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A RUFINO

El destinatario de esta carta nos es prácticamente desconocido. A él está dirigida también la III 4. Se ha dicho de él que debió de ser médico, por la comparación con Macaón[864], o poeta. Se puede tratar, asimismo, de un orador. Según F. Della Corte[865], se trata probablemente de Vibio Rufino, que escribió sobre botánica, tal vez sobre botánica medicinal, y sus obras fueron fuente de Plinio el Viejo. Sea lo que fuere, lo seguro es que se trata de un buen amigo de Ovidio, a quien el poeta envía su poema sobre el triunfo de Tiberio en Panonia[866], a fin de que éste interceda por él ante Tiberio y ante la propia Livia. De ahí podemos deducir que Rufino era personaje allegado a la familia imperial. Asimismo, y según F. Della Corte, este Rufino parece haber sido autor de una Consolado de exilio a Ovidio, a la que el poeta parece aludir en los primeros versos de esta carta. La fecha de esta epístola debe de ser anterior a la III 4, ya que en ésta no se alude al triunfo de Tiberio en la Panonia: por tanto, debe de ser de finales del 12 o comienzos del 13.

Rufino, este saludo te lo envía tu Nasón, si es que aquel que es desgraciado puede ser de alguien. Los consuelos que ofreciste poco ha a mi turbado espíritu aportaron ayuda y esperanza a mis desgracias. Y como el héroe Filoctetes, sanada su herida gracias al arte de Macaón[867], sintió la ayuda de la medicina, del mismo modo yo, abatido en mi espíritu y herido por un duro golpe, he comenzado a sentirme más fortalecido, gracias a tus consejos, y, cuando ya estaba desfallecido, he vuelto a vivir, al oír tus palabras, lo mismo que suele volver el pulso, después de beber vino puro. Sin embargo, tu elocuencia no ha mostrado fuerzas tan grandes, como para que mi pecho haya curado con tus palabras. Por mucho que sustraigas del abismo de mis penas, no será menos lo que quede que lo extraído. Tal vez, al cabo de mucho tiempo se me forme una cicatriz: las heridas recientes se estremecen ante las manos que se les ponen encima. No siempre está en manos del médico el curar al enfermo: a veces puede más el mal que el docto arte. Ya ves cómo la sangre arrojada de un pulmón débil conduce por camino seguro a las aguas estigias. Aunque el propio dios del Epidauro[868] traiga sus hierbas sagradas, no sanará con ninguno de sus auxilios la herida de mi alma. La medicina no sabe quitar la nudosa gota, ni aporta ayuda para la temida hidropesía. De la misma manera, la aflicción no se puede curar a veces con ningún remedio o, si hay alguno, hay que eliminarla a base de mucho tiempo. Cuando tus preceptos habían fortalecido bastante mi espíritu abatido y había empuñado las armas de tu pecho, de nuevo el amor a la patria, más fuerte que todas las razones, ha recubierto el efecto producido por tus escritos. Si tú quieres llamar a esto piedad o debilidad femenina, confieso, ¡desdichado de mí!, que tengo un corazón débil. No se pone en duda la sagacidad del de Ítaca y, sin embargo, él deseó ver salir el humo de los hogares patrios. No sé por medio de qué encanto el suelo natal nos atrae a todos y no permite que nos olvidemos de él. ¿Qué hay mejor que Roma? ¿Y qué peor que el frío escítico? Y, sin embargo, el bárbaro huye desde esa ciudad hacia aquí.

Por bien que le vaya a la hija de Pandión[869] encerrada en la jaula, ella se esfuerza por volver a sus bosques. Los toros buscan sus acostumbradas dehesas y los leones, sin que su fiereza se lo impida, buscan sus usuales antros. Y tú esperas, por tu parte, que, debido a tus consuelos, puedan desaparecer de mi corazón los mordiscos del destierro. Procura que vosotros mismos no debáis ser tan queridos por mí, para que sea más leve el dolor de verme privado de tales amigos.

Pero pensaba que, privado de la tierra donde nací, me había correspondido en suerte, al menos, vivir en un lugar humano: sin embargo, yazgo abandonado en las arenas del extremo del mundo, donde la tierra está cubierta de perpetuas nieves[870]. Aquí el campo no produce frutos, ni dulces racimos de uvas; no verdean sauces en sus riberas, ni encinas en sus montañas. Ni el mar merece más alabanzas que la tierra: sus aguas, privadas de sol, están siempre hinchadas por el furor de los vientos. Adondequiera que mires, se extienden llanuras sin cultivar y vastos labrantíos que nadie reclama. Se presenta el terrible enemigo por la derecha y por la izquierda, y por el miedo a su cercanía aterra uno y otro lado: una parte habrá de sentir las lanzas bistonias y la otra las flechas lanzadas por la mano de los sármatas.

Ve ahora y cuéntame los ejemplos de los antiguos héroes, que soportaron la desgracia con valor, y admira la poderosa fuerza del magnánimo Rutilio[871], que no aprovechó el ofrecimiento que se le hizo de volver a su patria. Pero era Esmirna la que lo retenía, no el Ponto, ni una tierra hostil; Esmirna, que casi es preferible a cualquier otro lugar de destierro[872]. El cínico de Sinope no se afligió por hallarse lejos de su patria[873], eligiendo tu residencia, tierra del Ática. El hijo de Neocles, que aplastó con sus armas las de los persas, padeció su primer destierro en la ciudad de Argos[874]. Expulsado de su patria, Aristides huyó a Lacedemonia[875]; entre ellas se dudaba de cuál era la primera. El joven Patroclo, después de haber cometido su crimen, abandonó Opunte y llegó, como huésped de Aquiles, a la tierra de Tesalia[876]. Desterrado de Hemonia, se retiró a la Fuente de Pirene aquél bajo cuya guía la sagrada nave recorrió las aguas de la Cólquide[877]. Cadmo, hijo de Agenor, abandonó las murallas de Sidón para levantar sus muros en un sitio mejor[878]. Tideo, expulsado de Calidón, acudió a Adrasto[879] y la tierra agradable a Venus recibió a Teucro[880].

¿Qué decir de los antiguos romanos, entre los cuales Tíbur era el confín del mundo para los desterrados[881]? Aunque los enumere a todos, a nadie se le asignó nunca un lugar más alejado de la patria o más horrible. Que tu sabiduría perdone por ello más aún mi dolor: ésta, según tus palabras, no consigue demasiado. No niego, sin embargo, que, si mis heridas se pudieran cerrar, cicatrizarían con tus consejos. Pero temo que trabajes en vano por salvarme y que, condenado y enfermo, no me vea consolado por la ayuda que me has prestado. Y no digo esto porque yo sea más sabio que tú, sino porque me conozco a mí mismo mejor que el médico. Pero, aunque esto sea así, tus buenos deseos llegaron a mí, como un gran favor, y los estimo como un bien.