida, gracias a ellas tienes un nombre no menos famoso que el de Bitis de Cos[1023]. Así pues, lo que hagas será contemplado en un gran escenario, y muchos serán testigos de que eres una esposa piadosa.

Créeme, cuantas veces eres elogiada en mis poemas, el que lee dichas alabanzas pregunta si las mereces. Y así como creo que muchas aplauden tus virtudes, del mismo modo no pocas querrán criticar tus hechos. Procura que la envidia de éstas no pueda decir: «Ésta es lenta en actuar en favor de la salvación de su desgraciado marido». Y, aunque me faltan las fuerzas y no puedo conducir el carro, intenta sostener tú sola el débil yugo. Enfermo y fallándome el pulso, me vuelvo hacia el médico: ayúdame mientras me quede un último soplo de vida, y lo que yo te haría, si fuera más fuerte que tú, dámelo tú a mí, ya que eres más fuerte. Así lo exigen el amor conyugal y la ley matrimonial. Tus propias costumbres, esposa, lo reclaman. Debes esto a la casa a la que perteneces[1024], para honrarla tanto con tus obligaciones como con tu honradez. Aunque hagas todo esto, si no eres una esposa digna de elogio, no se podrá creer que honras a Marcia [1025].

No soy indigno y, si quieres reconocer la verdad, debes algún agradecimiento a mis méritos. Aquél, ciertamente, me lo devuelves con gran ganancia y las habladurías, aunque lo deseen, no pueden dañarte. Sin embargo, añade esto solo a lo ya realizado: intriga en favor de mis desgracias, esfuérzate para que yo yazga en una región menos hostil, y no quedará incompleta ninguna porción de tu deber. Pido grandes cosas, pero, si las pides tú, no estarán mal vistas y, aunque no las obtengas, tu rechazo no te causará daño. No te enfades conmigo, si tantas veces te ruego en mi poesía que hagas lo que haces y que te imites a ti misma. La trompeta acostumbra a ayudar a los valientes y el general incita con sus palabras a los buenos combatientes.

Tu honradez es conocida y ha sido probada en todo tiempo; que tu coraje no sea tampoco inferior a tu honradez. No tienes que empuñar por mí el hacha de las Amazonas, ni llevar con mano ligera el escudo de media luna. Hay que adorar a la divinidad, no para que se haga mi amiga, sino para que esté menos airada que antes. Si no obtienes ningún favor, las lágrimas serán tu favor: de esta manera, y no de otra, puedes conmover a los dioses. Gracias a mis males, hay buen cuidado de que aquéllas no te falten y, siendo yo tu marido, tienes numerosos motivos para llorar; y tal como está mi situación, pienso que llorarás siempre: éstas son las riquezas que te proporciona mi fortuna.

Si mi muerte hubiera de ser suplantada por la tuya, cosa que rechazo horrorizado, a la esposa de Admeto[1026] sería a la que tú deberías imitar. Serías la competidora de Penélope, si, como mujer casada, quisieras burlar con púdico fraude la insistencia de los pretendientes[1027]. Si, como compañera, siguieras los manes de tu difunto esposo, Laodamía[1028] sería la guía de tu comportamiento. Deberías tener ante los ojos a la hija de Ifis[1029], si quisieras tal vez arrojar tu cuerpo a la encendida pira. Pero, ni necesitas morir, ni la tela de la hija de Ícaro[1030]: debes suplicar con tu boca a la esposa del César[1031], que con su virtud procura que los tiempos antiguos no venzan a los nuestros en el elogio de la castidad, y que, con la belleza de Venus y las costumbres de Juno, fue la única que se halló digna del lecho de un dios. ¿Por qué tiemblas y temes acercarte? No es a la impía Procne[1032], ni a la hija de Eetes[1033], a quien debes conmover con tu voz, ni a las nueras de Egipto[1034], ni a la cruel esposa de Agamenón[1035], ni a Escila, que con su ingle aterroriza las aguas sicilianas[1036], ni a la madre de Telégono, nacida para metamorfosear[1037], ni a Medusa, con su cabellera entrelazada con serpientes anudadas[1038], sino a la primera de las mujeres, en la que la Fortuna demuestra que ve y que se la acusó falsamente de ciega, más ilustre que la cual el universo no tiene nada sobre la tierra, desde el orto del sol hasta su ocaso, a excepción del César.

Elige el momento, siempre buscado, para rogarle, que tu nave no zarpe con mar adversa. Los oráculos no siempre dan respuestas sagradas y los propios templos no siempre están abiertos. Cuando la situación de Roma sea la que auguro que es ahora, y ningún sufrimiento altere el rostro del pueblo, cuando la mansión de Augusto, que ha de ser honrada como el Capitolio, esté alegre y rebosante de paz, como lo está y ojalá lo siga estando, te concedan entonces los dioses la posibilidad de acercarte, y piensa que entonces tus palabras conseguirán algo. Si algún asunto más importante la ocupa, deja tu empresa y guárdate de echar a perder mi esperanza con tu precipitación. Tampoco te encargo que la busques cuando esté completamente libre: apenas tiene ella tiempo libre para dedicarse al cuidado de su cuerpo. Todo *** es necesario que tú también vayas por el tumulto de los problemas. Cuando te toque en suerte acercarte a su rostro de Juno, procura recordar el papel que debes mantener. Y no defiendas mi acción. La mala causa se debe mantener en silencio. Que tus palabras no sean sino ansiosas súplicas. Debes llorar entonces sin descanso y, postrada en tierra, extiende tus brazos hacia sus inmortales pies. No pidas, en ese momento, ninguna otra cosa, sino que se me aleje del cruel enemigo: básteme con tener a la Fortuna por enemiga. Muchas otras cosas, en verdad, se me ocurren, pero el miedo las desbarata; apenas podrás decir ni siquiera esto con voz temblorosa. Sospecho que esto no te causará ningún daño: se dará ella cuenta de que su majestad te ha amedrentado. Y no te resultará perjudicial, si el llanto quiebra tus palabras: con frecuencia, las lágrimas tienen la fuerza de la voz.

Procura también que un buen día favorezca tales proyectos, una hora indicada y un presagio favorable, pero antes coloca el fuego sobre los sagrados altares y lleva incienso y vino puro a los grandes dioses, de entre los cuales adora sobre todo a la divinidad de Augusto, a su piadosa descendencia y a la que comparte su lecho. ¡Ojalá te sean clementes, según acostumbran, y no miren tus lágrimas con rostro impasible!