A BRUTO
Esta carta que abre la colección de las Pónticas está dirigida a Bruto, uno de los pocos amigos que permanecieron fieles al poeta [827]. Al mismo personaje están dedicadas la III 9 y la IV 6. Este Bruto no parece tener ningún parentesco con M. Junio Bruto, el asesino de César, famoso orador y autor de varios tratados filosóficos [828], aunque Ovidio, en el verso 24, aluda a él. Se trata de un buen amigo y admirador del poeta, del que parece tener un busto en su biblioteca y un anillo con su retrato [829]. Por lo demás, se trata de un personaje casi desconocido, al que se ha querido identificar, tanto con Brutedio Bruto, famoso rétor, como con M. Junio Silano, pensando que Bruto fuera un pseudónimo. Ovidio envía a este amigo los tres primeros libros de Pónticas, por miedo a que no se autorice su entrada en las bibliotecas públicas; miedo basado, por supuesto, no en el contenido de estos poemas, sino en el nombre de su autor, y expresado ya antes en la primera elegía de las Tristes. Además, Bruto se encargaría de su edición, al igual que probablemente ocurrió con la de las Metamorfosis.
Esta epístola debió de ser compuesta entre los años 12 y 13 d. C., cuando ya llevaba Ovidio varios años en el destierro.
Nasón, que ya no es un habitante recién llegado de la tierra de Tomos, te envía esta obra desde el litoral gótico. Si dispones de tiempo, Bruto, recibe con hospitalidad estos librillos, que llegan de tierra extranjera, y guárdalos en el sitio que sea. Ellos no se atreven a entrar en las bibliotecas públicas [830], por miedo a que su autor les haya cerrado este acceso. ¡Ay! ¡Cuántas veces dije: «En verdad que no enseñáis nada indecente; id, está abierto aquel lugar a los castos versos»! A pesar de todo, no se acercan, sino que, como tú mismo ves, estiman más seguro ocultarse bajo un techo particular. ¿Buscas dónde puedes colocarlos sin dañar a ningún otro? Aquel lugar en el que estaba mi Arte [831] lo tienes libre. Tal vez, ante la propia novedad, preguntes para qué llegan. Recíbelos sean como sean, con tal de que no traten de amor. Aunque no llevan un título que incite a la compasión, comprobarás que no es menos triste esta obra que aquella que antes publiqué [832]. El argumento es el mismo, pero el título es diferente, y las cartas, al no ocultar el nombre, dan a conocer a quiénes van dirigidas. Y aunque vosotros no queréis esto, sin embargo no podéis impedirlo, y mi Musa, aun en contra de vuestra voluntad, viene a rendiros homenaje.
Sea lo que sea, añádela a las mías; nada impide que los hijos de un exiliado disfruten de Roma si observan las leyes. No tienes por qué temer: se leen los escritos de Antonio y el docto Bruto tiene a disposición las cajas [833]. Y no me voy a comparar, ¡loco de mí!, a tan grandes nombres: a pesar de todo, no he tomado las crueles armas contra los dioses. En fin, ninguno de mis libros está falto de homenaje al César, aunque él mismo no lo desea. Si tienes dudas acerca de mí, acepta las alabanzas a los dioses y, una vez borrado mi nombre, toma mi poema. Si en la guerra ayuda una rama de pacífico olivo, ¿no me va a servir de nada mencionar al autor de la paz[834]?. Cuando llevaba Eneas a su padre sobre su cuello, se dice que las mismas llamas le abrieron camino [835]. Mi libro lleva a un descendiente de Eneas, ¿y no se le abrirán todos los caminos? Y, además, éste es el Padre de la Patria [836], mientras que aquél, sólo fue el suyo. ¿Pues acaso hay alguien tan audaz que obligue a marchar del umbral al hombre de Faro, que agita con su mano el sistro sonoro[837]? Cuando el flautista canta con el curvo cuerno delante de la Madre de los dioses, ¿quién le niega el bronce de una pequeña moneda[838]? Sabemos que nada por el estilo sucede por orden de Diana[839]; sin embargo, su adivino tiene de qué vivir. Las mismas voluntades de los dioses mueven nuestras almas y no es nada vergonzoso estar dominado por tales creencias. He aquí que yo, en lugar del sistro y de la flauta de boj frigio, llevo los nombres sagrados de la Familia Julia. Como profeta os aconsejo: haced sitio al que lleva cosas sagradas; no lo pido para mí, sino para una gran divinidad, y no creáis que, porque he merecido o sufrido la cólera del Príncipe, él no quiere ser homenajeado por mí. Yo mismo he visto sentado ante los altares isíacos a uno que confesaba haber ofendido a la divinidad de Isis vestida de lino. Otro, privado de la vista por una falta semejante, gritaba en medio de la calle que lo había merecido [840]. Los dioses gustan de que se hagan en público tales declaraciones, que prueben con su testimonio cuánto poder tienen sus divinidades. Con frecuencia, alivian los castigos y devuelven la vista que quitaron, cuando ven que uno se ha arrepentido completamente de su falta.
¡Oh!, yo me arrepiento; si se puede confiar algo en un desgraciado, me arrepiento, y yo mismo me atormento por lo que he hecho. Por muy doloroso que me resulte el destierro, mi falta lo es aún más, y sufrir el castigo resulta menos doloroso que haberlo merecido. Aunque los dioses me sean favorables, de los que él es el más palpable, el castigo me puede ser retirado, pero mi sentimiento de culpa durará siempre. La muerte, cuando llegue, hará seguramente que deje de ser un desterrado, pero la muerte no hará también que yo no haya cometido una falta. No es, pues, de extrañar que mi alma deshecha se derrita, al modo del agua que destila de la nieve. Como la nave podrida es devorada por un carcoma invisible, como el agua salada del mar socava los acantilados, como el hierro abandonado es atacado por la mordaz herrumbre y como el libro archivado es devorado por la polilla, del mismo modo mi pecho sufre los continuos mordiscos de las preocupaciones, por las que será consumido sin fin. Estos tormentos no abandonarán mi alma antes que la vida, y el que sufre morirá antes que el propio dolor. Si los dioses, a quienes todo pertenece, me dieran crédito en esto, tal vez se me encontraría digno de recibir una modesta ayuda y sería trasladado a un lugar libre del arco de los escitas. Si pidiera más cosas, sería un desvergonzado.