A MESALINO
El destinatario de esta epístola es el mismo que el de la I 7: se trata de Valerio Mesala Mesalino, hijo de Mesala y hermano de Cota Máximo [942]. El motivo de esta nueva carta no es otro que aprovechar el gran triunfo de Tiberio sobre Panonia e Iliria, triunfo en el que había desempeñado un papel importante y destacado Mesalino [943], para pedir de nuevo la intercesión de este último ante Augusto, aprovechando momento tan favorable.
Esta epístola debe de ser de una fecha muy similar a la anterior, es decir, de los primeros meses del 13.
Nasón, aquel que desde sus primeros años ha venerado a vuestra familia, confinado a la ribera izquierda del Mar Euxino, te envía, Mesalino, desde los indómitos getas este saludo, que acostumbraba a darte personalmente. ¡Ay de mí, si leído mi nombre no conservas el mismo semblante y dudas en continuar leyendo el resto! Acaba de leer y no relegues mis palabras junto conmigo: a mis versos les está permitido permanecer en vuestra ciudad.
No imaginé, aunque el Pelión se hubiese colocado encima del Monte Osa, que mi mano pudiera tocar los brillantes astros, ni yo, que había seguido la loca guerra de Encélado [944], moví mis armas contra dioses dueños del mundo, ni, como hizo la diestra temeraria del Tidida [945], ataqué con mis dardos a divinidad alguna. Es grave mi culpa, pero sólo se atrevió a arruinarme a mí, sin intentar ningún delito mayor. Ninguna otra cosa se me puede llamar sino insensato y temeroso: estas dos son las verdaderas denominaciones de mi espíritu.
En verdad, confieso, después de la merecida cólera del César, que incluso tú eres con justicia inflexible a mis ruegos, y es tal tu veneración hacia toda la Familia Julia que te sientes ofendido cuando alguien de allí lo es. Pero aunque lleves armas y amenaces con crueles heridas, no conseguirás, sin embargo, que te tenga miedo. La nave troyana acogió al griego Aqueménides [946] y la lanza del Pélida fue provechosa para el jefe misio [947]. A veces, el profanador de un templo se refugia junto al altar y no teme invocar la ayuda de la divinidad ofendida.
Se podrá decir que esto no es seguro: lo reconozco, pero mi nave no va por aguas tranquilas. Busquen otros lo seguro: la condición más desgraciada es segura, pues le falta el temor a una situación peor. El que es arrebatado *** [948] alarga sus manos a los bordes punzantes de las duras rocas, y el ave, que con sus alas agitadas huye temerosa del gavilán, cansada se atreve a llegar al seno del hombre, y la cierva que huye espantada de los hostiles perros no duda en confiarse a una casa vecina.
Da, te lo ruego, amabilísimo amigo, acceso a mis lágrimas; no cierres la rígida puerta a mis temerosas palabras y, favorable, llévalas hasta las divinidades romanas, no menos veneradas por ti que el Tonante de la roca Tarpeya, y como embajador de mi misión acoge mi causa, aunque en mi nombre ninguna causa es buena. Ya casi moribundo, en verdad ya enfermo y frío, si acaso me salvo, me salvaré gracias a ti. Que ahora tu favor, que el amor del Príncipe eterno te concede, se interese por mi abatida fortuna. Que ahora te asista también aquel brillo en la elocuencia propio de tu familia, con el que podrías ser útil a temblorosos reos. Pues vive en ti la brillante facilidad de expresión de tu padre[949] y aquella riqueza ha encontrado a su heredero. Yo la imploro, no para que intente defenderme: no se ha de defender la causa de un reo confeso. Mira, no obstante, si puedes excusar el hecho por el origen del error o si no conviene remover en nada tal asunto. Ésta es una especie de herida que, al no ser curable, pienso que es más seguro no tocarla.
¡Calla, lengua! No se puede contar nada más. Quisiera poder cubrir yo mismo mis cenizas. Habla, pues, como si ningún error me hubiese engañado, para poder disfrutar de la vida que él me otorgó; y cuando esté tranquilo y haya dejado aquel semblante que mueve consigo las tierras del Imperio, ruégale que no me deje ser presa débil de los getas y que conceda un suelo apacible a mi desgraciado exilio.
El momento es favorable a los ruegos: él se encuentra bien y ve que el poderío que él te dio, Roma, se halla en su plenitud; su esposa, incólume, conserva fielmente su tálamo; su hijo amplía los confines del Imperio Ausonio[950]; el propio Germánico aventaja sus años en valor y la fuerza de Druso no es menor que su nobleza[951]. Añade a eso que están bien sus piadosas nueras[952] y nietas[953] y los hijos de sus nietos[954] y los demás miembros de su augusta casa. Añade la reciente victoria sobre los peonios[955], añade a la paz los brazos sometidos de la montañosa Dalmacia. La Iliria, depuestas las armas, no ha rehusado soportar sobre su cabeza servil el pie del César. Él mismo sobre el carro, atrayendo las miradas con su rostro sereno, llevó sus sienes ceñidas con el ramo de la doncella de Febo[956]. Mientras él marchaba, lo acompañó, junto con vosotros[957], la piadosa prole, digna de su padre y de los títulos recibidos[958], semejante a los Hermanos, a los que por ocupar templos cercanos contempla desde su excelsa mansión el divino Julio[959].
A éstos, ante quienes todo debe ceder, Mesalino no prohíbe que ocupen el primer puesto en la alegría. Lo que viene detrás de éstos, corresponde a la lucha del afecto: en esta parte no irá a la zaga de nadie. Honrará ante todo ese día, en que el digno laurel, que le ha sido concedido con todo merecimiento, fue colocado sobre su honorable cabellera. ¡Oh, felices aquellos que pudieron contemplar estos triunfos y gozar del aspecto de su caudillo, semejante al de los dioses! Yo, en cambio, en lugar del rostro del César, debo ver a los sármatas, una tierra privada de paz y un mar encadenado por el hielo.
Con todo, si escuchas esto y mi voz llega hasta ahí, sea tu favor persuasivo para cambiarme el lugar del destierro. Tu famoso padre, honrado por mí desde mi más tierna edad, te lo pide, si es que su elocuente sombra tiene algún sentimiento. También te lo pide tu hermano, aunque tal vez tema que tu preocupación por salvarme pueda serte perjudicial. Toda tu casa te lo pide, y tú mismo no puedes negar que yo también formé parte de tu compañía. A excepción del Arte, a menudo aprobabas mi ingenio poético, del que tengo conciencia de haber hecho mal uso. Mi vida no puede resultar vergonzosa a tu casa, si prescindes sólo de mis últimas faltas. Así pues, gocen de prosperidad los santuarios de tu familia y los dioses y los Césares cuiden de ti. Implora a esta clemente divinidad, aunque justamente airada conmigo, para que me libre de la crueldad del territorio escítico. Es difícil, lo reconozco, pero el valor tiende a lo difícil y mi gratitud por tal favor será mayor. Sin embargo, no será ni el etneo Polifemo, en la enorme caverna[960], ni Antífates[961], quien escuchará tus voces, sino un padre tranquilo y bondadoso, pronto al perdón y que con frecuencia truena sin el fuego del rayo. Él mismo se entristece cuando tiene que decretar algo triste, y para él imponer un castigo es casi su propio castigo. Su clemencia, sin embargo, fue superada por mi culpa y su cólera obligada llegó a emplear sus fuerzas. Puesto que estoy apartado de mi patria por todo el mundo y no puedo postrarme ante los propios dioses, lleva como sacerdote estos encargos a los dioses a los que veneras, pero añade también tus propias preces a mis voces. Intenta, no obstante, esto sólo, si crees que no me ha de dañar. Perdóname: como náufrago, le tengo miedo a todo mar.