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A FABIO MÁXIMO

Paulo Fabio Máximo, hijo del cónsul Quinto Fabio Máximo, es uno de los personajes más importantes que aparecen como destinatarios de las Pónticas, lo que viene avalado por el número mismo de las cartas a él dedicadas (I 2; III 3 y III 8) y, sobre todo, por la extensión de las mismas. Pertenecía a una ilustre familia, con antepasados como Fabio Cunctátor y Paulo Emilio, y estaba casado con Marcia, prima hermana de Augusto. Fue cónsul el 11 d. C. Era amigo íntimo de Augusto, al que acompañó a la isla de Planasia para reunirse con su nieto Agripa Postumo. Murió el 14 d. C., poco antes que Augusto, de una muerte sospechosa y que se relacionó con el resentimiento de Livia hacia él, por su influencia sobre Augusto.

El hecho de ser el destinatario más ilustre de las Pónticas y un buen amigo de Augusto y de Ovidio hizo que el poeta confiara en él, como en su más firme mediador, para obtener el perdón del Emperador. Y de hecho parece que estaba a punto de obtenerlo, cuando le sobrevino la muerte.

La fecha de composición de esta carta nos viene dada por la referencia, que aparece en el verso 26, al hecho de que Ovidio pasaba ya en el destierro su cuarto invierno: estamos, pues, a finales del 12 o comienzos del 13.

La carta viene a insistir en los peligros que corre el poeta en su lugar de destierro, a fin de que Fabio Máximo pueda tener argumentos para solicitar de Augusto, si no el levantamiento total del castigo, al menos el traslado a otro lugar menos peligroso que Tomos.

Máximo, tú que llenas la medida de un nombre tan grande y que doblas tu linaje con la nobleza de tu alma (para que tú pudieras nacer, aunque cayeron trescientos, no a todos los Fabios arrebató un solo día[841]), quizá te preguntes quién te envía esta carta y querrás estar suficientemente seguro de que soy yo quien habla contigo. ¡Ay de mí! ¿Qué hacer? Temo que, leído mi nombre, leas lo demás severa y adversamente. ¡Tú verás! Me atreveré a confesar que te he escrito *** yo que, aunque confieso haber sido digno de un castigo más severo, a duras penas puedo soportar cosas más graves.

Vivo en medio de enemigos y rodeado de peligros, como si la paz me hubiera sido arrebatada a la vez que la patria. Éstos, para hacer doblemente mortales las crueles heridas, untan todos sus dardos con veneno de víbora[842]. Provista de tales armas, su caballería recorre nuestras murallas aterrorizadas, a la manera del lobo que ronda a las encerradas ovejas, y, una vez que su ligero arco ha sido tensado, con el nervio de caballo, permanece siempre sin destensar; los techos se erizan como cubiertos de saetas clavadas y apenas si la puerta con resistente cerrojo aparta de nosotros sus armas[843]. Añade a eso el aspecto del lugar, desprovisto de follaje y de árboles, y el hecho de que el invierno, que todo lo paraliza, sucede sin interrupción a otro invierno[844].

Aquí, el cuarto invierno me fatiga luchando con el frío, con las flechas y con mi destino. Mis lágrimas no tienen final, si no es cuando las detiene el estupor y un pasmo semejante a la muerte se apodera de mi corazón. ¡Dichosa Níobe que, aunque contempló tantas muertes, convertida en roca perdió la sensibilidad al dolor[845]! ¡Dichosas también vosotras, cuyas bocas, que llamaban al hermano, cubrió un álamo con su nueva corteza[846]! Yo soy aquel a quien no se admite en ningún tronco; yo soy aquel que en vano desea ser piedra. Aunque la propia Medusa se presentara ante mis ojos, ella misma perdería sus poderes[847]. Vivo para nunca verme libre de una amarga sensación y mi castigo se hace más duro por su larga duración. Así, el hígado de Ticio, que nunca se consume y renace continuamente, no muere para poder ir muriendo a menudo[848].

Pero, según creo, cuando se acerca el sueño, descanso y alivio general para las preocupaciones, llega la noche desprovista de los acostumbrados males. Sin embargo, me aterran los sueños que reproducen mis verdaderas desgracias y mis sentidos velan para mi perdición. O me parece que esquivo las flechas sármatas, o que entrego mis manos cautivas a crueles cadenas, o, cuando me engaña la imagen de un sueño mejor, contemplo los tejados de mi patria abandonada y converso largamente, ya con vosotros, amigos, a quienes he venerado, ya con mi querida esposa. Así, cuando he percibido ese breve e irreal placer, se hace peor esa situación por el recuerdo de aquel bienestar. Así pues, ya cuando el día contempla mi desgraciada cabeza, ya cuando son conducidos los caballos de la Noche cubiertos de escarcha, mi pecho se derrite con continuas preocupaciones, tal y como lo suele hacer la cera nueva al contacto con el fuego.

Con frecuencia invoco la muerte y con frecuencia también yo mismo trato de evitarla, a fin de que la tierra sármata no cubra mis huesos. Cuando me viene al pensamiento cuán grande es la clemencia de Augusto, creo que se pueden ofrecer a mi naufragio playas agradables. Pero, cuando veo cuán tenaz es mi destino, quedo abatido y mi débil esperanza cae vencida por un gran temor. Sin embargo, ni espero ni pido nada más que poder verme libre de este lugar, al que se me ha trasladado para mi desgracia. O esto o nada es lo que tu favor podría intentar con prudencia por mí, quedando a salvo tu honor. Acepta, Máximo, elocuencia de la lengua romana, la amable defensa de una causa difícil. Es mala, lo confieso, pero con tu defensa se hará buena: di al menos unas agradables palabras en favor de mi desgraciado destierro.

En efecto, el César ignora, aunque un dios todo lo sabría, en qué condiciones se halla este remoto lugar. Grandes esfuerzos por los asuntos de estado ocupan a ese gran dios; ésta es una preocupación menor en un espíritu divino, y no tiene tiempo para indagar en qué país están situados los habitantes de Tomos (lugares apenas conocidos por los fronterizos getas) o qué hacen los sármatas, que los salvajes jáziges[849], y la tierra de Táuride devota de la diosa de Orestes[850] y los otros pueblos que, cuando el Histro ha quedado helado por el frío, pasan sobre sus veloces caballos a través de las endurecidas espaldas del río. La mayor parte de estos hombres ni se preocupa de ti, hermosísima Roma, ni teme las armas de los soldados ausonios. Les dan valor los arcos, las aljabas repletas y los caballos entrenados para las más largas carreras y el hecho de que han aprendido a soportar por largo tiempo la sed y el hambre, y que el enemigo que vaya en su persecución no encontrará ningún agua. La cólera de ese amable varón no me habría enviado aquí, si conociera suficientemente esta tierra. Ni goza con el hecho de que yo ni ningún romano sea hecho prisionero por el enemigo, y menos yo, a quien él mismo perdonó la vida. No quiso, como podía, arruinarme con un simple movimiento de cabeza: él no necesita ningún geta para acabar conmigo. Pero no ha encontrado ninguna acción mía por la que yo mereciera morir, y puede ser menos hostil de lo que ha sido. Entonces tampoco hizo nada, sino lo que yo mismo le obligué a hacer, e incluso su cólera es más suave de lo que yo merecí.

¡Hagan, pues, los dioses, de los que él mismo es el más justo, que la tierra nutricia no produzca nada más grande que el César! ¡Y que, así como ha estado sometida a él durante largo tiempo, continúe estando a las órdenes del César[851] y que pase en herencia a manos de esta familia!

Pero tú, ante un juez tan apacible, como el que yo también he experimentado, abre tu boca en favor de mis lágrimas. No le pidas que mi destierro esté bien, sino que esté mal pero más seguro y que se halle lejos del cruel enemigo, y que la vida, que las divinidades favorables me han concedido, no me la quite el escuálido geta con la espada desenvainada; por último, si muriese, que vaya a parar a un suelo más pacífico y que mis huesos no sean cubiertos por la tierra escítica, y que mis cenizas mal sepultadas, como es propio sin duda de un desterrado, no las pisotee el casco de un caballo bistonio[852] y, si queda alguna sensación después de la muerte, que la sombra de un sármata no vaya a aterrar mis manes.

Estas palabras, al ser escuchadas, podrían conmover el corazón del César, Máximo, pero con tal de que antes hubieran conmovido el tuyo. Que tu voz, te lo suplico, ablande los oídos de Augusto en favor mío, voz que suele servir de ayuda a los temblorosos acusados, y, con la dulzura acostumbrada de tu docta dicción, doblega el corazón de un hombre que se debe comparar con los dioses. No es a Teromedonte[853], ni al cruel Atreo[854] a quien tú debes implorar, ni a aquel que hacía de los hombres pasto de sus caballos[855], sino a un príncipe lento al castigo, pronto a la recompensa y que sufre cada vez que se ve obligado a ser severo; que venció siempre para poder perdonar a los vencidos[856] y cerró para siempre las puertas de la guerra civil[857]; que reprime mucho con el miedo al castigo y poco con el castigo mismo y cuya mano lanza rara vez rayos y en contra de su voluntad. Enviado, pues, como orador a tan benévolos oídos, pide que el lugar de mi destierro esté situado más cerca de la patria.

Yo soy aquel que te honró, a quien tu mesa festiva solía contemplar entre tus invitados[858]; aquel que dirigió el epitalamio ante vuestras antorchas nupciales y compuso versos dignos de vuestro afortunado matrimonio[859]; aquel cuyos libritos recuerdo que tú solías alabar, exceptuando aquellos que perjudicaron a su autor, y a quien a veces leías tus escritos, que él admiraba; yo soy aquel a quien fue entregada una esposa perteneciente a vuestra casa[860]. Marcia la estima y, queriéndola desde su más tierna edad, la cuenta entre sus amigas[861] y la tía materna del César la tuvo antes entre las suyas[862]; a la que ellas han juzgado digna, es porque es virtuosa. La misma Claudia, que valía más que su reputación, con los elogios de éstas no habría necesitado protección divina[863]. Yo también viví sin mancha los años pasados: la última parte de mi vida se ha de pasar por alto.

Pero por no hablar de mí, mi esposa es una carga para ti: no la puedes descuidar, si quieres que quede a salvo tu lealtad. Ella se refugia en torno a vosotros, abraza vuestros altares (cada uno se dirige con pleno derecho a los dioses a los que venera) y llorando suplica que, calmado el César con vuestras plegarias, la pira fúnebre de su esposo se halle más cerca.