A SEVERO
Este Severo, al que Ovidio dirige la presente carta, no debe confundirse con el famoso poeta Cornelio Severo, a quien va dirigida la epístola IV 2, ya que el propio Ovidio declara en esta última que es la primera vez que se dirige a él. Se ha pensado, pues, que se trata de Casio Severo, que fue exiliado el 12 d. C. a Creta y, después, en el 24, relegado a Sérifo, una vez confiscados sus bienes, por transmitir los escritos de Labieno condenados a ser quemados[917]. Este Casio Severo es un rico terrateniente, que gustaba de pasar el tiempo en sus campos de Alba y de la Umbría, donde debió de hospedarse Ovidio en más de una ocasión. Si, efectivamente, se tratara de este Casio Severo, habría que pensar que la carta es anterior al 12 d. C., al menos anterior a la condena de Severo al destierro, que tiene lugar el mismo 12. Sin embargo, del V. 28 se deduce que está escrita en el otoño del 12: por tanto, o la condena de Severo fue posterior a esa fecha, o habría que pensar que está dirigida a otra persona.
Severo, tú que ocupas una gran parte de mi corazón, recibe el saludo que te envía tu querido amigo Nasón. Y no me preguntes qué es lo que hago. Si te lo contara todo, llorarías: es suficiente con que conozcas un resumen de mis desgracias.
Vivo privado de paz, en medio de continuas acciones armadas, porque los aljabados getas suscitan crueles guerras. Y, entre tantos expulsados de su patria, soy el único que vive como soldado en su destierro: la restante multitud (y que conste que no la envidio) se halla en lugar seguro.
Y para que estimes mis librillos más dignos de indulgencia, leerás estos poemas, compuestos improvisadamente.
Junto a la ribera del Histro de dos nombres[918], se levanta una vieja ciudad, apenas accesible por sus murallas y por el lugar de su emplazamiento. El caspio[919] Egiso, si creemos lo que sus habitantes cuentan de sí mismos, la fundó y llamó a su obra con su propio nombre[920]. Los fieros getas se apoderaron de ella, después de haber dado muerte a los odrisios[921] en un ataque por sorpresa, y sostuvieron una guerra con su rey. Pero él, recordando su noble estirpe, que aumenta con el valor, se presenta de improviso rodeado de innumerables soldados y no se marchó antes de que con la merecida matanza de los culpables ***
Pero a ti, el rey más valeroso de nuestra época, sea concedido el tener siempre el cetro en tu gloriosa mano.
Y lo que es mejor aún (¿pues qué más te podría desear?), que la marcial[922] Roma te dé su aprobación junto con el gran César.
Pero recordando de dónde me alejé, me lamento, oh querido amigo, de que a mis desgracias se añadan crueles armas. Desde que estoy lejos de ti, arrojado a las costas estigias, la Pléyade, surgiendo, completa cuatro otoños[923].
Y tú no vayas a creer que Nasón busca las ventajas de la vida urbana, aunque también lo hace. Pues ya os recuerdo a vosotros, amigos caros a mi espíritu, ya me viene al recuerdo mi hija junto con mi querida esposa; y desde mi casa vuelvo de nuevo a los lugares de la hermosa Roma, y sirviéndose de sus ojos mi mente lo observa todo. Ya me vienen al recuerdo los Foros[924], ya los templos, ya los teatros cubiertos de mármol, ya todos los pórticos de pavimentado suelo. Ahora la hierba del Campo de Marte que mira hacia hermosos jardines, los estanques, los canales y el Agua de la Virgen[925]. Pero pienso que, así como a mí, desgraciado, se me quitó el placer de Roma, al menos podría gozar de cualquier campiña. Mi ánimo no añora los campos perdidos, ni las tierras que se pueden contemplar desde la región peligna[926], ni los jardines situados en colinas llenas de pinos, que contempla la Vía Clodia en su conjunción con la Flaminia[927]. Jardines que cuidé no sé para quién y en los que yo mismo solía (y no me avergüenzo de ello) regar las plantas con el agua de las fuentes: en donde, si viven aún, hay algunos árboles sembrados por mí, aunque sus frutos no han de ser recogidos por mi mano. En lugar de estas pérdidas, ¡ojalá pudiera tener aquí en mi destierro al menos un trozo de tierra que cultivar! Yo mismo, si me estuviera permitido, querría apacentar apoyado en el bastón las cabrillas colgadas de los riscos y las ovejas; yo mismo, para que mi pecho no se obsesionara con continuas preocupaciones, guiaría los bueyes que labran la tierra bajo el curvo yugo, y aprendería las voces que conocen los novillos géticos, y les añadiría las amenazas acostumbradas. Yo mismo dirigiría la esteva del arado, hundido bajo el peso de mi mano, y probaría a esparcir la semilla en la tierra removida. Y no dudaría en limpiar los campos de hierbas con largos azadones, ni en dar el agua para que bebiera el jardín ya sediento. Pero ¿cómo me será esto posible, si entre el enemigo y yo la muralla y la puerta cerrada constituyen una mínima separación? En cambio, al nacer tú (de lo que me alegro con toda mi alma), las diosas del destino tejieron unos fuertes hilos. Ora te tiene el Campo de Marte, ora el pórtico con su espesa sombra, ora el Foro en el que pasas escasos momentos. Ora te llama la Umbría y, cuando vas a tus tierras albanas, la Vía Apia te lleva sobre la rueda hirviente. Tal vez allí anheles que el César calme su justa cólera y que tu villa sea mi refugio.
¡Ah! Pides demasiado, amigo: desea algo más moderado y repliega, por favor, las velas de tu voto. Desearía que se me asignara una tierra más cercana y no expuesta a ninguna guerra: se me quitaría así una buena parte de mis males.