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A SU ESPOSA

Esta elegía parece una carta enviada a su mujer después de un cierto tiempo de destierro, probablemente durante el invierno del 9 al 10. La carta, a decir del poeta, debió de ser escrita, al dictado de Ovidio, por su servus litteratus (=‘esclavo letrado’), que sabía leer y escribir y que habría viajado con él hasta su lugar de confinamiento. Es un bello poema[485], consistente en una especie de testamento del poeta desterrado.

Si por casualidad te preguntas sorprendida por qué esta carta mía ha sido escrita por la mano de otro, es que estoy enfermo, enfermo en los confines de un mundo desconocido y dudando casi hasta de mi propia vida.

¿Qué ánimo crees que puedo tener postrado en un horrendo país, en medio de los sármatas y de los getas[486]? Ni soporto el clima ni me he podido acostumbrar a estas aguas[487] y el propio país no me agrada, no sé por qué.

No hay una casa suficientemente acomodada, no hay aquí alimentos apropiados para un enfermo, nadie que alivie mi mal con el arte de Apolo[488], ningún amigo que me consuele o que charlando conmigo me ayude a pasar sin sentir el lento transcurrir del tiempo. Yazgo agotado en el pueblo más remoto y en el lugar más apartado de la tierra y, enfermo como estoy, me viene al recuerdo todo aquello que me falta.

Pero aunque todo eso me acude al pensamiento, tu recuerdo supera a todos los demás, esposa mía, y tú eres dueña de una parte de mi corazón mayor incluso que la que te corresponde. Te hablo estando ausente, a ti sola llama mi voz; ninguna de mis noches, ninguno de mis días transcurre sin tu recuerdo. Es más, incluso dicen que cuando hablo palabras sin sentido ocurre que tu nombre aflora en mi boca delirante. Aunque en algún momento llegara a desfallecer y mi lengua hundida en el paladar apenas pudiera ser reanimada por unas gotas de vino, si alguien me viniera a anunciar que mi esposa había llegado hasta aquí, resucitaría y la esperanza de tenerte me daría fuerzas.

Así pues, mientras mi vida está en peligro, tú, tal vez, ahí, sin saber de mí, pasas felizmente el tiempo. Pero no es así, puedo asegurarlo; estoy seguro, queridísima, de que vivir sin mí no puede ser para ti sino algo triste.

Así pues, si mi destino ha completado los años que le correspondían y el final de mi vida está tan próximo, ¿sería mucho pediros, oh grandes dioses, que me perdonéis cuando estoy a punto de morir, para que al menos pueda ser enterrado en mi suelo patrio? O mi castigo hubiera debido ser aplazado hasta el día de mi muerte, o bien una muerte prematura hubiera debido adelantarse a mi exilio. Poco ha, antes de ser condenado, hubiera podido terminar esta vida de una manera honorable; se me ha concedido, sin embargo, la vida para morir ahora en el destierro.

Moriré, pues, tan lejos, en un país desconocido, y hasta el propio lugar contribuirá a entristecer mi destino; mi cuerpo no languidecerá en el lecho familiar, y no habrá quien me llore cuando esté de cuerpo presente[489]; ni gracias a las lágrimas de una esposa cayendo sobre mi rostro se añadirá a mi vida un poco más de tiempo; no podré dictar mi última voluntad, ni una mano amiga cerrará mis ojos desfallecientes con la última llamada[490], sino que, sin funerales y sin las honras del sepulcro, una tierra bárbara cubrirá este cuerpo al que nadie habrá llorado.

¿Acaso, al oír esto, no se turbará todo tu espíritu y golpearás con mano temblorosa tu pecho fiel? ¿Acaso, extendiendo inútilmente tus brazos hacia estos lugares, no gritarás el vano nombre de tu desdichado esposo? ¡Deja, sin embargo, de herirte las mejillas y no te meses los cabellos! No es ahora la primera vez, vida mía, que te habré sido arrebatado. Piensa que mi vida acabó en el momento en que perdí mi patria. Y aquella muerte fue para mí la primera y la más dolorosa.

Ahora, si es que puedes (pero no puedes, ¡oh la mejor de las esposas!), alégrate de que con la muerte se me acaben tantos males. Lo que sí puedes es atenuar, sufriéndolos con ánimo esforzado, estos males para los que desde hace ya tiempo tienes un corazón experimentado.

¡Ojalá perezca mi alma con mi cuerpo y ninguna parte de mi persona escape a la pira que todo lo devora! Pues si el espíritu inmortal vuela sublime por el espacio vacío y si las afirmaciones del viejo de Samos[491] son ciertas, mi sombra romana vagará entre las de los sármatas y siempre será extraña en medio de manes salvajes.

Encárgate, sin embargo, de que mis huesos sean recogidos en una pequeña urna: de esta manera, una vez muerto, no seguiré siendo un desterrado. Esto no lo prohíbe nadie: una hermana tebana, a pesar de la prohibición del rey, dio sepultura a su hermano muerto[492]. Mezcla mis huesos con hojas y con polvo de amomo[493] y entiérralos a las puertas de Roma[494] y haz grabar con grandes caracteres sobre el mármol del epitafio[495] unos versos que pueda leer el caminante con un rápido golpe de vista: «Aquí yazgo yo, el poeta Nasón, cantor de tiernos amores, que sucumbí a causa de mi propio talento poético. Por tu parte, a ti, caminante[496], quienquiera que seas, si estuviste enamorado, que no te resulte molesto decir: ‘¡que los huesos de Nasón reposen apaciblemente!’». En el epitafio con esto basta, pues mis libritos son mi mayor y más duradero monumento, y yo confío en que ellos, a pesar de que le han perjudicado, proporcionarán a su autor renombre e inmortalidad.

Tú, por tu parte, ofrece siempre al difunto presentes fúnebres y guirnaldas humedecidas con tus lágrimas[497]. Aunque el fuego haya convertido mi cuerpo en cenizas, mis tristes restos serán sensibles a tu piadoso servicio.

Me agradaría escribirte muchas cosas más, pero la voz cansada de hablar y la lengua reseca me niegan las fuerzas para dictar. Recibe esta palabra de saludo, la última tal vez pronunciada por mi boca: ¡salud[498]!, salud que no tiene el mismo que te la envía.