A MI ESPOSA
Acerca de Fabia, la tercera esposa de Ovidio, cf. Tristes I, n. 56. Recordemos sólo que, tal y como parece deducirse de Pónticas I 2, 136, pertenecía a la gens Fabia y, por tanto, estaba emparentada con P. Fabio Máximo, de cuya esposa, Marcia, era, si no pariente, sí amiga íntima. Debido a tal parentesco y amistad, Ovidio tenía fundadas esperanzas de que su esposa le conseguiría el perdón del Emperador, razón por la que no accedió a que ella le acompañara al destierro [882]. Sin embargo, con el tiempo, esta esperanza se fue perdiendo y los sentimientos del poeta hacia su esposa se debilitaron igualmente, lo que se hace evidente en el cambio ostensible de tono que hay de las Tristes a las Pónticas, y en el hecho mismo de que, mientras en las Tristes le ha dedicado seis poemas, aquí le dedica sólo dos, y carentes de las tiernas expresiones que encontrábamos allí, aludiendo sólo a sus cualidades morales. Ese enfriamiento de Ovidio hacia su esposa se debe, sin duda, al hecho de que el poeta no podía comprender que ésta, a través de Marcia, no pudiera conseguir de Livia o del propio Augusto el levantamiento de su castigo o, al menos, el cambio del lugar de confinamiento. Debido a ello, en el último libro de las Pónticas no hay alusión alguna a su esposa, cosa difícil de entender pero bastante significativa por otra parte.
Esta epístola debió de ser escrita el 12 d. C., a finales del año, por no aparecer ninguna alusión al triunfo de Tiberio ocurrido el 23 de octubre de ese mismo año.
Ya mi edad, que va en declive, se ve rociada de canas y ya las arrugas de la vejez surcan mi rostro; ya el vigor y las fuerzas languidecen en mi deteriorado cuerpo y los juegos que me gustaban de joven ya no me agradan, y, si me vieras de pronto, no podrías reconocerme, pues tan gran ruina se ha producido en mi vida. Reconozco que esto es efecto de los años, pero hay también otra causa: la ansiedad del alma y el incesante sufrimiento; pues, si alguien repartiera mis desgracias en un gran número de años, créeme, sería más viejo que Néstor de Pilos[883].
Ves cómo en los duros campos el trabajo quebranta los fuertes cuerpos de los toros, y ¿qué hay más fuerte que un buey? La tierra que nunca acostumbró a descansar en barbecho envejece agotada por las continuas cosechas. Si un caballo toma parte en todas las competiciones del circo, sin dejar pasar una sola carrera, acabará muriendo. Por fuerte que sea, se deshará en el mar la nave que no haya quedado nunca en seco, apartada de las líquidas aguas. A mí también me debilita una serie interminable de desgracias y me obliga a ser viejo antes de tiempo. El ocio alimenta el cuerpo y también se nutre con él el alma; por el contrario, el excesivo trabajo devora a uno y otro.
Observa cuánta gloria obtuvo el hijo de Esón[884] de la tardía posteridad, porque vino a estos parajes. Sin embargo, sus penalidades fueron menos pesadas y más pequeñas que las mías, si es que los grandes nombres no ocultan la verdad. Él marchó al Ponto por imperativo de Pelias, quien apenas era temible en el territorio de Tesalia; a mí me hizo daño la cólera del César, ante quien tiemblan todas las tierras, desde Oriente hasta Occidente. Hemonia[885] está más cerca del Ponto siniestro[886] que Roma, y aquél tuvo que recorrer un camino más corto que yo. Aquél tuvo por compañeros a los más importantes personajes de la tierra aquea[887], mientras que a mí todos me han abandonado en el exilio. Yo surqué el inmenso mar sobre una frágil embarcación, mientras que la que transportó al hijo de Esón fue una compacta nave. Yo no tuve por piloto a Tifis[888], ni el hijo de Agenor me indicó qué rutas debía evitar y cuáles seguir[889]. A él le protegieron Palas y la regia Juno[890]; ninguna divinidad protegió mi vida. A él le ayudaron las artes furtivas de Cupido[891], que yo quisiera que el amor no hubiera aprendido nunca de mí. Aquél regresó a casa; yo moriré en estos páramos, si persistiera la dura cólera del dios al que he ofendido. Mi trabajo es, pues, fidelísima esposa, más duro que el que sufrió el hijo de Esón.
También tú, a la que dejé joven al abandonar Roma, es verosímil que hayas envejecido a causa de mis desgracias. ¡Oh, ojalá yo —los dioses lo hagan— pueda contemplarte tal como eres, estampar mis cariñosos besos en tus cambiados cabellos, estrechar en mis brazos tu cuerpo enflaquecido y decir: «La preocupación por mí lo ha hecho enflaquecer», contarte yo mismo llorando mis males a ti que también llorarías, gozar de esta conversación contigo nunca esperada y ofrecer con mano agradecida el incienso debido a los Césares y a la esposa digna del César, verdaderos dioses! ¡Ojalá la madre de Memnón[892], aplacado el Príncipe, haga venir cuanto antes este día con su rosada boca!