A COTA MÁXIMO
El destinatario de esta epístola lo es también de la 5a de este mismo libro[928]., es decir, M. Valerio Cota Máximo, aunque algunos autores hayan pensado en Fabio Máximo. Dos motivos fundamentales lo avalan: el tono confidencial, más apropiado con Cota que con Fabio, y la alusión a la amistad con el hermano de Máximo, lo que hace pensar en Mesalino.
La carta tuya, que me ha llegado hablando de la muerte de Celso[929], se humedeció enseguida con mis lágrimas; y lo que es horrendo de decir y que pensé que no podría suceder: tu carta ha sido leída por mis ojos, que no querían hacerlo. A mis oídos no ha llegado nada más cruel desde que estoy en el Ponto y ojalá no me llegara. Ante mis ojos se clava su imagen, como si estuviera presente, y mi amor imagina que estando muerto vive. A veces, mi ánimo recuerda sus juegos faltos de gravedad, y, otras, lo serio hecho con lealtad transparente.
Sin embargo, ningún momento me viene a la mente con más frecuencia que aquellos, que quisiera que fueran los últimos de mi vida, cuando mi casa, desplomándose de repente con una gran ruina, cayó y quedó derrumbada sobre la cabeza de su dueño. Él me prestó su ayuda, cuando la mayor parte de mis amigos me abandonó, Máximo, y no fue compañero de mi fortuna. Yo le vi llorar mis exequias, no de otro modo que si fuera su hermano el que había de colocarse sobre la pira. Me estrechó en un abrazo y me consoló cuando estaba abatido, y mezcló siempre sus lágrimas con las mías.
¡Oh, cuántas veces, como odiado guardián de mi amarga vida, sujetó mis manos dispuestas a la muerte! ¡Oh, cuántas veces dijo: «La ira de los dioses se puede aplacar; vive y no digas que no te pueden perdonar»! La siguiente frase fue, sin embargo, la que más me repitió: «Mira de cuánta ayuda debe serte Máximo. Él se esforzará y, por la amistad que te tiene, rogará para que la cólera del César no sea constante hasta el final; y, junto con las suyas, empleará las fuerzas de su hermano e intentará toda ayuda, con tal de que sufras menos». Estas palabras han aliviado el hastío de mi desgraciada vida. Tú, Máximo, procura que no hayan sido vanas. Solía jurarme que él también vendría hasta aquí, siempre que tú le dieras permiso para tan largo viaje. Pues no veneró tus santuarios con otro rito que con el que tú mismo veneras a los dioses soberanos de la tierra. Créeme, ya que tú, como mereces, tienes muchos amigos, no fue él inferior a ninguno entre esos muchos, si es que no es la riqueza ni el nombre ilustre de sus antepasados, sino la honradez y el carácter, lo que hace a los hombres grandes.
Con razón, pues, derramo lágrimas en honor de la muerte de Celso, lágrimas que él derramó por mí estando vivo, cuando partí para el destierro: con razón te dedico estos versos, que atestiguan tu singular modo de comportarte, para que quienes vivan en un futuro lean tu nombre, Celso. Esto es lo que puedo enviarte desde los campos góticos: aquí sólo esto es lo que me es lícito tener. No pude asistir a tus funerales ni ungir tu cuerpo, y de tu pira me separa todo el orbe. Quien pudo, Máximo, a quien tú en vida considerabas como un dios, cumplió todos sus deberes para contigo. Él te hizo unas exequias y un funeral de gran distinción y derramó el amomo sobre tu frío pecho[930], y afligido diluyó ungüentos con sus abundantes lágrimas y enterrando tus huesos los cubrió con tierra próxima[931]. Éste, ya que rinde todos los tributos debidos a los amigos fallecidos, puede contarme también a mí entre los muertos.