EL POETA ENTRE LOS GETAS
Como decíamos hace un momento, en la breve introducción al libro IV, esta primera elegía hace de prólogo de todo el libro y, como ya ocurriera en libros anteriores [591], gira en torno al papel del poeta. En el presente caso, a la vez que se piden disculpas por la escasa calidad de sus poemas del destierro, debido a las circunstancias en que éstos han sido compuestos, se resalta el importante papel que la labor poética tiene como consuelo y distracción en la vida de un desterrado.
Si algunas imperfecciones hubiera, como las habrá, en mis libritos, excúsalas, lector, en atención a sus circunstancias. Estaba exiliado y busqué el descanso, no la fama, a fin de que mi mente no estuviese tan absorta en sus desgracias. Esta es la razón por la que también canta el condenado a cavar sujeto con grillos, cuando suaviza con una rústica melodía su penoso trabajo. Canta también, apoyándose en la limosa arena y con el cuerpo inclinado hacia adelante, aquel que arrastra contra corriente la lenta balsa; y aquel que lleva y trae al pecho los flexibles remos[592], a la vez que los demás remeros, bate el agua con el impulso rítmico de sus brazos. Cuando el pastor fatigado se apoya sobre el bastón o se sienta sobre la roca, deleita a sus ovejas con el canto de la flauta. El quehacer de la esclava, que canta a la vez que hila la tarea encomendada, se engaña y olvida. Se dice que, entristecido Aquiles al serle arrebatada la joven de Lirneso, alivió sus cuitas con la lira hemonia [593]. Orfeo, mientras atraía con su canto a las selvas y las duras rocas, estaba afligido por haber perdido dos veces a su esposa[594].
También a mí, que voy a los lugares del Ponto que se me han impuesto, me consuela la Musa: ella es la única compañera de destierro que me ha quedado; es la única que no teme las emboscadas, ni la espada del soldado síntico[595], ni el mar, ni los vientos, ni la barbarie. Sabe también, en el momento en que se produjo mi ruina, qué error me engañó y que en mi actuación hubo culpa pero no delito; seguramente por esto mismo hoy me es favorable, porque en otro tiempo me fue nociva, cuando fue acusada conmigo de un delito común.
Verdaderamente querría, ya que habrían de perjudicarme, no haber puesto mis manos en los misterios de las Piérides [596]. Pero ahora, ¿qué puedo hacer? La fuerza misma de su culto me posee y, como un loco, amo la poesía que me ha herido. Así el desconocido loto, saboreado por el paladar duliquio, fue con su sabor al mismo tiempo agradable y nocivo[597]. El amante casi siempre siente lo que le hace daño y, sin embargo, se apega a ello y persigue el objeto de su falta. A mí también mis libritos, aunque me han hecho daño, me deleitan, y amo el arma que me causó las heridas. Acaso esta afición puede parecer locura, pero esta locura tiene una cierta utilidad: evita que mi mente esté siempre ocupada en la contemplación de sus desgracias y le hace olvidar su suerte actual. Y así como la bacante herida no siente su dolor, mientras se halla delirante tras haber prorrumpido en alaridos con ritmos ideos[598], del mismo modo cuando mi pecho arde, excitado por el verde tirso, mi espíritu se halla muy por encima de las desgracias humanas. No siente éste ni el exilio, ni las costas del Ponto escítico, ni la cólera de los dioses; y como si bebiera copas de la soporífera Lete[599], así se aleja de mí el sentido de la adversidad. Con justicia venero, pues, a las diosas que alivian mis males, que han venido solícitas desde el Helicón[600] como compañeras de mi destierro, y que se han dignado, en parte por mar y en parte por tierra, seguir mis huellas en nave o a pie. Ruego que éstas, al menos, me sean propicias, ya que la restante muchedumbre de los dioses está de parte del gran César, y me colman de tantas desgracias como arenas tiene la playa, peces el mar y huevos el pez.
Antes podrías contar las flores en primavera, las espigas en verano, los frutos en otoño y los copos de nieve en invierno, que los males que yo sufro zarandeado por el mundo entero[601], mientras me dirijo, ¡desdichado de mí!, a los siniestros litorales del Ponto Euxino. Ni se vaya a pensar que, desde que llegué, se ha hecho más llevadera mi mala fortuna: también hasta aquí ha seguido el destino mi camino; aquí también conozco los hilos de mi natalicio, hilos hechos para mí de negro vellón. Y sin referirme a los riesgos y peligros que corre mi vida, reales en verdad, pero más difíciles de creer, ¡qué desgracia es vivir entre los besos y los getas para aquel que siempre estuvo en boca del pueblo! ¡Qué desgracia es proteger su vida con una puerta y una muralla y apenas hallarse defendido por las fuerzas del lugar!
Joven huí de los duros combates de la milicia y no he manejado armas con mi mano sino para jugar; ahora, ya anciano, tengo la espada en el costado, el escudo en la mano izquierda y el yelmo sobre mis blancos cabellos. Pues tan pronto como el centinela da la señal de alarma desde lo alto de su atalaya, tomamos inmediatamente las armas con mano temblorosa. El enemigo, armado con arcos y flechas envenenadas, ronda las murallas con ademán terrible sobre su jadeante caballo; y así como el lobo raptor lleva arrastrando por sembrados y bosques a la oveja que no se refugió en el redil, de la misma manera el bárbaro enemigo captura a aquel que encuentra en el campo por no haberse puesto aún al abrigo de las puertas: o es llevado prisionero encadenado por el cuello, o muere de una flecha envenenada.
Aquí es donde yo, nuevo habitante de este inquieto lugar de residencia, me escondo: ¡ay, curso demasiado lento de mi destino! Y, sin embargo, la Musa, que me visita en medio de tantas desgracias, me ayuda a volver a los versos y a su antiguo culto. Pero ni hay nadie a quien recite mis poemas ni quien entienda con sus oídos palabras latinas. Yo mismo (pues ¿qué otra cosa puedo hacer?) escribo y leo para mí, y mis escritos están a salvo de la crítica. Sin embargo, me dije a menudo: «¿Para quién trabaja ahora este afán? ¿Es que van a leer mis escritos los sármatas o los getas?». Muchas veces lloré también al escribir y las letras se humedecieron con mi llanto; mi corazón siente sus antiguas heridas como nuevas y sobre mi seno resbala una lluvia de afligidas lágrimas. Cuando por mi cambio de suerte recuerdo quién soy y quién fui y pienso a dónde y de dónde me ha llevado el azar, con frecuencia mi mano, arrebatada por la locura y airada con sus aficiones y consigo misma, echó mis poemas al fuego con la intención de quemarlos. Y así, puesto que de los muchos versos que había no quedan más que unos pocos, cuando leas éstos, quienquiera que seas, hazlo con benevolencia. Tú también, Roma, prohibida para mí, admite como bueno este poema, que no es mejor de lo que lo son las circunstancias en que vivo.