I

A GERMÁNICO

Esta primera carta del libro II aparece en la mayoría de los manuscritos sin el nombre del destinatario[938]; sólo uno de ellos recoge el nombre de Germánico en el título o dedicatoria.

Germánico era hijo de Druso, el hermano de Tiberio, que lo adoptó como hijo, y nieto de Livia. Al casarse con Agripina, nieta de Augusto, pasó a ser uno de los firmes aspirantes a la sucesión de Augusto. Sus posibilidades aumentaron muchísimo allá por el año 12 d. C., cuando ya habían muerto todos los más cercanos sucesores de Augusto: Marcelo, Agripa, Gayo y Lucio César. Concretamente, sobre la muerte de los dos últimos, los dos nietos de Augusto, existía la sospecha de la intervención de Livia, deseosa de que Tiberio fuera el sucesor de Augusto. Pero el hecho de que hubieran desaparecido todos los demás y que Germánico estuviera casado con una nieta del Emperador, junto con la gloria militar que ya desde joven había alcanzado y el favor que tenía entre el pueblo, hicieron que allá por el año 12 fuera un firme candidato al Imperio, rivalizando con Tiberio, al que Augusto obligó a que lo adoptara, a pesar de tener éste un hijo ya adolescente, Druso. La gloria de Germánico fue en auge y, a la muerte de Augusto, Livia, según Tácito, temía el gran ascendiente de Germánico.

El motivo de esta carta de Ovidio no es otro que celebrar el triunfo de Tiberio sobre Panonia e Iliria, campañas en las que colaboró brillantemente el propio Germánico. Como quiera que este triunfo se celebró en Roma el 23 de octubre del 12 d. C., esta carta debió de ser escrita a comienzos del 13, que es cuando Ovidio pudo recibir la noticia de dicho acontecimiento.

Con motivo de este éxito de Tiberio, al que está asociado Germánico, vaticina Ovidio un gran triunfo exclusivo de este último, el hijo adoptivo de Tiberio. La verdad es que este vaticinio se cumplió repetidas veces, concretamente el 15 y el 18 d. C.

La fama del triunfo del César llegó también hasta aquí, adonde apenas llega la lánguida brisa del cansado Noto. Pensé que en el país escítico no habría nada dulce para mí: ya me resulta este lugar menos odioso que antes. Por fin, disipada la nube de mis preocupaciones, he contemplado algo de buen tiempo y he conseguido burlar mi mala suerte. Aunque el César no quiera que me toque en suerte ninguna alegría, puede permitir que al menos ésta llegue a cualquiera. También los dioses, a fin de que todos los veneren con piedad alegre, ordenan abandonar la tristeza durante sus fiestas. Por tanto (atreverse a confesarlo es seguramente una locura), yo disfrutaré de esta alegría, aunque él mismo lo prohíba. En todas las ocasiones en que Júpiter ayuda a los campos con beneficiosas lluvias, mezclado con la mies suele crecer el tenaz lampazo. También yo, hierba inútil, siento la fructífera divinidad y, sin quererlo, su ayuda me socorre muchas veces. Las alegrías de la familia del César, como hombre que soy, son mías: aquella casa no tiene nada privado.

¡Gracias a ti, Fama, por medio de la cual contemplé la comitiva del triunfo, encerrado en medio de los getas! A indicación tuya, me enteré de que recientemente innumerables pueblos se habían reunido para contemplar el rostro de su caudillo y de que Roma, que abraza con sus vastas murallas el inmenso orbe, apenas tuvo sitio para hospedajes. Tú me contaste que, aunque muchos días antes el nuboso Austro había derramado continuas lluvias, el sol brilló en un cielo sereno por voluntad divina, siendo el día acorde con el semblante del pueblo, y que, de este modo, el vencedor entregó el galardón militar a los héroes que recibieron el honor de la alabanza en alta voz, y que, estando a punto de revestirse con la toga bordada, ilustre insignia, puso antes incienso sobre el fuego sagrado y aplacó religiosamente la Justicia de su padre [939], que siempre tiene en aquel pecho un santuario. Y, por dondequiera que iba, el feliz presagio se unió a los aplausos y las piedras del pavimento enrojecieron con un rocío de rosas; a continuación, se portaban las imágenes en plata de las ciudades bárbaras, imitando murallas deshechas con hombres pintados, ríos, montes y batallas en las profundidades de las selvas, y sus armas mezcladas con flechas en el cúmulo triunfal, y, a causa del oro de los trofeos, que el sol hacía resplandecer, los techos del Foro Romano parecían dorados, y llevaban cadenas sobre sus cuellos cautivos casi tantos caudillos como cuantos hubieran bastado para formar un ejército enemigo. A la mayor parte de ellos se les dejó la vida y se les concedió el perdón; entre éstos estaba la cabeza y el núcleo de la guerra, Batón [940].

¿Por qué voy yo a negar que la cólera de la divinidad se puede aplacar hacia mí, cuando veo que los dioses son clementes con los enemigos? Este mismo rumor me hizo saber, oh Germánico, que las ciudades iban inscritas con tu nombre y que no resultaron lo suficientemente seguras contra ti, ni por la robustez de sus muros, ni por sus armas, ni por la naturaleza del lugar.

¡Que los dioses te concedan años!, pues el resto lo tomarás de ti mismo, con tal de que tu valor dure largo tiempo. Sucederá lo que estoy pidiendo —algún valor tienen los oráculos de los poetas—, pues un dios ha dado a mis votos signos favorables. También a ti te verá la festiva Roma subir vencedor sobre caballos coronados a la fortaleza tarpeya [941]; y el padre contemplará los honores maduros de su hijo, percibiendo los gozos que él mismo proporcionó a los suyos. Observa, oh el más grande de los jóvenes, tanto en la guerra como en la paz, que esto te lo he dicho ya desde ahora a modo de profecía. Quizás también en mis poemas celebraré este triunfo, si es que mi vida es suficiente para resistir a mis males, si yo antes no tiño con mi sangre flechas escitas, o el feroz geta no me quita la cabeza con la espada. Por tanto, si, estando yo aún con vida, te fuera entregada la corona de laurel en los templos, dirás que mis predicciones se han cumplido por partida doble.