14

Raistlin se levantó temprano al día siguiente; había pasado despierto gran parte de la noche y finalmente cayó en un duermevela intranquilo cuando faltaba poco para amanecer. Despertó de un sueño que no recordaba pero que le dejó una sensación de inquietud. Tenía la sensación de haber soñado con su madre.

Flint y Tanis también se levantaron temprano y arreglaron una y otra vez las mercancías hasta conseguir que ofrecieran su mejor aspecto. Habían puesto los brazales, con sus bellas grabaciones de grifos, dragones y otras bestias míticas, en un expositor delantero. Los collares de plata trenzada, un trabajo delicado y exquisito, se colocaron sobre terciopelo rojo. Los anillos de oro y plata, cincelados a semejanza de hojas de hiedra entrelazadas, relucían en cajas de madera.

Empero, Flint no se sentía satisfecho con el modo en que las mercancías se encontraban expuestas. Estaba seguro de que el sol matinal arrojaría sombra sobre el puesto y, por tanto, la plata debería ir aquí, no allí. Tanis escuchó pacientemente, recordó al enano que ya había hablado de lo mismo el día anterior y que, debido a la sombra de las ramas de un roble que se extendían por encima, los rayos de sol caerían sobre la plata y harían que las joyas resplandecieran únicamente si se quedaban donde estaban ahora.

Todavía seguían discutiendo cuando Raistlin se dirigió a las letrinas para hacer sus abluciones; allí se roció la cara y el cuerpo con el agua de un balde público. Tiritando, se vistió rápidamente con su túnica blanca. Caramon seguía dormido en la tienda que compartían los gemelos, expulsando con los ronquidos los efectos del humo opiáceo.

El aire era frío, límpido; el sol teñía con tonos rosáceos las cumbres de las montañas, que ya estaban blancas con las primeras nevadas ligeras. El cielo estaba completamente despejado, de modo que el día sería agradablemente cálido conforme avanzara; la muchedumbre que acudiría a la feria sería muy activa.

Flint llamó a Raistlin para que pusiera fin a la discusión sobre la posición de las joyas. El joven, a quien no le importaba nada el tema y le habría dado lo mismo si las joyas estaban en el tejado o en cualquier otra parte, se escabulló del compromiso simulando no haber oído la llamada del enano.

Recorrió el recinto ferial, observando la actividad con interés.

Los postigos empezaban a quitarse; los carros de mano se retiraban a los lugares apropiados. El olor a tocino veteado y pan fresco impregnaba el aire. El recinto estaba silencioso si se comparaba con el ruido y el desorden que se esperaban más avanzado el día. Los comerciantes se saludaban y se deseaban suerte o se reunían para compartir desayuno y chismes o trocaban mercancías entre sí.

Sólo llevaban un día allí y ya habían formado su propia comunidad con sus cabecillas, sus cotilleos y sus escándalos, unidos por el sentido de la camaradería, con la mentalidad de «nosotros contra ellos». Con «ellos» se referían a los compradores, de quienes se hablaba en los términos más despectivos y a los que más tarde se atendería con corteses sonrisas y actitud servil.

Raistlin contemplaba este pequeño mundo con socarrón cinismo hasta que llegó al puesto de uno de los panaderos.

Una joven estaba colocando unos molletes recién hechos, todavía calientes, en un cesto. El aroma a canela tenía por complemento el olor a madera quemada de los hornos de ladrillo, y el conjunto tentó a Raistlin lo suficiente para acercarse y preguntar el precio. Buscaba apuradamente los escasos céntimos que le quedaban, preguntándose si tendría suficiente, cuando la joven le sonrió y sacudió la cabeza.

—Guardad el dinero, señor. Sois uno de nosotros.

El mollete le calentó las manos mientras seguía caminando; el sabor a manzana y canela inundó su lengua, repentino e intenso. Indudablemente, era el mejor mollete que había comido en su vida, y decidió que formar parte de la pequeña comunidad era muy agradable, aunque todo ello le resultaba un tanto extraño.

En las calles de Haven empezaba a haber movimiento.

Los niños salían corriendo de las casas gritando, excitados, que iban a ir a la feria. Sus atareadas madres aparecían, presurosas, tras ellos para hacerles entrar de nuevo y lavarles la cara. Los guardias de la ciudad caminaban con aire importante, conscientes de los forasteros que visitaban Haven y decididos a impresionarlos.

Raistlin iba ojo avizor por si aparecían algunos de los clérigos de Belzor. Cuando veía alguno a lo lejos, giraba rápidamente en la siguiente calle lateral para evitar el encuentro.

Difícilmente lo identificarían como el harapiento campesino de la noche anterior, pero no quiso correr ningún riesgo. Había considerado volver a ponerse el mismo disfraz, pero pensó que tendría que explicar a Lemuel la razón por la que se había vestido con esas ropas y eso era algo que no deseaba hacer si podía evitarlo. El apocado hombrecillo intentaría disuadirlo de seguir adelante con su plan, y Raistlin no tenía ganas de oír más argumentos en contra. Ya se los había planteado todos él mismo.

Los rayos de sol deshacían la escarcha de las hojas cuando Raistlin llegó a la casa de Lemuel. No se oía ningún ruido dentro y, aunque ello no era inusitado en el retraído mago, Raistlin comprendió con inquietud que todavía era muy temprano. Quizá Lemuel aún estaba durmiendo.

El joven rondó por los alrededores de la casa un tiempo, sin saber qué hacer; no quería despertar al mago, pero tampoco le gustaba la idea de marcharse, de desperdiciar tiempo y energía. Rodeó la casa y se dirigió a la parte trasera con la esperanza de atisbar el interior a través de una de las ventanas. Lo complació escuchar ruidos en el jardín.

Encontró una piedra que sobresalía un poco en la parte inferior del muro, puso el pie sobre ella y se aupó.

—Disculpad, señor Lemuel —llamó quedamente, con el propósito de no sobresaltar al nervioso mago, pero fracasó.

Lemuel soltó el desplantador con el que estaba sacando una planta y volvió la vista hacia él, consternado.

—¿Quién…? ¿Quién ha hablado? —demandó con voz temblorosa.

—Soy yo, señor. Raistlin. —Era muy consciente de su postura tan poco digna, aferrado precariamente al muro con las dos manos.

Al cabo de unos instantes de buscar en derredor, Lemuel vio al joven y lo saludó con gran cordialidad, aunque sus palabras de bienvenida se vieron interrumpidas bruscamente cuando el pie de Raistlin resbaló en la piedra y el joven desapareció tras el muro de manera repentina. Lemuel abrió la puerta del jardín e invitó a pasar a Raistlin al tiempo que le preguntaba si había visto alguna serpiente cerca de la casa.

—No, señor —respondió sonriendo el joven, que había empezado a sentir aprecio por el nervioso hombrecillo. Uno de los motivos que lo habían decidido a llevar a cabo su plan, una de las razones desinteresadas, era el propósito de que Lemuel continuara viviendo en su casa, con su amado jardín—. Los clérigos están en el recinto ferial buscando nuevos conversos. Mientras dure la feria, no creo que os molesten, señor.

—Deberíamos dar gracias por los pequeños favores de la vida, como dijo el gnomo cuando se voló una mano cuando podría haberse volado la cabeza. ¿Has desayunado? ¿Te importaría si saco algo de comer al jardín? Tengo mucho trabajo que hacer aquí.

Raistlin respondió que ya había tomado algo y que se sentiría muy a gusto en el jardín. Vio que alrededor de una cuarta parte del terreno estaba removido, con las plantas envueltas y atadas cuidadosamente, listas para ser transportadas.

—La mitad no aguantará el traslado, pero algunas lo lograrán y, en unos cuantos años, puede ser que vuelva a tener mi viejo jardín —comentó Lemuel, procurando dar un tono alegre a su voz.

Empero, su mirada recorrió tristemente los arbustos de zarzamoras, los manzanos y cerezos, y el enorme seto de lilas.

—Quizá no tengáis que marcharos, señor —dijo Raistlin—. He oído rumores de que algunas personas creen que Belzor es un engaño y que se proponen desenmascararlo.

—¿De veras? —El semblante de Lemuel se alegró, pero enseguida recobró su gesto triste—. No tendrán éxito. Sus seguidores son demasiado poderosos. Aun así, es muy amable de tu parte darme esperanzas, aunque sólo sea durante un momento. Bien, ¿qué deseas, jovencito? —Lemuel observó a Raistlin con perspicacia—. ¿Se ha puesto enfermo alguien? ¿Necesitas alguna de mis medicinas?

—No, señor. —Las mejillas de Raistlin se tiñeron de un leve rubor, avergonzado de que su propósito fuera tan obvio—. Me gustaría echar otro vistazo a los libros de vuestro padre, si no os importa.

—¡Válgate el cielo, muchacho! Los libros ya son tuyos —respondió afectuosamente Lemuel con tanta afabilidad que Raistlin decidió en ese instante acabar con Belzor costara lo que costase y sin acordarse de sus propias ambiciones.

Dejó al mago trabajando tristemente en su jardín, decidiendo qué podía trasplantar con ciertas garantías y qué tendría que dejar, confiando en que el próximo propietario regara debidamente las hortensias.

Dentro de la biblioteca, Raistlin se quedó quieto un momento contemplando con amor y orgullo los libros —sus libros, que pronto estarían en los estantes de su casa— y después se puso a trabajar. Encontró el conjuro que buscaba sin dificultad; el mago guerrero había sido un hombre meticuloso y tenía anotados en un volumen aparte todos los hechizos y su localización. Después de leer una descripción del conjuro —que también había incluido el mago guerrero aparentemente para su propia consulta—. Raistlin tuvo la completa certeza de que este era el que utilizaba la suma sacerdotisa.

Su deducción se vio confirmada aún más al comprobar que el conjuro no requería ingredientes, nada de arena que echar a los ojos ni guano de murciélago amasado entre los dedos. Judith sólo tenía que pronunciar las palabras y hacer los gestos apropiados para que la magia funcionara. Esta era la razón de las amplias mangas.

La cuestión era cómo podía realizar él el mismo hechizo.

No era un conjuro muy difícil ni requería la destreza de un archimago para ser ejecutado; para un aprendiz de mago debía de ser muy accesible. Pero Raistlin ni siquiera era eso, sino un novicio, y no le estaba permitido aprender por sí mismo hasta después de haberse sometido a la Prueba. Según las leyes del Cónclave, tenía prohibido ejecutar hechizos hasta ese momento. La ley era muy precisa a ese respecto.

También lo era en otro punto: si un mago encontraba a un hechicero renegado, uno que actuaba fuera de la ley del Cónclave, tenía la obligación de intentar convencer al renegado para llevarlo ante la justicia del Cónclave o —en casos extremos— poner fin a su vida.

¿Era Judith una renegada? Raistlin se había pasado la noche dándole vueltas a esta pregunta. Cabía la posibilidad de que la mujer fuera una hechicera de los Túnicas Negras que se valía de su perversa magia para obtener riqueza fraudulentamente y envenenar la mente de las personas. Los practicantes de la magia negra, la Orden de los Túnicas Negras, seguidores de Nuitari, eran una facción aceptada en las filas del Cónclave, aunque muy pocas personas ajenas a la hermandad podrían entender o aceptar lo que consideraban un pacto con las fuerzas de la oscuridad.

Raistlin recordó una argumentación que había planteado a Sturm sobre este asunto.

«Nosotros, los magos, admitimos que tiene que haber un equilibrio en el mundo —había intentado explicarle—. La noche sigue al día, y los dos son necesarios para que nuestra vida continúe. En consecuencia, el Cónclave respeta tanto la oscuridad como la luz. A cambio, exige que todos los hechiceros respeten las leyes del Cónclave, que se han mantenido vigentes a lo largo de los siglos a fin de proteger la magia y a quienes la practican. La lealtad de cualquier hechicero ha de estar comprometida con la magia ante todo, y el resto de las causas quedan en segundo lugar».

Ni que decir tiene que no había convencido a Sturm.

Siguiendo el argumento del propio Raistlin, cabía la posibilidad de que una hechicera Túnica Negra practicara su perversa magia bajo un disfraz y aun así fuera absuelta por el Cónclave; con una importante excepción: el Cónclave no vería con buenos ojos la utilización de la magia para promover el culto a un dios falso. Se sabía que Nuitari, el dios de la luna negra y aún más negra magia, era un dios celoso que exigía lealtad absoluta de aquellos que buscaban su favor.

Raistlin dudaba mucho que Nuitari admitiera de buen grado a Belzor en ninguna circunstancia.

Además, Judith estaba calumniando a la magia, amenazando a quienes la practicaban y esforzándose por convencer a la gente de que su uso era malo. Sólo esto la condenaba a los ojos del Cónclave. Era una renegada, de eso no le cabía la menor duda a Raistlin. Podría entrar en conflicto con las leyes del Cónclave al ejecutar un hechizo antes de haber sido admitido como miembro de sus filas, pero tenía una sólida defensa: estaba desenmascarando un fraude, castigando a una renegada, y, al hacerlo, restaurando la reputación de la magia en el mundo.

Desechadas las dudas y tomada una decisión, se puso manos a la obra. Buscó en la biblioteca hasta dar con un trozo de piel de oveja, enrollado con otros más, dentro de un cesto.

Extendió el trozo de piel sobre un escritorio y lo sujetó por las esquinas con libros. Desgraciadamente, los frasquitos de sangre de cordero, que habría necesitado como tinta, se habían secado todos. No obstante, habiendo previsto que esto ocurriría, Raistlin sacó una navaja que había cogido prestada a su hermano y la puso sobre el escritorio, lista para utilizarla.

Hecho esto, se dispuso a iniciar el laborioso trabajo de transferir el conjuro escrito en el libro a la piel de oveja. Le habría gustado ejecutarlo de memoria, pero, debido a su complejidad —mucho mayor que cualquier otro hechizo de los que había aprendido—, no se atrevió a correr ese riesgo.

Nunca había hecho magia en una situación crítica y no tenía ni idea de cómo reaccionaría ante la presión del momento.

Le gustaba pensar que no vacilaría, pero no debía dejarse llevar por un exceso de confianza en sí mismo.

Disponía del tiempo y de la soledad necesarios para su trabajo, de modo que podía concentrar su energía y habilidad en la transcripción del conjuro al trozo de piel. Primero estudiaría las palabras, asegurándose de que sabía su fonética correcta, porque tendría que pronunciarlas —y hacerlo perfectamente— tanto en el momento de copiar el conjuro como cuando lo ejecutara.

Se acomodó, ya con el libro en las manos, y se enfrascó en el hechizo. Articuló en voz alta cada letra y después cada palabra, repitiéndolas hasta que le sonaron bien, como si fuera un juglar afinando su laúd hasta dar con el tono perfecto. Lo estaba haciendo muy bien y se sentía realmente orgulloso de sí mismo, hasta que llegó a la séptima palabra. Esta palabra no la había oído pronunciar nunca, y cabían varias posibilidades en su enunciación, cada una de ellas con su propio significado distinto. ¿Cuál era el correcto?

Se planteó ir a preguntarle a Lemuel, pero hacerlo significaba tener que contarle lo que planeaba hacer y Raistlin había descartado ya tal opción.

—Puedo conseguirlo —se dijo—. La palabra esta compuesta por sílabas, así que lo único que he de hacer es comprender qué efecto tiene cada una de ellas y entonces podré pronunciar cada una de ellas correctamente. Después, sólo tengo que combinarlas para formar la palabra.

Planteado así parecía sencillo, pero resultó mucho más difícil de lo que había imaginado. Tan pronto como hubo aprendido la primera sílaba, la segunda pareció contradecirla.

Y la tercera no tenía nada que ver con las dos anteriores.

Desesperado, Raistlin estuvo a punto de darse por vencido varias veces. Parecía una tarea imposible. Sentía el cuerpo sudoroso; hundió la cara en las manos.

—Esto es muy difícil. No estoy preparado. Habré de renunciar al plan, informar sobre Judith al Cónclave y dejar que algún archimago se ocupe de ella. Le diré a Kitiara y a los otros que he fracasado…

Raistlin se irguió en la silla y miró la palabra una vez más.

Sabía lo que se suponía que el conjuro tenía que hacer. Seguramente, si utilizaba la deducción lógica a la par que el estudio de textos relacionados con el conjuro podría determinar cuáles eran los significados requeridos. Se puso a trabajar de nuevo.

Dos horas después, un tiempo que empleó en buscar en los textos cada ejemplo del uso de la palabra o partes de esta en cualquier conjuro que pudo encontrar, en comparar esos conjuros entre sí, en descubrir pautas y analogías, Raistlin se recostó en el respaldo de la silla. Ya estaba cansado y la parte más difícil —copiar el conjuro— todavía estaba pendiente.

Empero, sentía cierta satisfacción. Tenía el conjuro; sabía cómo se pronunciaba o, al menos, creía que lo sabía. La verdadera prueba vendría después.

Descansó un poco, disfrutando de su victoria. Recuperadas las fuerzas, se hizo un corte de unos siete centímetros a lo largo del antebrazo y, sosteniéndolo sobre un plato que había colocado en el escritorio a tal propósito, recogió su propia sangre para utilizarla como tinta. Cuando tuvo suficiente, apretó sobre la herida para que dejara de sangrar y se vendó el brazo con un pañuelo.

Acababa de terminar esto cuando oyó pasos en el pasillo.

Raistlin se apresuró a cubrirse el brazo con la manga y pasó unas cuantas hojas del libro.

—Espero no molestarte —dijo Lemuel, asomando la cabeza por la puerta—. Pensé que te apetecería comer algo y… —Al fijarse en el plato con sangre y la piel de cordero que había sobre el escritorio, el mago enmudeció, aparentemente sobresaltado.

—Estoy copiando un conjuro —explicó Raistlin—. Espero que no os importe. Es un conjuro de sueño. He tenido algunos problemas con él y pensé que si lo copiaba lo aprendería mejor. Y gracias por vuestra oferta, pero no tengo hambre.

—Qué buen estudiante eres —sonrió Lemuel, maravillado—. A mí no me habrías encontrado nunca enfrascado en los libros en un soleado día durante la fiesta de la Cosecha. —Se volvió para marcharse, pero se detuvo—. ¿Seguro que no quieres tomar nada? La mujer que cuida de la casa ha preparado un estofado de conejo. Tiene parte de ascendencia elfa, ¿sabes? Es de Qualinesti. Hace un estofado muy bueno, sazonado con mis propias hierbas: tomillo, mejorana, salvia…

—Suena estupendamente. Quizás un poco más tarde —dijo Raistlin, que no tenía ni pizca de hambre pero no quería herir los sentimientos del mago.

Lemuel sonrió otra vez y se marchó presuroso, contento de volver a su jardín.

Raistlin reanudó su trabajo. Pasó las páginas y localizó el conjuro que le ocupaba. Cogió una pluma hecha con pluma de cisne y la punta de plata. Era un instrumento de escritura bastante extravagante pues no se necesitaban estas características para copiar el conjuro en el pergamino, pero denotaba que el archimago había tenido prosperidad con su trabajo. Raistlin mojó la pluma en la sangre, musitó una plegaria a los tres dioses de la magia —para no ofender a ninguno de ellos— y apoyó la pluma en el pergamino.

El elegante utensilio escribía con extremada suavidad, a diferencia de otras plumas que solían atascarse y soltar tinta en el papel, echando así a perder más de un pergamino.

Trazó la primera letra como si se deslizara sin esfuerzo alguno sobre la piel de oveja.

Raistlin decidió que algún día poseería una pluma así.

Imaginó que Lemuel se la regalaría si se la pedía, pero el mago ya había sido muy generoso con su nuevo amigo. El orgullo le impedía pedirle más.

El joven copió el conjuro, pronunciando cada palabra mientras la iba escribiendo. Era una labor concienzuda que requería mucho tiempo. Empezó a transpirar y sintió correrle el sudor por la nuca y el pecho. Tuvo que hacer un alto cada vez que terminaba una palabra para aliviar el calambre de la mano causado por apretar la pluma con demasiada fuerza, así como para secarse el sudor de la palma. Escribió la séptima palabra con el corazón atenazado por el miedo; cuando acabó de copiarla, le vino a la mente la insidiosa idea de que quizá se había tomado tanto trabajo para nada; si había pronunciado esa palabra de manera errónea, todo el pergamino y todo su meticuloso trabajo habrían sido inútiles.

Habiendo llegado a la última parte, vaciló un instante antes de ponerle el punto final. Cerró los ojos y volvió a elevar una plegaria a los tres dioses:

—Estoy llevando a cabo vuestro trabajo. Lo hago por vosotros. ¡Concededme la magia!

Miró de nuevo el pergamino. Era perfecto. Ninguna irregularidad en las «oes»; los trazos curvos de las «eses» eran primorosos pero sin exagerar. Lanzó una ojeada nerviosa a la séptima palabra. La suerte estaba echada; lo había hecho lo mejor que sabía. Puso la fina punta de plata sobre la piel de oveja y añadió el punto final con el que se pondría en marcha la magia.

No ocurrió nada. Había fracasado.

Atisbó por el rabillo del ojo un tenue parpadeo de luz.

Contuvo la respiración, deseando con tanta intensidad que ocurriera como había deseado que su madre viviera, deseando con tanto fervor que resultara como había deseado que ella siguiera respirando. Su madre había muerto, pero el parpadeo de la primera letra de la primera palabra se hizo más intenso.

No era su imaginación. La letra brilló y ese brillo pasó a la segunda letra y después a la segunda palabra, y así sucesivamente.

Raistlin tuvo la impresión de que la séptima palabra rutilaba cegadoramente, triunfal. El punto final centelleó y después el brillo se apagó. Las letras aparecían sobre la piel de oveja como grabadas a fuego. El conjuro estaba listo para ser realizado.

Raistlin inclinó la cabeza y susurró su agradecimiento ferviente, de todo corazón, a los tres dioses que no le habían fallado.

Al ponerse de pie sufrió un mareo y estuvo a punto de perder el sentido. Se dejó caer de nuevo en la silla. No tenía ni idea de qué hora era y se sobresaltó al ver, por la posición del sol, que la tarde ya estaba mediada. Tenía sed y hambre y una necesidad imperiosa de usar el excusado.

Enrolló el pergamino, que guardó con todo cuidado en un estuche, y ató este a su cinturón. Se puso de pie con esfuerzo y bajó al primer piso. Tras utilizar el excusado, devoró dos platos del estofado de conejo.

Raistlin no recordaba haber comido tanto en su vida.

Apartó el plato vacío y se recostó en la silla con intención de descansar sólo unos minutos.

Lemuel lo encontró dormido profundamente. El mago, amablemente, tapó al joven con una manta y lo dejó solo para que durmiera.