Ya se había hecho de noche cuando los hermanos llegaron al recinto ferial, que estaba situado a unos dos kilómetros fuera de la empalizada de la ciudad. No les fue difícil orientarse; las fogatas, tan numerosas como luciérnagas, señalaban los campamentos de los vendedores con su luz cálida e invitadora. La feria estaba llena de gente, aunque ninguno de los puestos se encontraba abierto ni lo estaría hasta el día siguiente. Seguían llegando comerciantes con sus carretas traqueteando por el camino marcado de rodadas.
Saludaban a gritos a los amigos e intercambiaban chanzas agradables con los rivales mientras descargaban sus mercancías.
Muchos de los puestos del recinto eran permanentes. Los habían construido los comerciantes que asistían a la feria con regularidad, y permanecían cerrados con tablas claveteadas el resto del año. El de Flint era uno de ellos, un pequeño puesto con su protector techo. Tenía unas puertas con bisagras que al abrirse permitían que los clientes tuvieran una buena vista de las mercancías, las cuales se colocaban en expositores y estanterías para darles más realce. Un pequeño cuarto trasero servía como dormitorio.
Flint disfrutaba de una ubicación ideal, a mitad de camino del recinto, cerca de un tenderete de brillantes colores que pertenecía a un elfo fabricante de flautas. Flint protestaba mucho sobre la ininterrumpida música de flauta que salía de la tienda, pero Tanis señalaba que la melodía atraía a los clientes hacia esta dirección, así que el enano se guardó para sí sus refunfuños. Cada vez que Tanis sorprendía a Flint siguiendo el ritmo de la música con el pie, el enano juraba y perjuraba que ese pie se le había quedado dormido y que lo único que hacía era intentar reanimarlo.
Había entre cuarenta y cincuenta vendedores, además de varios establecimientos de esparcimiento: cervecerías, puestos de comida, osos bailarines, juegos de azar pensados para despojar de su dinero a los incautos, funámbulos, malabaristas y juglares.
Dentro del recinto, aquellos comerciantes que ya habían llegado habían descargado y colocado las mercancías, dejándolas preparadas para el atareado día que les esperaba al día siguiente. Finalizada la tarea, disfrutaban del tiempo libre descansando cerca de las fogatas, comiendo y bebiendo o paseando por el recinto para ver quién había llegado y quién no, intercambiando chismes y odres de vino.
Tanis había facilitado a los gemelos instrucciones para encontrar el puesto de Flint; unas cuantas preguntas planteadas a los comerciantes condujeron a los dos hermanos directamente a su destino. Allí encontraron a Kitiara paseando arriba y abajo delante del puesto, que estaba cerrado durante la noche, con las puertas atrancadas.
—¿Dónde os habéis metido? —demandó con irritación, puesta en jarras—. ¡Hace horas que os estoy esperando! Todavía tenéis intención de ir al templo, ¿no? ¿Qué habéis estado haciendo?
—Estuvimos… —empezó Caramon. Raistlin le dio un codazo—. Eh… echando un vistazo a la ciudad —terminó el mocetón, que se puso colorado hasta las orejas, y ello habría bastado para descubrir su mentira si Kitiara no hubiera estado demasiado preocupada para advertirlo.
—No nos dimos cuenta de que era tan tarde —añadió Raistlin, cosa que era verdad.
—Bueno, ya estáis aquí y eso es lo que importa —dijo Kit—. Ahí tienes otra ropa para que te cambies, hermanito, dentro de esa tienda. Y date prisa.
Raistlin encontró una camisa y un par de pantalones de cuero que pertenecían a Tanis. Las dos prendas eran demasiados grandes para el joven, más delgado que su dueño, pero servían para un caso de emergencia. Se ajustó los pantalones a la cintura con el ceñidor de su túnica, ya que de otro modo se le habrían caído hasta las rodillas. Se ató el largo cabello en la nuca y lo metió bajo un sombrero de ala caída que era de Flint, tras lo cual salió de la tienda; lo recibieron las risillas y las risotadas de Caramon y de Kitiara.
Las perneras del pantalón de cuero le irritaban las piernas, acostumbradas a la libertad de movimientos bajo la cómoda túnica; las mangas de la camisa no dejaban de resbalar sobre sus delgados brazos, y el sombrero se le caía sobre los ojos continuamente. Pero, en conjunto, Raistlin estaba satisfecho con el disfraz. Dudaba que ni siquiera la viuda Judith pudiera reconocerlo.
—Bien, vámonos —instó con impaciencia Kit, que echó a andar hacia la ciudad—. Ya llegamos tarde.
—¡Pero si todavía no he comido nada! —protestó Caramon.
—No hay tiempo. Será mejor que te acostumbres a saltarte unas cuantas comidas, jovencito, si es que quieres ser soldado. ¿Crees que los ejércitos dejan las armas para coger las sartenes?
Caramon parecía horrorizado. Sabía que el oficio de soldado era peligroso, que la vida como mercenario era dura, pero jamás se le había pasado por la cabeza que no pudiera comer. La profesión con la que había soñado desde los seis años de repente perdió gran parte de su atractivo. Se paró en el pozo y echó dos grandes tragos con la esperanza de acallar los retortijones de su estómago.
—No me eches la culpa si los gruñidos de mis tripas asustan a las serpientes —le dijo en voz baja a su gemelo.
—¿Dónde están Tanis, Flint y los demás? —preguntó Raistlin a su hermana mientras desandaban el camino, de vuelta a Haven.
—Flint se fue al Gnomo Chiflado, su cervecería favorita. Sturm salió ya hacia el templo, al no saber si vosotros dos nos honraríais con vuestra presencia o no. El kender desapareció, y en buena hora. —Kit nunca disimulaba que consideraba a Tas una molestia—. Gracias a él, pude librarme de Tanis. Supuse que no queríais que nos acompañara.
Caramon lanzó una mirada infeliz a su gemelo, que frunció el ceño y sacudió la cabeza, pero el mocetón estaba demasiado molesto e hizo caso omiso de la sutil advertencia de su hermano.
—¿Qué quieres decir con eso de librarte de Tanis? ¿Cómo?
—Le conté que había venido un mensajero con la noticia de que a Tasslehoff lo habían metido en prisión —repuso Kit, encogiéndose de hombros. —Tanis prometió al oficial de la guardia que se hacía responsable del kender, así que no tuvo más remedio que ir a ocuparse del asunto.
—Allí está el templo, donde brilla esa fuerte luz —señaló Raistlin con la esperanza de que su hermano se diera cuenta de la indirecta y olvidara el tema—. Sugiero que giremos por esta calle —propuso, indicando la calle de los Mesoneros.
—Pero ¿está en prisión Tas? —insistió Caramon.
—Si no lo está ya, pronto lo estará —respondió Kit con una sonrisa y un guiño—. No dije una gran mentira.
—Creía que te gustaba Tanis —comentó Caramon en voz queda.
—¡Oh, vamos, Caramon, crece de una vez! —replicó, exasperada, la mujer—. Por supuesto que me gusta Tanis, más que cualquier otro hombre que conozco. ¡Pero que me guste un hombre no significa que tenga que llevarlo pegado a mí a todas horas! Además, tienes que admitir que Tanis es un tanto aguafiestas. En una ocasión capturé vivo a un goblin y quise divertirme un poco, pero Tanis dijo que…
—Creo que este es el templo —intervino Raistlin.
El templo de Belzor era un edificio grande e impresionante, construido con granito extraído de las cercanas montañas Kharolis y transportado hasta Haven sobre narrias tiradas por bueyes. Al haberse levantado con precipitación carecía de gracia o belleza. Era de planta cuadrada, desproporcionadamente bajo y rematado con una tosca cúpula.
El edificio no tenía ventanas. Unas burdas figuras esculpidas de cobras de anteojos adornaban las paredes de granito. El edificio se había diseñado para servir a unos propósitos muy funcionales: como casa de varios clérigos y sacerdotisas que trabajaban en nombre de Belzor y como lugar donde celebrar ceremonias para honrar a su dios.
Unos veinte clérigos se alineaban en dos filas en el exterior del templo, formando un pasillo por el que encaminaban a los fieles y curiosos hacia la puerta abierta. Los clérigos sostenían antorchas encendidas y se mostraban amistosos y sonrientes, invitando a todos a entrar y presenciar el milagro de Belzor. A cada lado de la puerta se habían instalado seis grandes braseros de hierro con las patas forjadas a semejanza de serpientes retorcidas. Estaban llenos de carbón sobre el que, por el olor, se había espolvoreado incienso. Las llamas ardían con fuerza, lanzando al aire nocturno chispas y humo impregnado de un olor excesivamente intenso.
Kit encogió la nariz. Caramon tosió; era como si el humo se ciñera a su garganta, atenazándola. Raistlin olisqueó y se atragantó.
—¡Cubríos la nariz y la boca! ¡Deprisa! —advirtió a sus hermanos—. ¡No respiréis el humo!
Kit se llevó la mano enguantada al rostro para taparse la nariz. Raistlin hizo otro tanto con la manga de la camisa.
Caramon buscó su pañuelo en los bolsillos, pero había desaparecido.
(Al día siguiente lo encontró en el bolsillo de Tasslehoff, donde el kender lo había guardado para que no lo perdiera).
—¡Aguanta la respiración! —insistió Raistlin, cuya voz sonaba amortiguada por la manga.
Caramon lo intentó pero, justo cuando entraba en el templo arrastrado por la multitud que se movía en la misma dirección, un acólito utilizó un enorme abanico de plumas para impulsar el humo directamente al rostro del mocetón.
El joven parpadeó, dio un respingo e inhaló profundamente.
—¡Aparta esa cosa de nosotros! —instó Kit y, cuando el acólito no reaccionó con bastante rapidez para complacerla, la mujer le dio un empellón que casi lo hizo dar con sus huesos en el suelo.
Kit agarró a Caramon, que se había desplazado hacia la derecha, tambaleándose como si estuviera ebrio. Lo arrastró consigo y se mezcló rápidamente con la multitud que entraba en el templo. Raistlin se abrió hueco entre los cuerpos apiñados para no separarse de sus hermanos.
Entraron en un amplio pasillo que desembocaba en un espacioso ruedo situado exactamente debajo de la cúpula.
Unas gradas de granito formaban un círculo alrededor de un aislado escenario central. Los clérigos guiaban a la gente hacia los asientos, instándola a avanzar hacia el centro para acomodar al resto de la multitud.
—¡Allí está Sturm! —dijo Kit.
Haciendo caso omiso de las instrucciones de un clérigo, bajó varios escalones para llegar a la primera grada. Caramon la siguió con pasos tambaleantes.
—Me siento muy raro —le confesó a su gemelo mientras se llevaba la mano a la cabeza—. Todo me da vueltas.
—Te advertí que no respiraras el humo —rezongó Raistlin, que tuvo que esforzarse para dirigir los inseguros pasos de su hermano.
—¿Qué era esa porquería? —preguntó Kit, mirando hacia atrás a sus hermanos.
—Están quemando semillas de adormidera. El humo que sueltan produce una sensación de agradable euforia. Me parece muy interesante que a Belzor parezca gustarle tener a sus fieles sumidos en un estado de aturdimiento inducido con narcóticos.
—Sí, muy interesante —se mostró de acuerdo Kit—. ¿Qué pasará con Caramon? ¿Se pondrá bien? —El mocetón exhibía una tonta sonrisa y canturreaba para sí una tonada.
—Los efectos remitirán al cabo de un tiempo —explicó Raistlin—. Pero no podemos contar con él para llevar a cabo ninguna acción durante una hora o más. Siéntate, hermano. No es el momento ni el lugar para ponerte a bailar.
—¿Qué ha pasado ya? —le preguntó Kit a Sturm, quien había reservado asientos en primera fila, pegados al escenario.
—Nada de interés —respondió el joven.
No era necesario que hablaran en voz baja ya que el ruido era ensordecedor en la sala. Afectada por el humo, la gente estaba aturdida y reía y llamaba a voces a los amigos mientras los clérigos los instalaban en sus asientos.
—Llegué temprano. ¿Qué le pasa a todo el mundo? —Sturm miraba en derredor con gesto de desaprobación—. ¡Esto parece más una taberna que un templo! —Asestó a Caramon una mirada reprobadora.
—¡No estoy borracho! —protestó, indignado, el mocetón, que al momento resbalaba del asiento al suelo. Se incorporó y se frotó las posaderas mientras reía tontamente.
—Es por los braseros que hay encendidos ahí fuera. Están soltando algún tipo de humo tóxico —explicó Kit—. Tú no lo respiraste, ¿verdad?
—No. —Sturm sacudió la cabeza—. Los estaban preparando cuando entré. Pero ¿dónde está Tanis? Creí que iba a venir.
—Al kender lo arrestaron —mintió Kit con facilidad—. Tanis tuvo que ir a sacarlo de la cárcel.
Sturm tenía un gesto serio. Aunque apreciaba a Tasslehoff, la costumbre de «tomar prestadas» cosas de otros lo consternaba. Siempre estaba sermoneando a Tas sobre la inmoralidad del robo, citando pasajes de un código de leyes solámnico que se llamaba la Medida. El kender lo escuchaba con los ojos muy abiertos y aire serio; convenía en que robar era un pecado terrible y añadía que no podía imaginar qué clase de persona perversa sería capaz de marcharse con las posesiones más preciadas de otro. Llegados a este punto, Sturm descubría que le faltaba la daga o la bolsa del dinero o el queso que iba a tomar en la comida. Los objetos desaparecidos se encontraban en la persona del kender, quien había aprovechado la perorata para apropiarse de ellos.
En vano, Tanis había aconsejado a Sturm que estaba perdiendo el tiempo. Los kenders eran kenders y habían sido así desde los tiempos de la Gema Gris, y nadie podía cambiarlos.
El aspirante a caballero sentía que era su deber intentar que al menos uno de ellos cambiara, pero hasta ese momento no había tenido mucha suerte en su empresa.
—Quizá Tanis venga más tarde —dijo—. Le reservaré un asiento.
Kit se encontró con la mirada de Raistlin y esbozó su sesgada sonrisa.
Una vez que estuvieron acomodados, con Caramon sentado entre Kit y él, Raistlin tuvo ocasión de inspeccionar el entorno. La parte central del recinto estaba tenuemente iluminada por cuatro braseros colocados en el suelo del círculo interior; el joven husmeó con cuidado, tratando de detectar el olor que lo había puesto sobre aviso de la presencia del opiáceo. No percibió ningún aroma fuera de lo normal. Al parecer, los clérigos buscaban tener relajada a la gente, no aletargada.
El brillo de los braseros iluminaba una gran estatua de una serpiente que se erguía al costado del círculo central. La estatua estaba burdamente tallada y, bajo una luz directa, habría parecido grotesca e incluso ridícula. Pero vista con el brillo parpadeante del fuego resultaba imponente, en especial los ojos, que estaban hechos con vidrio y reflejaban la luz de las llamas. Esos ojos relucientes otorgaban a la gigantesca cobra un aspecto aterrador y la hacían parecer una criatura viva. Varios niños del público lloriqueaban, y más de una mujer había gritado al verla por primera vez.
Alrededor del círculo central había extendida una cuerda que impedía el acceso de la multitud al interior, y en varios puntos se encontraban apostados clérigos con el mismo propósito.
Sólo había otro objeto en el centro del círculo: una silla de respaldo alto.
—Eso es una serpiente grande, ¿no? —inquirió Caramon en voz alta, con la mirada prendida en la estatua de ojos de cristal.
—¡Chitón, hermano! —Raistlin le dio un pellizco a su gemelo en el brazo.
—¡Cierra el pico! —masculló Kit desde el otro lado a la par que clavaba el codo en las costillas del mocetón.
Caramon se calmó, aunque rezongando para sí, y no volvieron a oírlo hasta que la cabeza se inclinó sobre el ancho pecho y empezó a roncar. Kit lo recostó contra la grada de granito que se alzaba detrás de ellos y puso toda su atención en el círculo central.
Las puertas se cerraron con un golpe resonante que sobresaltó a los asistentes. Los clérigos ordenaron guardar silencio.
Tras muchas toses, susurros y pies moviéndose con impaciencia, la multitud se aquietó y aguardó los prometidos milagros.
Dos flautistas entraron en el círculo y empezaron a tocar una melodía gemebunda; las puertas que había a ambos lados de la estatua se abrieron y dieron paso a una procesión de clérigos y sacerdotisas vestidos con túnicas de color azul cielo. Cada uno de ellos llevaba una cobra enroscada en un cesto. Raistlin estudió atentamente a las sacerdotisas, buscando a la viuda Judith.
Sufrió un desengaño al no encontrarla entre ellas. La música de flautas se tornó más vivaz, y las cobras levantaron las cabezas y empezaron a mecerlas atrás y adelante acompañando los movimientos de quienes las portaban. Raistlin había leído un informe en uno de los libros de maese Theobald sobre el encantamiento de serpientes, una práctica desarrollada entre los elfos, los cuales no mataban a ningún ser vivo mientras pudieran evitarlo, y que utilizaban para desembarazarse de los mortales ofidios en sus jardines.
Según el libro, el encantamiento no era de naturaleza mágica.
Era posible poner en trance a las serpientes mediante la música, algo que a Raistlin le resultó difícil dar crédito en aquel momento. Ahora, viendo a las cobras y su reacción a los cambios de la música de flauta, empezaba a pensar que podía haber algo de cierto en ello.
El auditorio estaba impresionado; la gente ahogaba exclamaciones de temor reverencial y horror. Las mujeres se recogían las faldas alrededor de los tobillos y ponían a los niños en su regazo. Los hombres mascullaban y se llevaban la mano a los cuchillos. Por su parte, los clérigos se mostraban despreocupados, serenos. Cuando la danza en honor de la estatua finalizó, soltaron los cestos con las serpientes en el suelo del círculo. Las cobras permanecieron en el interior de los canastos, moviendo la cabeza atrás y adelante con un ritmo hipnótico. Las personas que estaban sentadas en primera fila contemplaron cautelosamente a los ofidios.
Los clérigos y las sacerdotisas formaron un semicírculo alrededor de la estatua y empezaron a cantar… El cántico estaba dirigido por un hombre de mediana edad, con el largo y negro cabello salpicado de canas. Su túnica era de un tono más oscuro que las de los otros clérigos y estaba hecha con una tela más fina. Lucía una cadena de oro alrededor del cuello, de la que colgaba la imagen de una cobra. Se corrió la voz de que aquel era el sumo sacerdote de Belzor.
Su expresión era afable, serena, aunque Raistlin advirtió que sus ojos eran muy semejantes a los de la estatua; reflejaban la luz sin dar nada de sí mismos. El hombre recitaba el cántico con una cadencia monótona, hipnótica, que resaltaba de vez en cuando con un grito o extraños movimientos cuyo propósito tal vez fuera despabilar a aquellos asistentes que estuvieran amodorrados.
El cántico siguió y siguió monótonamente, pasando de ser ligeramente molesto a un sonido muy irritante que ponía los nervios de punta.
—Esto es intolerable —masculló Sturm.
Raistlin no podía estar más de acuerdo con él. Entre el sonido repetitivo, el humo de los ardientes braseros y el tufo de varios cientos de personas apiñadas en una sala sin ventanas, notaba que cada vez le costaba más respirar. Le dolía la cabeza y sentía la garganta como si la tuviera en carne viva.
No sabía cuánto más podría aguantar; esperaba que la ceremonia acabara pronto porque temía ponerse enfermo y verse obligado a marcharse sin haber localizado a Judith.
Además, todavía tenía que presenciar los pretendidos milagros.
El cántico cesó de manera repentina. Sonó un suspiro colectivo, aunque Raistlin no habría sabido decir si estaba motivado por la veneración o por el alivio. Una puerta secreta, localizada en la propia estatua, se abrió y una mujer entró en el círculo.
Raistlin se echó hacia adelante, observándola atentamente.
La reconoció enseguida a pesar de los años transcurridos desde la última vez que la había visto. Empero, tenía que estar completamente seguro, así que cogió el brazo de Caramon y sacudió a su gemelo para despertarlo.
—¿Eh? —Caramon miró en derredor, aturdido. Enfocó los ojos y se sentó más erguido. Tenía la mirada prendida en la sacerdotisa que acababa de hacer su aparición, y Raistlin supo por la repentina rigidez en el cuerpo de su hermano que Caramon también la había reconocido.
—¡La viuda Judith! —dijo el mocetón con voz ronca.
—¿Es ella? —inquirió Kit—. Sólo la vi una vez. ¿Estás seguro?
—Dudo que pueda olvidarla jamás— repuso Caramon, sombrío.
—También la reconozco yo —manifestó Sturm—. Esa es la mujer a la que conocíamos como la viuda Judith.
Kit sonrió, complacida. Se cruzó de brazos y se recostó cómodamente en la grada de atrás, con una pierna apoyada sobre la rodilla de la otra, puesta toda su atención en la sacerdotisa, como si no hubiera nadie más en el templo.
También Raistlin observaba intensamente a Judith a pesar de que la presencia de esa mujer le traía recuerdos muy dolorosos. Esperó a verla realizar el milagro.
La suma sacerdotisa iba vestida con una túnica azul cielo similar a las que llevaban los otros, salvo por dos excepciones: la suya estaba pespunteada con hilo de oro y las mangas, en lugar de ir ajustadas como las de los demás, eran muy amplias. Cuando extendió los brazos, las mangas ondearon, otorgándole un aspecto escalofriante, inhumano. A ello contribuía su piel extremadamente pálida, una lividez que Raistlin sospechó que tenía mucho que ver con una hábil utilización de polvo de tiza. La mujer había oscurecido el borde de las pestañas con kohl y se había frotado los labios con un tinte rojo para hacerlos resaltar en la titilante luz.
Llevaba retirado el pelo de la cara, sujeto tan prietamente que atirantaba la piel de los pómulos y alisaba muchas de sus arrugas, de modo que la hacía parecer más joven. Ofrecía un aspecto impresionante que el público, en su estado de estupor narcótico, apreció al máximo. Se alzaron murmullos de admiración y temor reverencial en toda la sala.
Judith alzó las manos para imponer silencio, y el auditorio obedeció. Reinó un intenso silencio que no rompió ni una tos, ni un llanto infantil.
—Aquellos peticionarios que han sido considerados aptos pueden acercarse ahora para hablar con quienes han pasado al más allá —anunció el sumo sacerdote. Tenía la voz rara, con un timbre excesivamente agudo para un hombre de su corpulencia.
Ocho personas, a las que se había conducido dentro de una especie de jaula que había a un extremo de la sala, empezaron a descender por los escalones de las gradas en fila india, guiadas por los clérigos. No se les permitió pisar el suelo del círculo, sino que tuvieron que pararse ante la cuerda que les cerraba el paso.
Seis eran mujeres de mediana edad, vestidas con negras ropas de luto. Parecían mostrar una complacida prepotencia mientras acompañaban a los clérigos. La séptima era una joven no mucho mayor que Raistlin; su pálido semblante denotaba un gran agotamiento, y de vez en cuando se llevaba las manos a los ojos. También vestía ropas de luto; obviamente, su dolorosa pérdida era reciente. El octavo era un fornido granjero cuarentón; estaba tan inmóvil como una estatua de piedra y miraba fijamente al frente, conservando el gesto impasible como para no dejar ver ninguna emoción.
No vestía de luto y su presencia parecía totalmente fuera de lugar.
—Adelantaos y exponed vuestras peticiones —instó el sumo sacerdote—. ¿Qué le pedís a Belzor?
La primera mujer avanzó escoltada por un clérigo, se detuvo ante la suma sacerdotisa e hizo su petición. Deseaba hablar con su difunto esposo, Arginon.
—Quiero asegurarme de que está bien y de que lleva el justillo de franela para protegerse del frío —dijo—. Eso fue lo que lo mató.
La suma sacerdotisa Judith escuchó y, cuando la mujer terminó de hablar, hizo una elegante reverencia.
—Belzor tomará en consideración tu petición —repuso.
La siguiente mujer se adelantó para exponer el mismo deseo, hablar con su difunto esposo, al igual que las otras cuatro que se presentaron a continuación.
La suma sacerdotisa se mostró afable con todas ellas y prometió que Belzor escucharía sus peticiones.
Entonces hizo adelantarse a la joven, que unió las manos y miró anhelante a la suma sacerdotisa.
—Mi pequeña murió de… de las fiebres. Sólo tenía cinco años, y le aterraba la oscuridad. Quiero saber que… que no está oscuro donde… se encuentra… —La afligida madre se vino abajo y rompió a llorar.
—Pobre chica —se compadeció Caramon en voz queda.
Raistlin no dijo nada. Había visto a Judith fruncir ligeramente el ceño y apretar los labios en una sonrisa tensa, severa, que recordaba muy bien.
La suma sacerdotisa prometió, en un tono algo más frío que el utilizado con las demás, que Belzor consideraría el asunto. Ayudaron a la joven a regresar a su puesto en la fila, y los clérigos condujeron al granjero ante Judith.
El hombre parecía nervioso pero decidido. Entrelazó las manos y carraspeó. Luego, en voz alta y retumbante, hablando muy deprisa, sin hacer una pausa para respirar ni para separar las frases, manifestó:
—Mi padre murió hace seis meses y sabemos que tenía dinero cuando falleció porque habló de ello cuando sufrió el ataque y tuvo que haberlo escondido pero ninguno de nosotros lo encuentra y lo que queremos saber es dónde está metido el dinero gracias.
El granjero hizo una brusca inclinación de cabeza y regresó a la fila, faltando poco para que tropezara y tirara al suelo al clérigo que se había acercado para escoltarlo.
Esto levantó murmullos entre los oyentes y alguna que otra risa que se cortó de inmediato.
—Me sorprende que le permitieran presentarse con una petición tan mezquina —comentó Sturm en voz baja.
—Por el contrario —susurró Raistlin—, imagino que Belzor contemplará su petición con muy buenos ojos.
Sturm parecía conmocionado y empezó a tirarse del bigote.
Sacudió la cabeza.
—Espera y verás —advirtió el joven aprendiz de mago.
La suma sacerdotisa levantó de nuevo las manos ordenando silencio. La gente contuvo la respiración; el aire estaba cargado con la expectación de la multitud. La mayoría había asistido a la ceremonia muchas otras veces; esto era lo que habían acudido a ver.
Judith bajó los brazos con un repentino y dramático gesto, de manera que las amplias mangas cayeron y le taparon las manos, ocultándolas a la vista. Entonces el sumo sacerdote empezó a cantar invocando a Belzor, y Judith inclinó la cabeza; tenía los ojos cerrados y movía los labios en una silenciosa plegaria.
La estatua se movió.
La atención de Raistlin estaba enfocada en Judith y captó el movimiento por el rabillo del ojo. Volvió la vista hacia la estatua al tiempo que daba un codazo a su hermano para llamar su atención.
—¿Eh? —Caramon dio un brusco respingo.
La burda estatua de piedra de la cobra había cobrado vida; se retorcía y enroscaba. Pero, cuando Raistlin estrechó los ojos y enfocó su escrutadora mirada en la estatua, no se convenció de que la propia piedra se estuviera moviendo.
—Es como una sombra —musitó para sí—. Es como si la sombra de la serpiente hubiera cobrado vida. Me pregunto…
—¿Estás viendo eso? —jadeó Caramon, pasmado y falto de aliento—. ¡Está viva! Kit, ¿lo ves? ¿Sturm? ¡La estatua está viva!
La espectral figura de la serpiente se deslizó hacia adelante a través del círculo interior. Era tan enorme que la ondeante cabeza rozaba el alto techo de la cúpula. La cobra, agitando la lengua, se arrastró hacia la suma sacerdotisa. Las mujeres gritaron, los niños chillaron y los hombres lanzaron roncas advertencias.
—¡No temáis! —instó el sumo sacerdote a la par que levantaba las manos con las palmas hacia afuera para acallar a los fieles—. Lo que veis es el espíritu de Belzor. No hará daño a los justos. Ha venido a traernos noticias del más allá.
La serpiente se deslizó hasta detenerse ante Judith. Su dilatada cabeza se meció benignamente sobre la de la mujer y sus ojos relucientes contemplaron a la multitud. Raistlin echó un vistazo a los clérigos y sacerdotisas que estaban en el círculo. Algunos, en especial los jóvenes, alzaban la mirada a la serpiente, arrobados, con una fe absoluta. El público compartía esa fe, regocijándose en el milagro.
Kit, sumida en el silencio, estaba impresionada a su pesar.
Caramon era un creyente convencido. Sólo Sturm conservaba sus dudas, al parecer. Haría falta algo más que una estatua de piedra cobrando vida para desplazar a Paladine.
Judith levantó la cabeza. Tenía una expresión de éxtasis, sus ojos se volvieron hasta sólo mostrar el blanco del globo ocular y sus labios se entreabrieron. Una fina película de sudor brillaba en su frente.
—Belzor invoca a Obadiah Molinero.
La viuda del anterior molinero se adelantó con nerviosismo, entrelazando las manos con fuerza. Judith cerró los ojos y, poniéndose de pie, se meció levemente, al mismo ritmo que la serpiente.
—Puedes hablar con tu marido —dijo el sumo sacerdote.
—Obadiah, ¿eres feliz? —preguntó la viuda.
—¡Mucho, Alondra! —respondió Judith con una voz cambiada, profunda y ronca.
—¡Alondra! —La viuda se llevó las manos al pecho—. ¡Ese era el nombre cariñoso que me decía! ¡Es sin duda Obadiah!
—Y me complacería mucho, querida —continuó el fallecido Obadiah—, si donaras parte del dinero que te dejé al templo de Belzor.
—Lo haré, Obadiah. ¡Lo haré!
La viuda habría seguido hablando con su esposo, pero el clérigo la instó a retroceder para que dejara el sitio a la siguiente viuda.
Esta saludó a su fallecido esposo y le preguntó si debería plantar coles el año próximo o volver a cultivar nabos en la parcela de la ladera soleada. Hablando a través de Judith, el marido muerto insistió en las coles y añadió que le complacería mucho si una parte de la producción se donaba al templo de Belzor.
Al oír esto, Kit se sentó erguida y lanzó una mirada penetrante a Raistlin.
El joven la miró de reojo e hizo una leve inclinación con la cabeza, apenas perceptible.
Kit enarcó las cejas, haciéndole una pregunta en silencio.
Raistlin sacudió la cabeza. Ahora no era el momento.
Kit volvió a recostarse, satisfecha, exhibiendo de nuevo su complacida sonrisa.
Las otras viudas hablaron con sus muertos y en todas y cada una de las ocasiones en que el difunto marido se manifestaba, decía algo que sólo una esposa podía saber. Todos los difuntos terminaron su intervención pidiendo dinero para Belzor, cosa a la que las viudas prometieron acceder mientras se enjugaban lágrimas de felicidad.
Judith pidió que el granjero que buscaba su herencia perdida se adelantara.
Tras un breve intercambio entre padre e hijo relativo a los destrozos del gorgojo de la patata, un intercambio que Belzor —hablando a través de Judith— parecía encontrar algo tedioso, la suma sacerdotisa sacó a relucir el asunto del dinero escondido.
—Le he dicho a Belzor dónde encontrar el dinero —manifestó Judith, hablando por el difunto granjero—. No lo revelaré en voz alta para evitar que alguna persona deshonesta se aproveche de ello mientras estáis fuera de casa. Regresa mañana con una ofrenda para el templo y se te dará la información.
El granjero inclinó la cabeza varias veces, tan agradecido como si Belzor le hubiera entregado un arcón con monedas de acero allí mismo. Entonces fue el turno de la afligida y joven madre.
Recordando la severa expresión de Judith, Raistlin se puso en tensión. Imaginaba que Belzor no sacaría una ofrenda de mucho provecho de esta pobre mujer. Sus ropas estaban desgastadas y era evidente que los zapatos eran de desecho de otra persona, porque no eran de su talla. Un chal andrajoso le cubría los delgados hombros. Pero iba limpia y llevaba el cabello bien peinado. Había sido guapa y volvería a serlo, cuando el tiempo suavizara la amargura de su pérdida.
La cabeza de Judith se meció y giró. Cuando la mujer habló lo hizo con la voz aguda de una criatura pequeña; una criatura aterrorizada.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Mamá, tengo miedo! ¡Ayúdame, mamá! ¿Por qué no vienes conmigo?
La joven se estremeció y extendió los brazos.
—¡Mamá está aquí, Mia, mi chiquitina! ¡Mamá está aquí! ¡No tengas miedo!
—¡Mamá! ¡Mamá, no te veo! ¡Mamá, hay unas criaturas terribles que vienen a cogerme! ¡Arañas, mamá, y ratas! ¡Mamá, ayúdame!
—¡Oh, mi niña! —La joven lanzó un grito desgarrador e intentó correr hacia el círculo interior, pero el clérigo la detuvo—. ¡Déjame que vaya con ella! ¿Qué le ocurre? ¿Dónde está?
—¡Mamá! ¿Por qué no me ayudas?
—¡Lo haré, hija! —La madre se retorcía las manos—. ¡Dime cómo!
—El padre de la niña es un elfo ¿verdad? —preguntó Judith hablando con su propia voz, no con la de una chiquilla.
—Es… elfo sólo en parte —farfulló la joven, estupefacta y cautelosa—. Su bisabuelo era elfo. ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene eso?
—Belzor no mira con benevolencia los matrimonios entre humanos y otras razas inferiores. Esos enlaces están planeados, son una intriga de los elfos destinada a debilitar a los humanos para que finalmente caigan bajo su dominio.
El auditorio murmuró con aprobación. Muchos asintieron con la cabeza.
—A causa de su sangre elfa —continuó Judith inexorablemente—, tu hija está maldita, ¡y condenada a vivir en oscuridad y tormento eternos!
La desdichada madre gimió y pareció a punto de desmayarse.
—¿Qué disparate está diciendo? —demandó Sturm en voz baja, iracundo.
—Un disparate peligroso —dijo Raistlin, que cerró los dedos sobre la muñeca de su amigo—. ¡Chitón, Sturm! No digas nada. No es el momento.
—A tu marido y a ti no se os quiere en Haven —manifestó Judith—. Marchaos de inmediato o más desgracias caerán sobre vosotros.
—Pero ¿adonde iremos? ¿Qué haremos? ¡La tierra es lo único que poseemos y apenas es nada! ¡Y mi niña! ¿Qué será de mi pobre niña?
—Belzor se apiada de ti, hermana. —La voz de Judith se había suavizado—. Entrega como donativo esa tierra al templo, y Belzor accederá a sacar a tu pequeña de la oscuridad a la luz.
Judith inclinó la cabeza sobre el pecho; sus brazos cayeron flácidos a los costados. Cerró los ojos.
La tenebrosa forma de la cobra retrocedió hasta fundirse con la estatua y después desapareció.
Judith alzó la cabeza y miró en derredor como si no tuviera ni idea de dónde estaba o lo que había pasado. El sumo sacerdote la sostuvo por el brazo. La mujer miró a la multitud con una beatífica sonrisa.
—La audiencia con Belzor ha finalizado —anunció el sumo sacerdote, adelantándose un paso.
Los clérigos y las sacerdotisas recogieron los cestos con las cobras encantadas. Formados en procesión, dieron tres vueltas al círculo interior entonando el nombre de Belzor y después salieron por la puerta de la estatua. Los acólitos se movieron entre la muchedumbre aceptando en nombre de Belzor las ofrendas hechas, con la bendición del dios.
El sumo sacerdote condujo a Judith hacia la puerta por la que se salía del templo. Allí saludó a los fieles, que suplicaban su bendición. Había un gran cesto a los pies de la mujer, que dio las bendiciones al tiempo que las monedas tintineaban.
La joven madre se encontraba sola y angustiada. Agarró a uno de los acólitos y suplicó:
—¡Apiadaos de mi pobre niña! Su ascendencia no es culpa suya.
El acólito le retiró la mano con frialdad.
—Ya oíste la voluntad de Belzor, mujer. Tienes suerte de que nuestro dios sea tan clemente. Lo que pide es un precio muy pequeño a cambio de librar a tu hija del eterno tormento.
La joven madre se cubrió el rostro con las manos.
—¿Dónde se ha metido la serpiente? —preguntó Caramon, que se sostenía sobre los pies con evidente inestabilidad.
Raistlin sujetó a su hermano y lo disuadió de entrar en el círculo para buscar a la gigantesca cobra.
—Kitiara, tú y Sturm llevad a Caramon al recinto ferial y haced que se acueste. Me reuniré con vosotros allí.
—Me niego a creer que esto sea un milagro —manifestó Sturm, que miraba fijamente la estatua—, pero tampoco puedo explicarlo.
—Yo sí, aunque no voy a hacerlo —dijo Raistlin—. Ahora no.
—¿Qué te propones? —preguntó Kit mientras agarraba al tambaleante Caramon por los fondillos de la camisa.
—Me reuniré con vosotros después —repitió Raistlin, y se marchó antes de que Kit insistiera en acompañarlo.
El joven se abrió paso entre los acólitos que iban de aquí para allí con los cestillos de limosnas y se dirigió hacia donde se encontraba sola la joven madre. Un hombre que pasó a su lado le dio un empujón.
—Puta de elfos —la insultó.
Otra mujer se le acercó y le dijo en voz alta:
—Bueno es que tu hija haya muerto. ¡Sólo habría sido un fenómeno de orejas puntiagudas!
La madre retrocedió ante estas crueles palabras como si le hubieran asestado un golpe.
La ira ardía dentro de Raistlin, una rabia atizada por la miseria del alma humana que empujaba a los débiles a atacar a los que eran más débiles que ellos. Una idea cobró forma en el abrasador fuego de su rabia. Emergió de las llamas como una hoja de acero, caliente y lista para ser golpeada con el martillo. En el espacio de tres zancadas, había forjado el plan concebido con el que llevaría a la ruina a la suma sacerdotisa Judith, desacreditaría a los falsos clérigos de Belzor y acarrearía la caída del falso dios.
Se acercó a la desdichada madre y alargó la mano para detenerla.
Su gesto fue suave, pues podía ser muy tierno cuando quería, pero la mujer se estremeció bajo sus dedos, aterrada. Volvió los ojos asustados hacia él.
—¡Déjame en paz! —imploró—. Te lo suplico. Ya he sufrido más que suficiente.
—No soy uno de tus torturadores, mujer —dijo Raistlin con el tono quedo y apaciguador que utilizaba para sosegar a los enfermos. Su mano se cerró sobre la de la joven madre y percibió el temblor que la sacudía. Le acarició la mano con gesto animoso, se acercó a ella y susurró—: Belzor es un fraude, una farsa. Tu hija descansa en paz. Duerme profundamente, como cuando tú la acunabas hasta que la vencía un sueño sin pesadillas.
—Sí, la acunaba. —Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas—. La mecía contra mi pecho y, al final, se quedaba tranquila, como has dicho. «Ya me siento mejor, mamá», musitaba, y cerraba los ojos. —La joven agarró a Raistlin, frenética—. ¡Quiero creerte! Pero ¿cómo hacerlo? ¿Qué prueba puedes darme?
—Ven al templo mañana por la noche.
—¿Regresar aquí? —La mujer sacudió la cabeza.
—Debes hacerlo —insistió firmemente Raistlin—. Te demostraré que lo que te he dicho es cierto.
—Te creo —susurró y esbozó una débil sonrisa—. Confío en ti. Vendré.
Raistlin volvió la vista al círculo central, a la larga fila de fieles haciendo embelecos a Judith. El brillo de los braseros se reflejaba en las monedas del cesto, donde seguía entrando el flujo de dinero. Belzor había hecho un buen negocio aquella noche.
Uno de los acólitos se acercó, haciendo tintinear el cestillo de las ofrendas delante de Raistlin con gesto esperanzado.
—Confío en que te veremos en la ceremonia de mañana por la noche, hermano.
—Puedes contar con ello —respondió el joven.