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Las calles de Haven no tenían puestos los nombres por aquel entonces, aunque era una de las mejoras municipales que se estaban estudiando, sobre todo después de que algún trotamundos mencionara que los palanthianos no sólo les ponían nombres a las calles, sino que instalaban postes indicadores con los nombres escritos en beneficio de los viajeros confusos. Los visitantes de Haven rara vez se equivocaban; si se era lo bastante alto, podía verse la villa de un extremo a otro. Empero, el corregidor de Haven consideraba lo de los postes una idea excelente y resolvió que se empezara a instalarlos.

Muchas de las calles de la ciudad ya tenían nombres; nombres lógicos que estaban relacionados con la naturaleza de los negocios que funcionaban en cada una de ellas, como por ejemplo, la calle del Mercado, la calle del Molino, la calle de los Cuchilleros. Otros nombres tenían que ver con la naturaleza de la propia vía, tales como calle Retorcida o Tres Ramales, mientras que otras llevaban el nombre de la familia que vivía en ellas. La calle de los Herbolarios era fácil de encontrar, y más con la nariz que con los ojos.

El aroma a romero, a espliego, a salvia, a canela, flotaba en el aire ofreciendo un agradable contraste con el penetrante olor a estiércol de caballo que había en la calle. Los puestos y tiendas de la calle de los Herbolarios saltaban a la vista por los ramos de plantas secas colgadas boca abajo al sol. Cestos de semillas y hojas secas aparecían colocados primorosamente a lo largo de la vía para atraer a los transeúntes y animarlos a comprar.

Raistlin le pidió a Tanis que parara la carreta.

—Hay hierbas aquí que no cultivo en mi jardín, algunas de las cuales no me son familiares. Me gustaría aumentar mis provisiones, así como enterarme de sus usos.

Tanis le dijo al joven cómo encontrar el puesto de Flint en el recinto ferial y le deseó que se divirtiera. Raistlin bajó de la carreta y Caramon, ni que decir tiene, lo siguió. Tasslehoff sufría por la indecisión, sin saber si ir con Raistlin o quedarse con Flint. El enano y el recinto ferial inclinaron la balanza a su favor, sobre todo porque, al mirar la calle de un extremo a otro, el kender sólo vio plantas, y aunque estas eran interesantes no tenían ni punto de comparación con las maravillas que sabía le aguardaban en el recinto ferial.

En cualquier caso, Raistlin no habría permitido que el kender lo acompañara, pero la decisión de Tas le ahorró una discusión. Sin embargo, no sabía muy bien qué hacer con Caramon. Su plan era visitar la tienda de productos de magia solo, sin informar a los demás. No le había contado a nadie que tenía intención de entrar en esa tienda ni lo que esperaba comprar en ella. El instinto le aconsejaba guardar en secreto su propósito, ordenar a su hermano que se marchara con Flint.

Rara vez conversaba con su hermano sobre el arte arcano, y jamás lo hacía con sus amigos. No lo había hecho desde los días de la adolescencia —unos días cuyo recuerdo lo hacía enrojecer de vergüenza— cuando hacía alarde de sus habilidades mágicas o simplemente las mostraba.

Era muy consciente de que su magia ponía nerviosas a algunas personas o despertaba su inquietud. Y con razón. La magia le otorgaba poder sobre otros seres; un poder con el que gozaba. No obstante, era lo bastante sensato para comprender que ese poder perdería valor si hacía uso de él repetidamente.

Hasta la magia se convertía en algo corriente si se utilizaba a diario.

Las expectativas de Raistlin hacia la gente habían cambiado con el paso de los años. Hubo un tiempo en que buscaba ser amado y admirado, como lo era su hermano.

Ahora, al llegar a comprenderse a sí mismo, Raistlin afrontaba el hecho de que jamás obtendría la clase de consideración dada a su hermano. En la casa del alma de Caramon la puerta estaba siempre abierta de par en par, así como los postigos de la ventana, el sol brillaba diariamente, y cualquiera era bienvenido. No había muchos muebles en la casa de Caramon. Los visitantes veían hasta el último rincón.

La casa del alma de Raistlin era muy diferente. La puerta estaba cerrada a cal y canto y sólo se abría una rendija a los visitantes, y aun entonces sólo a muy pocos se les permitía cruzar el umbral. Una vez allí, no se los dejaba entrar mucho más. Las ventanas permanecían atrancadas y con los postigos echados. Aquí y allí brillaba una vela, un punto cálido en la oscuridad. Su casa estaba llena de muebles y objetos raros y maravillosos, pero no por ello había desorden. El joven podía poner la mano al instante en lo que quiera que necesitaba.

Los visitantes no veían los rincones, y mucho menos podían curiosear en ellos. No era pues de extrañar que no desearan quedarse mucho tiempo y se mostraran reacios a volver.

—¿Adonde vamos? —preguntó Caramon.

Raistlin tuvo en la punta de la lengua mandar a su hermano que regresara a la carreta, pero lo pensó mejor. Sin responder, echó a andar a paso vivo calle adelante, dejando plantado a Caramon en mitad de la calzada.

«Es de simple sentido común que me acompañe —se dijo Raistlin para sus adentros—. Soy un forastero en una ciudad desconocida. No dispongo de defensa alguna de la que quiera hacer uso, excepto en circunstancias de extremo peligro.

Ahora necesito la ayuda de Caramon, como también la precisaré en el futuro. Si me convierto en un mago guerrero, como es mi intención, tendré que aprender a combatir a su lado, de modo que haría bien en acostumbrarme a tenerlo cerca».

Esto último le hizo soltar un suspiro, especialmente cuando Caramon lo alcanzó pisando fuerte y levantando una nube de polvo, demandando de nuevo saber adonde se dirigían y qué buscaban e insinuando que podrían parar en una taberna en el camino.

Raistlin se detuvo y se volvió para mirar a su hermano tan de repente que Caramon tuvo que frenarse en seco para no tropezar con su gemelo.

—Escúchame, Caramon. Oye lo que tengo que decirte y no lo olvides. —El timbre de Raistlin era duro, severo, y el joven tuvo la satisfacción de ver que surtía el mismo efecto en su gemelo que una bofetada—. Me dirijo a cierto sitio para reunirme con cierta persona y comprar cierta mercancía. Te permito que me acompañes porque somos jóvenes y, consecuentemente, nos tomarán por presas fáciles. Pero ten esto presente, hermano: lo que hago, lo que digo y lo que compro son asuntos privados, secretos que sólo conocemos tú y yo. No hablarás de ello con Tanis, Flint, Kitiara, Sturm o cualquier otra persona. No contarás dónde hemos estado, con quién me he reunido, lo que he dicho o lo que he hecho. Tienes que prometérmelo, Caramon.

—Pero querrán saberlo, harán preguntas. ¿Qué les contesto? —Era evidente que el mocetón se sentía desdichado—. No me gusta tener secretos, Raist.

—Entonces no puedes estar a mi lado. ¡Regresa! —instó fríamente Raistlin a la par que agitaba una mano—. Vuelve con tus amigos. No te necesito.

—Claro que me necesitas, Raist. Sabes que sí.

El joven aprendiz de mago volvió a pararse. Sus ojos buscaron los de su hermano y retuvieron su mirada. Este era un momento decisivo del que dependía su futuro.

—Entonces habrás de hacer una elección, hermano mío. O te comprometes conmigo o regresas con tus amigos. —Raistlin levantó la mano para acallar la rápida respuesta de su gemelo—. Piénsalo bien, Caramon. Si te quedas conmigo, debes confiar plenamente en mí, obedecerme implícitamente, no hacer preguntas, guardar mis secretos mucho mejor de lo que guardas los tuyos. Bien, ¿qué decides?

Caramon no vaciló ni un instante.

—Estoy contigo, Raist —manifestó lisa y llanamente—. Eres mi gemelo. Estamos unidos el uno al otro. Así está dispuesto.

—Quizá —respondió Raistlin con una amarga sonrisa. Si tal cosa era cierta, se preguntaba quién y por qué lo había dispuesto de ese modo, porque le habría gustado sostener una pequeña charla con quienquiera que fuera—. Entonces vamos, hermano. Sígueme.

Según maese Theobald, la tienda de productos para magia estaba situada al final de la calle de los Herbolarios, a la izquierda si se miraba hacia el norte. Situada a cierta distancia de las otras tiendas y puestos, era el único comercio que se alzaba entre unos robles.

Theobald la había descrito: «La tienda está en la planta baja de la casa, con la vivienda encima. Es difícil de ver desde el camino, ya que los robles la rodean, así como un gran jardín cercado por una tapia. Sin embargo, verás el cartel desde el exterior. Es una tabla con un ojo pintado en rojo, negro y blanco.

»Nunca he comprado cosas allí, porque adquiero todo lo que necesito en la Torre de Wayreth, ¿comprendes? —había añadido el maestro—. Empero, estoy seguro de que Lemuel tiene algunas minucias que pueden ser interesantes para magos de bajo rango».

Aunque sólo fuera eso, Raistlin había aprendido de Theobald a sujetar la lengua, de modo que se había tragado el mordaz comentario que en otros tiempos habría hecho y le había dado las gracias al maestro educadamente. Como recompensa había obtenido una pequeña información que podría ser de inestimable valor.

«He oído que Lemuel siente un gran interés por las plantas, como tú —había añadido Theobald—. Imagino que los dos os entenderéis bien».

En consecuencia, Raistlin había llevado consigo un par de raras especies de plantas que había descubierto, sacado de la tierra y llevado a casa, y ahora tenía algunos plantones para compartir. Esperaba ganarse el favor de Lemuel de este modo y, si el precio de los libros que quería estaba fuera de su alcance, quizá podría persuadir al mago para que se los rebajara.

Los gemelos recorrieron toda la calle de los Herbolarios; Caramon se estaba tomando tan en serio su nueva tarea y responsabilidad que casi le pisaba los talones a su hermano en su afán por protegerlo, asestaba miradas furibundas a cualquiera que los observara con cierto interés y hacía tintinear la espada constantemente. Raistlin suspiraba para sus adentros al advertir este comportamiento, pero sabía que no podía hacer nada para remediarlo.

Si protestaba o instaba a Caramon a que se tranquilizara y no actuara de un modo tan notorio sólo conseguiría desconcertar a su gemelo. Al final Caramon acabaría sintiéndose cómodo en su papel de guardia personal, pero llevaría tiempo. Sólo tenía que ser paciente.

Por fortuna, no había mucha gente por la calle, puesto que los herbolarios estaban instalando los puestos en el recinto ferial. Cuando llegaron al final de la calle, esta se encontraba desierta. Raistlin localizó la tienda del mago sin dificultad.

Los robles la ocultaban, y había un jardín rodeado por un alto muro de piedra. Pero faltaba el cartel de la tienda, el tablón con el dibujo del ojo. La puerta estaba atrancada y los postigos de las ventanas, cerrados. Daba la impresión de que la casa estuviera abandonada pero, al atisbar por encima del muro, Raistlin reparó en que el jardín estaba bien cuidado.

—¿Estás seguro de que es aquí? —preguntó Caramon.

—Sí, hermano. Quizás alguna tormenta tiró el cartel.

—Si tú lo dices —masculló el mocetón, que tenía la mano apoyada en la empuñadura de la espada—. Entonces deja que sea yo el que vaya a la puerta.

—¡Desde luego que no! —rechazó Raistlin, alarmado—. Ofreces una imagen, ceñudo y moviendo continuamente esa espada, que asustaría a cualquier hechicero. Podría convertirte en una rana o algo peor. Espera aquí, en la calle, hasta que te llame. No te preocupes, que no pasa nada —manifestó con más seguridad de la que realmente sentía.

Caramon iba a discutir, pero recordó su promesa y guardó silencio. Además, la posible amenaza de que lo transformaran en una rana también tuvo que ver con su rápida capitulación.

—Claro, Raist. Pero ten cuidado. No me fío de los hechiceros.

Raistlin se dirigió hacia la puerta. Un hormigueo, mezcla de excitación y temor, le recorría el cuerpo; excitación por la idea de obtener lo que necesitaba, y temor al pensar que quizás había viajado hasta allí para encontrarse con que el mago se había marchado. Para cuando llegó ante la puerta, el joven estaba en un estado de nerviosismo tal que le fallaron las fuerzas; era incapaz de levantar la mano temblorosa para llamar y, cuando finalmente lo consiguió, los golpes de los nudillos fueron tan débiles que tuvo que repetir la llamada.

Nadie acudió a la puerta ni se asomó con curiosidad por una ventana.

Faltó poco para que Raistlin se entregara al desánimo. Sus esperanzas y sus sueños de un futuro con éxito se habían basado en esta tienda; ni por un momento había imaginado que estuviera cerrada. Había anhelado durante tanto tiempo conseguir los libros, había llegado tan lejos y se encontraba tan cerca de su meta que no creyó que fuera capaz de soportar el desengaño. Volvió a golpear con los nudillos, esta vez mucho más fuerte.

—¡Maese Lemuel! —llamó, alzando la voz—. ¿Estáis en casa, señor? Vengo de parte de maese Theobald, de Solace. Soy alumno suyo y…

Se abrió una mirilla en la puerta y un ojo atisbó a Raistlin; un ojo que denotaba temor.

—¡Me importa poco de quién eres alumno! —replicó una voz fina a través del reducido ventanuco—. ¿Se puede saber qué haces anunciando a voz en grito que eres un mago? ¡Márchate!

La mirilla se cerró de golpe.

Raistlin volvió a llamar con más apremio.

—Me recomendó vuestra tienda —gritó—. Tengo que comprar algo…

El ventanuco se abrió de nuevo y apareció el ojo otra vez.

—La tienda está cerrada.

Y la mirilla volvió a atrancarse.

Raistlin lanzó las reservas al ataque.

—Tengo una extraña variedad de planta conmigo. Pensé que quizá no la conocieseis. Es nueza negra…

La mirilla se abrió de golpe y el ojo denotó más interés.

—¿Nueza negra, dices? ¿Tienes algo aquí?

—Sí, señor. —Raistlin metió la mano en la bolsita y sacó con todo cuidado un pequeño puñado de hojas, tallos y frutos, sujetos a las raíces—. Quizás os interesaría…

El ventanuco se cerró una vez más, pero esta vez Raistlin oyó correr un cerrojo. La puerta se abrió.

El hombre que estaba al otro lado del umbral iba vestido con una túnica de un color rojo desvaído, llena de suciedad a la altura de las rodillas, lo que revelaba la costumbre de ponerse de hinojos en el jardín. Tenía que haberse puesto de puntillas para asomar el ojo por la mirilla de la puerta, ya que era casi tan bajo como un enano, el cuerpo lleno y prieto, y con un semblante que en tiempos debía de haber sido tan rubicundo y alegre como el sol estival, pero que ahora semejaba un astro eclipsado. Echó una ojeada nerviosa hacia la calle y, al ver a Caramon, abrió mucho los ojos, asustado, faltando poco para que volviera a cerrar la puerta.

No obstante, Raistlin había metido el pie entre el marco y la hoja de madera, y su mano aferró rápidamente el tirador.

—¿Puedo presentaros a mi hermano, señor? ¡Caramon, acércate!

El mocetón se dirigió hacia ellos obedientemente, agachó la cabeza y sonrió con azoramiento.

—¿Estás seguro de que es quien dice ser? —preguntó el mago, que observaba a Caramon con gran desconfianza.

—Oh, sí, estoy seguro de que es mi hermano —contestó Raistlin mientras se preguntaba, intranquilo, si iba a tener que tratar con un lunático—. Si nos miráis con detenimiento, advertiréis el parecido. Somos gemelos.

Caramon quiso cooperar intentando parecerse lo más posible a su hermano; por su parte, Raistlin trató de imitar la sonrisa abierta y honrada de Caramon. Lemuel los observó largos segundos durante los cuales Raistlin temió que estallaría por la tensión de esta extraña entrevista.

—Supongo que sí. —El mago no parecía muy convencido—. ¿Os ha seguido alguien?

—No, señor —contestó Raistlin—. ¿Quién iba a querer seguirnos? Casi todo el mundo está en el recinto ferial.

—Están por todas partes, ¿sabes? —observó lúgubremente Lemuel—. Sin embargo, supongo que tienes razón. —Escudriñó larga e intensamente la calle—. ¿Le importaría a tu hermano ir a comprobar que no hay nadie escondido en la sombra de aquel edificio?

Caramon parecía muy sorprendido pero, ante el gesto impaciente de su hermano, hizo lo que le pedía. Desanduvo el camino calle arriba hasta una destartalada choza y registró no sólo la sombra sino el interior del propio edificio. Salió a la calle y levantó las manos a la par que se encogía de hombros para indicar que no había visto nada.

—¿Os convencéis, señor? Estamos solos. —Llamó a su hermano con un gesto—. La nueza negra es excelente. La he utilizado con éxito para curar cicatrices y heridas cerradas en falso.

Raistlin levantó la mano, mostrando la planta que reposaba en su palma. Lemuel la miró con profundo interés.

—Sí, he leído algo al respecto, pero nunca la había visto. ¿Dónde la encontraste?

—Si pudiéramos entrar, señor…

Lemuel estrechó los ojos para mirar a Raistlin, luego bajó la vista, anhelante, a la pequeña planta, y tomó una decisión.

—De acuerdo. Pero sugiero que dejes a tu hermano apostado fuera para que vigile. Todas las precauciones son pocas.

—Desde luego —aceptó Raistlin, tan aliviado que le temblaban las piernas.

El mago hizo pasar al joven y cerró la puerta con tanta premura que pilló el repulgo de la túnica de Raistlin entre la hoja y el marco, por lo que se vio obligado a abrirla de nuevo.

Con su gemelo dentro ya de la casa, Caramon deambuló sin rumbo fijo unos instantes a la par que se rascaba la cabeza tratando de decidir qué hacer. Finalmente encontró un sitio para sentarse en un muro derrumbado y se dispuso a vigilar, aunque no tenía muy claro qué era lo que tenía que avizorar ni qué debía hacer si lo veía.

Dentro de la tienda del mago estaba oscuro. Las contraventanas cerradas impedían el paso de la luz del día, así que Lemuel encendió dos velas, una para él y otra para Raistlin.

A la luz de las bujías, el joven vio con consternación que todo estaba desordenado, con cajas medio llenas y barriles repartidos aquí y allí. Las estanterías se encontraban vacías, ya que casi toda la mercancía había sido empaquetada.

—Sé que un conjuro de luz resultaría más eficaz y menos costoso —confesó Lemuel—, pero su acoso me ha alterado tanto que he sido incapaz de practicar mi magia desde hace un mes. Aunque, para ser sincero, tampoco era muy bueno en el arte, no te equivoques. —Soltó un profundo suspiro.

—Disculpad, señor, pero ¿quién os ha estado acosando?

—Belzor —respondió el mago en voz baja mientras echaba rápidas ojeadas a la oscura habitación, como si temiera que el dios pudiera saltar sobre él desde cualquier estantería.

—Ah.

—Conoces a Belzor, ¿verdad, joven?

—Me topé con uno de sus clérigos nada más entrar en la ciudad. Me advirtió que la magia era maligna y me instó a ir al templo.

—¡No lo hagas! —gritó Lemuel, estremeciéndose—. Ni siquiera te acerques a ese sitio. ¿Sabes lo de las serpientes?

—Vi que llevaban cobras en los brazos— contestó Raistlin—. Supongo que tienen los colmillos arrancados.

—¡En absoluto! —Lemuel volvió a temblar—. Esas serpientes son mortalmente venenosas. Los clérigos las atraparon en las Praderas de Arena. Se considera una prueba de fe ser capaz de agarrar las serpientes sin que los muerdan.

—¿Y qué ocurre con los que les falta fe?

—¿Qué supones tú que les ocurre? Son castigados. Me lo contó un amigo que estaba presente durante una de sus reuniones. Intenté asistir a una, pero no me permitieron entrar porque, según ellos, contaminaría la pureza de su templo. Me alegro de no haberlo hecho. Ese mismo día, una de las serpientes mordió a una joven. Murió en cuestión de segundos.

—¿Y qué hicieron los clérigos? —preguntó Raistlin, conmocionado.

—Nada. La suma sacerdotisa dijo que era la voluntad de Belzor. —Lemuel se estremeció de tal modo que la llama de la vela titiló—. Ahora sabes por qué pedí que tu hermano montara guardia. Vivo con el miedo cerval de despertar una mañana y encontrar a una de esas cobras en mi cama. Pero no estaré sometido a ese terror mucho tiempo. Han ganado. Me doy por vencido. Como verás —movió una mano en dirección a las cajas—, voy a trasladarme. —Acercó más la vela—. ¿Puedo echar un vistazo a esa nueza negra?

Raistlin le entregó el pequeño paquete.

—¿Qué os han hecho? —Tuvo que repetir varias veces la pregunta y dar un ligero empujón a Lemuel antes de conseguir que el mago dejara de examinar la planta y le prestara atención.

—La suma sacerdotisa en persona vino a verme. Me dijo que cerrara la tienda o que afrontara la cólera de Belzor. Al principio me resistí, pero entonces se volvieron más desagradables y peligrosos. Los clérigos se apostaban a la puerta y cuando venía alguien gritaban que yo era un instrumento del Mal.

»¡Yo, un instrumento del Mal! —musitó Lemuel—. ¿Te lo imaginas? Pero los clérigos asustaron a la gente, que dejó de venir. Y entonces, una noche, encontré la piel de una serpiente colgando en la puerta. A continuación cerré la tienda y decidí trasladarme.

—Disculpadme si os parezco irrespetuoso, señor; pero, si los teméis ¿por qué intentasteis ir a su templo?

—Pensé que podría aplacarlos, que quizá podría fingir que estaba de acuerdo con ellos para así evitar que siguieran hostigándome. Fue inútil. —Lemuel sacudió tristemente la cabeza—. Lo del traslado no es tan mala idea. En realidad, la tienda de productos de magia nunca dio mucho dinero. Son las hierbas y plantas lo que echaré de menos. Las estoy sacando de la tierra con la esperanza de trasplantarlas, pero me temo que perderé la mayoría.

—¿Decís que la tienda no era productiva? —inquirió Raistlin recorriendo atentamente con la mirada las estanterías.

—Podría haberlo sido si viviera en una ciudad como Palanthas, pero ¿aquí, en Haven? —Lemuel se encogió de hombros—. La mayoría de lo que vendí procedía de la colección de mi padre. Era un notable hechicero, un archimago. Quería que siguiera sus pasos, pero la empresa me venía demasiado grande. No estaba hecho para ello, simplemente. Mi ilusión era ser granjero. Tengo muy buena mano con las plantas. Pero mi padre no quiso oír una palabra al respecto e insistió en que estudiara magia. No era muy bueno en el arte, pero conservé la esperanza de mejorar con la edad.

»Sin embargo, cuando por fin fui lo bastante mayor para someterme a la Prueba, el Cónclave no me lo permitió. Par-Salian le dijo a mi padre que consentirlo sería tanto como un asesinato. Fue una gran decepción para mi padre, que se marchó de casa ese mismo día, hace unos veinte años, y desde entonces no he vuelto a saber de él.

Raistlin apenas estaba prestando atención a Lemuel. No tenía más remedio que admitir que el viaje había sido en vano.

—Lo lamento —dijo, pero era más por sí mismo que por el mago.

—No tienes por qué —respondió alegremente el hombre—. A decir verdad, fue un alivio para mí ver marcharse a mi padre. El día que partió roturé la tierra del patio y puse en marcha el jardín. Y hablando de ello, deberíamos meter esta planta en agua inmediatamente.

Lemuel se dirigió a la cocina, que estaba en la trastienda.

Allí las contraventanas estaban abiertas, dejando pasar la luz del sol, y Lemuel apagó la vela de un soplido.

—¿Qué clase de mago era vuestro padre? —preguntó Raistlin, haciendo otro tanto con su bujía.

—Un mago guerrero —contestó Lemuel, que manejaba con toda clase de cuidados la nueza negra—. Es realmente bonita. ¿Dices que la estás cultivando? ¿Qué tipo de fertilizante utilizas?

Un mago guerrero…

En la mente de Raistlin cobró forma una idea. Se vio obligado a hablar de plantas durante unos minutos, pero enseguida condujo la conversación de vuelta al archimago.

—Estaba considerado uno de los mejores —dijo Lemuel. Era obvio que se sentía orgulloso de su padre y que no le guardaba rencor. Su rostro se alegraba cuando hablaba de él—. Los elfos silvanestis lo invitaron una vez para que los ayudara a combatir a los minotauros. Los silvanestis son muy engreídos y casi nunca se relacionan con los humanos. Mi padre decía que era un honor. Estaba inmensamente complacido.

—¿Vuestro padre se llevó sus libros de hechizos cuando se marchó? —preguntó, vacilante, Raistlin, sin atreverse al albergar esperanzas.

—Algunos, estoy seguro. Sin duda, los más poderosos. Pero no se molestó en cargar con los demás. Supongo que se mudó a la Torre de Wayreth y, en tal caso, comprenderás que realmente no necesitaba ninguno de sus libros de hechizos elementales. ¿Qué tipo de tierra me recomendarías?

—Alguna con cierto componente arenoso. ¿Todavía los tenéis? Me refiero a los libros. Me gustaría verlos.

—Por el bendito Gilean, sí, aún siguen aquí. No tengo ni idea de cuántos hay ni si tienen importancia. Los magos con los que tengo trato o, más bien, con los que tenía trato. —Lemuel volvió a suspirar— no están interesados en el combate mágico.

»Los elfos vienen a menudo por aquí, la mayoría de Qualinesti en la actualidad. A veces les hace falta lo que ellos denominan «magia humana» y en otras ocasiones vienen por mis hierbas. Nunca se te habría pasado por la cabeza algo así, ¿verdad, jovencito? Lo digo porque a los elfos se les da muy bien lo de las plantas. Pero me contaban que tengo varias especies que no han sido capaces de cultivar. Uno de ellos, un hombre joven, solía decir que por mis venas debía de correr algo de sangre elfa. También es mago. A lo mejor lo conoces. Se llama Gilthanas.

—No, señor, lo siento.

—Es lo que suponía. Y, por supuesto, no tengo ni gota de sangre elfa. Mi madre nació y creció aquí, en Haven, y era hija de un granjero. Tuvo la mala fortuna de ser extraordinariamente hermosa y eso fue lo que atrajo a mi padre. De otro modo, yo habría sido el hijo de algún honrado granjero, estoy seguro. No fue muy feliz con mi padre. Vivía con el permanente temor de que incendiara la casa. ¿Dices que utilizas la nueza negra para cerrar heridas? ¿Con qué parte? ¿Con el jugo de las bayas o machacando las hojas?

—Referente a esos libros… —insinuó Raistlin cuando finalmente satisfizo la curiosidad de Lemuel sobre el cuidado, la nutrición y los usos de la nueza negra.

—Oh, sí. Están en la biblioteca. En el piso de arriba, por el pasillo, la segunda puerta a la izquierda. Yo voy a poner la planta en una maceta. Considérate en tu casa. ¿Crees que a tu hermano le apetecerá comer algo mientras monta guardia?

Raistlin subió rápidamente la escalera, fingiendo no haber oído la pregunta de Lemuel, que quería saber si a la nueza negra le convenía un lugar soleado o parcialmente umbrío. Fue directamente a la biblioteca, atraído hacia ella por el susurrante canto de la magia, una música incitante, tentadora. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Los goznes chirriaron cuando Raistlin la abrió.

El cuarto olía a moho y a humedad; evidentemente, no lo habían ventilado desde hacía años. Raistlin pisó excrementos secos de ratón, y unas pequeñas formas oscuras se escabulleron hacia los rincones al entrar en la habitación. Se preguntó qué encontrarían los ratones para comer en este lugar y deseó fervientemente que no fueran las páginas de los libros de hechizos.

La biblioteca era pequeña, y en ella había un escritorio, estantes de libros y un armazón de madera con huecos para los rollos de pergamino. Estos estaban vacíos, para desilusión de Raistlin, aunque no lo sorprendía. Los conjuros mágicos escritos en pergaminos se leían en voz alta por quienes tenían conocimientos del lenguaje arcano de la hechicería.

Precisaban mucha menos energía y nivel de destreza que los requeridos para ejecutar un conjuro «manual», según se decía.

Hasta un principiante como Raistlin podía utilizar el hechizo plasmado en un pergamino por un archimago, siempre y cuando el novicio supiera cómo pronunciar las palabras correctamente.

Por lo tanto, los pergaminos eran muy valiosos y se guardaban celosamente. Se los podía vender a otro mago si al propietario no le eran de utilidad. El archimago debía de habérselos llevado consigo.

Pero sí había dejado muchos libros.

Había algunos tirados en el suelo, desperdigados y abiertos por alguna página, boca abajo, como si se los hubiera examinado y después descartado. Raistlin veía huecos en las estanterías, donde el archimago, presumiblemente, había sacado algún volumen valioso, mientras que los que no precisaba quedaban enmoheciéndose en los estantes.

Estos ejemplares abandonados, con la blanca encuadernación ahora convertida en un triste y sucio gris, las páginas amarillentas, habían sido considerados carentes de valor por su antiguo propietario. Empero, a los ojos de Raistlin los libros brillaban con un resplandor más intenso que el tesoro escondido de un dragón. La emoción lo abrumaba, y el corazón le latía tan deprisa que la cabeza empezó a darle vueltas, a punto de desmayarse.

La repentina debilidad que se apoderó de él lo asustó.

Tomó asiento en una silla desvencijada y respiró hondo varias veces. Se atragantó y tosió, y le costó recobrar el aliento.

Un libro yacía tirado en el suelo, casi a sus pies. El joven lo recogió y lo abrió.

La escritura del archimago era apretada y angulosa. La clara inclinación hacia la izquierda de la escritura reveló a Raistlin que el hombre era un solitario que prefería su propia compañía a la de los demás. El joven se desilusionó al ver que el libro no era de hechizos. Estaba redactado en Común con unos giros idiomáticos que parecían apuntar a la jerga utilizada por los mercenarios, los soldados profesionales.

Leyó la primera página y su desilusión desapareció.

El libro daba detalladas instrucciones de cómo ejecutar conjuros sobre armas convencionales, tales como espadas y hachas de guerra. Raistlin calificó el libro como un ejemplar de inmenso valor; al menos, para él. Lo apartó a un lado y cogió otro. Este sí era un libro de hechizos, probablemente conjuros muy elementales, ya que no tenía guardas mágicas ni prohibiciones en el inicio. El joven desentrañó unas cuantas palabras sueltas, pero la mayoría le eran totalmente desconocidas. El libro le sirvió para recordarle lo mucho que todavía le quedaba por aprender.

Lo miró con amargura y frustración. Había sido desechado por el gran archimago, para quien los conjuros que contenía no merecían su interés y, sin embargo, él era incapaz de descifrarlos.

—Te estás comportando como un necio —se reprendió—. Cuando este archimago tenía mi edad no sabía, ni con mucho, tanto como yo. Algún día leeré este libro. Algún día yo también lo dejaré a un lado.

Puso el ejemplar encima del primero y continuó investigando otros.

La tarea lo absorbió de tal modo que perdió la noción del tiempo. Sólo fue consciente de que la tarde estaba muy avanzada cuando cayó en la cuenta de que tenía que acercarse los libros a la nariz para poder leerlos. Estaba a punto de salir a buscar unas velas cuando Lemuel llamó a la puerta.

—¿Qué queréis? —preguntó, irritado.

—Disculpa que te moleste —dijo Lemuel tímidamente mientras se asomaba por la rendija abierta—, pero tu hermano dice que se hará pronto de noche y que deberíais marcharos.

Raistlin recordó entonces dónde estaba y que era un huésped en la casa de este hombre. Se incorporó de un salto, confuso y avergonzado. Uno de los valiosos libros resbaló de su regazo y cayó al suelo.

—¡Perdonad mi rudeza, señor! Estaba tan interesado, esto es tan fascinante, que olvidé que no me encontraba en mi casa…

—¡Oh, no tiene importancia! —lo interrumpió Lemuel, que sonreía plácidamente—. No le des más vueltas. Me recordaste a mi padre, ¿sabes? Me hiciste volver al pasado y, por un momento, he vuelto a ser un chiquillo. ¿Encontraste algo de utilidad?

Raistlin señaló tres grandes montones de libros que había ido apilando junto a la silla.

—Todos estos. ¿Sabéis que hay un relato de la batalla contra los minotauros en Silvanesti? Y esta es una descripción de cómo utilizar los conjuros de guerra de manera eficaz, sin poner en peligro a las propias tropas. Estos tres son ejemplares de hechizos, y todavía no he revisado el resto. Os ofrecería comprároslos, pero sé que no tengo medios para hacerlo. —Contempló tristemente las pilas de libros mientras se preguntaba con desesperación cómo se las arreglaría para ahorrar algún día el dinero suficiente.

—Oh, llévatelos —dijo Lemuel, agitando la mano con despreocupación en derredor del cuarto.

—¿Cómo? ¿De verdad, señor? ¿Habláis en serio? —Raistlin tuvo que agarrarse al respaldo de la silla para sujetarse—. No, señor —dijo, recuperándose—. Eso sería demasiado. Nunca podría compensaros.

—¡Bah! Si no te los llevas, tendré que cargar con ellos, y casi no me quedan cajas. —Lemuel hablaba de abandonar su casa con mucho desparpajo; pero, mientras intentaba hacer esta pequeña broma, miraba a su alrededor con tristeza—. Acabarán guardados en un ático y se los comerán los ratones. Preferiría que se les diera un buen uso. Además, creo que le gustarías a mi padre. Eres el hijo que habría querido tener.

Unas lágrimas ardientes humedecieron los ojos de Raistlin.

La fatiga por los tres días de viaje, en el que se incluían no sólo las horas pasadas en los caminos sino también las dedicadas a subir las montañas de la esperanza y a descender a los valles de la decepción, lo habían debilitado. La amabilidad y la generosidad de Lemuel lo desarmaron completamente.

Le faltaban palabras para darle las gracias y sólo fue capaz de quedarse en pie sumido en un gozoso y humilde silencio, parpadeando para contener el llanto que le cegaba los ojos y le hacía un nudo en la garganta.

—Raist… —La voz anhelante de Caramon subió por el hueco de la escalera—. Está anocheciendo y tengo mucha hambre. ¿Te encuentras bien?

—Necesitarás una carreta para llevarte todo esto a casa —comentó Lemuel.

—Tengo… Mi amigo… Una carreta… En la feria… —Parecía incapaz de construir una frase coherente.

—Estupendo. Cuando la feria acabe, ven aquí con la carreta. Tendré todos los libros empaquetados, listos para que los cargues y te los lleves.

Raistlin desató del cinturón la bolsita del dinero y la puso en la mano de Lemuel.

—Cogedlo, por favor. No es mucho y no cubre ni una ínfima parte de todo lo que os debo, pero me gustaría que lo aceptaseis.

—¿De veras? —Lemuel sonrió—. Entonces, de acuerdo, aunque no es necesario, fíjate bien. No obstante, recuerdo que mi padre dijo en una ocasión que los objetos mágicos tenían que venderse, nunca darlos de regalo. Que el dinero pase de unas manos a otras rompe cualquier vínculo que el propietario anterior pudiera tener con ellos, los libera para el siguiente usuario.

—Y, si por casualidad pasáis algún día por Solace —dijo Raistlin, que echó una última mirada a la biblioteca mientras Lemuel cerraba la puerta—, os daré esquejes y renuevos de todas las plantas que tengo en mi jardín.

—Si son tan excelentes como la nueza negra —contestó Lemuel de corazón—, entonces me habrás pagado con creces.