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TEMPESTAD EN ALTA MAR

El motivo de esta elegía es el mismo abordado ya en la segunda, aunque de forma más breve y con bastante menos fuerza que en aquella otra. Allí se trataba de una tempestad en el Adriático; aquí, de una borrasca en el Jónico, muy probablemente entre Brindis, punto de partida, y la Iliria.

El guardián de la Osa Erimantea[206] se baña en el Océano y con su influjo agita las aguas del mar[207]. Nosotros, sin embargo, surcamos el Mar Jónico y no por nuestra voluntad, pero el miedo nos obliga a ser audaces. ¡Desdichado de mí! ¡Con cuán impetuosos vientos crecen las aguas y hasta la arena extraída de los más profundos abismos hierve! Una ola, encrespada como una montaña, asalta la proa y la popa encorvada y azota las imágenes de los dioses representados en ella[208]. Resuenan los flancos de pino de la embarcación al ser golpeados y las jarcias se oyen crujir, y el mismo bajel gime a nuestras desgracias. El piloto, revelando el pánico en su helada palidez, cede vencido al impulso de la nave y con su pericia no la puede gobernar ya. Y como un auriga[209] acobardado abandona las riendas, que ya no le sirven para nada, al caballo de dura cerviz, así veo yo al piloto soltar las velas a la nave y dirigirse, no adonde él quiere, sino adonde lo arrastra el ímpetu de las olas. Y si Eolo[210] no hubiera soltado otros vientos opuestos, hubiera sido arrastrado a lugares a los que yo no debía acercarme ya más. Pues, dejando atrás lejos y al lado izquierdo la Iliria[211], veo la vedada Italia. Suplico al viento que deje de empujarme hacia tierras prohibidas y que obedezca conmigo al gran dios[212]. Mientras estoy hablando, dominado al mismo tiempo por el temor y el deseo de alejarme, ¡con qué fuerza una ola ha azotado los costados de la nave! ¡Perdonadme, perdonadme, divinidades del azulado mar! Bástéme con la enemistad de Júpiter[213]. Vosotros, sustraed mi espíritu cansado a esta espantosa muerte, si al menos el que pereció ya no puede morir[214].