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A ÁTICO

La anterior carta enviada a Ático, la II 4, no habría obtenido respuesta. Por ello, Ovidio vuelve a escribirle una carta bastante más extensa que la anterior, en la que le insiste sobre dos puntos muy concretos, ilustrándolos con una serie de comparaciones: el miedo que embarga al poeta en Tomos y los innumerables sufrimientos que lleva ya padecidos.

Mi carta, enviada desde la tierra mal pacificada de los getas, pretende, en primer lugar, que tú recibas mi saludo. Le sigue después el deseo de oír qué haces y si, hagas lo que hagas, te preocupas por mí. Yo no dudo de que es así, pero el propio temor de mis desgracias me obliga a veces a tener un miedo infundado. Excúsame, te lo ruego, y perdona mi excesivo temor. El que ha sufrido un naufragio se asusta, incluso, de las aguas tranquilas. El pez, que una vez fue herido por el anzuelo engañoso, cree que bajo todo alimento hay un garfio de bronce. Con frecuencia, la oveja huye de un perro visto a lo lejos, creyéndolo un lobo y, sin saberlo, evita ella misma su ayuda. Los miembros heridos temen, incluso, un suave contacto, y una vana sombra inspira temor a los angustiados.

Así yo, atravesado por los inicuos dardos de la Fortuna, no concibo sino tristeza en mi corazón. Es evidente que mi destino, conservando el curso ya iniciado, irá siempre por caminos que le resultan habituales. Pienso que los dioses están atentos, para que nada amable me suceda, y que a duras penas podré engañar a la Fortuna. Ella se preocupa de arruinarme y la que solía ser voluble me daña ahora de modo constante y con toda resolución.

Créeme, si me has reconocido como persona que dice la verdad (y podría pensarse que no, a pesar de mis evidentes desgracias), antes contarás las espigas de la mies cinifia[981] y conocerás la cantidad de tomillo que florece en el alto Hibla[982], y sabrás cuántas aves se elevan en el aire con el movimiento de sus alas y cuántos peces nadan en el mar, antes de que determines la suma de los sufrimientos que yo he padecido en la tierra y en el mar. No hay en todo el mundo un pueblo más salvaje que los getas y, sin embargo, éstos se han lamentado de mis desgracias. Si yo intentara contártelas pormenorizadamente en un poema, que sirve de recuerdo, habría una larga Ilíada de mí destino.

Así pues, no debería yo temer porque crea que se debe tener miedo por ti, de cuyo afecto me has dado mil pruebas, sino porque todo desgraciado es cosa temerosa y porque desde hace bastante tiempo está cerrada la puerta a mi alegría. Ya mi dolor ha venido a convertirse en un hábito, y así como las aguas al caer con su frecuente golpeo socavan los escollos, del mismo modo me hieren los continuos golpes de la Fortuna, y apenas si hay ya en mí lugar para una nueva herida. Ni el continuo uso desgasta más la reja del arado, ni las curvas ruedas recorren la Vía Apia más de lo que mi corazón se ofusca por una serie de desgracias, y no encuentro nada que me preste ayuda.

Muchos buscaron la gloria en las artes liberales: yo, ¡desgraciado de mí!, me perdí a mí mismo por mis propias dotes. Mi vida anterior carece de defectos y ha sido vivida sin tacha: sin embargo, ningún auxilio me ha prestado en mis desgracias. Con frecuencia, una falta grave se perdona por las súplicas de los amigos: todos los que tenían alguna influencia permanecieron mudos en mi favor. Ayuda a algunos el estar presentes en circunstancias difíciles: una gran tempestad hundió mi vida estando ausente. ¿Quién no ha de temer la cólera, incluso silenciosa, del César? A mi castigo se añadieron duras palabras. Dependiendo de la época, el exilio puede resultar más suave: arrojado al mar, sufrí la amenaza de Arturo y de las Pléyades[983]. A veces, las embarcaciones suelen experimentar un invierno tranquilo: las olas no fueron tan crueles con la nave de Ítaca[984]. La fiel lealtad de mis compañeros podría aliviar mis males: una pérfida multitud se ha enriquecido con mis despojos. El lugar puede hacer el destierro más suave: no hay debajo de los dos Polos otra tierra más desolada que ésta. De algo sirve estar cerca de las fronteras patrias: a mí me tiene el extremo de la tierra, el fin del mundo. Tu laurel, oh César, garantiza la paz incluso a los desterrados: las tierras del Ponto están sometidas a un enemigo limítrofe. Es agradable pasar el tiempo cultivando los campos: el bárbaro enemigo no permite que se are la tierra. Con un buen clima se reconforta el cuerpo y el espíritu: las costas sármatas están heladas por el continuo frío. Hay en el agua dulce un placer que no produce envidia: se bebe aquí un agua estancada mezclada con sal marina.

Todo me falta. Sin embargo, mi ánimo lo vence todo y hace también que mi cuerpo tenga fuerzas. Para sostener la carga, has de apoyarla en toda la cabeza y si, por el contrario, dejas que tus músculos se relajen, te caerás. También la esperanza de poder ablandar con el tiempo la cólera del Príncipe me hace vivir y no desfallecer. Y no pequeños consuelos me dais vosotros, que sois pocos en número, pero cuya fidelidad en medio de mis desgracias es admirable. Continúa comportándote así, te lo ruego, y no abandones mi nave en el mar, y conserva a la vez mi persona y tu juicio.