5

Raistlin corrió por las amplias pasarelas sin tener idea de dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. Lo único que sabía era que no podía volver a casa. Caramon regresaría después, cuando su placer estuviera saciado, y él no podía soportar ver a su hermano, aquella sonrisa satisfecha de autocomplacencia, y percibir el aroma de ella mezclado con la lujuria de él, prendidos todavía en su cuerpo.

Los celos y el asco le agarrotaban el estómago, haciendo que el amargo regusto de la bilis le subiera a la garganta. Medio cegado, débil y estremecido por la náusea, caminó y caminó sin ver y sin importarle por dónde iba, hasta que chocó contra una rama en la oscuridad.

El golpe en la frente lo dejó aturdido. Mareado, se agarró a la barandilla. Solo bajo la luna y las estrellas, las manos salpicadas con la roja luz del astro, tembloroso y sacudido por la intensidad de sus emociones, deseó que Caramon y Miranda estuvieran muertos. Si en ese instante hubiera sabido un conjuro con el que abrasar la carne de los amantes hasta convertirla en cenizas, Raistlin lo habría ejecutado.

En su mente veía con meridiana claridad el fuego envolviendo el cobertizo de la pañería, las llamas —chisporroteando rojas, anaranjadas y blancas— consumiendo la madera y los cuerpos que había dentro, ardiendo, purificándose…

Una sorda punzada dolorosa en las manos y las muñecas lo devolvió a la realidad bruscamente. Bajó la vista hacia sus manos, los nudillos blancos a la luz de la luna. Se dio cuenta de que se había puesto enfermo por el hedor y el charco que había a sus pies. No recordaba haber vomitado pero, al parecer, le había venido bien porque ya no se sentía mareado ni con náuseas. La ira y los celos habían dejado de bullir dentro de él, envenenándolo.

Ahora podía mirar en derredor y ser consciente del entorno.

Al principio no reconoció nada. Después, lentamente, encontró una señal familiar en el paisaje y luego, otra. Sabía dónde estaba. Casi había atravesado Solace de punta a punta, aunque no recordaba haberlo hecho. Hacer memoria era como contemplar el núcleo de una conflagración.

Todo era fuego rojo y humo negro y cenizas grises arrastradas por el aire. Inhaló profunda, temblorosamente, y poco a poco aflojó los dedos crispados alrededor de la barandilla.

Cerca había un barril público lleno de agua. Todavía no se atrevía a meter nada en el estómago, pero se humedeció los labios y derramó agua sobre los tablones manchados por el vómito. Se alegraba de que nadie lo hubiera visto, que no hubiera nadie más por los alrededores. No habría soportado su compasión.

Al tiempo que se daba cuenta de dónde se encontraba, también fue consciente de que no debería estar allí. Esa zona de Solace no estaba considerada un lugar seguro. Las viviendas, de las primeras que se habían construido, eran poco más que chozas desvencijadas y abandonadas hacía mucho tiempo; sus habitantes habían prosperado y se habían mudado a otra zona mejor de la ciudad o se habían marchado de ella. Meggin la Arpía vivía cerca de allí, y también era en esa parte donde estaba El Abrevadero, que no debía encontrarse muy lejos.

El aire le llevaba el sonido de unas risas ebrias, pero de manera esporádica y apagada. La mayoría de la gente, hasta los borrachos, se había ido a la cama hacía mucho tiempo.

La noche estaba muy avanzada.

Caramon ya habría vuelto a casa a estas horas y probablemente estaría muerto de preocupación por no encontrar en ella a su gemelo.

«Bien, pues que se preocupe», se dijo Raistlin para sus adentros. Tendría que discurrir alguna excusa que justificara su ausencia, lo que no sería difícil. Caramon se tragaría cualquier cosa.

Raistlin estaba helado, exhausto y tiritando; había salido sin echarse encima la capa y había una buena caminata hasta casa. Empero, se quedó un poco más junto a la barandilla, recordando con inquietud el momento en que había deseado que su hermano y Miranda murieran. Fue un alivio para él poder decirse a sí mismo que no lo había pensado en serio, y de pronto fue capaz de apreciar las estrictas reglas y leyes que gobernaban el uso de la magia. Impaciente por obtener poder, nunca había entendido con tanta claridad la importancia de la Prueba, que se alzaba ante él como un portón de hierro interpuesto en su futuro, cerrándole el acceso a unos niveles más altos de la hechicería.

Sólo aquellos con la disciplina necesaria para manejar un poder tan inmenso obtenían el derecho a utilizarlo. Al revivir la intensidad de sus sentimientos —su deseo, su sensualidad, sus celos, su ira—, Raistlin se quedó espantado. El hecho de que su cuerpo —los anhelos y deseos de su carne— se hubiera impuesto tan completamente a su disciplina mental, lo asqueaba. En ese momento decidió que en adelante se mantendría en guardia contra unas emociones tan destructivas.

Reflexionando sobre esto, estaba a punto de emprender el camino de regreso a casa cuando oyó el sonido de pasos acercándose. Probablemente era la guardia de la ciudad que hacía su ronda nocturna. Viendo venir preguntas incómodas, reprimendas y quizás hasta una escolta para llevarlo a casa, se pegó al tronco del árbol, entre las sombras, lejos de la luz de Lunitari. Quería estar solo, no deseaba hablar con nadie.

La persona que se acercaba siguió avanzando y salió de la zona umbrosa al resplandor rojizo de la luna. Llevaba capa y el embozo bien echado sobre la cabeza, pero Raistlin reconoció a Kitiara de inmediato por su forma de andar, aquellas zancadas largas, rápidas e impacientes que nunca parecían llevarla a su destino lo bastante deprisa.

Pasó tan cerca del joven que Raistlin habría podido tocar la oscura capa con sólo alargar un poco la mano, pero se limitó a meterse aún más en las sombras. Kitiara era la persona que menos le apetecía ver en ese momento, y confió en que se alejara de los alrededores cuanto antes para poder regresar a casa; por lo tanto, se sintió extremadamente frustrado cuando la vio pararse junto al barril de agua.

Esperó a que bebiera y se marchara, pero, aunque Kit utilizó el cuenco hecho con una calabaza que estaba atado al barril con una cuerda, no se movió; volvió a echar al agua el recipiente, que cayó con un chapoteo. Luego se cruzó de brazos y se recostó en el barril, al parecer esperando algo.

Raistlin estaba atrapado, sin poder abandonar su escondrijo en el árbol porque si salía a la claridad de la luna su hermana repararía en él. De todos modos, tampoco se habría marchado de poder hacerlo, porque ahora se había despertado su curiosidad. ¿Qué hacía Kitiara? ¿Por qué caminaba por las pasarelas de Solace a altas horas de la noche, y sola, ya que a su amante semielfo no se lo veía por ninguna parte?

Iba a reunirse con alguien, eso era evidente. Kit nunca había llevado bien lo de esperar, y esta no era una excepción.

No hacía ni dos minutos que estaba allí cuando empezó a moverse con impaciencia; cruzó los pies, los descruzó, bebió otro trago de agua, y en más de una ocasión se asomó por la barandilla para echar una ojeada hacia abajo.

—Le daré otros cinco minutos —masculló.

No soplaba el aire, y Raistlin escuchó claramente sus palabras.

Sonaron unas pisadas procedentes de la dirección hacia la cual había atisbado Kitiara un momento antes. La mujer se irguió y su mano fue a la empuñadura de la espada.

La figura que se acercaba pertenecía a un hombre, también embozado en una capa, y que apestaba a cerveza. Incluso desde su posición, a menos de diez pasos de ellos, Raistlin podía oler la peste a alcohol del hombre. Kit encogió la nariz con repugnancia.

—¡Necio borracho! —lo increpó—. ¡Me tienes esperándote horas pasando frío mientras te pones hasta las cejas de ese matarratas, ¿no?! ¡Casi estoy por rajarte de parte a parte el odre hinchado de cerveza que tienes por barriga!

—No me he retrasado de la hora acordada para nuestro encuentro —repuso el hombre, cuya voz sonaba fría y, sorprendentemente, sobria—. En todo caso, me he adelantado. Y nadie puede estar en una taberna, aunque sea un antro como El Abrevadero, sin beber. Aunque me alegra decir que la mayoría de ese espantoso brebaje que el tabernero tiene la temeridad de llamar cerveza está más sobre mí que dentro de mí. Al parecer, la camarera no le hace ascos a la bebida, y se las arregló para derramarme encima casi una jarra… ¿Has oído eso?

Raistlin había cambiado de posición ligeramente a fin de aliviar un repentino calambre en la pierna izquierda. Apenas había hecho ruido, pero el hombre lo había escuchado ya que el rostro oculto bajo el embozo se volvió en su dirección.

El brillo del acero centelleó a la luz de la luna.

El joven se quedó totalmente inmóvil, sin respirar siquiera.

No quería que su hermana lo sorprendiera espiándola. Kit se pondría furiosa y siempre había tenido la mano ligera cuando se encolerizaba. Ahora no se limitaría a unos simples cachetes, y, aun en el caso improbable de que se sintiera inclinada a la compasión con su «hermanito», no ocurriría lo mismo con el hombre cuya voz sonaba como un pedazo de hierro helado.

Empero, a pesar de que el miedo le estrujaba el estómago ya revuelto, Raistlin comprendió que su temor a ser sorprendido no era por el castigo, sino por perder la ocasión de descubrir uno de los secretos de Kit. Su hermana ya había tratado de arrastrarlo a su mundo, ponerlo bajo su influencia; el joven estaba seguro de que lo intentaría de nuevo y no estaba dispuesto a ser el subalterno de nadie. Algún día tendría que plantar cara a los deseos de su voluntariosa hermana, y entonces necesitaría todas las armas a su alcance para salir con bien del enfrentamiento.

—Tus orejas te engañan —dijo Kit al cabo de un momento de silencio, durante el cual los dos escucharon atentamente.

—Te digo que he oído algo —insistió el hombre.

—Entonces habrá sido un gato. Nadie viene aquí a estas horas de la noche. Ocupémonos de lo que nos interesa.

Raistlin atisbó el fugaz resplandor de la luz de la luna sobre la empuñadura de la espada de Kit; la mujer había retirado la capa a un lado para sacar un estuche de pergaminos que llevaba metido en el cinturón.

—¿Mapas? —preguntó el hombre mientras miraba de hito en hito el estuche.

—Compruébalo por ti mismo —respondió ella.

El individuo desenroscó la tapa y sacó varias hojas de papel, que extendió, desenrollándolas parcialmente, sobre la tapa del barril de agua; las examinó a la luz de la luna.

—Todo está ahí —dijo con complacencia Kit, que señaló con el dedo—. Aparte de otras cosas que tu señor me pidió. Las defensas de Qualinesti están marcadas en el mapa principal con el número de puestos de guardia, cuántos vigilantes están apostados en cada uno, la frecuencia con que se realiza el cambio de guardia, el tipo de armas que llevan y cosas por el estilo. Recorrí toda la frontera de Qualinesti haciendo dos rondas completas por el perímetro. En otro mapa he marcado los puntos débiles de esas defensas y las posibles zonas de penetración, y he señalado las rutas de acceso más fáciles desde el norte.

—Es excelente —aprobó el hombre; enrolló las hojas de papel y volvió a guardarlas cuidadosamente en el estuche, que después metió por el borde de una de sus botas—. Mi señor se sentirá complacido. ¿Qué más has descubierto sobre Qualinesti? Me he enterado de que tienes un amante semielfo que nació en… ¡aaag!

Kit había agarrado las puntas de la cinta que cerraba la capucha del hombre y, dándole una experta vuelta, tiró del tipo hacia sí, medio estrangulándolo.

—¡No lo metas en esto! —instó en un tono frío y letal—. Si crees que me rebajo acostándome con cualquier hombre para obtener información, estás muy equivocado, amigo mío. Y esa equivocación podría acarrearte la muerte si dices o haces algo que despierte sus sospechas en lo más mínimo.

El acero relumbró a la luz de la luna; Kit sostenía una daga en la otra mano. El hombre bajó la mirada hacia el arma un instante antes de volverla de nuevo a los ojos de la mujer, que centelleaban con más intensidad que la hoja de acero; alzó las manos con gesto apaciguador.

—Lo lamento, Kit. Mi comentario no llevaba ninguna intención.

Kitiara lo soltó. El tipo se frotó el cuello, donde la cinta de la capucha se le había hincado.

—¿Cómo te escabulliste esta noche? —inquirió.

—Le dije que pasaría la velada con mis hermanos. Dame mi dinero.

El hombre rebuscó bajo su capa y sacó una bolsa que le tendió a la guerrera.

Kitiara la abrió, la sostuvo donde le daba luz, y calculó grosso modo la cantidad de dinero que contenía. Sacó una moneda grande, la examinó y después la metió entre la palma de la mano y el guante. Satisfecha, ató la bolsa del dinero al cinturón.

—Hay otras muchas de donde salieron estas si acaso descubres algo más sobre Qualinesti y los elfos. Me refiero a información que obtengas mientras vas de acá para allá. Nunca te preguntaré dónde has «metido la nariz».

La guerrera soltó una risita queda. Estaba de buen humor tras recibir el dinero.

—¿Cómo me pongo en contacto contigo? —quiso saber.

—Deja un mensaje en El Abrevadero. Haré una parada en ese antro cada vez que pase por aquí. Sin embargo, tenía entendido que pensabas emprender viaje hacia el norte muy pronto, ¿no?

—No lo creo. —Kit se encogió de hombros—. Por ahora me siento bastante satisfecha estando aquí. He de pensar en mis hermanos pequeños. —El hombre emitió un sonido burlón.

»Están llegando a la edad en que pueden sernos útiles —continuó Kit sin hacer caso de su sarcasmo.

—Los he visto por la ciudad. Al corpulento quizá podríamos usarlo como guerrero, pero es torpe como un kobold y, por las apariencias, con tan pocas luces como una de esas bestezuelas. El otro, sin embargo, el mago… Me ha llegado el rumor de que tiene bastante talento. A mi señor le encantaría que se uniera a sus filas.

—¡Pues el rumor está equivocado! Raistlin es capaz de sacar una moneda de su nariz y ahí acaba su destreza. Pero veré qué puedo hacer.

Kit le ofreció la mano y el hombre se la estrechó, aunque no la soltó de inmediato.

—A lord Ariakas también le complacería que te unieras a nosotros, Kit. De forma permanente, se entiende. Serías un excelente comandante, según sus propias palabras.

La mujer retiró la mano que todavía sujetaba el hombre y la apoyó en la empuñadura de la espada.

—No sabía que su señoría me conociera tanto como para confiar de ese modo en mí —dijo maliciosamente—. Nunca nos hemos visto.

—Pues te conoce, Kit. De vista y por tu reputación. Está impresionado, y esto —el hombre señaló el estuche con los planos —lo impresionará aún más. Está dispuesto a ofrecerte un lugar en su nuevo ejército. Es una gran oportunidad.

Algún día dominará todo Ansalon, y después será todo Krynn.

—¿De veras? —Kit enarcó una ceja, aparentemente impresionada—. No apunta bajo en sus aspiraciones, ¿cierto?

—¿Y por qué iba a hacerlo? Cuenta con aliados poderosos. Por cierto, eso me recuerda algo. ¿Qué piensas de los dragones?

—¡Dragones! —Kit no salía de su asombro—. Me parecen estupendos para aterrar a los niños, pero nada más. ¿A qué te refieres?

—No, a nada en particular. Tú no les temerías, ¿verdad?

—No le temo a nada en este mundo ni en el de más allá —repuso Kit, cuya voz tenía un peligroso timbre cortante—. ¿Alguien opina lo contrario?

—Nadie, Kit —contestó el hombre—. Mi señor nos ha oído a todos hablar de tu valor. Por eso es por lo que desea que te unas a nosotros.

—Aquí estoy muy bien, gracias —dijo Kit, desestimando la oferta con el gesto de encogerse de hombros—. Por el momento, al menos.

—Como gustes. La oferta sigue… ¡Por Takhisis, ahora sí que lo he oído!

Una incómoda comezón le recorría la parte posterior de las piernas a Raistlin, que había intentado cambiar los pies de postura y mover los dedos, en silencio, por supuesto.

Desdichadamente, la tabla sobre la que estaba parado se encontraba suelta y crujió escandalosamente cuando movió uno de los pies.

—¡Espía! —gruñó el hombre con aquella voz fría.

Un tremolar de la negra capa y un salto, y se plantó frente a Raistlin; su fuerte mano aferró la capa del joven. Las palabras mágicas de un hechizo volaron de la mente de Raistlin en alas del terror.

El hombre lo sacó a rastras de detrás del árbol, lo obligó a arrodillarse, y le retiró bruscamente la capucha. A continuación le agarró un puñado de cabello y tiró hacia atrás. La hoja de acero brilló rojiza a la luz de la luna.

—Esto es lo que les hacemos a los espías en Neraka.

—¡Detente, necio! —El brazo de Kitiara se descargó sobre la mano del hombre y la echó hacia atrás; la daga cayó sobre la pasarela.

El individuo se revolvió, furioso, contra ella, encendido por su ansia de sangre. La punta de la espada de Kit, a un par de centímetros de su garganta, se encargó de enfriar su ardor.

—¿Por qué me has detenido? No iba a matarlo. Al menos, de momento. Antes tiene que hablar. Necesito saber quién le paga para que me espíe.

—Nadie le paga para espiarte —aseveró Kitiara con sorna—. Si acaso, a quien espía es a mí.

—¿A ti? —El escepticismo del hombre era manifiesto.

—Es mi hermano.

Raistlin se sentó sobre los talones, con la cabeza gacha. La vergüenza y el azoramiento lo embargaban. Habría preferido morir que afrontar la cólera de su hermana y, lo que era peor, su desdén.

—Siempre ha sido un poco fisgón. Lo llamamos el Taimado. ¡Ponte de pie!

Abofeteó a Raistlin con fuerza. El joven percibió el sabor de la sangre en la boca.

Para su sorpresa, después de abofetearlo, Kitiara le rodeó el cuello con el brazo y lo estrechó contra sí.

—Eso por haberte portado mal —le dijo en tono risueño—. Ya que estás aquí, Raist, voy a presentarte a un amigo mío. Se llama Balif, y lamenta haberte asustado de ese modo. Creía que eras un ladrón. ¿No es cierto que lo sientes, Balif?

—Oh, sí, lo lamento —respondió el hombre sin quitar ojo al joven.

—Y es que estabas actuando como un ladrón, escondiéndote así en la oscuridad. Además ¿qué haces levantado a estas horas?

—Fui a casa de Meggin la Arpía —respondió Raistlin mientras se limpiaba la sangre del labio partido—. Había encontrado un zorro muerto y lo estuvimos diseccionando.

Kit encogió la nariz con asco y frunció el ceño.

—Esa mujer es una bruja. Deberías mantenerte alejado de ella. Bueno, hermanito —añadió de improviso—, ¿y qué piensas de lo que estábamos hablando Balif y yo?

Raistlin adoptó una expresión estúpida, imitando la de su gemelo cuando no entendía algo.

—Nada. —Se encogió de hombros—. Casi no oí nada. Sólo pasaba por aquí y…

—Embustero —gruñó el hombre—. Oí un ruido cuando empezamos la conversación, Kit. Ha estado ahí desde el principio.

—No, no es cierto, señor. —Raistlin empleó un tono conciliador—. Iba a pasar de largo, pero oí que mencionabais a los dragones y me paré a escuchar. No pude remediarlo. Siempre me han interesado las historias de los viejos tiempos, sobre todo las de los dragones.

—Eso es verdad —intervino Kitiara—. Siempre tiene la nariz metida en un libro. Es inofensivo, Balif. Deja de preocuparte. Vuelve de inmediato a casa, Raist, y no le cuentes a nadie que has estado con esa bruja.

La mirada del joven se quedó prendida en la de su hermana.

«Y no mencionaré a Tanis que has salido de noche para encontrarte con otro hombre», le prometió Raistlin en silencio.

La mujer sonrió. A veces los dos se entendían a la perfección.

—¡Vamos, lárgate! —Le dio un empujón.

Con los músculos agarrotados y doloridos, echó a andar por la pasarela. El miedo y la sangre le habían dejado en la boca un regusto amargo, un sabor que le revolvía el estómago.

Al oír el ruido de pasos y temiendo que Balif viniera tras él, Raistlin echó una ojeada hacia atrás.

Balif se marchaba rampa abajo, con la oscura capa ondeando a su espalda.

Kitiara había sacado la moneda guardada en el guante. La lanzó al aire y la cogió. Luego se asomó por la barandilla y gritó:

—¡Estaré en contacto!

Raistlin oyó la corta y fría risa del hombre. Los pasos siguieron descendiendo y finalmente dejaron de oírse cuando el hombre llegó al suelo.

Kitiara permaneció de pie junto al barril de agua con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho, absorta en sus pensamientos. Al cabo de unos instantes, se sacudió como si se quitara de encima todas las dudas e interrogantes.

Tras cubrirse bien el rostro con la capucha, echó a andar a paso vivo.

Raistlin tomó una ruta que daba un rodeo hacia su casa; era más larga, pero quería estar seguro de no cruzarse en el camino de su hermana. Reflexionó sobre la conversación mantenida por Kit y el tal Balif, tratando de encontrarle algún significado, pero su mente estaba demasiado embotada por la fatiga para sacar conclusiones. Se sentía completamente agotado, y tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para seguir moviendo los pies y regresar a casa.

Caramon estaría despierto, enfermo de preocupación, y empezaría a hacerle preguntas.

Raistlin esbozó una lúgubre sonrisa. Ya no tendría que mentir. Se limitaría a contestar que había pasado la velada con su hermana.