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A SU ESPOSA FABIA

Es muy probable que esta elegía fuera una especie de contestación a una carta de Fabia, por la que el poeta se hacía sabedor de los sufrimientos de su buena esposa en Roma, a causa de su condición de esposa de un desterrado. De todos modos, la ficción poética se mezcla con los datos reales y es difícil deslindar hasta dónde llega lo real o lo ficticio en este poema. Igualmente, la elegía está salpicada de elementos y motivos mitológicos, muy del gusto ovidiano.

Osas Mayor y Menor, de las cuales una guiáis las naves griegas y la otra las fenicias y ninguna de las dos os mojáis en el mar[612], ya que vosotras lo contempláis todo, desde vuestro puesto en lo más alto de la bóveda celeste, sin penetrar en las aguas marinas occidentales, y vuestro círculo, ciñendo con su abrazo el etéreo alcázar, se mantiene en lo alto, lejos de la tierra, sin tocarla, mirad, os ruego, las murallas que en otro tiempo, según se dice, saltó no muy correctamente Remo, el hijo de Ilia[613] y dirigid vuestros rostros brillantes hacia mi esposa y contadme si se acuerda o no de mí. ¡Ay de mí! ¿Por qué temer? Indago lo que es evidente. ¿Por qué mi esperanza está abatida con una mezcla de temor y de duda? Cree que es como tú quieres y deja de temer lo que está seguro, y de su fidelidad inquebrantable ten una fe firme, y lo que los astros fijos en el polo no te pueden decir, dítelo tú con voz que no va a mentir: que aquella que constituye tu máxima preocupación se acuerda de ti y guarda tu nombre en su corazón, que es lo único que puede hacer. Ella conserva grabados tus rasgos como si estuvieras presente y apartada lejos de ti, si es que aún vive, te ama. ¿Acaso, cuando tu mente enferma se halla postrada por un justo dolor, el dulce sueño no huye de tu pecho que no olvida? ¿Te asaltan las preocupaciones precisamente entonces, cuando nuestro lecho y el lugar que yo ocupaba en él te conmueven y no te permiten olvidarte de mí, y llegan las dudas y la noche parece interminable y te duelen los cansados huesos de tu agitado cuerpo?

No dudo, en verdad, de que estas y otras cosas suceden, ni de que tu amor da pruebas de un desolado dolor, ni de que tú no estás menos atormentada que cuando la tebana vio que el ensangrentado Héctor era arrastrado por el carro tesálico[614]. Con todo, yo mismo no sé qué pedir ni puedo decir qué sentimientos querría que tuvieses tú. ¿Estás triste? Me indigno de ser el causante de tu dolor. ¿No lo estás? Deberías ser digna del marido que has perdido.

Duélete, pues, tú de tus desgracias, dulcísima esposa. Vive triste tu vida a causa de mis males y llora mis desventuras: el llorar produce un cierto placer; con lágrimas, el dolor se sacia y se quita. Y ¡ojalá no debieses llorar mi vida sino mi muerte!, pues con mi muerte hubieses quedado sola. Este espíritu mío hubiese volado asistido por ti a sus aires patrios; tus piadosas lágrimas hubieran bañado mi cuerpo; y el último día tus dedos hubiesen cerrado mis ojos, mientras contemplaban un cielo conocido, mis cenizas hubieran descansado depositadas en la tumba de mis antepasados y la tierra que toqué al nacer guardaría mi cuerpo[615]; y, en fin, hubiese muerto sin tacha, tal y como he vivido. Ahora, sin embargo, mi vida se ve obligada a avergonzarse de su castigo.

¡Desgraciado de mí, si tú, cuando te llaman esposa de un desterrado, vuelves el rostro y te sube el rubor a la cara! ¡Desgraciado de mí, si tomas como una vergüenza el ser considerada mi esposa! ¡Desgraciado de mí, si ya te avergüenzas de ser mía! ¿Dónde está aquel tiempo en que te solías jactar de tu esposo y no disimulabas su nombre? ¿Dónde está el tiempo en que (a no ser que no quieras que eso se cuente) te agradaba (lo recuerdo) que se te llamara y ser mi esposa? Y como es propio de una mujer honesta, yo te agradaba con toda clase de cualidades: tu amor parcial añadía muchas a las reales. Ni había otro hombre al que antepusieras (¡así te parecía yo de importante!) o que prefirieras que fuera el tuyo. Tampoco ahora te avergüences de estar casada conmigo; y de aquí debe estar ausente la vergüenza, no el dolor. Cuando el temerario Capaneo cayó víctima de un repentino rayo, ¿acaso lees en algún lugar que Evadne se avergonzara de su marido[616]? Ni porque el rey del mundo contuviera fuego con fuego, el propio Faetonte debía ser negado por los suyos[617]. Ni Sémele resultó extraña para su padre Cadmo porque pereciera a causa de sus ambiciosas preces[618]. Del mismo modo, porque yo haya sido herido por los crueles rayos de Júpiter[619], no te vaya a aflorar en tu delicado rostro el purpúreo pudor. Más bien, preocúpate de defenderme, séme modelo de buena esposa y compensa con tus virtudes la triste suerte: la elevada gloria va por un camino abrupto. ¿Quién conocería a Héctor, si Troya hubiese sido afortunada? El camino de su valor se abrió a través de las desgracias de su pueblo. Tu arte, Tifis, no serviría de nada si no hubiera tempestades en el mar[620]. Si los hombres estuvieran bien de salud, tu arte, Febo, sería inútil[621]. La virtud, que está oculta e inactiva y pasa desapercibida en la prosperidad, aparece y se afirma en el infortunio. Mi suerte te ofrece la ocasión de conseguir gloria y te brinda la oportunidad de que tu piedad conyugal tenga la cabeza alta y bien a la vista. Aprovecha la ocasión, gracias a la cual se te ofrecen y se te abren amplias posibilidades de que te alaben.