A SU ESPOSA, RECORDÁNDOLE SU PROFUNDO Y PROLONGADO DOLOR
Elegía dedicada a su esposa, de fecha indeterminada, aunque en ella encontramos alusiones a la larga duración de su exilio (vv. 7-10). En ella Ovidio dice a Fabia hallarse bien físicamente, dentro de lo que cabe, pero las heridas que ha causado en su espíritu la condena del Emperador no han cicatrizado aún, ni lo harán hasta que éste reconsidere su decisión y le permita, al menos, abandonar aquel lugar inhóspito. Para ello es imprescindible que Fabia se ocupe de él, y Ovidio le reprocha no estar haciendo por su esposo todo lo que pudiera o, al menos, todo lo que él quisiera, quizás por miedo, por desconfianza… Por ello, Ovidio le recuerda que no ha de temer, pues Augusto había dado muestras de clemencia inusitada con sus enemigos. ¡Cuánto más las habría de dar con él, que no era reo de delito alguno de sangre!
¿Acaso cada vez que llega una nueva carta del Ponto palideces y la abres con mano temblorosa? Depon el miedo: estoy bien y mi cuerpo, antes incapaz de soportar las fatigas y enfermo, resiste y se ha endurecido vejado por el propio hábito. ¿O es que más bien no me estará permitido encontrarme débil? Mi espíritu, sin embargo, yace enfermo y no ha tomado fuerzas con el tiempo, y el estado de ánimo que tuve antes permanece, y las heridas, que creí que cicatrizarían con la demora y a su debido tiempo, me duelen como si fueran recientes. Sin duda, la añosa vejez es eficaz contra los pequeños males, mientras que a los grandes el tiempo les añade inconvenientes. Casi durante diez años completos el hijo de Peante[721] alimentó la herida mortal producida por una serpiente hinchada de veneno. Télefo habría perecido consumido por una gangrena continuada, si la mano que le dañó no le hubiese ofrecido ayuda[722]. Y si no cometí ningún delito, mi deseo es que aquel que me causó mis heridas tenga a bien aliviarlas y que, contento al fin ya con una parte de mi dolor, sustraiga un poco de agua de este mar lleno. Aunque mucho extraiga, mucho dolor quedará; y parte de mi pena será equivalente a toda ella. Cuantas conchas las playas, cuantas flores las amenas rosaledas, cuantos granos contiene la somnífera adormidera, cuantas fieras nutre la selva, cuantos peces nadan en el agua, cuantas son las plumas con las que el ave golpea el blando aire, otras tantas son las desventuras por las que me veo agobiado; de manera que, si intentara enumerarlas, sería como querer contar las gotas de agua del Mar de Icaria[723]. Aunque silenciara las peripecias del camino y los amargos peligros del mar, aunque silenciara las manos armadas contra mi destino, una tierra bárbara, la última del gran orbe, me retiene, un lugar rodeado por crueles enemigos.
Yo podría ser trasladado de aquí (puesto que mi culpa no es de sangre), si te preocuparas de mí como debieras. El dios[724], en el que está bien apoyado el poderío romano, fue con frecuencia un vencedor indulgente con sus enemigos. ¿Por qué dudas y temes lo seguro? ¡Acércate y suplícale! Nada hay en el inmenso orbe más clemente que el César.
¡Desdichado de mí! ¿Qué puedo hacer, si todos los más cercanos me abandonan? ¿También tú sustraes el cuello al quebrado yugo? ¿Adonde iré? ¿Dónde puedo buscar consuelo para mi difícil situación? Ya ningún ancla retiene mi nave. Tú verás; yo, por mi parte, aunque odioso, me acogeré al sagrado altar; éste no rechaza ningunas manos[725].