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TEMPESTAD EN EL ADRIÁTICO

Aunque propiamente el poeta nos describe en esta elegía una tempestad real que le sorprende en el Mar Adriático, poco después de su salida de las costas de Italia, presumiblemente del puerto de Brindis, nos inclinamos a pensar, sin embargo, que, cuando menos, subyace en todo este poema la imagen de la nave zarandeada por la tempestad que, como ya hemos dicho, simboliza la situación adversa que vive nuestro poeta. Véanse, a este respecto, las continuas alusiones a su castigo perfectamente implicadas en la trama de la elegía, hasta el punto de que más parece tratarse de una tempestad simbólica que de una real. Y es que no conviene olvidar, como muy bien observara ya O. Króner[158], que la tempestad en la poesía elegiaca, aparte de un pretexto o motivo narrativo, contribuye con frecuencia a simbolizar el estado de ánimo del poeta. De ahí que, al par que estamos ante una descripción objetiva del fenómeno natural de la tempestad, nos encontramos también ante una visión subjetiva o autodescripción anímica del poeta [159].

En el aspecto estilístico, esta elegía nos recuerda, en lo que a la descripción de la tempestad propiamente dicha se refiere, un pasaje paralelo de la Eneida [160].

¡Dioses del mar y del cielo (pues, ¿qué otra cosa sino las súplicas me quedan?), no destrocéis los fragmentos de esta maltratada barca[161] y no os suméis, os lo suplico, a la ira del gran César! A menudo, ante el acoso de un dios, otro nos presta su ayuda. Múlciber[162] era contrario a Troya, Apolo[163] estaba a su favor; Venus era favorable a los teucros, Palas hostil[164]. Juno[165], enemiga encarnizada de Eneas, era más favorable a Turno[166]; pero aquél estaba, sin embargo, protegido por el favor divino de Venus. A menudo, presa de su furor, Neptuno atacó al cauto Ulises[167], pero a menudo también Minerva lo arrancó de las manos de su tío paterno. Y a mí, a pesar de la distancia que me separa de todos éstos, ¿quién impide que alguna divinidad me ayude mientras otro dios[168] está airado? Infeliz, pierdo en vano palabras baldías: pesadas masas de agua inundan mi rostro mientras hablo, el terrible Noto dispersa mis palabras y no deja que mis súplicas lleguen a los dioses a los que van dirigidas. Así pues, los mismos vientos, para que no me vea dañado por un solo lado, empujan a no sé dónde mis velas y mis súplicas. ¡Ay desdichado de mí! ¡Cuán grandes montañas de agua se precipitan dando vueltas en torno nuestro! Se podría pensar que estaban ya a punto de tocar los astros más elevados del cielo. ¡Cuán grandes valles se abren a nuestros pies al hendirse las olas! Podría pensarse que estaban a punto de alcanzar el negro Tártaro. Adondequiera que miro, no veo sino mar y cielo: el uno, hinchado por las olas; el otro, con amenazadoras nubes. Entre ambos braman con espantoso zumbido los vientos: el agua del mar no sabe a qué señor obedecer, pues ya el Euro sopla desde el purpúreo Levante, ya llega el Céfiro desde el tardío Occidente, ya el gélido Bóreas se enfurece como una bacante desde el árido Norte, ya el Noto lucha en sentido opuesto[169].

El piloto duda y no sabe qué dirección evitar o seguir: ante esta peligrosa incertidumbre su misma pericia se asombra. Sin duda vamos a perecer y no hay esperanza alguna de salvación, y mientras hablo el agua cubre mi rostro. El oleaje va a ahogar mi respiración y voy a recibir las aguas homicidas en mi boca en balde suplicante. Y, sin embargo, mi fiel esposa no se duele de otra cosa que de mi destierro: ésta sola de mis desventuras conoce y llora. Ella ignora que mi cuerpo es zarandeado por las olas en alta mar, no sabe que me hallo a merced del viento y desconoce asimismo que la muerte está a mi lado. ¡Cómo celebro no haberle permitido embarcar conmigo! Así la muerte, ¡ay desdichado de mí!, hubiera tenido que sufrirla por dos veces. Pero ahora, aunque yo muera, como ella está a salvo, sobreviviré al menos en mi otra mitad. ¡Ay de mí! ¡Con qué llama tan rápida han brillado las nubes! ¡Qué gran fragor resuena desde el etéreo cenit! Las olas golpean las tablas de los costados de la nave con no menor violencia que aquella con la que los pesados proyectiles de la ballesta baten las murallas. Esta ola que avanza sobrepuja a todas las demás: es la que sigue a la novena y la que precede a la undécima. Y no es que tema la muerte, pero éste es un género de muerte miserable. Sustraedme al naufragio y la muerte será para mí un regalo. Ya es bastante que el que muere de muerte natural o violenta pueda depositar, al morir, su cuerpo sobre tierra firme[170], hacer sus últimas recomendaciones a los suyos, esperar una sepultura y no servir de pasto a los peces del mar. Suponed que soy digno de tal género de muerte; yo no soy el único que va en este navío: ¿por qué mi castigo debe arrastrar consigo a estos inocentes?

Dioses del cielo y dioses verdes que cuidáis del mar, cesad ya unos y otros en vuestras amenazas y la vida que me ha concedido la ira clementísima del César, dejad que pueda llevarla, ¡desdichado de mí!, hasta los lugares a los que se me ha ordenado ir. Si, por el contrario, queréis que pague el castigo merecido, mi culpa, a juicio del propio César, no merece la pena de muerte. Si el César hubiera querido enviarme a las aguas estigias[171], no hubiera necesitado para eso de vuestra ayuda. Mi vida no debe resultarle odiosa: y lo que me dio, cuando quiera, me lo puede quitar. Vosotros, al menos, a los que no creo haber ultrajado con ninguna ofensa, contentaos ya con mis males, os lo suplico.

Pero, aunque todos vosotros quisierais salvar a este desdichado, un ser que ha sucumbido no puede quedar ya a salvo. Aunque el mar se calme, aunque los vientos me sean favorables y aunque vosotros me perdonéis, no por eso voy a ser menos desterrado.

No es por el deseo de amasar riquezas sin fin, por medio del intercambio de mercancías, por lo que yo surco el vasto mar; ni me dirijo a Atenas [172], a la que en otro tiempo fui con deseos de estudiar; no voy a visitar las ciudades de Asia, ni los lugares antes vistos, ni se me ha ordenado ir a la célebre ciudad de Alejandro para contemplar, alegre Nilo, tus diversiones [173]. Si pido vientos favorables, ¿quién lo podría creer?, es hacia la tierra de Sarmacia a la que se dirigen mis velas. Me comprometo con votos a alcanzar la margen izquierda del inhóspito Ponto [174]. De lo que me quejo es de alejarme tan lentamente de mi patria. Para ver a los tomitas situados en no sé qué lugar del mundo es por lo que intento abreviar la ruta por medio de mis votos[175]. Si es que me queréis, calmad estas olas tan grandes y que vuestra potencia divina sea propicia a nuestro navío; y si es que, más bien, me odiáis, dirigidme hacia la tierra a la que se me ha ordenado ir: parte de mi castigo está en esa región.

¡Llevad mi nave, rápidos vientos! ¿Qué es lo que hago aquí? ¿Por qué mis velas se dirigen hacia los confines ausonios[176]?. No es esto lo que ha querido el César: ¿por qué retenéis vosotros al que él envía al destierro? Que la tierra del Ponto contemple mi rostro. Él lo ha ordenado así y yo lo he merecido. Los delitos que él ha castigado, no creo que sea lícito ni justo defenderlos. Ahora bien, si las acciones humanas no escapan a los dioses, sabéis que en mi delito no hubo malignidad[177]. Es más, si sabéis que fue así, si me enajenó mi error y mi mente pecó por inconsciencia pero no por maldad, si (cosa permitida hasta a los más humildes ciudadanos) favorecí siempre la casa de Augusto, si sus órdenes públicas fueron para mí suficientes, si bajo su principado he celebrado la prosperidad de nuestro siglo, si he ofrecido incienso en honor del César y de los magnánimos Césares[178]; si tales fueron mis sentimientos, ¡perdonadme, entonces, oh dioses! Si no, que una enorme ola me sepulte cayendo sobre mí.

¿Me engaño o empiezan a disiparse las pesadas nubes y vencida cede la ira del mar que se va calmando? No es por azar; sois vosotros, invocados aunque sea bajo condición y a quienes no es posible engañar, quienes me ofrecéis ahora vuestra ayuda.