A UN VIEJO Y BUEN AMIGO
No sabemos quién es el destinatario de esta elegía, si bien parece que se podría tratar de Curcio Ático, aunque tampoco habría que descartar a otros como Fabio Máximo o los hermanos Mesalino y Cota; también se ha pensado en Celso como posible destinatario. La fecha de su composición nos resulta asimismo desconocida.
En la parte final del poema encontramos una de las más claras alusiones al delito cometido por Ovidio y que le mereció el castigo, consistente, según confesión del propio poeta, en haber sido testigo de «algo funesto».
El vínculo de nuestra amistad, ni quieres, queridísimo amigo, ni, aunque tal vez quisieras, podrías disimularlo. Pues mientras me estuvo permitido, ni hubo otro para mí más querido que tú, ni hubo nadie en toda la ciudad más unido a ti que yo[517], y este afecto era tan manifiesto a la gente que era casi más conocido que tú y que yo; y el candor de alma que tienes para con tus queridos amigos es algo que conoce también el mismo varón con el que tú tienes trato amistoso[518]. Así nada ocultabas que yo no supiese y me hacías muchas confidencias para que las guardara en mi corazón; tú eras el único a quien yo confiaba todos mis secretos, con la única excepción de aquel que me perdió. Si también lo hubieses conocido, gozarías ahora de un amigo incólume y por tu consejo, amigo, estaría a salvo. Pero, sin duda, mi destino me arrastraba hacia el castigo y me cierra toda posibilidad de recibir tus buenos servicios.
Sin embargo, ya sea que yo hubiera podido evitar esta desgracia con prudencia, ya sea que no haya forma alguna de vencer al destino, tú, empero, que estás muy estrechamente unido a mí por un largo trato de amistad y que eres casi el objeto principal de mi añoranza, acuérdate de mí y, si tus buenas relaciones te han proporcionado alguna influencia, yo te suplico que la utilices en mi favor, a fin de suavizar la cólera del dios ofendido y aliviar mi castigo cambiando el lugar de mi exilio, y que sea así si es que ningún delito hay en mi pecho y una equivocación es el origen de mi culpa. Sería prolijo y peligroso explicarte por qué azar mis ojos resultaron ser testigos de un delito funesto[519]: mi mente rehúsa recordar aquel momento, como si de sus propias heridas se tratara, y el propio dolor se renueva con el recuerdo; y todo aquello que puede causarme tanta vergüenza conviene que permanezca oculto cubierto por una oscura noche.
Nada diré, pues, sino que cometí una falta, pero que ningún beneficio busqué con ella, y que mi delito debe llamarse necedad, si quieres dar a mi acción su verdadero nombre. Si esto no es así, busca otro lugar adonde me pueda alejar aún más; así, éste que tengo ahora me parecerá que se halla en los alrededores de Roma.