El viaje empezó tranquilo y sin novedad como todos podían haber deseado, con la posible excepción de dos jóvenes guerreros en ciernes que estaban ansiosos por demostrar sus recién adquiridas habilidades. Hacía buen tiempo, fresco y despejado, y los rayos de sol les proporcionaban un agradable calorcillo por las tardes. Las lluvias recientes mantenían posado el polvo. La calzada a Haven estaba llena de viajeros, ya que el Festival de la Cosecha era la fiesta más importante de la ciudad.
Tanis conducía la carreta, que iba cargada hasta los topes con las mercancías del enano. Flint esperaba ganar dinero suficiente en la feria para cubrir en parte las pérdidas del verano.
Raistlin iba en el pescante junto a Tanis, haciendo compañía al semielfo. Kitiara caminaba a ratos y otras veces también se montaba en el vehículo; su carácter inquieto no le permitía hacer durante mucho rato lo uno o lo otro. Flint ocupaba un sitio en la parte trasera de la carreta, donde se había instalado cómodamente entre el tintinear de pucheros y sartenes, vigilando sus mercancías más valiosas: brazales y pulseras de plata y collares con piedras preciosas engastadas.
Sturm y Caramon iban a pie, prestos para enfrentarse a cualquier problema.
Los dos jóvenes imaginaban la calzada plagada de bandas de ladrones, legiones de goblins (a pesar de las divertidas afirmaciones de Tanis de que no se había visto un solo goblin en Solace desde los tiempos del Cataclismo), y hordas de feroces bestias, desde lobos a basiliscos.
Sus esperanzas de que se les presentara la ocasión de luchar (nada serio, por supuesto; bastaría con pequeños altercados) eran alentadas y apoyadas por Tasslehoff, que disfrutaba muchísimo relatando todas las historias que le habían contado, así como otras cuantas que se inventó en el momento, por ejemplo, sobre viajeros confiados a los que los ogros les arrancaban el corazón para comérselo o que eran víctimas de osos o que los espectros convertían en muertos vivientes.
El resultado fue que Sturm llevó la mano sobre la empuñadura todo el tiempo y estudió con una mirada fría y escrutadora a todas las personas con las que se cruzaban, consiguiendo que la mayoría lo tomara a él por un ladrón y se apartaran con premura de su camino. Caramon, cuyo semblante era habitualmente risueño, mantenía fruncido el ceño, pensando que eso le daba un aire fiero cuando, en realidad, como dijo Raistlin, lo que parecía era que sufría una mala digestión.
Al final de la primera jornada, Sturm tenía la mano agarrotada de llevarla apretada sobre la empuñadura, y Caramon sufría una terrible migraña por mantener la barbilla levantada en una postura forzada. A Kitiara le dolían las costillas de aguantarse la risa, ya que Tanis no le permitió que ridiculizara abiertamente a los dos jóvenes.
—Tienen que aprender —dijo el semielfo. Era poco después de comer, y Kit viajaba en el pescante de la carreta junto a Tanis y a Raistlin—. No está de más que adquieran el hábito de ser cautelosos y precavidos en la calzada, aun cuando se excedan un poco. Recuerdo que de joven yo era exactamente lo contrario. Partí de Qualinesti sin el menor recelo y ni pizca de seso. Tomaba por amigo a cualquiera que me encontraba. Lo extraño es que no acabara en una zanja con la cabeza aplastada.
—¿De joven? —Repitió con sorna Kit al tiempo que le apretaba la mano—. Hablas como si fueras viejo y aún te falta mucho, amigo mío.
—En cómputos elfos, quizá —dijo Tanis—. Pero no humanos. ¿Nunca has pensado eso, Kit?
—¿En qué? —inquirió, despreocupada. A decir verdad, no estaba prestando mucha atención. Recientemente había comprado a Flint una daga, un arma excelente, y se entretenía en forrar la empuñadura con tiras de cuero trenzadas.
—En el hecho de que he vivido más de noventa años —insistió el semielfo—. Y que viviré unos cientos más.
—¡Bah! —Kit siguió ensimismada en su trabajo, moviendo los dedos con rapidez pero no con excesiva destreza en la tarea. El cuero trenzado proporcionaba un agarre mejor, pero no ofrecería una apariencia bonita, bien que tal detalle importaba poco a la guerrera. Finalizado el trabajo, metió la daga por el borde de una de sus botas—. Sólo eres elfo en parte.
—Pero mis expectativas de vida son mucho mayores comparadas con…
—¡Eh, Caramon! —gritó Kit con fingida alarma—. ¡Creo que he visto moverse algo en esos arbustos! Observa a ese tonto de remate. Si alguien o algo se le echara encima, se haría pis en los pantalones… ¿Qué estabas diciendo?
—Nada —contestó Tanis, sonriente—. No tenía importancia.
Kit se encogió de hombros y saltó al suelo para ir a tomarle el pelo a Sturm insinuando que estaba segura de que unos goblins los estaban siguiendo.
Raistlin miró de reojo a Tanis. El rostro terso, carente de arrugas, del semielfo —un rostro en el que la edad no dejaría huella en otro centenar de años— estaba velado por una expresión desdichada. Seguiría siendo un hombre joven cuando Kitiara fuera una mujer muy, muy anciana. La vería envejecer y morir mientras que él se conservaría relativamente inmune a los estragos del tiempo.
Los bardos entonaban canciones sobre la tragedia del amor entre elfos y humanos. Raistlin se preguntaba qué se sentiría al presenciar cómo se ajaban la belleza y la juventud de aquellos a los que se amaba, verlos en su vejez, en su decrepitud, mientras uno seguía siendo joven y vital. Y, sin embargo, reflexionó el joven aprendiz de mago, si el semielfo se enamorara de una elfa estaría condenado a una suerte semejante, salvo por el hecho de que en este caso sería él quien envejecería.
Miró a Tanis con una nueva comprensión y cierta compasión.
«Está condenado —razonó Raistlin—. Lo está desde su nacimiento. No puede ser feliz en ninguno de los dos mundos. ¡Hablando de que los dioses jueguen una mala pasada a alguien…!».
Aquello le trajo a la mente a los tres antiguos dioses de la magia. Raistlin sintió una punzada en su conciencia. No había cumplido la promesa que les había hecho. Si realmente creía en ellos, como les había manifestado tanto tiempo atrás, ¿por qué se cuestionaba continuamente su existencia albergando dudas? Volvió a recordar a las tres deidades cuando, más avanzado el día, los compañeros se cruzaron con un grupo de clérigos que viajaban por la calzada.
Los clérigos —veinte, entre hombres y mujeres— caminaban por mitad del camino en dos hileras, lentamente, con una expresión tan seria como si fueran acompañando un cadáver al cementerio. No miraban a derecha ni a izquierda y mantenían las cabezas inclinadas, con los ojos agachados.
La columna que avanzaba lentamente por mitad de la calzada ocasionaba —ya fuera de manera intencional o no— un serio atasco en el tránsito de los demás viajeros.
La calzada a Haven estaba muy concurrida ese día. Flint era uno de los muchos comerciantes que viajaban en esa dirección transportando sus mercancías en carretas tiradas por caballos o empujando carros o cargando bultos a la espalda o en la cabeza. Las carretas no podían pasar a los clérigos, que andaban a paso de funeral. Los que viajaban a pie tenían más suerte o, al menos, es lo que pareció al principio. Empezaban a adelantar por un lateral a la doble hilera de clérigos y recorrían más o menos la mitad de la longitud de las filas cuando, de repente, se detenían, temerosos de seguir adelante, o retrocedían con premura.
Los que iban a caballo e intentaban adelantar al grupo por los laterales, fracasaban cuando las monturas reaccionaban con nerviosismo, espantadas, y se desplazaban de costado hacia la maleza, o se plantaban en el sitio, rehusando acercarse a los clérigos.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? —rezongó Flint, despertándose de un reparador sueñecito bajo el cálido sol otoñal. Se puso de pie en la carreta y se dirigió hacia el pescante—. ¿Por qué vamos tan despacio? A este paso, llegaremos a Haven a tiempo para el baile de mayo.
—Es por los clérigos que van ahí delante —explicó Tanis—. No se apartan y nadie puede adelantarlos por los lados.
—A lo mejor no se han dado cuenta de que nos llevan detrás —sugirió el enano—. Alguien debería decírselo.
El conductor de la carreta que iba a la cabeza estaba intentando hacer exactamente eso gritando —con educación— a los clérigos que se apartaran a un lazo de la calzada, pero los clérigos no hicieron caso, como si todos estuvieran sordos, y siguieron caminando por el centro.
—¡Esto es ridículo! —protestó Kit—. Iré a hablar con ellos.
Echó a andar, con la capa sacudiéndose a su alrededor y la espada tintineando. Tasslehoff corrió en pos de ella.
—¡No, Tas, Kit! ¡Esperad! ¡Maldita sea! —juró suavemente Tanis.
Echando las riendas al estupefacto Raistlin, el semielfo descendió presurosamente de la carreta y corrió en pos de los dos. El joven aprendiz de mago agarró con inseguridad las bridas; jamás había conducido una carreta. Por suerte, Caramon se encaramó al pescante y detuvo el vehículo mientras observaba lo que ocurría más adelante.
Pocas criaturas en Krynn se movían tan velozmente como un kender excitado. Para cuando Tanis alcanzó a Kitiara, Tasslehoff les sacaba mucha ventaja a los dos. El semielfo le gritó a Tas que se parara, pero pocas criaturas en Krynn eran tan sordas como un kender excitado. Antes de que Tanis tupiera tiempo de alcanzarlo, Tas se encontraba ya junto a unos de los clérigos, un hombre calvo, el más alto de la fila, que iba a la cabeza de la hilera de la derecha.
El kender tendió la mano para presentarse y entonces realizó una hazaña realmente notable: saltó más de medio metro en el aire, hacia arriba, y otro metro y medio hacia atrás de manera simultánea, yendo a aterrizar en un revoltijo de bolsas y saquillos en medio del seto que bordeaba el camino.
Tanis y Kit llegaron junto al kender mientras este se desprendía a sí mismo y a sus bolsas y saquillos de las ramas del seto que parecían empeñadas en no soltarlo.
—¡Era una serpiente, Tanis! —chilló Tasslehoff al tiempo que se sacudía hojas y ramitas de sus mejores calzas naranjas y verdes—. ¡Todos esos clérigos llevan una serpiente enroscada en el brazo!
—¿Serpientes? —Kit encogió la nariz y miró con asco a los clérigos—. ¿Para qué quieren serpientes?
—¡Fue muy excitante! —informó Tas—. Me acerqué al primer clérigo y me iba a presentar, porque estoy muy bien educado, pero ni me miró ni me habló. Acerqué la mano para tirarle de la manga, imaginando que no me había visto, y la serpiente alzó la cabeza y siseó —dijo Tas, tan emocionado que casi no podía hablar. Aunque sólo casi.
»Iba a preguntarle si podía acariciarla, porque las serpientes tienen una piel realmente seca, ¿sabéis?, cuando la cabeza del reptil se disparó contra mí y por eso fue que salté hacia atrás. Una vez me mordió una serpiente y, aunque fue una experiencia muy interesante, no es de la clase que a uno le apetece repetir a menudo. Como sueles decir tú, Tanis, no es beneficiosa para la salud. Sobre todo porque creo que esta serpiente era de las venenosas. En la parte superior de la cabeza tenía dibujados una especie de anteojos, y la lengua era bífida y los ojillos como cuentas pequeñas. ¿Podría alguno de vosotros ayudarme a soltar este saquillo? Se ha quedado enganchado en una rama.
Tanis desenredó la cinta atorada. Para entonces, Flint, Raistlin y Sturm se habían reunido con ellos, dejando al descontento Caramon al cuidado de la carreta.
—Por tu descripción, creo que ese reptil es una cobra —observó Raistlin—. Pero nunca había oído que hubiera cobras fuera de las Praderas de Arena.
—Si lo es, entonces tienen que haberle arrancado los colmillos —adujo Sturm—. ¡No puedo imaginar que una persona en su sano juicio camine por una calzada llevando encima una serpiente venenosa!
—Entonces tienes una imaginación muy limitada, hermano —dijo un buhonero que había llegado a la altura del grupo—. Aunque no niego que tienes razón en lo tocante a la cordura. Su dios adopta la forma de una cobra, y esos reptiles son su símbolo y una prueba de su fe. Su dios les otorga poder sobre ellos para que no les causen daño.
—En otras palabras, que son encantadores de serpientes —manifestó Raistlin, frunciendo los labios en un gesto desdeñoso.
—Que no te oigan llamarlos eso, hermano —advirtió el buhonero al tiempo que lanzaba una mirada de reojo a los clérigos, inquieto; mantuvo un tono bajo cuando añadió—: No toleran la falta de respeto. En realidad, no toleran casi nada. Este Festival de la Cosecha puede ser un fracaso a poco que se lo propongan.
—¿Por qué? ¿Qué han hecho? —preguntó Kit, sonriendo—. ¿Cerrar las cervecerías?
—¿Qué has dicho? —Flint sólo oía parte de la conversación, que se sostenía por encima de su cabeza, de modo que se acercó más para escucharlos mejor—. ¿Qué ha dicho Kitiara? ¿Qué las cervecerías están cerradas?
—No, en absoluto, aunque los clérigos no prueban la cerveza —contestó el buhonero—. Saben que no se saldrían con la suya en algo tan drástico, aunque podría ocurrir en cualquier momento. Lamento verlos aquí; me sorprendería que alguien aparezca por la feria. Todo el mundo acudirá al templo para presenciar los «milagros». Me parece que voy a dar media vuelta y regresar a casa.
—¿Cómo se llama su dios? —quiso saber Raistlin.
—Belzor o algo por el estilo. En fin, que tengáis un buen día todos, si ello es posible ya. —El buhonero desanduvo el camino con pasos cansinos y aire desalentado, volviendo por donde había venido.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —gritó Caramon desde la carreta.
—Belzor —repitió Raistlin, sombrío.
—¿No era ese el nombre del dios del que hablaba la viuda? —preguntó Flint mientras se tiraba de la barba.
—La viuda Judith. Sí, Belzor era el dios del que hablaba. Además, era oriunda de Haven. Se me había olvidado eso. —Raistlin estaba pensativo. Nunca habría imaginado que la viuda Judith se borraría de su memoria, pero otros acontecimientos en su vida la habían expulsado de su mente. Ahora el recuerdo volvía, y lo hacía con fuerza—. Me pregunto si la encontraremos aquí.
—No, no lo haremos —adujo firmemente Tanis—, porque no vamos a acercarnos a esos clérigos. Nos dirigiremos a la feria y nos concentraremos en el negocio que tenemos entre manos. No quiero que haya problemas. —Alargó la mano y agarró al kender por el cuello de la camisa.
—¡Oh, Tanis, por favor! Sólo quiero echar otro vistazo a las serpientes.
—¡Caramon! —llamó el semielfo, que sujetaba al escurridizo kender con dificultad—. Saca la carreta de la calzada. Acamparemos aquí para pasar la noche.
Flint parecía dispuesto a discutir, pero, cuando Tanis hablaba con ese tono, hasta Kitiara contenía la lengua. La mujer sacudió la cabeza, pero no hizo ningún comentario.
—Judith —dijo Kit en tono coloquial, acercándose a Raistlin—. ¿Fue esa la mujer responsable de la muerte de nuestra madre?
—¿Nuestra madre? —repitió el joven aprendiz de mago, estupefacto. Cuando Kitiara mencionaba a Rosamund, cosa harto infrecuente, se refería a ella como «vuestra» madre, hablando a los gemelos en tono mordaz. Esta era la primera vez que Raistlin oía a Kit admitir su parentesco con la mujer que le había dado la vida—. Sí, Judith es esa mujer —respondió cuando salió de su estupor lo bastante para hablar.
Kit asintió. Echó una ojeada a Tanis y acercó su cabeza a la de Raistlin para susurrar:
—Si sabes estar callado, podríamos tener cierta diversión en este viaje, hermanito.
Sturm y Caramon insistieron en hacer guardia esa noche en el campamento.
—¿Dónde pensáis que estamos? ¿En Sanction? —inquirió Kit, riendo de buena gana.
Hicieron una fogata y extendieron los petates alrededor de la lumbre. Había otras hogueras por las cercanías. Más de un viajero había decidido dejar que los clérigos de Belzor les sacaran una buena ventaja en el camino.
Flint estaba a cargo de las comidas y preparó su famoso guisado, una receta enana que tenía por ingredientes venado seco y bayas, que se cocían a fuego lento en cerveza. Raistlin añadió algunas hierbas aromáticas que encontró en el camino y que el enano miró con desconfianza aunque al final aceptó que las echara. Jamás admitiría que habían mejorado el sabor del guiso; las recetas enanas no necesitaban variaciones.
Empero, se sirvió cuatro veces, aunque sólo para estar seguro.
Mantuvieron la fogata encendida para mitigar el frío nocturno.
Se sentaron alrededor del fuego, pasándose el jarro de cerveza y contando historias hasta que el fuego ardió bajo.
Flint echó un último trago y dio las buenas noches; planeaba dormir en la carreta para proteger sus mercancías de posibles ladrones. Kit y Tanis se alejaron entre las sombras, donde se los oyó reír quedamente y susurrar. Caramon y Sturm discutieron sobre quién hacía el primer turno de guardia, y lanzaron una moneda para decidir. Ganó Caramon.
Raistlin se metió entre las mantas, dispuesto a pasar su primera noche al raso, tumbado en el suelo, bajo las estrellas.
Dormir en el suelo resultaba todo lo incómodo que había imaginado que sería.
Perfilado contra las moribundas brasas de la hoguera, Caramon silbaba suavemente y llevaba el ritmo con una ramita mientras vigilaba. Lo último que vio el joven aprendiz de mago antes de sumirse en un inquieto sueño fue la corpulenta silueta de Caramon tapándole las estrellas.