6

Raistlin cruzó la puerta del almacén de Lemuel y entró en un oscuro corredor de piedra. Al principio se sobresaltó, se quedó desconcertado. Tendría que encontrarse en la cocina de Lemuel; entonces recordó que la casa del mago sólo había existido realmente en su mente y en la de quienes la habían conjurado.

En la pared cercana a él brillaba una luz. Un hachero con forma de mano plateada sostenía un globo de luz blanca semejante a la de Solinari. Tras ella, una mano hecha de bronce sostenía un globo de luz roja, y, a su lado, una mano de ébano tallado no sostenía nada, al menos que Raistlin pudiera ver. Los magos dedicados a Nuitari sí habrían visto su camino claramente.

El joven dedujo por las luces que estaba de nuevo en la Torre de Wayreth, caminando por uno de los muchos corredores del mágico edificio. Fistandantilus había mentido; la Prueba para él había terminado, y ahora sólo tenía que encontrar el camino de vuelta a la Sala de los Magos para allí recibir las felicitaciones.

Un leve soplo de aire le rozó la nuca. Raistlin empezó a girar sobre sí mismo. Un dolor agónico y la espantosa sensación de metal raspando contra hueso, su propio hueso, hizo que el cuerpo del joven mago sufriera una convulsión.

—¡Esto es por Micah y Renet! —siseó la maligna voz de Liam.

El brazo del elfo, nervudo y fuerte, intentó rodear el cuello de Raistlin. Centelleó una hoja de acero.

El elfo había intentado que el primer golpe fuera el definitivo, cortando la médula espinal del joven mago. El leve soplo de aire en su nuca había sido suficiente para advertir a Raistlin; al volverse, el cuchillo había errado su diana y resbalado a lo largo de las costillas. Liam iba a intentarlo de nuevo, en esta ocasión buscando su garganta.

La mente de Raistlin, paralizada por el miedo, era incapaz de recordar las palabras de un conjuro. No tenía más armas que su magia, de modo que se vio reducido a luchar como un animal, con uñas y dientes. Por otro lado, el miedo era su más poderoso aliado si no dejaba que lo debilitara. Recordó vagamente haber visto a Sturm y a su hermano enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo.

Entrelazando las manos, Raistlin arremetió con el codo derecho contra el diafragma de Liam con todas las fuerzas que le prestaba la descarga de adrenalina.

El elfo oscuro soltó un gruñido y reculó; pero no estaba herido, sólo falto de aliento, de modo que volvió de nuevo a la lucha asestando cuchilladas.

Frenético y aterrado, Raistlin agarró a su adversario por la mano que empuñaba el arma. Los dos forcejearon, Liam intentando acuchillar a Raistlin, y este esforzándose en quitarle el arma de la mano.

Se desplazaron a empellones por el estrecho corredor.

Raistlin se estaba quedando sin fuerzas rápidamente; no tenía ninguna esperanza de aguantar este mortal combate durante mucho tiempo más. Jugándoselo todo a una carta, el joven mago volcó la energía que le restaba en golpear la mano del elfo —con la que agarraba el cuchillo— contra la pared de piedra.

Se oyó el chasquido de huesos rotos y el elfo dio un respingo de dolor, pero se aferró al arma tenazmente.

Presa del pánico, Raistlin golpeó una y otra vez la mano de Liam contra la dura piedra. El mango del arma estaba resbaladizo por la sangre, y Liam fue incapaz de sostenerla por más tiempo. El cuchillo resbaló entre sus dedos y cayó al suelo.

El elfo se zambulló para recuperarlo pero, al parecer, no lo encontró en la oscuridad ya que se quedó a gatas en el suelo, tanteando a ciegas.

Raistlin vio el cuchillo. La hoja brillaba rojiza con la brillante luz de Lunitari. El elfo vio el arma al mismo tiempo y se lanzó por ella. Adelantándose a Liam en una fracción de segundo, Raistlin impulsó el cuchillo contra el estómago de su adversario.

El elfo oscuro chilló y se dobló por la mitad.

Raistlin sacó el arma de un tirón. Liam cayó de rodillas, con la mano apretada contra el estómago. La sangre salió a borbotones por su boca y el elfo se fue de bruces al suelo, muerto a los pies de Raistlin.

Jadeando, Raistlin empezó a girar sobre sí mismo para huir; cada inhalación le ocasionaba un espantoso dolor. Sus piernas no le respondieron, y el joven mago se fue al suelo.

Una sensación abrasadora se extendía desde la herida del cuchillo hacia todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo.

La náusea lo sacudió.

Liam conseguiría su venganza después de todo, comprendió Raistlin con amarga desesperación. La hoja del cuchillo del elfo oscuro estaba impregnada con veneno.

Las luces de Solinari y Lunitari titilaron ante sus ojos, se entremezclaron, borrosas, y la oscuridad se apoderó de él.

Raistlin volvió en sí y se encontró tendido en el mismo corredor. El cuerpo de Liam seguía allí, a su lado, la mano del elfo muerto tocándolo. El cuerpo aún estaba caliente, de modo que Raistlin dedujo que no había estado inconsciente mucho tiempo.

Se apartó del cadáver del elfo oscuro arrastrándose. Herido y débil, gateó hacia un oscuro corredor y allí se dejó caer contra la pared. El dolor le atenazaba las entrañas y le revolvía el estómago. Se lo aferró con ambas manos y vomitó, estremecido por las arcadas. Cuando los espasmos cesaron, se tumbó en el suelo de piedra y aguardó que le llegara la muerte.

—¿Por qué me hacéis esto? —demandó a través de la bruma del dolor y del aturdimiento.

Sabía la respuesta: porque había osado pactar con un hechicero tan poderoso que en el pasado había planeado derrocar a Takhisis; un hechicero tan poderoso que el Cónclave lo temía incluso estando muerto.

Si tu coraza está hecha de buen acero, entonces sobrevivirás.

Si por el contrario, es pura escoria, se resquebrajará con el primer golpe, y cuando eso ocurra me colaré dentro de ti y tomaré lo que se me debe.

Raistlin casi se echó a reír.

—¡Bienvenido seas a la poca vida que me queda, archimago!

Siguió tendido en el suelo, con la mejilla apoyada en la fría piedra. ¿Deseaba sobrevivir? La Prueba se había cobrado un precio muy alto, uno del que quizá nunca conseguiría recuperarse.

Su salud había sido siempre precaria y, si sobrevivía, su cuerpo sería como cristal quebradizo que se mantendría de una pieza sólo merced a su gran fuerza de voluntad.

¿Cómo iba a vivir así? ¿Quién cuidaría de él?

Caramon. Caramon cuidaría de su débil gemelo.

Raistlin contempló fijamente la luz roja y titilante de Lunitari.

No podía imaginar una clase de vida así, dependiendo de su hermano. Era preferible la muerte.

Una figura se materializó en las sombras del corredor, una figura que iluminó la luz de Solinari.

«Se acabó —pensó—. Esta es la prueba final. Un reto al que no sobreviviré».

Casi agradeció que los magos acabaran con su sufrimiento.

Tendido en el suelo, indefenso, observó la oscura figura que se iba acercando. Por fin llegó junto a él. Sentía la presencia de un ser vivo, el latir de un corazón. Notó que se inclinaba sobre él y, en un movimiento reflejo, cerró los párpados.

—¿Raist?

Unos dedos frescos se posaron sobre su carne febril.

—¡Raist! —sollozó la voz—. ¿Qué te han hecho?

—Caramon —dijo el joven mago, pero no oyó sus propias palabras. Tenía la garganta lacerada, en carne viva, por el humo y el vómito.

—Voy a sacarte de aquí —dijo su hermano.

Unos fuertes brazos pasaron bajo el cuerpo de Raistlin. El joven mago percibió el familiar olor a sudor y cuero, oyó el conocido crujir de la armadura, el golpeteo de la espada contra la piedra.

—¡No! —Raistlin intentó apartarse y empujó el macizo pecho de su gemelo con una débil y temblorosa mano—. ¡Déjame, Caramon! ¡Mi Prueba no ha terminado! ¡Déjame! —Su voz era un graznido ininteligible que se ahogó en una violenta arcada.

Caramon levantó a su hermano y lo acunó entre sus brazos.

—Nada merece la pena este sufrimiento, Raist. Descansa.

Pasaron bajo la mano plateada y, a su blanca luz, Raistlin vio lágrimas, húmedas y relucientes, en las mejillas de su gemelo.

Hizo un último intento.

—¡No me dejarán salir, Caramon! —Boqueó con esfuerzo para coger aire suficiente para hablar—. Intentarán detenernos. Sólo estás consiguiendo ponerte también tú en peligro.

—Que vengan —repuso Caramon, sombrío. El guerrero siguió corredor adelante con pasos firmes, sin prisa.

Raistlin se dejó llevar, impotente, con la cabeza apoyada en el hombro de Caramon. Por un instante se permitió sentirse reconfortado por la fuerza de su hermano, pero al instante estaba maldiciendo su propia debilidad, maldiciendo a su gemelo.

«¡Terco! —dijo para sus adentros Raistlin, sin fuerzas para pronunciar las palabras en voz alta—. ¡Obstinado y grandísimo tonto! Ahora moriremos los dos. Y tú, naturalmente, morirás protegiéndome. ¡Incluso en la muerte estaré en deuda contigo!».

En ese momento oyó a su hermano lanzar una exclamación ahogada y notó que aflojaba el paso, de modo que levantó la cabeza.

Al final del corredor flotaba la cabeza sin cuerpo de un viejo. Raistlin escuchó unas palabras susurradas:

Si tu coraza está hecha de escoria…

Un profundo rugido resonó en el pecho de Caramon. Era su grito de guerra.

—¡Mi magia puede destruirlo! —protestó el joven mago cuando su gemelo lo dejó en el suelo con delicadeza. Era mentira, ya que no tenía fuerza siquiera para sacar un conejo de un sombrero, pero no estaba dispuesto a dejar que su hermano combatiera sus batallas, sobre todo contra el viejo. Él era quien había hecho un trato y quien había sacado beneficio de él, de modo que también debía ser él quien pagara el precio.

—¡Hazte a un lado, Caramon!

El guerrero no respondió y caminó hacia Fistandantilus, obstruyendo el campo visual de Raistlin.

El joven mago apoyó las manos en la pared y se incorporó poco a poco, con esfuerzo, hasta ponerse de pie. Estaba a punto de emplear las pocas fuerzas que le quedaban en un grito de advertencia a su hermano, pero no llegó a lanzarlo, pues la voz quedó ahogada en un jadeo de incredulidad.

Caramon había soltado sus armas y ahora, en lugar de la espada, sostenía en una mano una varita de ámbar, mientras que en la otra, la del escudo, empuñaba unos mechones de pelo de animal. Frotó entre sí los dos objetos al tiempo que murmuraba unas palabras mágicas. De la varita salió disparado un rayo que zigzagueó pasillo adelante y se descargó sobre la cabeza de Fistandantilus.

La cabeza soltó una carcajada y se abalanzó contra Caramon, que no se inmutó y siguió con las manos levantadas.

Volvió a musitar palabras arcanas y se disparó un segundo rayo.

La cabeza del viejo explotó en una llamarada azul. Un débil grito de frustración y rabia sonó en algún plano distante, pero murió repentinamente.

El corredor estaba vacío.

—Ahora saldremos de aquí —dijo con satisfacción Caramon mientras guardaba la varita y el puñado de pelo en un saquillo que colgaba de su cinturón—. La puerta está un poco más adelante.

—¿Cómo… cómo lo has hecho? —preguntó, estupefacto, Raistlin, que se apoyaba en la pared para sostenerse.

Caramon se detuvo, alarmado por la intensa y salvaje mirada de su gemelo.

—¿Hacer qué?

—¡La magia! —gritó, fuera de sí, Raistlin—. ¡El conjuro!

—Ah, eso. —Caramon se encogió de hombros y esbozó una sonrisa tímida, casi de disculpa—. Siempre he podido hacerlo. —Su expresión se tornó seria, solemne—. Casi nunca necesito recurrir a la magia, teniendo la espada y esas cosas, pero estás muy malherido y no quería perder el tiempo luchando contra el espectro con esas armas convencionales. No te preocupes, Raist. Por mí, puedes seguir considerándote el especialista en esa simple disciplina. Como te he dicho antes, casi nunca necesito utilizarla.

«¡Imposible! —se dijo Raistlin para sus adentros, esforzándose para razonar con claridad—. Caramon no puede haber adquirido en unos momentos lo que a mí me ha costado años de estudio. ¡No tiene sentido! Algo raro pasa… ¡Piensa, maldita sea! ¡Piensa!».

No era el dolor físico lo que le nublaba la mente, sino ese otro dolor interno, tan conocido, que lo despedazaba por dentro con sus emponzoñadas garras. Caramon, el fuerte, el bueno, el amable, el franco, el honrado. El amigo de todos.

No como Raistlin, el enfermizo, el enclenque… El Taimado.

—La magia era todo cuanto tenía, lo único mío de verdad —dijo Raistlin, hablando claramente, pensando claramente por primera vez en su vida—. Y ahora también me lo has quitado.

Valiéndose de la pared como apoyo, Raistlin levantó las manos y unió los pulgares. Empezó a murmurar unas palabras, las que invocarían la magia.

—¡Raist! —Caramon retrocedió—. Raist, ¿qué estás haciendo? ¡Oh, vamos, me necesitas! Cuidaré de ti, como he hecho siempre… ¡Raist, soy tu hermano!

—¡Yo no tengo ningún hermano!

Bajo la fría y dura capa de roca bullía y burbujeaba la envidia como lava fundida. Las sacudidas resquebrajaron la roca, y los abrasadores celos, al rojo vivo, fluyeron por su cuerpo y brotaron a través de sus dedos extendidos. El fuego estalló, rugiente, y envolvió a Caramon.

El guerrero gritó mientras intentaba extinguir las llamas a golpes, pero no había modo de escapar a la magia. Su cuerpo se retorció, se encogió con el fuego, se convirtió en el cuerpo de un viejo marchito. Un viejo vestido con Túnica Negra de cuyo cabello y barba salían volutas de humo.

Fistandantilus, extendida la mano, caminó hacia Raistlin.

—Si tu armadura es de escoria —musitó—, encontraré la grieta.

Raistlin no podía moverse ni defenderse. El conjuro había consumido hasta el último vestigio de su energía.

Fistandantilus llegó ante él; los negros ropajes del viejo eran jirones de tinieblas, su carne estaba putrefacta, los huesos se veían a través de la piel. Tenía las uñas largas y afiladas, como las de un cadáver, y en sus ojos brillaba el radiante calor que antes anidaba en el alma del joven mago, el mismo calor que había hecho volver a la vida al muerto. Un talismán con un rubí colgaba del cuello descarnado.

La mano del viejo tocó el pecho de Raistlin, acarició su carne, hostigadora, martirizante. Fistandantilus hundió la mano en el pecho del joven y aferró su corazón.

Al igual que el soldado moribundo cierra las manos crispadas en torno al mango de la lanza que le ha atravesado el cuerpo, Raistlin asió la muñeca del viejo y ciñó los dedos a su alrededor con fuerza, un cepo que ni la propia muerte podría aflojar.

Atrapado, Fistandantilus bregó para soltar los dedos de Raistlin, pero no podía liberarse mientras mantuviera aferrado el corazón del joven.

La blanca luz de Solinari, la roja de Lunitari y la negra de Nuitari —una luz que Raistlin podía ver ahora— convergieron en su borrosa visión, contemplándolo fijamente como un ojo.

—Podrás tomar mi vida —dijo el joven mago, manteniendo su presa en torno a la muñeca de Fistandantilus al igual que este aferraba su corazón—, pero a cambio me servirás.

El ojo parpadeó y se apagó.