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EL TRIUNFO ROMANO SOBRE GERMANIA

Elegía escrita en un momento de moral elevada del poeta, producida, tal vez, por la esperanza que éste tenía depositada en el joven Germánico, tanto por sus condiciones de buen general, como porque Ovidio alimentaba la idea de que este gran Príncipe le conseguiría una especie de amnistía para su condena. El poema debió de escribirse, pues, en la época en que Tiberio y Germánico habían recibido el encargo por parte de Augusto de vengar la vergonzosa derrota de Varo (el 9 d. C.), hecho que debió de ocurrir a finales del 10 o comienzos del 11 d. C. El 11 Tiberio atravesó el Rin, si bien se mantuvo durante todo el verano de ese afto en las márgenes del río. Ese mismo año encontramos ya a Germánico mandando una parte del ejército romano, pero a partir del 13 Germánico asume enteramente el mando de la campaña en Germania, campaña que recomenzó con una intensidad especial tras la muerte de Augusto en agosto del 14 y que prosiguió hasta el triunfo total de Germánico en mayo del 17.

Es probable que la fiera Germania, doblando su rodilla, se haya sometido ya vencida, como el resto del mundo, a los Césares[602], y tal vez los majestuosos palacios[603] estén cubiertos de guirnaldas[604] y el incienso crepite en el fuego oscureciendo el día, y la blanca víctima herida en el cuello por el golpe del hacha caiga sobre el suelo con su purpúrea sangre, y es posible que los dos Césares vencedores se apresten a presentar las ofrendas prometidas en los templos de los dioses amigos, así como los jóvenes que crecen a la sombra del nombre de César[605], para que esa casa gobierne por siempre el mundo, y tal vez Livia, en compañía de las virtuosas esposas de sus nietos[606], esté ofreciendo, en favor de la salud de su hijo[607], las ofrendas que ella hará con frecuencia a los dioses merecedores de las mismas, y junto con ella las matronas y aquellas que sin tacha alguna conservan el fuego sagrado con una perpetua virginidad[608]; y tal vez el pueblo honesto se regocije y con él el Senado y el orden ecuestre, del que yo era poco ha una pequeña parte.

A mí, desterrado aquí lejos, se me escapan estos gozos públicos y desde tan lejos no me llega sino un pequeño rumor. Así pues, todo el pueblo podrá contemplar los triunfos, y junto con los títulos de los jefes leerá las ciudades conquistadas y verá a los reyes, portando en el cuello las cadenas de la cautividad, marchar por delante de los coronados caballos, y verá a unos con el rostro descompuesto por la adversidad y a otros con expresión terrible y como olvidándose de su condición. Parte del pueblo indagará los motivos, los hechos y los nombres y otra parte los contará, aunque los conozca poco: «Éste, que resplandece altivo envuelto en púrpura sidonia, era el general en jefe, aquél su lugarteniente. Éste, que ahora tiene fija en el suelo su mirada digna de compasión, no tenía el mismo aspecto cuando portaba las armas. Aquél, de aspecto fiero y que aún destella miradas hostiles, fue el instigador y consejero de la guerra. Éste, que cubre con largos cabellos su escuálido rostro, encerró pérfidamente a los nuestros en terrenos engañosos. El que le sigue dicen que es el sacerdote que sacrificaba las víctimas humanas capturadas a un dios que las rehusaba con frecuencia. Este lago, estas montañas, todos estos fortines, todos estos ríos estaban llenos de una cruel matanza, llenos de sangre. En estas tierras mereció en otro tiempo su sobrenombre Druso[609], que fue un buen vástago digno de su padre[610]. Éste, con los cuernos rotos, mal cubierto por la verde ova y descolorido por su propia sangre, era el Rin. Mira, también es llevada la imagen de Germania, con los cabellos sueltos, desolada y sentada a los pies de un jefe invicto, y, ofreciendo su animoso cuello al hacha romana, lleva cadenas en la mano en que llevó las armas». Por encima de éstos, serás llevado, ¡oh César!, en triunfante carro, vestido de púrpura, según el ritual, y a la vista de tu pueblo, y por donde pases recibirás el aplauso de los tuyos y por doquier el camino estará cubierto de flores arrojadas a tu paso. Con las sienes ceñidas por el laurel de Febo, los soldados gritarán: «¡Ío, Ío! ¡Triunfo!». Tú mismo verás que, debido al griterío, a los aplausos y al canto ensordecedor, los caballos de tu cuadriga se resisten con frecuencia a avanzar. Después, te dirigirás a la ciudadela y a los templos propicios a tus votos y ofrecerás a Júpiter el laurel prometido y merecido[611].

Yo, relegado, veré todo esto de la única manera que puedo, con mi imaginación: ella tiene derecho al lugar que se me ha quitado; ella recorre libremente inmensas extensiones de tierra y llega hasta el cielo en rápido viaje; ella lleva mis ojos hasta el centro de Roma y no consiente que permanezcan ajenos a tanta felicidad; y mi ánimo encontrará el lugar por donde poder contemplar los carros de marfil; así, al menos, estaré unos momentos en mi patria.

Sin embargo, el pueblo feliz gozará de auténticos espectáculos y la multitud presente estará alegre en compañía de su Príncipe. Por mi parte, sólo con la imaginación y con oídos bastante apartados es como podré percibir este goce, y apenas habrá quien, enviado desde el lejano Lacio hasta el otro extremo del mundo, me cuente todas esas cosas a mí, que estoy ansioso por conocerlas. Además, ése me contará tarde un triunfo ya antiguo: a pesar de todo, en el momento en que lo escuche, estaré alegre. Llegará el día en que me quite el luto, y los intereses públicos prevalecerán sobre los míos particulares.