LA TRISTEZA DEL POETA
Elegía concebida como introducción a este último libro y que va dirigida, como tal, al lector, justificando una vez más el tono triste de su poesía.
Este librito, que procede también de las costas géticas, añádelo, admirador de mi poesía, a los cuatro míos enviados con antelación. Éste será también similar a la fortuna de su poeta: no encontrarás nada agradable en todo el poema. Así como es lamentable mi estado, de la misma manera lo es mi poesía, adaptándose lo escrito a su materia. Cuando aún no había sufrido daño alguno y era feliz, canté cosas alegres y juveniles; sin embargo, ahora me pesa haberlas compuesto. Desde mi caída, no hago otra cosa que proclamar mi repentina desgracia, y yo mismo soy 10 autor de mi propio argumento, y, así como se dice que el ave del Caístro [709], echado a la ribera, llora su muerte con canto desfalleciente, de la misma manera, yo, arrojado lejos hasta las costas sármatas, trato de que la muerte no me llegue en silencio.
Si alguno busca diversión y poemas licenciosos, le advierto que no tiene por qué leer estos escritos. Más apropiado le resultará a éste Galo [710], o Propercio [711], de dulce palabra, o Tibulo[712], ingenio afable. ¡Ojalá que yo no hubiera estado incluido entre esa clase de poetas! ¡Ay de mí! ¿Por qué mi Musa bromeó alguna vez? Pero sufrí el castigo y aquel cantor del aljabado Amor está lejos, en los confines del escítico Histro. Por lo demás, he vuelto mi inspiración a poemas de interés general y le he ordenado que se acordara de su nombre.
Pero si alguno de vosotros me pregunta por qué canto tantos temas tristes, sepa que tuve que soportar muchas cosas lamentables. No compongo estos poemas con inspiración ni con arte: el tema está inspirado en mis propias desgracias. ¿Y qué parte de mi desventura hay en mi poesía? ¡Afortunado aquel que sufre males que puede contar! Cuantos arbustos tienen las selvas, rubias arenas el Tíber y muelles hierbas el campo de Marte, otras tantas desgracias he tenido que soportar, para las que no hay remedio ni descanso alguno, si no es en el estudio y compañía de las Piérides [713]. «¿Cuándo pondrás fin, Nasón, a tu llorosa poesía?», me preguntas. El mismo límite que tenga esta mi desventura. Ella me suministra, como de una fuente, abundante motivo para mis quejas y esas palabras no son mías sino de mi destino.
Pero si me devolvieras la patria junto con mi querida esposa, estaría alegre mi rostro y sería el que antes fui;
si la cólera del invicto César se aplacara para conmigo, entonces te daría poemas llenos de alegría. Sin embargo, mis escritos no volverán a chancear, como lo hicieron ya antes: es suficiente con que una vez se hayan pasado en mis frivolidades. Cantaré lo que él[714] personalmente apruebe, con tal de que, aliviado en parte mi castigo, pueda huir de la barbarie y de los duros getas. Entre tanto, ¿qué otra cosa, sino tristeza, contendrán mis librillos? Va bien esa flauta a mis funerales.
«Pero podías —me replicas— soportar mejor los males callando y disimular en silencio tus desgracias». ¿Exiges que ningún lamento acompañe a la tortura y me prohíbes que llore a pesar de haber recibido una gran herida? El propio Fálaris permitió dar mugidos en el bronce de Perilo y quejarse con voz de buey[715]. Siendo así que Aquiles no se ofendió con las lágrimas de Príamo[716], ¿tú, más cruel que un enemigo, tratas de impedir mi llanto? Aun cuando los hijos de Latona privaron a Níobe de su prole [717], no le ordenaron, sin embargo, tener secas las mejillas. De algo sirve aliviar por medio de palabras la inexorable desventura. Esto es lo que hace quejosas a Procne[718] y Alcíone[719]; por esto era por lo que el hijo de Peante[720] fatigaba con su voz las rocas de Lemnos en su gélida gruta. El dolor encerrado ahoga y hierve por dentro y se ve obligado a multiplicar sus fuerzas. Perdóname, más bien, o quita de en medio todos mis librillos, lector, si te molesta lo que a mí tanto bien me hace. Pero esto no puede dañarte y mis escritos no fueron perniciosos para nadie excepto para su autor.
«Pero son malos», lo confieso. ¿Quién te obliga a leer malos versos o quién te prohíbe, si te sientes engañado, dejar los que ya has tomado para leer? Ni yo los voy a enmendar, sino que se deben leer como aquí han sido compuestos; no son ellos más bárbaros que el lugar en que han sido creados y Roma no debe compararme con sus poetas: entre los sármatas soy un hombre de ingenio. En fin, yo no busco ninguna gloria ni la fama que suele estimular los ingenios. No quiero consumir mi alma con continuas preocupaciones, que, no obstante, irrumpen y penetran a donde se les ha prohibido.
Os he dado a conocer la razón por la que escribo. ¿Me preguntáis por qué envío ahí mis poemas? Es que deseo estar con vosotros, sea como sea.