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EPÍLOGO: JUSTIFICACIÓN DE SUS POEMAS

Esta elegía, que sirve de epílogo al primer libro de las Tristes, según se deduce de los versos que la componen, parece que fue escrita, o bien durante su estancia en Samotracia, o, lo que parece más probable, durante la travesía desde Samotracia a las costas de Tempira[311], mientras el viento y las olas rugían a su alrededor, salpicando con su espuma[312] el papel en que escribía, y cuando ya divisaba a la izquierda los montes de la Tracia, concretamente el monte Ísmaro, el primero en divisarse a la izquierda según se navega hacia Tempira[313].

En ella el poeta se lamenta de las amenazas de muerte que le acechan por doquier, tanto durante su travesía por mar, como cuando llegue a tierra por parte de los bárbaros y sanguinarios tracios. Lamentaciones que se han interpretado como exageradas intencionadamente por el poeta a fin de conseguir la compasión de los lectores de sus versos y servir de excusa al escaso valor literario de algunas de estas composiciones.

Según algunos autores, Ovidio entregaría en Tempira este primer volumen de elegías a los marinos que lo han acompañado desde Samotracia, dando por supuesto que concretamente esta última elegía alude a dicha travesía. Según otros, el libro habría sido concluido en la propia Samotracia y entregado allí mismo.

Cuanto acabas de leer en este librito ha sido compuesto por mí durante el tormentoso tiempo de mi viaje. El Adriático me vio escribirlo, bien temblando por el frío de diciembre en medio de sus aguas, o después de franquear rápidamente el Istmo bañado por dos mares[314] y tomar una segunda barca con destino a nuestro exilio. El hecho de componer versos en medio de los furiosos rugidos del mar, creo que ha debido de llenar de estupor a las Cíclades[315] del Egeo. Yo mismo me admiro ahora de que mi vena poética no se haya agotado ante tan grandes tempestades del alma y del mar. Bien se llame a esta afición insensibilidad o locura, esta ocupación ha disipado toda mi inquietud.

A menudo, dominado por la inseguridad, era zarandeado por las nubosas Cabrillas[316]; a menudo el mar se volvía amenazante por influjo de Estérope[317], y el guardián de la Osa Atlántide[318] obscurecía el día, o bien el Austro[319] desecaba las Híades[320] de lluvias tardías; a menudo entraban las olas dentro de la nave; a pesar de todo, yo componía imperfectos versos con mano temblorosa. Ahora también las tensas maromas rechinan con el Aquilón[321], y el agua ahuecada se levanta amontonándose. El propio piloto, levantando las manos al cielo, implora ayuda con votos, olvidándose de su técnica. Adondequiera que dirijo la mirada, no veo sino la imagen de la muerte, a la que temo en mi vacilación angustiosa y a la vez la invoco en mi temor. Si llego a alcanzar el puerto, este mismo puerto será objeto de terror para mí. Es más de temer la tierra que el mar hostil. Pues me veo turbado a la vez por peligros procedentes de los hombres y del mar, y la espada y las olas me causan un doble terror: aquélla temo que espere un botín con mi sangre; estas otras quizás quieran tener el honor de mi muerte [322]. La comarca de la margen izquierda [323] es bárbara y acostumbrada a la ávida rapiña, ocupada siempre con el asesinato, la matanza y la guerra, y, si agitado está el mar por las olas invernales, mi corazón está más turbado aún que el propio mar.

Por ello, debes ser más indulgente con estos versos, benévolo lector, si, como realmente sucede, son inferiores a lo que esperabas. Éstos no los he escrito, como otras veces, en mi jardín [324], ni tú, lecho familiar, recibes mi cuerpo. Estoy arrojado en el abismo indómito, en tiempo invernal; y el propio papel se ve salpicado por las azuladas aguas. La tempestad me ataca con furor y se indigna por el hecho de que yo me atreva a escribir mientras ella está lanzando sus inflexibles amenazas. ¡Que la tempestad triunfe sobre el hombre, pero, por favor, que, al mismo tiempo que yo pongo fin a mis versos, ponga ella fin a su furor!