Llegaron al templo a tiempo de mezclarse con la multitud que entraba en tropel. Esta noche habían acudido muchas más personas al haberse propagado el «milagro» de Judith entre los visitantes de la feria, entre ellos Enanos de las Colinas, varios de los bárbaros Hombres de las Llanuras con sus adornos de plumas, y algunas familias nobles ataviadas con finas ropas y acompañadas por sus sirvientes.
Con gran consternación, Raistlin también vio a varios vecinos de Solace; se caló más el deformado sombrero de fieltro sobre el rostro y cerró bien la gruesa capa negra que ocultaba su túnica. De hecho, se alegró de ver que Caramon se había subido la camisa más arriba de las orejas, lo que le otorgaba el aspecto de una gigantesca tortuga. El joven confiaba en que ninguno de sus vecinos los reconociera e hiciese algún comentario respecto a la magia de su paisano.
Raistlin se sintió un tanto atemorizado por la concurrencia.
Gentes de todas partes de Abanasinia presenciarían su actuación; hasta ahora no se le había ocurrido que actuaría ante un público muy numeroso, y la idea no era precisamente tranquilizadora. Si en ese momento hubiera aparecido alguien y le hubiera ofrecido un céntimo falso por huir, habría cogido la moneda y habría echado a correr.
El orgullo lo incitó a seguir adelante. Después del enfrentamiento con Tanis, de su bonita parrafada ante sus hermanos y amigos, no podía echarse atrás ahora porque perdería su respeto y la influencia que en el futuro tuviera ocasión de ejercer sobre ellos.
Se pegó a la espalda de Caramon utilizando el corpachón de su gemelo como un escudo mientras se abrían paso entre la multitud. Sturm los seguía de cerca, con una mano sobre el hombro del kender para dirigirlo y con otra apartando los ágiles dedos de Tas de las bolsas y saquillos de los fieles.
—Tengo que ir abajo con los clérigos. ¡Un sitio estupendo! Buena suerte —deseó Kit a la par que hacía un ademán de despedida.
—¡Aguarda! —Raistlin salió de detrás de Caramon con esfuerzo, intentando llegar hasta su hermana, pero estaban atrapados entre la apiñada multitud y fue inútil. Kitiara había agarrado a uno de los clérigos y este la conducía ahora a través del gentío.
¿Qué pensaba hacer?
Raistlin maldijo a su hermana por su actitud desconfiada y reservada, pero las palabras no habían salido de sus labios cuando el joven se las tragó. De la misma sangre, como decían los enanos. Igual podía maldecirse a sí mismo. No había dicho una palabra de sus planes a Kitiara.
—¡Ya puedes bajarte la camisa! —espetó a Caramon con una irritabilidad causada por el nerviosismo.
—¿Dónde quieres que nos situemos? —preguntó Sturm.
—El kender y tú id a la parte posterior de la sala, atrás de todo —indicó Raistlin, señalando las gradas altas. Les impartió las últimas instrucciones—. Tas, cuando grite «¡Helo ahí!», empiezas a bajar por el pasillo. Hazlo despacio y céntrate en lo que estás haciendo, sin que nada te distraiga, ¿has entendido? Si me obedeces, contemplarás una magia tan maravillosa como jamás has visto en tu vida.
—Lo haré, Raistlin —prometió Tas—. ¡Helo ahí! —Repitió la exclamación varias veces a fin de no olvidarla—. ¡Helo ahí! ¡Helo ahí! Oye, una vez vi a un tipo que gritaba eso mismo y…
—No se admiten kenders —dijo un clérigo de túnica azul mientras bajaba hacia ellos.
Incapaz de mentir, Sturm se quedó parado, con la mano en el hombro del kender. Raistlin contuvo la respiración. Su intervención quedaba descartada si no quería atraer la atención sobre sí. Afortunadamente para todos, Tasslehoff estaba acostumbrado a que lo echaran de los sitios.
—Oh, me lleva escoltado a la salida, señor —aseguró el kender con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Es eso cierto?
Sturm, con el bigote erizado, hizo un gesto ligerísimo, apenas perceptible, de asentimiento, lo que podía considerarse lo más parecido a un embuste que hubiera dicho en toda su vida.
Quizá la Medida autorizaba la mentira por una buena causa.
—Entonces lamento haberos estorbado, señor —manifestó el clérigo con tono apaciguador—. Por favor, no demoréis vuestra tarea por mí. Las puertas están en aquella dirección. —Agitó una mano, señalando.
Sturm hizo una fría inclinación de cabeza y se llevó a rastras a Tasslehoff, acallando los comentarios del kender con un severo «¡Silencio!» y un zarandeo en el pequeño hombro para poner énfasis a su advertencia.
Raistlin, que había aguantado la respiración, soltó el aire.
—¿Hacía dónde? —preguntó Caramon al tiempo que atisbaba sobre las cabezas de la multitud.
—En cualquier parte cerca de las primeras filas.
—No te separes de mí —advirtió su gemelo.
El mocetón empezó a dar codazos a diestro y siniestro, metió los hombros, empujó y, finalmente, consiguió abrirse paso entre el gentío. Las personas fruncían el ceño, pero, al reparar en su corpulencia, se guardaban las palabras iracundas que estaban a punto de soltar.
Las gradas inferiores, junto al círculo central, estaban llenas.
En un extremo, pegado al pasillo, quedaba un hueco para una persona; una persona más bien pequeña.
—Observa —dijo Caramon a su hermano, guiñándole un ojo.
El mocetón se dejó caer en el hueco vacío y empezó a rebullir y se pegó a la persona que tenía al lado, una mujer pudiente ataviada con buenas ropas que le asestó una mirada furibunda. Con actitud fría y deliberada, la dama se apartó para que no la rozara. Raistlin se preguntaba qué iba a conseguir con eso su hermano, ya que seguía sin haber sitio para él, cuando Caramon soltó un tremendo eructo al que siguió una sonora flatulencia.
La gente que estaba alrededor del corpulento joven hizo una mueca y lo miró con asco. La mujer que estaba a su lado se tapó la nariz con la mano y lanzó otra mirada iracunda.
—He cenado judías —dijo Caramon, exhibiendo una sonrisa azorada.
La mujer se incorporó, movió bruscamente sus faldas de seda y le dedicó una abrasadora mirada.
—¡Zafio! —insultó—. ¡No entiendo por qué permiten la entrada a gentuza como tú! ¡Pienso protestar! —Empezó a subir los escalones con actitud airada, buscando a alguno de los clérigos.
Caramon llamó con un ademán a su hermano para que se sentara en el hueco que había a su lado.
—No sabía que pudieras ser tan sutil, hermano —musitó Raistlin mientras tomaba asiento.
—¡Sí, así soy yo! ¡Sutil! —Caramon se echó a reír.
Raistlin recorrió la multitud con la mirada y enseguida localizó a Sturm, de pie junto a una columna, cerca de un pasillo. A Tasslehoff no se lo veía por ninguna parte; probablemente, Sturm había escondido al kender en las sombras del pilar.
También él había estado buscando a Raistlin; al localizarlo, hizo una ligera inclinación con la cabeza y levantó el pulgar. Una mano pequeña salió repentinamente por detrás de Sturm y se agitó en el aire. El kender y el aspirante a caballero estaban en posición.
Raistlin volvió los ojos hacia el escenario. Fue muy fácil localizar a su hermana; Kitiara se encontraba en el reducido espacio cercado que había delante del círculo central, junto con los otros que habían sido invitados a hablar con sus difuntos.
Como si notara su mirada en ella, Kit esbozó su sonrisa sesgada; con cierta amargura, Raistlin reparó en que su hermana estaba tranquila, relajada, incluso pasándolo bien.
No le ocurría lo mismo a él.
Cuando los últimos asistentes encontraron asiento, las puertas se cerraron y la oscuridad se hizo más intensa en el templo. El fuego prendió repentinamente en los braseros colocados en el escenario y comenzó el cántico. Entraron los clérigos y las sacerdotisas llevando las cobras encantadas en los cestos. Judith no tardaría en hacer su aparición. El momento de que Raistlin entrara en acción se acercaba rápidamente.
Estaba aterrado. Sabía muy bien lo que le ocurría, conocía los síntomas: el miedo a entrar en escena.
Raistlin lo había experimentado ya, pero sólo levemente, poco antes de sus actuaciones en las ferias de Solace. El miedo siempre había desaparecido en cuanto empezaba la actuación y no le había preocupado.
Nunca había actuado ante un público tan numeroso; un público que tenía que considerar hostil. Nunca se había jugado tanto en una actuación; el miedo de ahora centuplicaba cualquier temor experimentado hasta entonces.
Tenía las manos heladas y los dedos tan rígidos que no creía ser capaz de moverlos lo suficiente para sacar el pergamino del estuche. Sus entrañas sufrieron un fuerte espasmo y, durante un espantoso momento, creyó que tendría que salir corriendo hacia los excusados. Su boca estaba tan seca que era incapaz de pronunciar una palabra. ¿Cómo iba lanzar el conjuro si no podía hablar? Estaba empapado de sudor y los escalofríos lo sacudían. Notó revuelto el estómago.
Su actuación iba a acabar de un modo vergonzoso, vomitando y ensuciándose encima.
El sumo sacerdote comenzó con la presentación, pero Raistlin no le prestó atención; siguió sentado, doblado sobre sí, sintiéndose fatal, muy enfermo.
La suma sacerdotisa Judith apareció con su túnica azul inició su discurso de bienvenida al auditorio. A Raistlin le pitaban los oídos de tal modo que no podía escuchar lo que decía. El momento estaba cada vez más cerca. Caramon le miraba con expectación. Allí, en algún lugar en la oscuridad, Kit lo observaba. Sturm aguardaba su señal, igual que Tasslehoff. Todos lo esperaban, contaban con él, dependían de él. Comprenderían su fracaso, se mostrarían amables, sin hacerle el menor reproche. Lo compadecerían…
Judith había bajado los brazos y las amplias mangas cayeron sobre sus manos, ocultándolas. Se disponía a ejecutar el conjuro.
Raistlin manoseó torpemente el estuche del pergamino obligando a sus entumecidos dedos a quitar la tapa. Sacó el trozo de piel, pero las manos le temblaban de tal modo que a punto estuvo de dejarlo caer. Asaltado por el pánico, aterrado de perderlo en la oscuridad y ser incapaz de recuperarlo, cerró la mano sobre él, crispada.
Lentamente, temblando, Raistlin se despojó de la capa negra y se puso de pie. Los que estaban sentados a su alrededor lo miraron con irritación; algunos de detrás sisearon en voz baja que se sentara. Al no hacerlo, se levantaron más voces; el jaleo hizo que otros miraran en su dirección, incluidos los clérigos que estaban en el escenario.
Raistlin buscó frenéticamente en su memoria el discurso minuciosamente preparado, repasado muchas veces. No recordaba una sola palabra. Mareado por el desfallecedor miedo, desenrolló el pergamino y lo miró con la esperanza de encontrar alguna pista en él.
Las letras de las palabras mágicas emitían un brillo tenue, agradable, como si estuvieran iluminadas, los trazos resaltados con fuego. El calor de la magia se propagó por sus dedos helados y trajo consigo la seguridad. Él poseía la habilidad de ejecutar el conjuro, la destreza para usar la magia. Impondría su voluntad sobre esta gente, la mantendría bajo su dominio.
El convencimiento de que esto era cierto lo enardeció; una oleada de poder consumió su miedo.
Su voz, cuando habló, le sonó desconocida; por lo general su timbre era suave, quedo, y no esperaba que resonara con tanta fuerza. Subió el tono al punto donde la acústica de la sala amplificara sus palabras del mejor modo, y el resultado fue dramático. Hasta él mismo se sobresaltó.
—Ciudadanos de Haven —empezó—, amigos y vecinos. ¡Me encuentro ante vosotros para preveniros de que os están embaucando!
Los murmullos y las voces se alzaron por toda la concurrencia.
Algunos eran furiosos, instándolo a que dejara de insultar al dios. Otros eran molestos, preocupados por que fuera a interrumpir el prometido milagro. Unos cuantos aplaudieron, animándolo a seguir. Habían venido a ver un espectáculo, y esto garantizaba que recibirían más de lo que valía su dinero. La gente estiraba el cuello para verlo, y muchos se habían puesto de pie.
Los clérigos y sacerdotisas que estaban en el escenario miraron con incertidumbre a su cabecilla, preguntándose qué hacer. A una señal del sumo sacerdote, alzaron sus voces para tapar las palabras de Raistlin con sus cánticos. Caramon también se había puesto de pie al lado de su hermano, con actitud protectora, observando con expresión ominosa a los acólitos, que habían cogido antorchas y bajaban por el pasillo hacia ellos, presurosos.
Raistlin no prestó atención al escándalo. Estaba contemplando fijamente a Judith; la mujer había interrumpido la ejecución del conjuro. Al localizarlo entre la multitud, lo miró de hito en hito. En la penumbra no reconoció a Raistlin, pero vio la blanca túnica y de inmediato fue consciente del peligro que corría. Se quedó estupefacta, pero sólo durante un instante. Rápidamente, recobró la compostura.
—¡Cuidado con el hechicero! —gritó—. Prendedlo y expulsadlo. Los de su calaña tienen prohibida la entrada al templo. ¡Ha venido a ejecutar su magia negra contra nosotros!
—Contadnos algo más sobre magia negra, viuda Judith —gritó Raistlin.
Entonces lo reconoció, y la rabia le congestionó el semblante.
Sus ojos se desorbitaron, dejando un borde blanco alrededor de los brillantes iris. Sus labios, pálidos, se movieron sin emitir sonido alguno, y su mirada se quedó clavada en él. Al joven le espantó el odio tan profundo que vio en sus ojos; lo espantó y lo aterró. Sintió que su seguridad se tambaleaba.
Ella percibió su inseguridad y sus labios se extendieron en una horrenda sonrisa. Hizo lo que debería haber hecho al principio: le dio la espalda desdeñosamente, haciendo caso omiso de él.
Los acólitos bajaban los escalones a toda prisa en su dirección.
Por fortuna, algunos de los asistentes se habían movido al pasillo para ver mejor y les obstruían el paso. Caramon, apretados los puños, estaba más que dispuesto a encargarse de ellos, pero sería cuestión de tiempo el que lo vencieran por su abrumadora superioridad numérica.
—¡Puedo demostrar que mi acusación es verdad! —gritó Raistlin. Su voz se quebró y la gente empezó a sisear y a abuchear.
Azorado, notando que la atención del público se le escapaba de las manos, se esforzó por mantener el control.
—¡La mujer que se autoproclama suma sacerdotisa realiza lo que denomina un milagro! ¡Yo afirmo que es magia, y lo demostraré realizando el mismo conjuro! ¡Ved cómo os traigo otro supuesto dios! ¡Helo ahí!
Raistlin no necesitaba el pergamino; las palabras del hechizo bullían en su sangre y la magia creó un estanque de fuego alrededor de su desbocado corazón, de modo que el fluido vital la transportó por las venas, llevándola hasta el último rincón de su cuerpo. Recitó las palabras mágicas, pronunciando cada una de ellas con precisa corrección, gozando de la exaltadora sensación que lo inundaba mientras la magia fluía como acero fundido a través de sus dedos, de sus manos, de sus brazos.
Absorbiendo las energías de quienes lo observaban, utilizando incluso el odio y la rabia de sus enemigos en su propio provecho, Raistlin dio rienda suelta a la magia. El conjuro salió de él como un río de lava, dando la impresión de que lo arrastraría consigo sobre sus olas de fuego y calor.
Ante el auditorio apareció un gigante, un aterrador coloso, un ser titánico con un copete, vestido con calzas verdes y una camisa de seda purpúrea; un gigante cargado de bolsas y saquillos que hacía cuanto estaba a su alcance para dar la impresión de que comprendía la enormidad de la situación.
—¡Helo ahí! —gritó de nuevo Raistlin—. ¡El Kender Gigante de Balifor!
La gente ahogó exclamaciones de estupor y dieron respingos; después, sonaron algunas risitas tontas; otros se unieron a las risas, las risas nerviosas propias de situaciones tensas. El gigantesco kender empezó a bajar por el pasillo con una expresión tan solemne y seria que su nariz temblaba por el esfuerzo.
—¡Invoca a Belzor! —gritó un gracioso—. ¡Un combate entre Belzor y el kender!
—¡Apuesto por el kender! —gritó otro.
Estallaron carcajadas entre la multitud, que en su mayoría había acudido para presenciar un espectáculo y se sentían más que satisfechos. Unos cuantos fieles chillaban con ira, exigiendo que el hechicero cejara en este sacrilegio, pero, una vez que la risa empezaba, era muy difícil de contener.
La risa… un arma tan mortífera como una lanza.
—En esta esquina, Belzor… —gritó alguien.
El estallido de carcajadas fue ensordecedor. Cuatro acólitos habían conseguido llegar al final de los peldaños e intentaban agarrar a Raistlin. Caramon los apartó de un empellón.
Los que se encontraban alrededor, que lo estaban pasando en grande y no querían que se pusiera fin al espectáculo, se sumaron al forcejeo y a los empujones. Algunos de los fieles acudieron en ayuda de los acólitos; tres hombres que habían venido al templo directamente desde una cervecería se lanzaron con entusiasmo a la refriega sin importarles por quién tomaban partido. Alrededor de Raistlin estalló un pequeño tumulto.
Los gritos y los chillidos atrajeron la atención de los guardias de Haven que estaban de servicio. Habían estado mirando con nerviosismo a su capitán temiendo que en cualquier momento les ordenara que arrestaran al kender gigante. El propio capitán estaba bastante desconcertado al acudir a su mente la repentina imagen del kender gigante encarcelado en la prisión, con gran parte del torso y la cabeza coronada por el copete sobresaliendo a través del agujero que tendrían que abrir en el techo.
En estas circunstancias, un tumulto —un simple y llano tumulto— fue una salida recibida de buen grado. Haciendo caso omiso del kender gigante, el capitán ordenó a sus hombres que sofocaran la trapatiesta.
El kender gigante siguió bajando los escalones del pasillo, pero muy pocos le prestaban atención ahora. A estas alturas, casi toda la gente estaba de pie.
Los prudentes, viendo que la situación se estaba escapando de las manos rápidamente y entraba en una fase peligrosa, reunieron a sus familias y se dirigieron hacia la salida.
Los que buscaban emociones permanecieron en sus sitios, intentando encontrar la mejor perspectiva. Los jóvenes se lanzaban alegremente desde todos los lugares de la sala para tomar parte en la pelea. Varios niños que se habían escapado de sus frenéticas madres perseguían al kender gigante con entusiasmo.
Un grupo de enanos abordaban a todos los que pasaban a su lado y juraban que esta era la mejor función religiosa a la que habían asistido desde los tiempos del Cataclismo.
Raistlin seguía encaramado al asiento de mármol, donde se había refugiado. La noción de que él había provocado este alboroto, de que había fomentado semejante caos, lo horrorizaba.
Pero después lo excitó.
Estaba saboreando el poder y era un sabor dulce; más dulce para él que el amor, que el dinero. El joven supo ver los defectos de su prójimo, de los mortales. Vio su codicia y sus prejuicios, su credulidad, su perfidia, su bajeza. Los despreció por ello y supo, en ese momento, que podía utilizar esos defectos para sus propios fines, fueran los que fueran.
Podía usar su poder para el bien si así lo elegía; o podía utilizarlo para hacer el mal.
Se volvió, en su triunfo, hacia la suma sacerdotisa.
La mujer había desaparecido; y también Kitiara, advirtió Raistlin, consternado.
Agarró a Caramon, de espaldas a él, por el cuello de la camisa, la única parte de su gemelo a la que llegaba, y tiró. El mocetón luchaba contra dos acólitos, a uno de los cuales sostenía con el brazo extendido, y al otro lo aferraba por el cuello con la otra mano; mientras tanto, no dejaba de repetirles una y otra vez que actuaran como personas normales y dejaran en paz a la gente honrada. El tirón del cuello de la camisa casi ahogó a Caramon, que volvió la cabeza hacia atrás.
—¡Suéltalos! —gritó Raistlin—. ¡Ven conmigo!
A su alrededor los hombres descargaban puñetazos, daban empellones, gritaban y maldecían; la intervención de los guardias había incrementado el desorden en lugar de restaurarlo.
Raistlin se detuvo un momento para buscar a Sturm entre el gentío, pero no lo encontró. El kender gigante había desaparecido, ya que el conjuro se había consumido a la par que la disposición de la gente a creer en la ilusión.
Tasselhoff, de nuevo con su tamaño normal, estaba enterrado bajo una avalancha de chiquillos.
También la magia había desaparecido dentro de Raistlin dejándolo agotado, vacío, como si se hubiera cortado una arteria y se hubiera desangrado. Cada movimiento era un arduo esfuerzo, cada palabra pronunciada requería concentración en la idea. Anhelaba desesperadamente tumbarse enroscado bajo una suave manta y dormir, dormir durante días. Pero eso era un lujo que no podía permitirse en ese momento. Sin embargo, al dar un paso, se tambaleó, a punto de desplomarse.
Caramon lo rodeó con un brazo, sosteniéndolo.
—¡Raist, tienes un aspecto horrible! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? Vamos, te llevaré en brazos.
—¡Ni hablar! ¡Cierra el pico y sígueme! —Raistlin no tenía tiempo ni fuerzas que perder con las tonterías de Caramon. Iba a retirar el fuerte brazo de su gemelo, pero comprendió que se caería sin su apoyo—. Bien, ayúdame a caminar. ¡Hacia allí no, mentecato! ¡A la puerta debajo de la serpiente! ¡Tenemos que encontrar a Judith!
—¿Encontrar a esa bruja? —El semblante del joven se tornó iracundo—. ¿Para qué? ¡Que se largue con viento fresco! ¡Así se hunda en el Abismo!
—No sabes lo que dices, Caramon —jadeó Raistlin, estremecido por un presentimiento—. Si no vienes conmigo iré solo.
—Claro, Raist —repuso Caramon, apaciguado, impresionado por el tono urgente de su hermano—. ¡Apártate! —gritó al tiempo que propinaba un puñetazo a un delgaducho guardia de la ciudad que intentaba, sin resultado, rodearle el grueso cuello con las manos.
El mocetón ayudó a Raistlin a bajar de las gradas y a saltar la cuerda utilizada para impedir que los fieles entraran en el círculo central.
—¡Cuidado con las cobras! —advirtió Raistlin, recostado en el fornido brazo de su gemelo—. El encantamiento que las tenía sometidas ha desaparecido.
Caramon dio un rodeo a las serpientes, que se mecían en los cestos. Muy juiciosamente, el sumo sacerdote y sus seguidores habían desalojado el escenario dejando tras de sí a las cobras. Raistlin no había acabado de articular la advertencia cuando uno de los ofidios se salió del cesto y se arrastró por el suelo.
La gente había entrado en el círculo, alguno intentando eludir la pelea y otros buscando nuevos adversarios. Un guardia empujó uno de los braseros y los carbones ardientes se volcaron sobre la paja extendida para amortiguar el ruido.
Estallaron las llamas y el humo se elevó, sinuoso, en el aire, acrecentando la confusión cuando alguien gritó que en el edificio se había prendido fuego.
—¡Por aquí! —Raistlin señaló hacia un estrecho acceso abierto en la parte inferior de la estatua de la serpiente.
Los dos entraron en un corredor de piedra iluminado por antorchas parpadeantes. A ambos lados del corredor había varias puertas. Raistlin se asomó a una de ellas, espléndidamente amueblada y alumbrada por cientos de velas. En estas estancias vivían —y, por las apariencias, muy bien— y trabajaban los clérigos de Belzor. Había esperado encontrar a Judith, pero el cuarto estaba vacío, al igual que esa parte del corredor. Los seguidores de Belzor habían considerado juicioso abandonar el templo en manos de la chusma.
El joven miró en derredor y descubrió que no todos los fieles habían huido. Una figura solitaria se agazapaba en un rincón oscuro; se acercó a ella y vio que era una de las sacerdotisas; o estaba herida o el miedo la había hecho venirse abajo. Fuera por la razón que fuera, sus compañeros la habían abandonado a su suerte, hecha un ovillo contra la pared de piedra, sollozando amargamente.
—¡Pregúntale dónde está Judith! —instruyó Raistlin.
Consideró que lo mejor era permanecer en las sombras, oculto detrás de su hermano.
Caramon rozó suavemente la mano de la sacerdotisa para llamar su atención. La mujer se sobresaltó al sentir el roce y levantó hacia él el rostro lloroso y atemorizado.
—¿Dónde está la suma sacerdotisa? —preguntó Caramon.
—No era culpa mía. ¡Nos mintió! —dijo la chica, que tragó saliva con esfuerzo—. Yo creía en ella.
—Sí, claro. ¿Dónde…?
Un grito, un chillido de rabia que subió a un tono agudo de terror, enmudeció de manera brusca, ahogado en un horrible gorgoteo. Raistlin se quedó helado hasta la médula, aterrado por aquel horrendo sonido. También la chica gritó y se tapó los oídos con las manos.
—¿Dónde está Judith? —insistió Caramon; no entendía lo que estaba ocurriendo, pero tenía sus instrucciones y no iba a permitir que nada lo distrajera. Sacudió a la aterrada muchacha.
—Su sala de estar… se encuentra por allí. —Lloriqueó la chica, que cayó de rodillas, encogida—. ¡Tienes que creerme! No sabía que…
Caramon no esperó a escuchar nada más. Raistlin ya se encaminaba por el corredor en la dirección señalada por la muchacha. El mocetón alcanzó a su gemelo al final del pasillo, donde se bifurcaba en direcciones opuestas, formando una «Y». Las antorchas del corredor de la izquierda, donde estaba la sala de Judith, habían sido apagadas, de manera que aquella parte del templo se encontraba a oscuras.
—¡Necesitamos luz! —dijo Raistlin.
Caramon cogió una de las antorchas de los hacheros que había en el tramo anterior del pasillo y la levantó.
El humo de la paja prendida en el escenario se había metido por la puerta en sinuosas volutas casi a ras del suelo. La luz se reflejó en la única puerta que había al final del pasillo, haciendo brillar el símbolo de la serpiente, hecho con oro, que la adornaba.
—¿Oíste ese grito, Raist? —susurró Caramon, inquieto, al tiempo que se detenía.
—Sí, y no fuimos los únicos que lo escuchamos —respondió con impaciencia su hermano, que le asestó una mirada irritada—. ¿Qué haces ahí plantado? ¡Aprisa! Alguien vendrá a investigar. No disponemos de mucho tiempo.
Raistlin siguió avanzando por el pasillo. Tras un momento de duda, Caramon se apresuró a alcanzar a su hermano.
El joven aprendiz de mago llamó a la puerta, que se abrió al tocarla con los nudillos.
—Esto no me gusta, Raist —dijo Caramon, nervioso—. Vayámonos.
Raistlin empujó la hoja.
La habitación estaba profusamente iluminada. Sobre una repisa de piedra del pequeño cuarto ardían veinte o treinta velas gruesas. Unas cortinas de terciopelo colgaban sobre otra puerta interior que sin duda daba acceso al dormitorio de Judith. Sobre una pequeña mesa había una jarra de vino, pan y carne; sin duda era la cena preparada para que la sacerdotisa diera cuenta de ella después de la actuación.
Pero Judith ya no necesitaba comida; sus actuaciones habían terminado. La hechicera yacía en el suelo, debajo de la mesa, tendida sobre un charco de sangre. La habían degollado con tal violencia que su asesino casi la había decapitado.
Caramon sufrió una náusea y se tapó los ojos.
—¡Oh, Raist! ¡No lo dije en serio! —masculló, sintiéndose enfermo—. ¡Me refiero a lo del Abismo! ¡No lo dije en serio!
—No importa, hermano —musitó Raistlin, que contemplaba el cadáver con una horrible calma—. Podemos imaginar sin temor a equivocarnos que en el Abismo es donde se encuentra ahora la viuda Judith. Vamos, tenemos que irnos cuanto antes. Nadie debe encontrarnos aquí.
Cuando empezaba a dar media vuelta para marcharse, captó un centelleo por el rabillo del ojo, el brillo de la luz de la antorcha reflejándose en metal. Miró con más detenimiento y vio un cuchillo tirado en el suelo, cerca del cuerpo.
Raistlin conocía esa arma, la había visto con anterioridad.
Vaciló una fracción de segundo y después se agachó y recogió el cuchillo, que guardó en la manga de la túnica.
—¡Deprisa, hermano! ¡Alguien viene hacia aquí! —instó.
Fuera se oía el ruido de pasos presurosos; la chica conducía a la guardia de la ciudad hacia los aposentos de la suma sacerdotisa. Raistlin llegó a la puerta en el mismo momento en que entraba el capitán de la guardia, acompañado por varios de sus hombres. Se frenaron en seco al ver el cadáver, alarmados y estupefactos. Uno de los guardias se volvió para vomitar en un rincón.
El capitán era un soldado veterano que había visto la muerte en muchos de sus peores aspectos y esta no lo impresionó excesivamente. Miró fijamente a Judith, de quien había sospechado que estafaba a las buenas gentes de Haven, y luego volvió la severa mirada a los dos jóvenes. Los reconoció de inmediato como los que habían provocado los desastrosos acontecimientos de la noche.
Caramon, casi tan lívido como el cadáver desangrado, balbució con voz entrecortada:
—Yo… no lo dije en serio.
Raistlin guardó silencio mientras se estrujaba el cerebro.
La situación era desesperada; tenían en su contra las apariencias.
—¿Qué es esto? —El capitán señaló una mancha de sangre en la blanca túnica del joven.
—Tengo cierta reputación como curandero. Me agaché para examinarla. —Raistlin iba a añadir «para ver si había signos vitales», pero al mirar el cadáver comprendió lo absurdo que habría sonado, y cerró la boca.
Era plenamente consciente del tacto del cuchillo aferrado prietamente en su mano. La sangre de la empuñadura era pringosa y se le pegaba en los dedos. Se sintió asqueado y habría dado cualquier cosa por poder lavársela.
Coger el cuchillo había sido una increíble estupidez. Se maldijo a sí mismo por su necedad, sin entender qué lo había impulsado a hacer algo tan poco juicioso. Algún vago e instintivo deseo de protegerla, supuso. Ella jamás habría hecho lo mismo por él.
—El arma no está —dijo el capitán tras echar otra ojeada a la túnica manchada de sangre de Raistlin y recorrer rápidamente el cuarto con la mirada—. Registradlos.
Uno de los guardias agarró a Raistlin rudamente y le sujetó los brazos. Otro le levantó las mangas y dejó al descubierto el ensangrentado cuchillo, aferrado en la mano.
El capitán esbozó una sonrisa sombría, triunfante.
—Primero, un kender gigante, y ahora un asesinato —dijo—. Has tenido una noche muy movida, joven.