ELEGÍA AUTOBIOGRÁFICA
«Esta elegía es la mejor fuente autobiográfica de Ovidio, enturbiada a veces por la imprecisión retórica o la deliberada oscuridad del hombre infortunado», escribe M. Dolç[674]. Y en verdad que es así: aquí tenemos noticias sobre el nacimiento del poeta, sobre su patria, Sulmona, sobre la situación social de su padre, referencias a su hermano, a sus tres mujeres, a su cursus honorum, a los poetas contemporáneos y, por último, el convencimiento del poeta de que su fama perduraría a través del tiempo.
La excesiva presencia de los elementos retóricos y, sobre todo, el tono vulgar y burgués a la vez de los recuerdos autobiográficos del poeta merecieron un juicio tal vez demasiado negativo por parte de H. Fränkel[675]. Por su parte, E. Paratore ha hecho un profundo análisis literario del poema, en el que, efectivamente, ha encontrado excesivos artificios retóricos, que le hacen en ocasiones resultar oscuro[676], pero tampoco faltan toques de auténtico y profundo lirismo: junto con la famosa elegía 3.a del libro I de las Tristes, se trata, probablemente, de una de las más elaboradas de toda la colección del destierro. Y ya antes, P. Fargues[677] había insistido en el carácter sincero y auténtico de los datos autobiográficos que el poeta nos suministra.
Por otra parte, el hecho de que esta elegía cierre el libro IV de las Tristes, hace pensar que Ovidio, en un principio, proyectara escribir sólo cuatro libros de ellas, como ocurrió luego en las Pónticas, y que esta elegía sería algo así como el testamento autobiográfico que el poeta quería transmitir a la posteridad.
Escúchame, posteridad, para que sepas quién fui yo, aquél célebre cantor de los tiernos amores, al que estás leyendo.
Mi patria es Sulmona[678], muy rica en aguas frescas y que dista noventa millas de Roma. Allí nací yo, concretamente (para que conozcas la fecha) cuando ambos cónsules cayeron víctimas de un mismo sino[679]. Por si esto vale algo, soy un viejo heredero del orden ecuestre desde mis bisabuelos y no he sido nombrado caballero recientemente por un don de la fortuna[680]. Ni fui el primogénito, sino que nací cuando ya lo había hecho un hermano mío, que había nacido doce meses antes[681]. El mismo día fue testigo del nacimiento de los dos y un solo día era festejado con la ofrenda de dos pasteles: ese día es, de los cinco festivos dedicados a la armígera Minerva, el primero que suele ensangrentarse con la lucha[682].
Nuestra formación comenzó ya desde nuestra primera infancia y, por interés de mi padre, fuimos a Roma a seguir las lecciones de maestros insignes por sus conocimientos[683]. Mi hermano, nacido para los esforzados combates del locuaz Foro, se sentía atraído desde tierna edad hacia el arte de la elocuencia. A mí, sin embargo, ya desde niño me gustaban los misterios celestes y la Musa me arrastraba en secreto hacia su trabajo. A menudo me dijo mi padre: «¿Por qué intentas un estudio sin provecho? El propio Meónida[684] no legó fortuna alguna». Me habían convencido sus palabras y, abandonando por completo el Helicón[685], intentaba escribir palabras desprovistas de ritmo. Espontáneamente, el poema tomaba su ritmo apropiado y todo aquello que intentaba escribir era verso.
Entre tanto, transcurriendo los años con paso tácito, mi hermano y yo tomamos la toga viril[686] y sobre nuestros hombros vestimos la púrpura con laticlavo[687] y permanecen las aficiones que antes teníamos. Ya había alcanzado mi hermano los veinte años de edad, cuando murió y comencé a sentirme privado de una parte de mí mismo.
Obtuve también los primeros honores de la juventud y durante un cierto tiempo fui uno de los triunviros[688]. Me faltaba el Senado, pero reduje la anchura de mi púrpura: esa carga era superior a mis fuerzas; ni mi cuerpo aguantaba, ni mi espíritu estaba preparado para ese trabajo, y yo huía deja tentadora ambición; además, las hermanas Aonias[689] me invitaban a buscar distracciones tranquilas, siempre preferidas por mi gusto.
Traté y apoyé a los poetas de aquella época y en todos los hombres inspirados que tenía delante yo creía ver dioses. Macro, algo mayor que yo, me leyó con frecuencia sus poemas sobre los pájaros, sobre las serpientes peligrosas y sobre las hierbas benéficas[690]. Frecuentemente también Propercio acostumbró a recitarme sus poemas amorosos debido a la amistad que nos unía[691]. Póntico, célebre por sus versos heroicos[692], y Baso, por sus yambos[693], fueron amables miembros de mi convivencia; el melodioso Horacio cautivó mis oídos, mientras entonaba cultos poemas con la lira ausonia[694]. A Virgilio lo conocí sólo de vista y a Tibulo no le dio el avaro destino tiempo de ser mi amigo[695]. Éste fue tu sucesor, Galo, y Propercio el suyo, y de éstos yo mismo fui el cuarto en el orden temporal [696]. Y así como yo honré a los poetas que eran mayores que yo, lo mismo hicieron conmigo los que eran menores y mi Talía no tardó en ser conocida[697]. La primera vez que leí en público mis poemas de juventud, apenas si había rasurado mi barba una o dos veces. Había inspirado mi ingenio poético aquella a la que canté por toda la ciudad y llamé con el falso nombre de Corina[698]. En verdad, escribí muchos versos, pero todos aquellos que me parecieron malos, los arrojé al fuego para que los enmendara. Incluso entonces, cuando iba a partir para el exilio, quemé algunos versos[699] que habrían gustado, indignado con mi afición y con mis poemas.
Mi corazón era tierno, vulnerable a los dardos de Cupido y al que podía conmover cualquier pequeño motivo. Con todo, a pesar de ser así y encenderme con el menor fuego, no circuló ninguna habladuría a cuenta mía. Siendo casi un niño, se me dio una esposa ni digna ni útil[700], que estuvo desposada conmigo por poco tiempo. Le sucedió otra que, aunque irreprochable, no había de durar tampoco mucho tiempo en mi lecho[701]. La última, que ha permanecido conmigo hasta los últimos años, ha soportado ser la esposa de un marido exiliado. Mi hija, madre por dos veces en su primera juventud, aunque no de un solo marido, me hizo abuelo[702]. Ya mi padre había cumplido su destino, habiendo añadido nueve lustros a otros nueve[703]. No de otro modo lo lloré que como lo hubiera hecho él si me hubiera perdido a mí. Poco después tributé las honras fúnebres a mi madre. ¡Dichosos los dos y sepultados a tiempo, ya que murieron antes del día de mi castigo! ¡Dichoso también yo, puesto que soy desgraciado ahora que ellos no viven y porque no tuvieron que lamentarse por mi causa! Con todo, si algo más que los nombres queda de los muertos y una tenue sombra huye de las piras ya levantadas, si hasta vosotras, sombras de mis padres, ha llegado alguna noticia sobre mí y mis delitos se evocan en el foro estigio[704], sabed, os lo suplico (pues no me es lícito engañaros) que el motivo del exilio que se me ha impuesto es un error, no un delito. ¡Esto es bastante para los Manes! A vosotros me vuelvo, espíritus solícitos, que indagáis los actos de mi vida.
Ya, pasados los mejores años, me había llegado la canicie y se había mezclado con mis antiguos cabellos. Desde mi nacimiento, el caballero vencedor, coronado con el olivo de Pisa, había obtenido por diez veces el premio[705], cuando la ira del Príncipe ofendido me ordena dirigirme a Tomos, situado en la ribera occidental del Mar Euxino. El motivo de mi perdición, bastante conocido por todos, no debe ser testimoniado por mí. ¿Para qué me voy a referir a la injusticia de mis amigos y a la perfidia de mis servidores? He tenido que soportar muchas cosas más duras que el propio destierro. Mi espíritu se indignó de someterse a esas vejaciones y, sirviéndose de sus propias fuerzas, se mantuvo invicto; y olvidándome de mí mismo y de una vida vivida tranquilamente, empuñé armas extrañas impuestas por las circunstancias y tuve que arrostrar tantas desgracias por tierra y por mar como estrellas hay entre el polo visible y el invisible. Por fin, tras largo errar, alcancé las costas sármatas, vecinas de los aljabados getas. Aquí, aunque las armas de los pueblos vecinos resuenan a mi alrededor, trato de aliviar como puedo mi triste destino con la poesía, y aunque no hay aquí nadie a cuyos oídos pueda recitársela, sin embargo, de este modo voy pasando y engañando el tiempo.
Así pues, si yo continúo con vida, si resisto las duras penalidades y no me embarga el hastío hacia una vida angustiada, es gracias a ti, Musa. Pues tú me ofreces consuelo, tú vienes como descanso y remedio de mis preocupaciones; tú eres mi guía y mi compañera; tú me apartas del Histro y me proporcionas un puesto en medio del Helicón. Tú (cosa rara) me has dado en vida un nombre ilustre, que la fama suele dar después de la muerte. Ni la envidia, que suele denigrar todo lo contemporáneo, ha mordido ninguna de mis obras con su inicuo diente. Pues, aunque nuestra época ha producido grandes poetas, la fama no fue maligna con mi ingenio, y, a pesar de que yo pongo a muchos por delante de mí, no soy considerado inferior a ellos y soy muy leído en todo el mundo. Y si los presagios de los vates tienen algo de verdad, desde el momento en que muera no seré, tierra, tuyo en adelante. Sea que yo haya obtenido este renombre por tu favor o por mi poesía, es de justicia, amable lector, que te dé las gracias [706].