3

Al regreso de los viajes estivales de Flint, la inverosímil amistad entre los jóvenes humanos, el enano y el kender floreció como la mala hierba en la estación lluviosa, según palabras de Tasslehoff. Flint se ofendió porque lo llamara «mala hierba», pero admitió que Tas tenía razón. El gruñón enano siempre había sentido debilidad por la gente joven, en especial por los que no tenían amigos y estaban solos.

Había entablado una relación amistosa con Tanis el Semielfo cuando conoció al joven en Qualinesti, donde vivía; era un huérfano que ninguna de las dos razas veía como perteneciente a la suya. Para los elfos, Tanis era demasiado humano y viceversa. Lo habían criado en la casa del Orador de los Soles, el cabecilla de Qualinesti, y creció con los hijos del orador. Uno de ellos, Porthios, odiaba a Tanis por su condición de mestizo. Pero esa era otra historia. Baste decir que Tanis se había marchado del reino elfo hacía algunos años y acudió a pedir ayuda a la primera persona —la única— que conocía en el mundo fuera de Qualinesti: Flint Fireforge. Tanis era un negado en cuanto se refería a trabajar el metal, pero tenía buena cabeza para los números y un aguzado sentido para el negocio. Pronto descubrió que Flint estaba vendiendo sus mercancías muy por debajo de su valor. Se estaba timando a sí mismo.

—La gente estará bien dispuesta a pagar más por un trabajo artesanal de alta calidad —le había dicho al enano, que se aterrorizó al pensar que podría perder su clientela—. Ya lo verás.

Resultó que Tanis tenía razón y Flint prosperó, para gran asombro del enano. Los dos se convirtieron en socios. Tanis empezó a acompañar al enano en sus viajes estivales, alquilaba la carreta y los caballos, instalaba el puesto en las ferias locales, acordaba citas con la gente acomodada para mostrar la mercancía de Flint en privado.

Entre ambos nació una profunda y firme amistad, y Flint le pidió al semielfo que se mudara a su casa, pero Tanis adujo que la casa del enano era un poco pequeña e incómoda para alguien de su talla. No obstante, el hogar del semielfo se encontraba muy cerca, construido entre las ramas de un vallenwood. Sus únicas disputas —y en realidad no eran tal sino una controversia— se debían a los viajes periódicos de Tanis a Qualinesti.

—Vuelves hecho unos zorros de ese sitio —argumentaba Flint sin andarse por las ramas—, y estás de mal humor durante una semana. No te quieren ver por allí, eso lo han dejado bien claro. Trastornas sus vidas y ellos trastornan la tuya, así que lo mejor que puedes hacer es limpiarte el barro de Qualinesti de tus botas y no regresar jamás.

—Tienes razón, por supuesto —admitía Tanis, pensativo—. Y cada vez que me marcho de allí juro que no volveré nunca. Pero hay algo que tira de mí. Cuando oigo la música de los álamos en mis sueños, sé que ha llegado el momento de regresar a casa. Y Qualinesti es mi casa. Eso no pueden negármelo por mucho que les gustaría poder hacerlo.

—¡Bah! ¡Eso es el elfo que hay en ti! —resoplaba Flint—. ¡Música de los álamos! ¡Boñigas de caballo! Yo no he vuelto al hogar desde hace cien años, y no me habrás oído dar la murga con la música de los nogales, ¿verdad?

—No, pero te he oído hablar con añoranza de un buen aguardiente enano —lo pinchaba Tanis.

—Eso es completamente distinto —replicaba Flint sagazmente—. Ahí estamos hablando del fluido vital. Me sorprende que Otik no parezca ser capaz de realizar la receta. Se la he dado en varias ocasiones, pero debe de ser por estos hongos locales, o lo que los humanos consideran hongos.

A despecho de los argumentos de Flint, Tanis partió ese otoño para Qualinesti y estuvo ausente durante la fiesta de Yule. Las fuertes nevadas cayeron sin pausa, de manera que empezó a temer que no estaría de regreso hasta la primavera.

Flint siempre se había sentido un poco solo cuando Tanis no estaba, aunque el enano se habría cortado la barba antes de admitirlo. La aparición de Tasslehoff y su imprevisto traslado a la casa aliviaba un poco esa soledad, aunque, también en este caso, Flint se habría cortado la barba antes de admitir tal cosa. La animada charla del kender ahuyentaba el silencio, aunque el enano siempre le ponía fin, irritado, cuando descubría que empezaba a estar demasiado interesado.

Adiestrar a los jóvenes humanos a componérselas en una lucha le daba a Flint una sensación de verdadero logro. Les enseñó los pequeños trucos y habilidades aprendidas en toda una vida de enfrentamientos con ogros y goblins, ladrones y salteadores, y otras amenazas que arrostraban quienes viajaban por las peligrosas calzadas de Abanasinia. Le gustaba esta sensación de satisfacción tan semejante a crear una pieza excepcional de orfebrería.

En lo esencial, hacía lo mismo: modelar y trabajar unas jóvenes vidas, al igual que modelaba y trabajaba su apreciado metal. Uno de ellos, sin embargo, no era particularmente moldeable.

Raistlin seguía «poniéndole la piel de gallina». Los gemelos tenían diecinueve años ese invierno y estaban pasando juntos los meses fríos.

Al principio del otoño, un incendio había acabado con la escuela de maese Theobald, quien se vio obligado a reinstalarse.

Para entonces, Theobald era muy conocido en Solace, donde se le tenía confianza. Las autoridades —después de asegurarles que el fuego había sido por causas naturales, no sobrenaturales— le dieron permiso para abrir su nueva escuela dentro de los límites de la ciudad.

Raistlin ya no tenía que quedarse en la escuela y podía pasar los inviernos en casa, con Caramon. Pero ni él ni su hermano pasaban mucho tiempo en ella.

El joven aprendiz de mago disfrutaba de la compañía del enano y del kender. Necesitaba conocer el mundo que había más allá de los vallenwoods, un mundo en el que muy pronto ocuparía su lugar.

Desde que había adquirido la habilidad de ejecutar su magia se había atrevido a soñar con un futuro.

Raistlin era ahora profesor auxiliar en la escuela. Maese Theobald esperaba que, al proporcionarle un medio honrado de ganarse la vida, el joven renunciaría a actuar en público.

Raistlin no era un buen preceptor; no tenía paciencia con la ignorancia y tendía a mostrarse sarcástico en extremo, pero mantenía callados a los chicos durante la habitual siesta de maese Theobald y esto era lo único que el maestro requería.

Maese Theobald había mencionado en una ocasión que Raistlin podría abrir su propia escuela de magia, pero el joven se había reído en su cara.

Lo que quería Raistlin era poder y no sobre un puñado de rapazuelos chillones recitando torpemente «aes» y «ais».

Quería ese poder que ejercía sobre la gente cuando lo observaba con profunda atención mientras realizaba simples trucos de ilusionismo. Sus expresiones entre fascinadas y temerosas, sus ojos abiertos como platos, le resultaban gratificantes en extremo. Se veía a sí mismo ejerciendo un poder progresivo sobre otros.

Un poder consolidado, por supuesto.

Proporcionaría dinero a los necesitados, salud a los enfermos, justicia a los malhechores. Sería querido, admirado, temido y envidiado. Si iba a tener dominio sobre un ingente número de personas (¡así son los ambiciosos sueños de la juventud!), habría de saber lo más posible sobre esas personas; sobre todas las razas, no sólo la humana. El enano y el kender resultaron ser unos excelentes sujetos de estudio.

Lo primero que aprendió el joven fue que los dedos de un kender están en todo y que sus manos lo escamotean. Se había puesto furioso la primera vez que Tasslehoff se apropió del saquillo en el que el joven aprendiz de mago guardaba su único ingrediente de hechizos.

—¡Mirad lo que he encontrado! —anunció Tas—. Una bolsita de cuero que lleva puesta la letra «R». Veamos qué hay dentro.

Raistlin reconoció el saquillo, que sólo unos segundos antes colgaba de su cinturón.

—¡No! ¡Espera! ¡No lo…!

Demasiado tarde. Tas había abierto la bolsita.

—Hay un puñado de flores secas. Lo vaciaré. —Tiró los pétalos de rosa al suelo y volvió a mirar el interior del saquillo—. No, no hay nada más. Qué raro. ¿Por qué guardaría alguien…?

—¡Dame eso! —Raistlin le arrebató la bolsita de un tirón, tembloroso de rabia.

—Oh, ¿es tuyo? —Tas alzó hacia él los relucientes ojos—. Ya te lo he limpiado. Alguien había metido un puñado de flores muertas.

El joven aprendiz de mago abrió la boca, pero todas las palabras no sólo eran inadecuadas, sino inexistentes. Todo cuanto pudo hacer fue mirar a Tas con gesto furibundo mientras emitía sonidos incongruentes y, al menos, calmar un poco su cólera asestando una feroz mirada a su hermano, que se reía a mandíbula batiente.

Tras perder el saquillo y los pétalos de rosa en otras dos ocasiones más, Raistlin comprendió que los estallidos de cólera, las amenazas de recurrir a acciones violentas o legales no hacían mella en el kender. Nunca conseguía pillar los ágiles dedos capaces de desatar cualquier nudo por muy prieto que estuviera y escamotearle la bolsita con la ligereza del roce de una araña. Abordar con éxito el problema de Tasslehoff requería sutileza.

Así pues, Raistlin llevó a cabo un experimento. Metió en la bolsita un trozo redondo de vidrio coloreado que había cogido en los residuos de un taller de artesanos del cristal. La siguiente ocasión en que Tas «encontró» el saquillo, descubrió el cristal en su interior. Encantado, lo sacó y tiró la bolsita al suelo, de modo que Raistlin la recuperó con los ingredientes intactos. A partir de entonces, tomó por costumbre guardar en la bolsita cualquier chuchería u objeto interesante (un huevo de pájaro, un escarabajo petrificado, un fragmento de roca brillante). Cada vez que la echaba en falta, sabía dónde buscarla.

Mientras Raistlin acumulaba más conocimientos sobre la naturaleza de los kenders, Caramon aprendía las excelentes —y otras no tan refinadas— técnicas enanas de combate.

Debido a su corta estatura y al hecho de que por lo general luchaban contra oponentes mucho más altos que ellos, las tácticas marciales de los enanos no resultaban elegantes.

Flint utilizaba un cierto número de movimientos —patadas a la ingle y golpes secos en la nuca, por ejemplo— que no eran caballerosos, según Sturm.

—No lucharé como un vulgar camorrista callejero —protestaba el joven.

Por entonces eran los días más crudos del invierno, de modo que el lago Crystalmir estaba helado y cubierto de nieve.

La mayoría de la gente permanecía en casa, a resguardo del frío, con los pies pegados a la chimenea y bebiendo ponche caliente. Flint había llevado a Sturm y Caramon fuera para hacerlos sudar y «fortalecerlos».

—¿Es eso lo que piensas? —Flint se acercó al joven hasta plantarse frente a él. El vaho de la jadeante respiración de Sturm se condensaba en su bigote otorgándole, a decir de Tas, aspecto de morsa.

»¿Qué harás entonces cuando te ataque un vulgar camorrista callejero, muchachito? —inquirió Flint—. ¿Levantar tu espada ante él en un estúpido saludo mientras que él te suelta una patada en tus partes nobles?

Caramon estalló en carcajadas; por su parte, Sturm frunció el entrecejo desaprobadoramente por la ordinariez del comentario, pero no pudo menos de admitir que el enano tenía razón. Al menos tendría que saber el modo de contrarrestar un ataque así.

—Bien, y en cuanto a los goblins —continuó Flint con su exposición didáctica—, son básicamente cobardes a menos que estén hasta las cejas de alcohol, en cuyo caso actúan como bestias salvajes. Un goblin intentará siempre atacaros por la espalda y degollaros antes de que os dé tiempo de entender qué está pasando. Lo hacen así: usan su peluda mano para tapar la boca y ahogar el grito, y con la otra mueven el cuchillo, hundiéndolo de aquí a aquí. Habréis muerto desangrados antes de que vuestro cuerpo se haya desplomado en el suelo.

»Bien, esto es lo que debéis hacer: utilizáis el propio peso del goblin y su impulso hacia adelante en contra suya. Salta sobre vosotros desde atrás, así…

—¡Déjame hacer de goblin! —suplicó Tasslehoff, agitando la mano—. ¡Por favor, Flint, déjame!

—De acuerdo. Bien, el kender salta…

—¡El goblin! —lo corrigió Tas a la par que saltaba sobre la ancha espalda del enano.

—… salta sobre vosotros. ¿Qué podéis hacer? Pues esto, simplemente.

Flint agarró las dos manos del kender que intentaban cerrarse sobre su garganta y, doblándose por la cintura, lanzó volando a Tas por encima de su cabeza.

El kender aterrizó en el helado suelo cubierto de nieve y se quedó tendido un momento, jadeando y tragando saliva.

—¡Me ha dejado sin resuello! —dijo cuando pudo hablar. Se puso de pie—. Hasta ahora nunca me había pasado que me quedara sin poder respirar; ¿y a ti, Caramon? Es una sensación interesante. Y vi estrellas aunque no es de noche. ¿Quieres que te lo haga, Caramon?

—!Ja! ¡No podrías voltearme! —se burló el mocetón.

—Tal vez no —admitió Tas—. Pero sí que puedo hacer esto.

Apretó el puño y le atizó a Caramon en el plexo solar.

El joven gimió y se dobló por la cintura, agarrándose el estómago y boqueando para coger aire.

—Buen golpe, kender —felicitó una voz, alzándose sobre las risas de los demás.

—No ha estado nada mal, Tasslehoff. Nada mal —dijo otra.

Dos personas, abrigadas con pieles, se acercaban caminando sobre la nieve.

—¡Tanis! —gritó Flint, complacido.

—¡Kitiara! —exclamó Caramon con sorpresa.

—¡Tanis y Kitiara! —chilló Tas, aunque a la mujer no la había visto en su vida.

—Oh, vaya, ¿es que os conocéis todos? —se extrañó Tanis, cuya mirada pasó de Caramon y Raistlin a Kitiara con evidente estupefacción.

—Deberíamos —respondió la mujer, esbozando una sonrisa sesgada—. Estos dos son mis hermanos, los gemelos de los que te he hablado. Y, en cuanto a Brightblade, los dos solíamos jugar. —Su sonrisa maliciosa dio un sentido equívoco a sus palabras.

Caramon silbó y atizó un codazo a Sturm en las costillas.

El otro joven enrojeció de vergüenza y rabia. Tras anunciar con actitud envarada que lo necesitaban en casa, saludó fríamente con una inclinación de cabeza a los recién llegados, giró sobre sus talones y echó a andar.

—¿Qué he dicho? —preguntó Kit. Después se echó a reír y extendió los brazos hacia sus hermanos.

Caramon la estrechó prietamente y, haciendo una demostración de su fuerza, la alzó en vilo.

—Muy bien, hermanito —dijo ella, contemplándolo aprobadoramente cuando la soltó en el suelo—. Has crecido desde la última vez que te vi.

—Cinco centímetros, nada menos —informó, enorgullecido, Caramon.

Raistlin ofreció la mejilla a su hermana, evitando el abrazo. Kitiara se echó a reír y, encogiéndose de hombros, le dio un leve beso, apenas rozándolo con los labios. El joven permaneció inmóvil bajo su escrutadora mirada, con las manos enlazadas ante sí. Ahora vestía la túnica de mago, blanca, que era un regalo de su mentor, Antimodes.

—También tú has crecido, hermanito —observó Kitiara.

—Raistlin mide casi tres centímetros más —dijo Caramon—. Es debido a las comidas que preparo.

—No me refiero a eso —aclaró Kit.

—Lo sé. Gracias, hermana —contestó Raistlin. Los dos intercambiaron una mirada de total entendimiento.

—Vaya, vaya. —Kit se volvió hacia Tanis—. ¿Quién lo habría imaginado? Al marcharme dejo a unos mocosos y cuando vuelvo me encuentro con dos hombres hechos y derechos. Y este —miró al enano— debe de ser Flint Fireforge. —Tendió la mano enguantada—. Kitiara Uth Matar.

—A vuestro servicio, señora —repuso Flint al tiempo que tomaba la mano ofrecida. Ambos las estrecharon con evidente complacencia.

—Y yo soy Tasslehoff Burrfoot —intervino el kender, que tendió la mano para saludar mientras que la otra iba hacia el cinturón de la mujer.

—¿Cómo estás, Tasslehoff? Toca esa daga y la utilizaré para cortarte las orejas —añadió Kit en tono amistoso.

Algo en su voz convenció al kender de que hablaba en serio y, puesto que tenía en mucho aprecio a sus orejas, que le servían para apoyar el copete, prefirió dedicarse a rebuscar dentro de una bolsa en la que, evidentemente, Tanis no estaba interesado.

Flint consideró que la lección de ese día había terminado e invitó a sus amigos a entrar en casa para tomar un bocado y echar un trago.

Tanis y Kitiara se despojaron de sus capas. La mujer vestía una túnica de cuero que le llegaba a mitad de los muslos, una camisa de hombre, abierta en el cuello, y un cinturón de piel muy bien elaborado, de manufactura y hechura elfas.

No se parecía a ninguna mujer que los demás conocieran, y ninguno de ellos, incluidos sus hermanos, parecía saber muy bien qué opinión les merecía.

Su mirada era la de un hombre, osada y directa, no la afectada y modesta de una mujer bien educada. Se movía con la grácil agilidad de un aguerrido espadachín, y denotaba la seguridad en sí misma y la frialdad de un implacable guerrero. La actitud un tanto engreída sólo incrementaba su exótico atractivo.

—Veo que os habéis fijado en mi cinturón —dijo, exhibiendo orgullosamente el trabajo artesanal de cuero que ceñía su fino talle—. Es un regalo de un admirador.

Ninguno de los presentes tuvo que buscar muy lejos para encontrar al autor del regalo. Tanis el Semielfo seguía todos y cada uno de los movimientos de Kit con clara admiración.

—Me han hablado mucho de ti, Flint —añadió Kitiara—. Todo bueno, por supuesto.

—Pues yo no he oído una palabra sobre ti —contestó el enano con su habitual rudeza—, pero apuesto a que no tardaré en hacerlo. —Miró a Tanis; en su expresión se mezclaban el afecto por su amigo con un atisbo de preocupación—. ¿Dónde os conocisteis?

—A las afueras de Qualinesti —contestó el semielfo—. Venía de camino hacia Solace cuando oí unos gritos en el bosque. Fui a investigar y me encontré con lo que me pareció una mujer joven a la que estaban atacando unos goblins. Corrí en su ayuda y entonces descubrí que me había equivocado. Era a los goblins a los que había oído gritar.

—En Qualinesti —musitó Flint, observando a Kit—. ¿Qué hacías tú, una humana, en Qualinesti?

—No estaba en Qualinesti —repuso ella—, sino en las inmediaciones. No es la primera vez que paso por allí en mi camino hacia Solace.

—¿Viniendo de dónde? —inquirió el enano.

O Kit no escuchó la pregunta o la pasó por alto. Flint iba a repetirla, cuando la mujer llamó por señas a sus hermanos para hacer las presentaciones.

—Soy Tanis el Semielfo —dijo este, ofreciendo la mano.

Caramon, en su entusiasmo, la sacudió con tanta fuerza que casi se la arrancó. Raistlin rozó con los dedos la palma del semielfo.

—Soy Caramon Majere, y este es mi gemelo, Raistlin. En realidad somos hermanastros de Kit —explicó el mocetón.

Raistlin no dijo nada y se limitó a examinar con curiosidad al semielfo, de quien tanto había oído hablar ya que no pasaba un solo día en el que Flint no se refiriera a su amigo.

Tanis vestía como un cazador, con un chaleco de cuero marrón, de manufactura elfa, camisa verde y calzas también marrones, así como las flexibles botas. Llevaba una espada ceñida a la cintura, además de un arco y una aljaba con flechas.

Su ascendencia elfa apenas se advertía, excepto quizá por la delicada estructura ósea de su rostro. Si tenía las orejas puntiagudas, no había modo de saberlo ya que las cubría el largo cabello de un color castaño rojizo. Su estatura era la de un elfo, pero con la corpulencia de un humano.

Era un hombre apuesto, joven en apariencia, pero con la seriedad y madurez de alguien mucho mayor. No era pues de extrañar que Kitiara se hubiera sentido atraída por él.

A su vez, Tanis observó atentamente a los gemelos, todavía sin salir de su sorpresa por la coincidencia.

—Kit y yo nos conocemos por casualidad en la calzada, nos hacemos amigos y, cuando llego a casa, resulta que sus hermanos y mis mejores amigos han entablado amistad. ¡Este encuentro tenía que estar predestinado, no puede ser de otro modo!

—El que un encuentro esté predestinado implica que algo importante tiene que salir de ello en el futuro. ¿Prevés que suceda tal cosa? —inquirió el joven aprendiz de mago.

—Yo… supongo que podría ocurrir —balbució el semielfo, desconcertado, sin saber muy bien qué respuesta dar—. En realidad, lo dije en broma. No tenía intención de…

—No hagas caso a Raist, Tanis —lo interrumpió Kitiara—. Es un intelectual insufrible. El único en la familia, dicho sea de paso. Deja de ser tan serio, ¿quieres? —instó a su hermano menor en tono bajo—. Me gusta este hombre y no quiero que lo espantes.

Dedicó una sonrisa a Tanis, que respondió con otra.

Raistlin supo entonces que su hermana y el semielfo eran algo más que amigos. Eran amantes. El descubrimiento y la súbita imagen que acudió a su mente lo hicieron sentirse incómodo y azorado. De repente se despertó en él un profundo desagrado por el semielfo.

—Me alegra ver que habéis mantenido a mi viejo amigo Flint alejado de problemas, por lo menos —continuó Tanis quien, también azorado, procuraba cambiar de tema.

—¡Ja! ¡Alejado de problemas! —gruñó el enano—. A punto han estado de ahogarme; eso es lo que han hecho. Tengo suerte de haber salido con vida.

La malhadada aventura del paseo en barca salió a relucir en ese mismo momento, y todos hablaron al mismo tiempo.

—Encontré la barca… —empezó Tasslehoff.

—Caramon, el muy majadero, se puso de pie…

—Sólo intentaba atrapar un pez, Flint…

—Volcó la condenada barca y nos dio un chapuzón a todos…

—Caramon se hundió como una piedra. Lo sé porque he lanzado montones de piedras al agua y todas se hundieron como él, sin hacer siquiera una burbuja…

—Estaba preocupado por Raist…

—Podía arreglármelas muy bien yo solo, hermano. Había una bolsa de aire debajo de la barca volcada y no corrí peligro ni por un instante, salvo por tener a un necio por hermano. Mira que intentar coger un pez con las manos…

—… salté detrás de Caramon y lo saqué del agua…

—¡No fuiste tú, Flint! Caramon emergió por sí mismo. Fui yo quien te sacó a ti del agua, ¿no lo recuerdas? ¿Te das cuenta de los líos en los que te metes sin mi ayuda…?

—Pues claro que me acuerdo, y no ocurrió como tú lo cuentas, maldito kender. Y te diré una cosa —manifestó Flint con énfasis, poniendo punto final a la historia—, no volveré a poner un pie en un bote en lo que me resta de vida. Esa fue la primera vez y será la última, así lo quiera Reorx.

—Confío en que Reorx haga buena esa promesa —dijo Tanis, que palmeó afectuosamente el hombro de su amigo y se puso de pie para marcharse—. Voy a ver si mi casa sigue en pie. ¿Quieres acompañarme?

El semielfo hizo la pregunta a Flint, pero todos los ojos se volvieron hacia Kitiara.

—¡Yo voy! —exclamó con ansiedad Tas.

—No, de eso nada —intervino el enano, que agarró al kender por el cuello de la camisa y tiró de él hacia atrás.

—Tú vienes a casa con nosotros, ¿no, Kit? —preguntó Caramon con sorna.

—Quizá más tarde —repuso la mujer. Alargó la mano y cogió la de Tanis—. Mucho más tarde.

—Oh, cierra el pico —espetó, enojado, Raistlin cuando su gemelo quiso hablar de ello.