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La primavera llevó a cabo su periódico milagro. Las verdes hojas brotaron en los vallenwoods, las flores silvestres se abrieron en el cementerio y los retoños de vallenwoods, plantados en las tumbas, crecieron al ritmo rápido habitual en esta especie, trayendo consuelo a los afligidos.

Los espíritus de quienes habían muerto renacieron en aquellos árboles vivos.

Aquella primavera trajo consigo otra enfermedad a Solace; una enfermedad que se sabía era conocida en los kenders; una enfermedad a menudo contagiosa, sobre todo entre los jóvenes, que acababan de darse cuenta de que la vida era corta y muy dulce y debía aprovecharse plenamente. La enfermedad se llamaba el ansia viajera.

Sturm fue el primero en cogerla, y, aunque sus amigos mostraban los mismos síntomas, en su caso se había estado incubando desde la muerte de su madre. Despojado y solo, sus pensamientos y sueños se enfocaron hacia el norte, a su tierra natal.

—No puedo renunciar a la esperanza de que mi padre esté vivo todavía —le confesó a Caramon una mañana. Había tomado por costumbre desayunar con los gemelos, porque comer solo, en la casa vacía, era más de lo que podía soportar—. Aunque admito que el argumento de mi madre tiene sentido: si mi padre está vivo, ¿por qué no intentó ponerse en contacto con nosotros una sola vez?

—Podría haber muchas razones —opinó resueltamente Caramon—. Quizá lo tiene prisionero en una mazmorra algún hechicero loco. Oh, lo siento, Raist. No quería decir lo que parecen indicar mis palabras.

Raistlin resopló con desdén. Estaba ocupado dando de comer a los conejos y apenas prestaba atención a lo que los otros hablaban.

—En cualquier caso —dijo Sturm—, me propongo descubrir la verdad. Cuando los caminos estén transitables, dentro de un mes, planeo viajar hacia el norte, a Solamnia.

—¡Por el Abismo, no me digas! —exclamó Caramon, estupefacto.

Raistlin también estaba sorprendido. Se dio media vuelta, con unas hojas de repollo en las manos, para ver si el joven caballero hablaba en serio. Sturm asintió con la cabeza.

—He deseado hacer ese viaje desde hace tres años, pero era reacio a dejar sola a mi madre durante un largo período de tiempo. Ahora ya no hay nada que me retenga aquí. Iré, y sé que lo hago con su bendición. Si, de hecho, mi padre está muerto, entonces habré de reclamar mi herencia. Si vive… —Sacudió la cabeza, incapaz de manifestar en voz alta su sueño, demasiado maravilloso para que se convirtiera en realidad.

—¿Vas a ir solo? —preguntó Caramon, impresionado.

Sturm sonrió, algo que no era habitual en el solemne y serio joven.

—Abrigaba la esperanza de que vinieras conmigo, Caramon. Y también te lo pediría a ti, Raistlin —añadió con un aire más estirado—, pero el viaje será largo y difícil y me temo que podría ser perjudicial para tu salud. También que no querrías dejar tus estudios.

Desde su regreso de Haven, Raistlin había dedicado todo el tiempo que podía a estudiar los libros del mago guerrero y de hecho había añadido varios conjuros a su libro de hechizos.

—Oh, todo lo contrario. Esta primavera me siento inusitadamente fuerte —comentó—. Además, podría llevarme los libros. Te agradezco la oferta, Sturm, y mi hermano, y la tendremos muy en cuenta.

—Yo voy —dijo Caramon—. Siempre y cuando Raist venga también. Como ha dicho, se encuentra realmente fuerte. Ni siquiera ha estado enfermo.

—Me alegra saberlo —manifestó Sturm, aunque sin mucho entusiasmo. Sabía muy bien que los gemelos no se separarían, aunque había albergado la irrazonable esperanza de convencer a Caramon de que dejara atrás a su hermano—. Te recuerdo, Raistlin, que los hechiceros no son vistos con buenos ojos en mi país, aunque, por supuesto, se te daría la hospitalidad debida a cualquier huésped.

—Por lo que estoy profundamente agradecido —respondió el joven aprendiz de mago, haciendo una inclinación de cabeza—. Puedo asegurarte, Sturm, que sería un huésped muy complaciente. No prendería fuego a las sábanas ni envenenaría el pozo. De hecho, algunas de mis habilidades te podrían resultar muy útiles en el camino.

—Es un excelente cocinero —aseguró Caramon.

—Muy bien. —Sturm se levantó de la silla—. Haré los preparativos. Mi madre me dejó algo de dinero, aunque no mucho. Desde luego, insuficiente para comprar caballos, me temo. Tendremos que viajar a pie.

En el momento en que la puerta se cerró detrás de Sturm, Caramon empezó a bailar y brincar por la pequeña casa, empujando los muebles y haciendo estragos en su entusiasmo.

Incluso tuvo la temeridad de dar un abrazo a su hermano.

—¿Te has vuelto loco? —demandó Raistlin—. ¿Ves? ¡Mira lo que has hecho! Era nuestro único cántaro de leche. ¡No, deja, no me ayudes! Ya has causado bastante estropicio. ¿Por qué no te pones a lustrar tu espada o a afilarla o lo que quiera que hagas con ella?

—¡Sí! ¡Qué gran idea! —Caramon corrió al dormitorio, pero volvió un instante después—. No tengo piedra de amolar.

—Ve y pídele una prestada a Flint. O, mejor aún, lleva la espada a casa de Flint y te ocupas de ella allí —sugirió Raistlin mientras limpiaba la leche derramada—. Cualquier cosa con tal de que te desfogues y no tenerte pegado a mis talones.

—Me pregunto si a Flint le apetecerá acompañarnos. ¡Y Kit y Tanis y Tasslehoff! Iré a ver.

Una vez que su hermano se hubo marchado, Raistlin recogió los trozos del jarro roto y los tiró. La verdad era que estaba tan excitado como su hermano ante la perspectiva de viajar a unas tierras lejanas y desconocidas, aunque no se dejaba llevar por el entusiasmo hasta el punto de romper loza, estaba pensando en qué hierbas llevarse y cuáles encontraría a lo largo del camino cuando llamaron a la puerta.

—Caramon ha ido a casa de Flint —respondió en voz alta, pensando que sería Sturm.

La llamada se repitió, esta vez con fuerza e impaciencia.

Raistlin abrió la puerta y se quedó mirando al visitante con estupefacción, sorpresa y no poca preocupación.

—¡Maese Theobald!

El mago estaba en la ancha pasarela que se extendía frente a la casa. Llevaba echada una capa sobre la túnica y se apoyaba en un sólido bastón, cosas ambas que revelaban que había estado viajando.

—¿Puedo entrar? —preguntó con tono gruñón Theobald.

—Naturalmente. Por supuesto. Disculpadme, maestro. —Raistlin se apartó a un lado e invitó a su huésped a cruzar el umbral— No os esperaba.

Eso era totalmente cierto. En todos los años que Raistlin había asistido a la escuela, Theobald nunca había visitado la casa de su alumno ni había dejado entrever que le apeteciera hacerlo.

Sin salir de su estupor y con cierta aprensión —sus hazañas en Haven se habían propagado ampliamente por Solace—, Raistlin invitó a su maestro a tomar asiento en la única silla buena de la casa y que daba la casualidad de que era la mecedora de su madre. Theobald declinó la oferta de comida y vino.

—No quiero entretenerme mucho. Llevo ausente una semana y todavía no he pasado por mi casa. Vine hacia aquí directamente. Acabo de volver de la Torre de Wayreth, de una reunión del Cónclave.

La inquietud de Raistlin aumentó.

—¿No es inusitada la celebración de un Cónclave en una época tan temprana del año, maestro? Creía que se celebraban siempre en verano.

—Ya lo creo que es inusitada. Los hechiceros teníamos que hablar de asuntos muy importantes. Me mandaron llamar —añadió Theobald mientras se atusaba la barba.

Raistlin hizo los comentarios oportunos aunque entretanto crecía su impaciencia y nerviosismo y deseaba que el petulante y fatuo viejo fuera al grano.

—Tus actividades en Haven se encontraban entre los temas por debatir, Majere —dijo Theobald, que asestó una mirada furibunda al joven, con las cejas erizadas—. Rompiste muchas reglas, y no fue la menos importante la de ejecutar un conjuro que estaba muy por encima de tu capacidad.

Raistlin podría haber argumentado que, evidentemente, el conjuro no estaba por encima de su capacidad puesto que lo había llevado a cabo, pero sabía que Theobald habría desdeñado tal observación.

—Hice lo que creía oportuno en tales circunstancias, maestro —contestó con tanta humildad y tono contrito como fue capaz de poner en su voz.

—¡Tonterías! —resopló Theobald—. Sabes muy bien lo que debía hacerse en un caso así. Tendrías que habernos informado que la hechicera era una renegada, y nosotros nos habríamos ocupado del asunto en su momento.

—En su momento, maestro, vos mismo lo habéis dicho. Entretanto, había gente inocente a la que estaban despojando de lo poco que poseía y a otros los echaban de sus casas. Esa charlatana y sus seguidores estaban causando un daño irreparable, y procuré ponerle fin.

—Y se lo pusiste, desde luego —manifestó Theobald, dejando entrever oscuras implicaciones.

—Quedé exculpado de su asesinato, maestro —replicó Raistlin en un tono cortante—. Tengo una notificación judicial del corregidor de Haven en persona que proclama mi inocencia.

—Entonces ¿quién la mató?

—No tengo ni idea, maestro.

—En fin —gruñó Theobald—, te ocupaste de la situación mal, pero, aun así, lo hiciste. Según tengo entendido, estuviste en un tris de que te mataran. Como ya he dicho, el Cónclave discutió el asunto.

Raistlin guardó silencio, esperando oír su castigo. Ya había decido que si le prohibían practicar la magia los desafiaría, que él mismo se convertiría en un renegado.

Theobald sacó un estuche de pergaminos y quitó la tapa, empleando en ello un montón de tiempo; la manoseó y forcejeó con ella torpemente hasta el punto de que Raistlin estuvo tentado de cruzar de un salto la distancia que los separaba y arrancarle el estuche al mago. Por fin, la tapa salió; Theobald sacó el rollo de pergamino y se lo tendió al joven.

—Aquí tienes. Entérate por ti mismo.

Ahora que el pergamino estaba en sus manos, Raistlin se preguntó si tendría valor para leerlo. Vaciló un instante para asegurarse de que las manos no lo traicionaran por el temblor, y después, con una fingida actitud despreocupada que enmascaraba su aprensión, desenrolló el papel.

Intentó leerlo, pero el nerviosismo le alteraba la vista y no conseguía enfocar las palabras. Cuando al cabo lo hizo, no las comprendió.

Y después no pudo creerlas. Estupefacto y pasmado, miro de hito en hito a su maestro.

—Esto… Esto tiene que ser un error. Soy demasiado joven.

—Lo mismo dije yo —manifestó Theobald en un tono desagradable—. Pero mi opinión fue desestimada.

Raistlin volvió a leer las palabras, unas palabras que, aunque no tenían nada de mágico, empezaron a brillar con la intensidad de un millar de soles:

Por este medio, se emplaza al aspirante a mago, Raistlin Majere, a presentarse ante el Cónclave de Hechiceros, en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, el séptimo día del séptimo mes en el séptimo minuto de la séptima hora. A esa hora y en ese lugar será sometido a la Prueba por sus superiores a fin de incluirlo en las filas de los dotados por los tres dioses, Solinari, Lunitari y Nuitari.

Ser invitado a pasar la Prueba significa un gran honor que se concede a muy pocos y que ha de tomarse seriamente. Se puede informar de este honor a los miembros más cercanos de la familia, pero a nadie más. Contravenir esta orden expresa podría significar la pérdida del derecho a pasar la Prueba.

El aspirante habrá de traer consigo su libro de hechizos y los ingredientes para conjuros. Vestirá la túnica del color afín a la alianza de su valedor. El color de la túnica que llevará cuando sea aprendiz (si llega a serlo) —es decir, su lealtad a uno de los tres dioses— quedará determinada durante la Prueba. No portará armas ni artefactos mágicos. Estos se le proporcionarán durante la propia Prueba a fin de juzgar su destreza en el manejo de ellos.

En el desafortunado caso de que el aspirante muriera durante la Prueba, todos sus efectos personales le serán entregados a su familia.

Puede venir acompañado por un escolta a la Torre, pero esta persona ha de saber que no se le permitirá entrar al bosque de Wayreth. Cualquier intento por parte del escolta de entrar a la fuerza tendrá como resultado un grave daño para sí mismo, del cual no nos hacemos responsables.

Esta última frase se había escrito y después, tachado, como si el redactor de la misiva hubiera cambiado de opinión.

Se había añadido un apéndice:

Se hace una excepción a esta norma en lo referente a Caramon Majere, hermano gemelo del susodicho aspirante. Se requiere expresamente que Caramon Majere asista a la Prueba de su hermano, por lo que será admitido en el bosque de Wayreth. Su seguridad queda garantizada, al menos durante el tiempo que pase en la fronda.

Raistlin bajó el pergamino, dejando que volviera a enrollarse por sí mismo, ya que sus manos carecían de la fuerza necesaria para sostenerlo y mantenerlo abierto. Ser invitado a pasar la Prueba tan joven, considerarlo capacitado para someterse a ella en su condición de novicio, era un honor de increíble magnitud. Estaba embargado por la alegría y el orgullo.

Claro que no había que olvidar esa frase admonitoria «en el desafortunado caso de que muriera». Más tarde, de madrugada, cuando yaciera despierto, incapaz de conciliar el sueño por la ansiedad, esa frase se alzaría ante él como una mano esquelética que se extendía para agarrarlo, para arrastrarlo a la oscuridad. Pero ahora, rebosante de seguridad en sí mismo, orgulloso de sus logros y del hecho de que tales logros habían impresionado a los miembros del Cónclave, Raistlin no sentía miedo ni angustia.

—Os lo agradezco, maestro —empezó, cuando pudo controlar la voz suficientemente para hablar.

—No me des las gracias —dijo Theobald mientras se ponía de pie—. Lo más probable es que te esté mandando a tu fin, pero no tendré tu muerte sobre mi conciencia, como le dije a Par-Salian. Consta en acta mi oposición a esta locura.

—Lamento que tengáis tan poca fe en mí, maestro —comentó Raistlin mientras acompañaba a su huésped hasta la puerta.

Theobald agitó una mano con gesto impaciente.

—Si tienes alguna duda o quieres preguntarme algo sobre tu libro de hechizos, ven a verme.

—Así lo haré, maestro —contestó el joven, que para sus adentros ya había decidido que antes vería a Theobald en el Abismo—. Gracias.

Cuando el mago se hubo marchado y Raistlin cerró la puerta tras él, le llegó el turno al joven aprendiz de empezar a brincar y saltar por la casa. En su arrebato de alegría, se remangó la túnica y marcó varios de los pasos de una rueda de baile que Caramon se había esforzado durante años en enseñarle.

El mocetón entró en ese momento y se quedó mirando boquiabierto a su hermano, y su estupefacción se multiplicó por diez cuando Raistlin corrió hacia él, lo abrazó y rompió a llorar.

—¿Qué ocurre? —Caramon interpretó mal el estallido emocional de su gemelo y sintió un terror tal que el corazón casi se le paró. Tiró la espada, que resonó con fuerza al caer al suelo, para agarrarlo—. ¡Raistlin! ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha muerto?

—¡No ocurre nada malo, hermano mío! —gritó Raistlin, riendo y secándose las lágrimas—. ¡No pasa nada malo en absoluto! Por una vez, todo marcha bien.

Agitó el pergamino, que todavía sostenía en una mano, y siguió dando vueltas y saltos por el pequeño cuarto hasta que se derrumbó, falto de aliento pero todavía riendo, en la mecedora de su madre.

—Cierra la puerta, hermano, y ven a sentarte a mi lado. Tenemos muchas cosas de que hablar.