La casa de Flint Fireforge estaba considerada como una rareza y una de las curiosidades de Solace. No sólo había sido construida en el suelo, sino que también era toda de piedra, que el enano había acarreado desde el Pico del Orador. A Flint no le importaba lo que la gente pensara de él o de su casa. En la larga y orgullosa historia de su raza no había habido ningún enano que viviera en los árboles. A los elfos les gustaban los árboles, pero Flint no era un pájaro ni una ardilla ni un elfo, gracias le fueran dadas a Reorx, el Forjador, por ello. Flint no tenía alas ni una cola peluda ni orejas puntiagudas, todo lo cual, como bien sabía el mundo entero, eran peculiaridades propias de las especies arborícolas. Él consideraba que vivir en los árboles era algo antinatural, además de peligroso.
—Cáete de la cama y esa será la última caída de tu vida —solía manifestar el enano con tono tenebroso.
De nada servía hacerle notar, como hacía su amigo y socio, Tanis el Semielfo, que hasta en una casa arbórea si uno rodaba de la cama se caía al suelo, y lo más que podía ocurrirle era darse un buen golpe en la espalda.
Empero, Flint aducía que los suelos de las casas arbóreas estaban hechos de madera, y este material no era muy de fiar en la construcción, ya que estaba expuesto a la putrefacción, a los ratones y a las termitas, aparte de que podía ser presa del fuego en cualquier momento o salirle goteras con la lluvia y tener corrientes de aire en los meses fríos. Un golpe de aire fuerte podía llevársela.
Piedra, eso era lo bueno. Nada afectaba a la estupenda y sólida piedra. Fresca en verano y caliente en invierno. Ni una gota de lluvia penetraba en las paredes de piedra. Y el viento ya podía soplar todo lo fuerte que quisiera, hasta ponerse congestionado, que tus buenos bloques de piedra ni siquiera se estremecerían. Era bien conocido el hecho de que las casas de piedra habían sido las únicas que habían resistido el Cataclismo.
—Excepto en Istar —respondía con sorna Tanis el Semielfo.
—Ni siquiera unas casas de piedra pueden aguantar si les cae encima toda una condenada montaña —replicaba Flint, que nunca dejaba de añadir—: Además, no me cabe duda alguna que en el fondo del Mar Sangriento, donde fue a parar toda la ciudad de Istar, algunos peces afortunados disfrutan de una vivienda muy cómoda.
En este día en particular, Flint se encontraba en su casa de piedra tratando de poner cierto orden en el caos en que vivía.
La desorganización había sido el estado continuo de las cosas desde que el kender se había mudado allí.
Los dos compañeros de vivienda, tan radicalmente distintos, se habían conocido un día de mercado. Flint vendía sus artículos, y Tasslehoff, que iba de paso por la ciudad de camino a cualquier lugar interesante, se paró en el puesto del enano para admirar un brazalete exquisito. Según Tas, cogió la joya para probársela, comprobó que le iba a la perfección y se dispuso a ir en busca de alguien que le informara del precio.
Según Flint, salió de un tenderete que había al lado tras tomarse una buena cerveza fresca y se encontró con que tanto Tasslehoff como el brazalete desaparecían rápidamente entre la multitud. El enano atrapó al kender, que manifestó a voz en grito su inocencia. La gente se detuvo para observar el incidente. Sólo a observar, nada de comprar.
Entonces Tanis el Semielfo llegó al lugar de la escena, puso fin al altercado e hizo que la gente se dispersara. Recordó al enano en voz baja que incidentes así eran perjudiciales para el negocio, y lo persuadió de que realmente no deseaba ver al kender colgado por los pulgares en el vallenwood más cercano. Tasslehoff, magnánimo, aceptó las disculpas del enano, cosa que Flint no recordaba haber pedido en ningún momento.
A última hora de la tarde, el kender apareció en la puerta de la casa de Flint llevando consigo un jarro de excelente brandy que, según él, había comprado en la posada El Ultimo Hogar y que le llevaba como ofrenda de paz. A la tarde siguiente, el enano se había despertado con una jaqueca tan horrible que tenía la sensación de que varios herreros martilleaban dentro de su cabeza, y se encontró con que el kender estaba instalado cómodamente en el cuarto de invitados.
Nada de lo que Flint dijo o hizo indujo a Tasslehoff a marcharse.
—He oído comentar que a los kenders os aqueja algo así como… ¿Qué nombre le dais, ansia viajera? Sí, eso es. Ansia viajera. Supongo que sentirás los síntomas muy pronto —insinuó el enano.
—Ni hablar, a mí no me afecta. —Tas se mostró contundente—. Ya lo tengo superado. Me he hecho mayor, se podría decir, y ahora estoy preparado para establecerme. ¿No es una suerte? Realmente necesitas a alguien que cuide de ti, Flint, y aquí me tienes, para ocuparme de ello. Compartiremos esta bonita casa a lo largo de todo el invierno, y viajaremos juntos en verano. Poseo unos mapas excelentes, por cierto. Además, conozco todas las prisiones realmente buenas…
Terriblemente alarmado con semejante perspectiva, más asustado de lo que se había sentido en toda la vida, incluso cuando lo habían capturado unos ogros, Flint había salido en busca de su amigo Tanis el Semielfo y le había pedido que lo ayudara, ya fuera a desalojar al kender o a matarlo. Para su sorpresa, el semielfo se había echado a reír de buena gana y se había negado. Según Tanis, compartir la vida con Tasslehoff sería positivo para el enano, que por su talante apenas se relacionaba con la gente y estaba demasiado aferrado a sus costumbres.
—El kender hará que te conserves joven —dijo Tanis.
—Sí, y probablemente también que muera joven —rezongó Flint.
Vivir con Tasslehoff le dio ocasión de conocer a mucha gente de Solace, en especial a la guardia de la ciudad, que ahora hacía la primera parada en casa del enano cuando buscaba objetos valiosos desaparecidos. El alguacil se cansó pronto de arrestar a Tas, que tenía un apetito insaciable y acababa con la comida de la prisión, salía utilizando las llaves de los guardias e insistía en darles ideas para que mejoraran las celdas. Finalmente, a sugerencia de Tanis el Semielfo, el alguacil tomó la decisión de dejar de arrestar al kender con la condición de que Tas se quedara bajo la custodia de Flint. El enano protestó con vehemencia, pero nadie le hizo demasiado caso.
Ahora, después de la diaria limpieza que hacía en la casa, Flint dejaba cualesquiera objetos nuevos que encontraba en el pórtico de la entrada. O la guardia de la ciudad acudía a recogerlos o los vecinos se pasaban por allí y rebuscaban en el montón los artículos que se les habían «perdido» y que daba la casualidad de que el kender había «encontrado».
También la vida con Tas mantenía activo a Flint; se pasaba la mitad de la mañana buscando sus herramientas, que nunca estaban en su sitio. Por ejemplo, encontró su martillo de plata más valioso y preciado tirado entre un montón de cáscaras de nuez; al parecer, su más reciente utilidad había sido como cascanueces. Sus mejores tenazas no aparecían por ninguna parte. (Al cabo de tres días las halló junto al arroyo que corría por detrás de la casa; Tasslehoff había intentado capturar peces con ellas). Barbotando una sarta de maldiciones contra el kender cabeza de chorlito, Flint estaba buscando la tetera para hervir agua cuando Tasslehoff abrió la puerta de par en par con tanta energía que el enano dio un tremendo batacazo contra la pared.
—¡Hola, Flint! Adivina: ya estoy en casa. Oh, vaya, ¿te has golpeado la cabeza? ¿Qué demonios hacías agachado ahí? No entiendo por qué buscabas la tetera debajo de la cama. ¿A quién se le ocurriría ponerla…? ¿A ti? Oh, bueno, tampoco es tan raro. Me pregunto cómo fue a parar ahí. ¡A lo mejor es magia! ¡Una tetera mágica!
»Y hablando de eso, Flint, estos son unos nuevos amigos míos. Cuidado con la cabeza, Caramon, eres demasiado alto para nuestra puerta. Estos son Raistlin y su hermano, Caramon. Son gemelos, Flint, ¿no te parece interesante? Tienen cierto parecido, sobre todo si se los pone de perfil. Caramon, gírate hacia un lado, y tú también, Raistlin, para que Flint pueda verlo. Y este otro es mi nuevo amigo Sturm Brightblade. ¡Es un Caballero de Solamnia! Los he invitado a cenar, Flint, así que espero que haya comida suficiente.
Tas dejó de hablar, hinchado tanto de orgullo como por las dos profundas inhalaciones que sus pulmones necesitaban después de tan extensa parrafada.
Flint recorrió con la mirada el corpachón de Caramon y esperó que les dejara suficiente a los demás para que comieran también. El enano albergaba serias dudas al respecto. En el momento en que los jóvenes cruzaron el umbral de su casa, se habían convertido en sus huéspedes y, según costumbre enana, debía tratarlos con la misma hospitalidad que daría al thane de su clan en caso de que ese caballero tuviera a bien hacerle una visita, cosa harto improbable. Sin embargo, a Flint no le gustaban mucho los humanos, en especial los jovencitos. Era una raza tornadiza e impetuosa, dada a actuar con precipitación, de forma impulsiva y, en opinión del enano, peligrosa. Algunos estudiosos de su raza atribuían estas características al hecho de que la media de vida humana era muy corta, pero Flint sostenía que aquello sólo era una excusa. Los humanos, a su modo de ver, eran atolondrados, simplemente.
El enano recurrió a un viejo truco que siempre le había funcionado cuando se le presentaban visitas humanas.
—Estaría encantado de que os quedarais a cenar —dijo—, pero, como podéis ver, no tenemos una sola silla que encaje con vuestro tamaño.
—Iré a coger algunas prestadas —se ofreció Tasslehoff al tiempo que se dirigía hacia la puerta, pero lo frenó un sonoro «¡No!» que brotó al unísono de cuatro gargantas.
Flint se enjugó la cara con la barba. Imaginar a la población de Solace privada de sillas, echándose sobre él en tropel, hizo que le brotara de golpe un sudor frío.
—Por favor, no os molestéis —dijo Sturm con aquella condenada cortesía formalista, típica de los Caballeros de Solamnia—. No me importa sentarme en el suelo.
—Y yo puedo sentarme aquí —adujo Caramon mientras arrastraba un arcón y se acomodaba en él. El mueble de madera, tallado a mano, crujió de manera alarmante bajo su peso.
—Tienes una silla que le serviría a Raistlin —le recordó Tas—. Está en tu dormitorio. Ya sabes, esa que utilizamos cuando Tanis viene a… ¿Por qué haces esos gestos raros? ¿Se te ha metido algo en el ojo? Deja que te mire…
—¡Aléjate de mí! —bramó Flint.
Colorado hasta las orejas, el enano sacó de un bolsillo la llave del dormitorio. Siempre mantenía esa puerta cerrada, y cambiaba la cerradura al menos una vez a la semana. Con ello no impedía que el kender se colara dentro, pero al menos se lo ponía un poco más difícil. Entró en el cuarto malhumorado y sacó a rastras la silla que guardaba para que la utilizara su amigo pero que tenía escondida el resto del tiempo.
Colocó la silla y observó intensa y duramente a sus visitantes.
El joven llamado Raistlin era delgado, demasiado, en su opinión, y la capa que llevaba estaba raída y no era muy adecuada para el fresco día primaveral. El chico estaba tiritando y tenía los labios pálidos de frío. Flint se sintió un poco avergonzado por su falta de hospitalidad.
—Toma, ponte aquí —dijo, colocando la silla cerca del hogar, y añadió, con su habitual tono gruñón—: Parece que tienes un poco de frío, chico. Siéntate y entra en calor. Y tú —miró, furibundo, al kender—, si quieres hacer algo útil, ve a la posada de Otik y compra…, ¡compra, fíjate bien!… una jarra de sidra.
—Estaré de vuelta en menos que canta un gallo —prometió Tas—. ¿Por qué se dirá eso? Es una tontería. A veces los gallos están cantando mucho tiempo. No entiendo por qué…
Flint le cerró la puerta en las narices.
Raistlin había tomado asiento tras acercar aún más la silla a la chimenea. Los ojos, de un azul singularmente claro, contemplaron al enano con una intensa seriedad que puso muy nervioso a Flint.
—En realidad no es necesario que nos deis de cenar… —empezó el joven.
—Ah ¿no? —exclamó Caramon, desilusionado—. Entonces ¿para qué hemos venido?
Su gemelo le asestó una mirada que lo hizo encogerse y agachar la cabeza. Raistlin volvió los ojos hacia Flint.
—La razón por la que hemos venido es esta: mi hermano y yo queremos daros las gracias personalmente por defendernos contra aquella mujer —se negaba a llamarla por su nombre, como si hacerlo fuera reconocerle una dignidad inmerecida—, en el funeral de nuestro padre.
Ahora recordó Flint dónde había conocido a los chicos.
Claro que los había visto por la ciudad desde que eran lo bastante mayores para caminar por el suelo, al pie de los vallenwoods, pero había olvidado por completo el incidente.
—Bah, no tuvo importancia —protestó el enano, azorado porque le dieran las gracias—. ¡Esa mujer estaba chalada! ¡Belzor! —resopló—. ¿Qué dios que se preciara de tal se llamaría así? Lamenté mucho lo de vuestra madre, muchachos —añadió en tono más afable.
Raistlin no respondió a este último comentario, desechándolo con un leve parpadeo.
—Mencionasteis el nombre de Reorx. He estado investigando un poco y sé que ese es el nombre del dios al que vuestra raza adoraba en el pasado.
—Quizá lo sea —dijo Flint, atusándose la barba y observando al joven con desconfianza—. Aunque no entiendo a santo de qué un libro humano se interesa por un dios de los enanos.
—Era un libro antiguo —explicó Raistlin—. Muy antiguo, y no sólo hablaba de Reorx, sino de todos los dioses de antaño. ¿Vuestro pueblo sigue adorando a Reorx, señor? No es una pregunta trivial —añadió mientras un tenue rubor teñía sus pálidas mejillas—, ni es mi intención pareceros impertinente. Lo pregunto en serio. Realmente deseo saber vuestra opinión.
—También yo, señor —intervino Sturm. A pesar de estar sentado en el suelo, mantenía la espalda tan recta como un palo.
Flint no salía de su asombro. Ningún humano, en sus ciento treinta y tantos años, había querido saber nada sobre las prácticas religiosas de los enanos. Este interés despertaba su desconfianza. ¿Qué pretendían estos jovenzuelos? ¿Serían espías y estaban tendiéndole una trampa para meterlo en un lío? Había oído rumores de que algunos seguidores de Belzor predicaban que los elfos y los enanos eran herejes y que habría que llevarlos a la hoguera.
«Pues que así sea —decidió Flint—. Si estos muchachos planean pillarme, voy a enseñarles un par de cosas. Incluso a ese grandullón. Un buen golpe en las rótulas y lo pondré más o menos a mi altura».
—Sí, en efecto —admitió resueltamente—. Creemos en Reorx, y me importa un pimiento que lo sepa cualquiera.
—Entonces ¿hay enanos clérigos? —quiso saber Sturm, echándose hacia adelante, interesado—. Me refiero a clérigos que realicen milagros en nombre de Reorx.
—No, joven, no los hay —contestó Flint—. Y no los ha habido desde el Cataclismo.
—En tal caso, si no tenéis prueba alguna de que Reorx continúa interesado por vuestra suerte, ¿cómo es que seguís creyendo en él? —argumentó Raistlin.
—Muy mezquina es la fe que precisa de pruebas constantes para reafirmarse, joven —replicó el enano—. Reorx es un dios, y se supone que no estamos capacitados para comprender a las deidades. Ese fue el fallo del Príncipe de los Sacerdotes de Istar, que lo condujo al desastre. Creyó que conocía la mente de los dioses puesto que se consideraba a sí mismo un dios, o eso es lo que tengo entendido. Para empezar, creó a los kenders —agregó Flint con voz lúgubre—. Y, por si eso fuera poco, a los enanos gullys. A mi modo de ver, creo que Reorx es, como yo, un viajero. Hay otros mundos a los que tiene que atender y parte hacia allí. Igual que él, dejo mi casa durante el verano, pero siempre regreso en otoño. Y mi hogar sigue aquí, esperándome. Nosotros, los enanos, sólo tenemos que esperar a que Reorx vuelva de sus viajes.
—Nunca lo había enfocado de ese modo —dijo Sturm, impresionado por la noción—. Quizás es la razón por la que Paladine abandonó a nuestra gente, porque tenía otros mundos de los que ocuparse.
—Yo no estoy tan seguro de ello —adujo Raistlin, pensativo—. Sé que esto puede parecer absurdo, pero ¿y si en lugar de marcharos de vuestra casa resulta que un día despertáis y os encontráis con que ha sido la casa la que os ha dejado?
—Esta casa seguirá estando aquí mucho después de que yo haya desaparecido —rezongó Flint, pensando que el joven estaba haciendo un comentario desdeñoso sobre su trabajo.
—No me refería a eso, señor —aclaró Raistlin con un atisbo de sonrisa—. Sólo me preguntaba si… A mí me parece… —Hizo una pausa para encontrar las palabras que expresaran exactamente su idea—. ¿Y si los dioses no se han ido en ningún momento? ¿Y si están aquí, esperando simplemente a que nosotros regresemos a ellos?
—¡Bah! Reorx no estaría desperdiciando su tiempo ganduleando, sin darnos a los enanos algún tipo de señal. Somos sus elegidos, ¿sabes? —afirmó Flint con orgullo.
—¿Y cómo sabéis que no os ha dado alguna señal, señor? —inquirió fríamente Raistlin.
La pregunta puso en apuros al enano. Desde luego, él no lo sabía de cierto. Hacía años que no había vuelto a su tierra, a las colinas. Y, a despecho de que viajaba por esta región de punta a cabo, no había tenido realmente mucho contacto con otros enanos. ¡A lo mejor Reorx había regresado, en efecto, y los enanos de Thorbardin guardaban en secreto su vuelta!
—Sería muy propio de ellos, malditas sean sus barbas y sus barrigas —masculló.
—Y, hablando de barrigas, ¿nadie tiene apetito? —preguntó de modo lastimoso Caramon—. Yo me muero de hambre.
—Eso es imposible —manifestó, tajante, Sturm.
—Pues claro que sí —protestó Caramon—. No he comido nada desde el desayuno.
—Me refería a lo que ha dicho tu hermano —repuso Sturm—. Paladine no puede estar en el mundo presenciando las penalidades que los míos se ven forzados a soportar y no interceder.
—Por lo que he oído, los tuyos presenciaron con bastante tranquilidad las penalidades padecidas por quienes estaban bajo su dominio —replicó secamente Raistlin—. Quizá se debiera a que eran responsables de casi todas ellas.
—¡Eso es mentira! —gritó Sturm mientras se incorporaba de un salto y apretaba los puños.
—Vamos, vamos, Sturm, Raist no quería decir… —empezó Caramon.
—¿Insinúas que los caballeros solámnicos no estuvieron implicados activamente en la persecución de los hechiceros? —preguntó Raistlin con fingida sorpresa—. Entonces supongo que, simplemente, los magos se hartaron de vivir en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y por eso huyeron de allí temiendo por sus vidas.
—Raist, estoy seguro de que Sturm no tenía intención de…
—Algunos lo llaman persecución. ¡Y otros extirpar de raíz al Mal! —adujo Sturm, sombrío.
—Es decir, ¿que equiparas la magia con el Mal? —inquirió Raistlin con una calma que no presagiaba nada bueno.
—¿Acaso no es lo que piensa la mayoría de la gente sensata? —contestó bruscamente Sturm.
—No creo que hayas dicho eso en serio, ¿verdad, Sturm? —Caramon se había puesto también de pie y tenía apretados los puños.
—En Solamnia tenemos un refrán: «Si te escuece…».
Caramon lanzó un torpe puñetazo a Sturm; este lo esquivó y respondió con otro que alcanzó a su oponente en la boca del estómago. Caramon se tambaleó al tiempo que soltaba un resoplido, y Sturm aprovechó el impulso para echarse sobre él mientras descargaba más puñetazos. Los dos jóvenes cayeron sobre el arcón de madera, que se desbarató, y la loza que guardaba se hizo añicos, pero ellos siguieron dándose de puñetazos en el suelo.
Raistlin no se movió de su asiento junto a la chimenea, limitándose a contemplar la escena con tranquilidad mientras sus finos labios esbozaban una sonrisa. A Flint le perturbó su frialdad hasta el punto de quedarse paralizado un momento en lugar de parar la pelea. Raistlin no parecía preocupado ni alarmado ni impresionado. El enano habría pensado que el joven había provocado el incidente por divertirse si no fuera porque no parecía que estuviera disfrutando con el espectáculo. Su sonrisa no era jocosa, sino ligeramente despectiva, y su actitud denotaba desdén.
—Esos ojos suyos me ponen la piel de gallina —le diría más tarde Flint a Tanis—. Hay algo en él que apunta una gran sangre fría; ya sabes a lo que me refiero.
—No estoy seguro de entenderlo. ¿Quieres decir que ese joven provocó deliberadamente que su hermano y su amigo se enzarzaran a golpes?
—Bueno, no exactamente —reflexionó el enano—. La pregunta que me hizo fue sincera, de eso no me cabe duda. Empero, tenía que saber cómo afectaría a un solámnico una conversación sobre dioses y todas esas puntadas sobre la magia. Y, si existe un caballero andante aunque no lleve armadura, ese es el joven Sturm que, como solemos decir, nació con la espada a la cadera.
»Pero ese tal Raistlin… —El enano sacudió la cabeza—. Tengo la impresión de que le gustó saber que podía hacer que se pelearan a pesar de ser muy buenos amigos.
—¡Eh, vosotros! —gritó Flint al caer de repente en la cuenta de que iba a quedarse sin muebles si no ponía fin a la refriega—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¡Me habéis roto los platos! ¡Dejadlo ya! ¡He dicho que basta!
Viendo que los dos jóvenes no le hacían caso, el enano tomó cartas en el asunto. Una rápida y diestra patada en la rótula lanzó rodando a Sturm, que empezó a mecerse atrás y adelante con gesto de dolor mientras se aferraba la rodilla y se mordía los labios para no gritar.
Flint agarró un puñado del largo y rizoso cabello de Caramon y le propinó un brusco y fuerte tirón. El joven aulló e intentó, sin éxito, soltarse del enano. Flint tenía una mano de hierro.
—¡Miraos! —dijo el enano con desprecio a la par que propinaba otro tirón de pelo a Caramon y lanzaba una segunda patada a Sturm—. Parecéis dos goblins borrachos. ¿Quién os enseñó a luchar? ¿Vuestra abuelita? Los dos me sacáis más de un palmo de estatura, puede que dos en el caso del joven gigantón, y aquí estáis, tirados en el suelo con el pie de un enano sobre vuestro pecho. Levantaos, los dos.
Avergonzados y con los ojos lacrimosos por el dolor, los dos jóvenes se incorporaron lentamente. Sturm se sostenía sobre un solo pie, sin decidirse a apoyar el peso en la rodilla magullada. Caramon apretó los ojos y dio un respingo mientras se frotaba el cuero cabelludo y se preguntaba para sus adentros si no tendría una buena calva.
—Lamento lo de los platos —farfulló.
—Sí, lo lamento sinceramente, señor —dijo Sturm de corazón—. Os resarciré por los daños, desde luego.
—Yo haré algo más que eso. Pagaré lo que se ha roto —ofreció Caramon.
Raistlin no dijo nada, porque ya estaba contando y apartando dinero del ganado en la feria.
—Y tanto que lo pagaréis —manifestó Flint—. ¿Qué edad tenéis?
—Veinte —respondió Sturm.
—Dieciocho —dijo Caramon—. Raistlin también tiene dieciocho.
—Y piensas convertirte en un caballero —comentó el enano, mirando a Sturm. Sus ojos se volvieron hacia el otro joven—. Y tú, muchachote, supongo que pretendes ser un gran guerrero y poner tu espada al servicio de algún noble, ¿no es así?
—¡Exacto! —Caramon estaba boquiabierto—. ¿Cómo lo sabéis?
—Te he visto por la ciudad, llevando ese espadón. Y mal colocado, todo sea dicho de paso. Bien, pues aquí estoy para dejaros claras unas cuantas cosas a los dos: con que los caballeros echen una ojeada a tu persona y a tu modo de luchar, Sturm Brightblade, se pondrán a reír hasta caerse de espaldas. Y en cuanto a ti, Caramon Majere, no podrías ofrecer tus servicios como espadachín ni a mi anciana abuela.
—Sé que tengo mucho que aprender, señor —respondió, envarado, Sturm—. Si viviera en Solamnia, sería escudero de un noble caballero y aprendería mi oficio de él. Pero no es ese el caso. Estoy exiliado aquí. —Su tono era amargo.
—En Solace no hay nadie que pueda enseñarnos —protestó Caramon—. Esta ciudad es demasiado tranquila. Nunca ocurre nada. Podríamos tener al menos un ataque de goblins, para animar las cosas.
—Muérdete la lengua, jovencito. No sabes valorar lo que tienes. En cuanto a lo del instructor, lo estás mirando. —Flint se golpeó con el pulgar en el pecho.
—¿Vos? —Los dos jóvenes no parecían muy convencidos.
—Os planté el pie encima, ¿no? —dijo el enano, atusándose la barba con complacencia—. Además —añadió, alargando el dedo hacia Raistlin y dándole un golpecito en las costillas que hizo brincar al joven—, quiero charlar con el lector de libros de sus puntos de vista sobre muchos asuntos. Nada de dinero —añadió el enano al advertir la mirada que intercambiaban los gemelos y adivinando lo que estaban pensando—. Podréis pagarme haciendo algún trabajo para mí. Y podéis empezar yendo a la posada para comprobar qué ha pasado con ese condenado kender.
Como si sus palabras lo hubieran conjurado, la puerta se abrió bruscamente, impulsada por el «condenado» kender.
—Traigo la sidra y una empanada de hígado que alguien no quería, y… ¡Oh, vaya! ¡Lo sabía! —Tasslehoff contempló tristemente los pedazos de loza y el arcón roto.
»¿Ves lo que pasa, Flint, cuando no estoy yo? —manifestó mientras sacudía el copete con aire circunspecto.