A UN DETRACTOR
El destinatario de esta elegía parece ser el mismo individuo al que más tarde atacará Ovidio en su Contra Ibis, especie de delator o abogado especializado que se empeñaba en conseguir la confiscación de los bienes del poeta. Esta elegía debe de ser anterior al poema panfletario, que se fecha aproximadamente entre el 10 y el 12 d. C.
Quienquiera que seas, malvado, tú que eres capaz de insultarme en medio de mis desgracias y de acusarme de forma sanguinaria y sin fin, seguramente has nacido de peñascos y te has alimentado de leche de fiera y diría que tienes un corazón de piedra. ¿Qué paso ulterior queda aún adonde pueda llegar tu cólera? ¿O qué ves que falte a mis males? Una tierra bárbara, los inhóspitos litorales del Ponto y la Osa Menalia[558] con su Bóreas me contemplan. No puedo mantener conversación alguna con ese pueblo salvaje: un inquieto temor reina por todas partes. Y así como tiembla el ciervo fugaz al ser atrapado por voraces osos o la corderilla cercada por montaraces lobos, así yo, rodeado por doquier por pueblos belicosos, me siento aterrado por un enemigo que casi oprime mi costado. Y aunque el verme privado de mi querida esposa, de mi patria y de todos mis seres queridos fuera un pequeño castigo; aunque no sufriera otro mal que la sola cólera del César, ¿es pequeña desgracia para mí la simple cólera del César?
Y sin embargo hay alguien que trata de reavivar mis heridas aún sangrantes y abre su elocuente boca contra mi comportamiento. En una causa fácil cualquiera puede ser elocuente y se necesitan muy pocas fuerzas para derribar lo que está en ruinas. Socavar fortalezas y murallas que se mantienen firmes constituye una prueba de valor, pero, por muy cobarde que uno sea, puede empujar con su cuerpo lo que ya ha comenzado a caer. Yo ya no soy el que fui. ¿Por qué pisoteas una vana sombra? ¿Por qué atacas con piedras mis cenizas y mi hoguera? Héctor era propiamente él cuando combatía en la guerra; pero no era el mismo Héctor atado a los caballos hemonios[559]. Recuerda que tampoco yo soy aquel que un día conociste: de aquel hombre no queda más que esta sombra. ¿Por qué, feroz, atacas una sombra con palabras mordaces? ¡Deja, te lo ruego, de perturbar a mis Manes!
Aun cuando pienses que todas las acusaciones que se me hacen son verdaderas y que no hay en ellas nada que te haga pensar más en una equivocación que en un delito, héme aquí proscrito (¡sacia tu odio!), pagando un duro castigo tanto por el exilio como por el lugar del mismo. Mi suerte puede parecer a un verdugo digna de llanto y, sin embargo, sólo a juicio tuyo está aún poco hundida.
Eres más cruel que el funesto Busiris[560], más cruel que aquel que tostó a fuego lento un simulacro de buey[561] y que aquel que, según se cuenta, regaló el buey al tirano de Sicilia y recomendó su invento con las siguientes palabras[562]: «En este regalo, oh rey, su utilidad es mayor que su aspecto y mi obra no ha de ser apreciada sólo por su belleza. ¿Ves por el lado derecho este costado del toro que se puede abrir? Por aquí habrás de arrojar al que vayas a aniquilar. Enseguida, una vez encerrado dentro, quémalo lentamente con carbones: mugirá y su voz será como la de un auténtico buey. Por este invento, a fin de devolver presente por presente, dame, te lo ruego, una recompensa digna de mi ingenio». Así habló. Pero Fálaris le dijo: «¡Admirable inventor de este castigo, estrena personalmente tú mismo tu obra!». Y sin detenimiento, cruelmente quemado por el fuego tal y como él mismo había indicado, exhaló de su gimiente boca un doble sonido.
¿Pero qué tengo yo en común con los sículos aquí entre los escitas y los getas? A ti, quienquiera que seas, se dirige mi queja. Y para que puedas saciar tu sed con mi sangre y sentir en tu ávido corazón todo el gozo que quieras, he sufrido en mi huida tantos males por tierra y tantos por mar, que de sólo oírlos pienso que podrías sufrir tú también. Créeme, si Ulises fuera comparado conmigo, la cólera de Neptuno fue menor que la de Júpiter[563].
Por tanto, quienquiera que seas, no renueves las acusaciones contra mí y quita tus crueles manos de mi profunda herida; y para que el olvido atenúe la fama de mi culpa, deja que mis hechos cicatricen; y pensando en la humana fortuna, que a los mismos ensalza y abate, teme tú mismo sus inciertas vicisitudes. Y ya que te preocupas muchísimo por mis asuntos (cosa que nunca pensé que pudiera suceder), no tienes por qué temer: mi suerte es muy desgraciada; la cólera del César lleva consigo todos los males. Y para que esto resulte más evidente y no creas que es invención mía, querría que tú mismo probases mi castigo.