RECUERDOS DE LA ÚLTIMA NOCHE PASADA EN ROMA
Es esta la elegía más famosa con mucho de cuantas compuso Ovidio durante su destierro y una de las más bellas de toda la colección. Llena de un gran lirismo y patetismo evoca de una forma dramática la última noche pasada en Roma junto a los suyos, antes de partir hacia el exilio. Es, pues, una evocación, un recuerdo, y no la descripción de una realidad contada sobre la marcha.
Por lo que se refiere a su contenido, es decir, el tema de la despedida, no era la primera vez que Ovidio lo abordaba en su poesía[179], pero esta vez lo vivía y sufría en sus propias carnes; no se trataba, pues, de un mero recurso retórico, sino de una vivencia personal, y eso hace que el poema esté impregnado de un gran sentimiento y dramatismo.
En cuanto a su forma, la misma presentación de la elegía está hecha, como muy bien comenta Della Corte [180], en forma de tragedia, con unos protagonistas y un coro, y estructurada en cuatro partes bien delimitadas: VV. 5-26, 27-46, 47-70 y 71 hasta el final, todas ellas introducidas por partículas temporales que delimitan las respectivas escenas o cuadros de la elegía. Pues la presentación de la despedida es eminentemente visual, por cuadros o escenas: no en vano comienza el poeta con el término imago y una imago tristissima, que recuerda una noche de duelo de un funeral, tal y como el poeta nos hace ver mediante el reiterado empleo de la imagen ‘despedida = muerte, entierro’. Y es que, como muy bien comenta Y. Bouynot, «todo partir es en cierto modo morir[181]».
Esta elegía fue escrita con toda probabilidad durante el propio viaje, en alguno de los altos hechos en el camino, concretamente, como opina Della Corte[182], en un puerto del Epiro.
Cuando me viene al recuerdo la funesta imagen de aquella noche, en la que transcurrieron mis últimos momentos en Roma, cuando recuerdo la noche en la que abandoné a tantos seres queridos, todavía ahora se me escurren las lágrimas de los ojos.
Ya se acercaba el día en que el César me había ordenado que abandonara los confines de Ausonia. Yo no tuve ni el tiempo ni la tranquilidad suficiente para hacer los preparativos[183]52: mis facultades se habían entorpecido debido a la larga espera. No me había ocupado ni de los esclavos ni de escoger compañeros de viaje, ni me había cuidado del vestido o existencias apropiadas para un desterrado.
Me quedé pasmado de la misma manera que aquel que, herido por el rayo de Júpiter, sigue con vida, aunque ni él mismo tiene conciencia de su propia vida[184].
Pero cuando el propio dolor hubo disipado la nube[185] que envolvía mi espíritu y empezó a despertarse por fin mi sensibilidad, a punto ya de salir hablo por última vez a mis afligidos amigos de los que, entre los muchos que había tenido, sólo quedaba uno que otro[186]. Mi amante esposa[187], llorando ella misma más amargamente que yo, me abrazaba mientras yo también lloraba, hasta el punto de que una verdadera lluvia de lágrimas caía sin cesar sobre sus mejillas que no lo merecían. Mi hija[188] se hallaba ausente, lejos, en las costas africanas, y no pudo saber nada de mi aciago destino. Adondequiera que dirigieras la mirada no se oían sino gemidos de dolor, y el interior de la casa ofrecía el aspecto de un funeral ruidoso[189]. Mujeres y hombres y hasta los siervos lloran por mi muerte y en el interior no hay rincón que no esté arrasado por las lágrimas. Si está permitido emplear grandes ejemplos en los pequeños sucesos[190], ése era el aspecto de Troya cuando fue tomada.
Ya se iban acallando las voces de los hombres y de los perros, y la Luna, en lo alto del cielo, conducía sus caballos nocturnos. Mirándola con los ojos hacia arriba y contemplando a su luz el Capitolio[191], que en vano estaba cercano a mi casa[192], digo: «Divinidades que habitáis estas moradas vecinas[193], templos que mis ojos no contemplarán ya nunca más, dioses que he de abandonar, a los que honra la elevada ciudad de Quirino[194], ¡recibid mi adiós para siempre! Y aunque tomo tarde el escudo, después de caer herido, descargad al menos mi huida del peso del odio; y al divino varón[195] decidle qué error[196] me sedujo, no vaya a pensar que hay maldad donde sólo hay una equivocación; que el autor de mi castigo sienta vuestra misma convicción; una vez aplacado este dios, yo podría dejar de ser desgraciado».
Con esta súplica me dirigí yo a los dioses; mi mujer con muchas más, aunque sus palabras quedaban entrecortadas por los sollozos. Ella incluso, postrada de hinojos ante los Lares, con el pelo desgreñado, besó con su boca temblorosa el fuego ya apagado, y a los Penates[197], que teníamos enfrente, dirigió muchas palabras que habrían de resultar inútiles en favor de su llorado esposo.
Ya la noche que tocaba a su fin impedía todo retraso y la constelación de la Osa Parrasia[198] había dado la vuelta sobre su eje. ¿Qué debía yo hacer? El dulce amor a la patria me retenía; pero aquella era la última noche antes del exilio que se me había decretado. ¡Ah! ¡Cuántas veces, al ver que alguno se apresuraba a hacer los preparativos, dije: «¿Por qué te das tanta prisa? Piensa en el lugar hacia donde te apresuras a marchar y en el que abandonas!». ¡Ah! ¡Cuántas veces fingí haber fijado de antemano, como más indicada, una hora para mi marcha! Por tres veces llegué a pisar el umbral y por tres veces se me hizo volver, y hasta mi propio pie, indulgente con mi ánimo, era reacio a marchar. Muchas veces, después de haberme despedido, comencé a hablar de nuevo largo rato y, como si estuviera marchándome, di los últimos besos. Muchas veces hice las mismas recomendaciones y me engañé a mí mismo, volviéndome a mirar una y otra con mis propios ojos las prendas de mi amor. Por último, digo: «¿Por qué me apresuro? Es a la Escitia[199] adonde se me envía y Roma la que he de abandonar: una y otra son un justo motivo para mi tardanza. Estando aún con vida se me niega para siempre a mi esposa que vive aún, mi casa y el dulce afecto de sus fieles miembros, así como los amigos a los que quise con amor fraternal, ¡oh vosotros, corazones que habéis estado unidos a mí con una fidelidad como la de Teseo[200]! Mientras me esté permitido, os abrazaré; tal vez, no me sea posible hacerlo nunca más; el tiempo que se me concede debo considerarlo como gracia». Sin retraso alguno ya, no termino ni de hablar, abrazando a todos los que me son más queridos.
Mientras hablo y lloramos todos, había aparecido brillando en lo alto del cielo Lucífero[201], estrella funesta para mí. Me separo como si abandonara mis propios miembros, y una parte de mi cuerpo parecía que era arrancada de la otra. Así fue el dolor de Metio cuando unos caballos lanzados en sentido contrario fueron los vengadores de su traición[202]. Entonces estalla el clamor y los gemidos de los míos y las manos de aquellos desgraciados se golpean los pechos desnudos. Entonces mi esposa, aferrándose a mis hombros mientras ya partía, mezcló con mis lágrimas estas tristes palabras[203]: «Tú no puedes serme arrancado; juntos nos iremos de aquí, juntos», dijo; «te seguiré y así seré la esposa desterrada de un desterrado. También a mí se me ha impuesto la marcha y a mí también me recibe el confín del mundo; yo seré una ligera carga para tu nave de prófugo. A ti ha sido la cólera del César la que te ha ordenado abandonar tu patria, a mí el amor conyugal: este amor será mi César». Tales cosas eran las que intentaba ella conseguir, como lo había intentado ya antes, y a duras penas cedió ante el interés de su permanencia en Roma.
Salgo, o más bien aquello era ser llevado al sepulcro sin haber muerto[204], escuálido, con el pelo desgreñado sobre mi intonso rostro. Ella, enloquecida por el dolor (según se me ha dicho), perdidos los sentidos, cayó desvanecida en medio de la casa. Cuando volvió en sí, con los cabellos afeados por el sucio polvo, y levantó sus miembros del frío suelo, dicen que prorrumpió en lamentos por ella misma, por los Penates abandonados, y que invocó repetidas veces el nombre del esposo que se le había arrebatado, y que se lamentó como si hubiese visto colocados sobre la pira los cadáveres de su hija y su marido juntos; que deseó morir, y muriendo perder sus sentidos, pero que no murió por consideración hacia mí. ¡Que viva! Que viva y, puesto que así lo han querido los hados, me sostenga[205] continuamente con su ayuda en mi ausencia.