63

Adam ignoraba en qué lugar se encontraba. Abrió los ojos, asustado, y se agarró con firmeza a las sábanas de la cama; había tenido otra pesadilla. Respiraba de forma agitada y le costó quedarse inmóvil unos instantes para prestar atención. No se oía nada, ni tormentas de arena, ni fuego caer del cielo, ni placas de hielo resquebrajándose, ni tampoco el aullido roto de los Nocturnos… Todos esos sonidos habían llenado su vida hasta entonces. Percibir nada más que el lejano canto de unos pájaros le produjo una apacible y desconcertante calma. Por último olfateó el aire; transportaba un fresco aroma a naturaleza que no hubiera sabido describir.

Estaba a salvo, comprendió al fin.

Se encontraba en el interior de una cabaña pequeña. Las paredes, erigidas con troncos de madera, tenían un color cereza a la luz de una vela de resina que reposaba sobre una mesita arcaica. Tocó el jergón donde yacía: estaba hecho de hojas secas recubiertas con cueros. Era cómodo. No había nada más en la estancia. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?

Se miró los pies. Las manchas moradas del frío habían desaparecido, al igual que el resto de sus heridas. Se sentía extrañamente bien. Demasiado bien, incluso. Como si pudiera empezar a correr y no detenerse durante un día entero. Se incorporó con agilidad y apoyó los pies en el suelo de madera. Adoraba este tacto… Aunque esta vez lo sintió diferente, mucho más intenso y cálido. Los pájaros volvieron a cantar y Adam alzó la cabeza en un gesto espontáneo. De algún modo, era más consciente de todo cuanto lo rodeaba. Su vista también había cambiado. En el interior de aquella cabaña pudo apreciar aspectos que antes se le habrían pasado por alto: las tallas y la rugosidad de las maderas, por ejemplo, cada una con sus propias formas y peculiaridades, o la hilera de hormigas que circulaban en una esquina alejada del suelo… Pese al tono apagado de aquel interior, fue capaz de apreciar sus detalles en todo su esplendor, como si sus cinco sentidos se hubieran agudizado hasta límites sobrehumanos.

Desde la fina hendidura de la puerta se intuía la luz del día. Entonces, la sombra de alguien la tapó y permaneció estática al otro lado.

Adam esperó.

—¿Hola…? —se le ocurrió pronunciar.

La sombra se movió unos centímetros.

—¿Hola? —repitió.

Fuera quien fuese, no tardó en abrir la puerta de la cabaña. Adam tuvo que ponerse una mano por delante de los ojos cuando la claridad diurna lo alcanzó. La silueta de un hombre esbelto entró en la estancia y cerró la puerta tras de sí. Las pupilas de Adam volvieron a adaptarse rápido a la oscuridad: era un tipo alto, de larga melena negra y barba bien cuidada que terminaba en una trenza atada con algas secas. Vestía con cueros y hojas que tapaban parcialmente unos músculos fuertes y dorados por el sol. El hombre se quedó de pie, al lado de la puerta, con las dos manos juntas a la altura de la cintura.

—Me alegro de que hayas despertado, Guía de almas —le dijo con una voz grave y noble.

Adam se lo quedó mirando, desconcertado. No lo conocía de nada. ¿Y cómo lo había llamado?

—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Tienes preguntas, es lógico —dijo—. Pero algunas respuestas debes verlas con tus propios ojos. Te diré que el sol se ha puesto doce veces desde que te trajimos, cuando tu alma moraba más en el otro mundo que en éste. Supimos de tu llegada por una baliza instalada en el bote que cogiste. Has dormido hasta ahora. —Hizo una pausa y prosiguió—: Sin embargo, tus heridas eran mortales. Es un milagro la forma en la que te has recuperado.

—Sí… lo es —asintió el muchacho, que no tuvo claro qué explicación dar a eso. Ni él mismo terminaba de creérselo—. Soy Adam… —se presentó a continuación.

—Ya sabemos quién eres —repuso el otro—. Todo el mundo está contento por tu llegada, Guía de almas. Quieren verte.

—¿Por qué me llamas así? —se extrañó.

—Contigo llevabas algo; un diario que pertenecía a tu padre… Te reconocimos por eso.

—¿Lo conoces? —se incorporó—. ¿Está aquí?

—Tranquilo —solicitó con un gesto de calma—. Todo a su debido tiempo. Acércate, por favor. —Le tendió la mano y la entrelazó en su antebrazo a modo de saludo. A Adam le resultó desconocido aquel ademán, aunque no tuvo reparo alguno—. Me llamo Kirian, soy uno de los portavoces de este lugar y responsable de ti durante tu período de adaptación. Ahora debo pedirte que abras tu mente; lo que estoy a punto de mostrarte te va a resultar difícil de entender.

Adam se mantuvo callado mientras Kirian se daba la vuelta y abría de nuevo la puerta de la cabaña. El muchacho volvió a protegerse los ojos durante un instante, pero una vez se adaptaron a la luz, el rostro, acariciado por el aire puro del exterior, se le transformó.

—Dios mío… —Tuvo que apoyar una mano en el marco de la puerta para no flaquear—. ¿Estoy muerto…? —Sus palabras sonaron más como una afirmación que como una pregunta.

—No, ni mucho menos —replicó el hombre con una sonrisa—. Pero aquí el sol brilla diferente, ¿no es cierto?

Frente a ellos se extendía el paisaje más hermoso jamás imaginado. Un inmenso valle aislado en el que el verde de los árboles y la vegetación reinaban allí donde se mirase. Las montañas, tan altas que sus cimas quedaban coronadas por la nieve de las altas esferas, rodeaban un lago azul de aguas cristalinas y turquesa, alimentado por múltiples cascadas que caían desde las alturas, cuyas gotas pulverizadas formaban fracciones del arco iris al contacto con el sol. Adam recordó con nostalgia las palabras del señor Belicci: «Una vez vi el estallido de un relámpago que quebró el arco iris». Dibujó una sonrisa en memoria del anciano. En aquel momento, unos pocos pájaros emprendieron el vuelo desde la copa de un árbol cercano y surcaron el radiante cielo azul en dirección a la otra punta del valle. Adam dio un paso al frente, atónito, se apoyó en la barandilla de madera construida alrededor de la cabaña y asomó medio cuerpo; se encontraban sobre una explanada que dividía en dos una pendiente montañosa. Por lo menos veinte metros lo separaban del suelo. Había ciervos y ardillas correteando entre las hierbas de ahí abajo. Deslizó la vista por la ladera rocosa que seguía más adelante, donde un camino sinuoso descendía hasta el lago a través de una sucesión de cascadas y desfiladeros. Cerca de la orilla, creyó ver dos caballos negros que corrían libres por unos campos verdes; sus poderosas zancadas levantaban tierra mojada a su paso. Al mirarlos, Adam no pudo evitar maravillarse, ya casi no se acordaba de cómo eran. Se volvió despacio. A su espalda se topó con un espeso bosque de secuoyas; árboles altísimos intactos en el tiempo. En torno a sus gruesos troncos pardorrojizos, se levantaban más cabañas de distintas formas y tamaños, aunque todas poseían una misma estética. Los niños, mujeres y hombres, algunos sonrientes, otros con expresión curiosa, lo miraban desde sus respectivos habitáculos, a distintos niveles de altura. Vestían del mismo modo extraño que el hombre que lo había recibido.

—Bienvenido a Albión, Guía de almas. —Kirian dobló un brazo por delante, de tal manera que el antebrazo le quedó paralelo al pecho, y le hizo un gesto con la cabeza a modo de reverencia.

Al unísono, todas las personas que observaban al muchacho saludaron del mismo modo, con un respeto en sus miradas que lo hizo sobrecogerse.

—Acompáñame, por favor. —El hombre le indicó con la mano una plataforma de madera que descendía en espiral por el contorno del árbol.

Adam lo siguió, boquiabierto. Mientras la recorrían, alzó la vista. Aquellos árboles debían de ser milenarios. Los rayos de sol conseguían colarse por un techo frondoso de hojas y ramas y dibujaban multitud de formas luminosas sobre el suelo. La fauna animal estaba muy presente allí. Formas de vida que tan sólo había visto en algunos libros antiguos escalaban por las ramas o campaban a sus anchas por el terreno, como si siempre hubieran vivido en ese lugar.

—Era cierto… —pensó en voz alta—. Esto es real —murmuró mientras deslizaba la mano por la corteza del tronco.

Al llegar al suelo, el crujir bajo sus pies de las hojas caídas le llamó la atención. Todo era nuevo para él. Pasaron junto a un árbol mucho más pequeño que el resto, aunque no era el único. Con sólo alargar la mano se podían alcanzar los frutos anaranjados que en él florecían. Adam se los quedó mirando. Pudo percibir su olor dulzón, lo que le recordó que tenía un hambre atroz.

—Adelante —lo invitó Kirian, amable—. Coge uno. Todo cuanto ves es tan tuyo como nuestro ahora.

El muchacho extendió el brazo con respeto y arrancó una de las frutas del árbol. Al morderla, el jugo corrió por su barbilla en una explosión indescriptible de sabores. Cerró los ojos de puro placer mientras masticaba.

Siguieron andando por el bosque de secuoyas hasta dejarlo atrás y tomar el camino que descendía hacia el lago. Adam fue observando cada uno de los detalles del lugar a medida que terminaba de comer aquella deliciosa fruta. Con cada nuevo ruido que percibía, con cada planta que se mecía por la suave brisa o con cada animal que veía moverse, él volvía la cabeza en su dirección y se detenía unos segundos para estudiarlos, como si fuera un viajero de otra era, incapaz de reconocer el entorno donde se encontraba. Kirian siempre esperaba, paciente, a que el muchacho saciara su curiosidad y reemprendiera la marcha.

—Aquí no existe la mentira, la envidia, ni el odio —le dijo—. Todos somos como hermanos. Vivimos en un remanso de paz y prosperidad. Y nuestra intención es que siga siendo así. Muy pocas personas conocen el paradero de este lugar, pero hay muchas más ahí fuera que merecen saberlo. Y no te hablo sólo de Inglaterra… —En aquel instante hubo un paréntesis: una mariposa llegó aleteando hasta ellos. Kirian alargó la mano y, asombrosamente, el delicado animal fue a posarse en ella. El hombre observó con una sonrisa su espectacular colorido y, tras unos pasos, la devolvió al aire con cuidado. Después, continuó hablando—: Todos confiamos en todos, sin embargo, tenemos normas. Una sola mente perversa podría echar a perder este equilibrio, destrozar el ecosistema que tanto nos ha costado crear y mantener, por eso debemos ser muy cautos a la hora de traer a más supervivientes aquí. —De pronto, torció por una variante en el camino llena de flores a ambos lados—. Ven. Observa esto.

Tras apartar unas hojas altas, fueron a parar a un mirador natural donde una roca sobresalía de la ladera como si fuera una gigantesca nariz de piedra. Adam se asomó por ella. En otros tiempos hubiese sentido vértigo, pero, extrañamente, tuvo ganas de asomarse más para otear mejor el precipicio.

—Cuidado. —Kirian lo asió del brazo—. Hay cincuenta metros de caída.

Adam asintió, como un niño al que deben recordárselo todo, y dio un paso atrás, aunque siguió mirando. Un fino reguero de agua nacía desde algún punto bajo sus pies. La fuente natural humedecía un tramo de roca vertical hasta que el chorro caía libre por el despeñadero e iba a parar a una pequeña laguna aislada entre un frondoso círculo de vegetación.

—Ése es el estanque de las lágrimas —le explicó Kirian—. El lugar escogido por los más devotos para rezar. También donde la gente viene a llorar una pérdida. En Albión han nacido personas, pero también han muerto otras. La laguna sólo puede verse desde lo alto de este acantilado. Es un sitio tranquilo, envuelto por un silencio tan único y mágico que sólo puede entenderse si se ha estado allí alguna vez.

Adam lo observó unos segundos más, fascinado, y dio otro paso atrás. Desde esa perspectiva podía contemplarse con sumo detalle todo el valle, que se hacía mucho más formidable e impresionante a la vista.

—Todo lo que ves aquí es un paraje excavado por el mar del Norte: un fiordo natural —prosiguió Kirian, que señaló a su derecha. El muchacho se sorprendió al descubrir que el lago no era cerrado, sino que en un extremo se hacía más estrecho y continuaba, serpenteante, a través de las bases de las altas montañas hasta perderse de vista en el horizonte—. El agua salada que llega del océano se mezcla con el agua dulce del deshielo y de los ríos internos que desembocan en las cascadas que puedes observar a tu alrededor. —Hizo un amplio barrido con el brazo—. Tu padre descubrió el final de este fiordo años atrás, mientras navegaba con su barco. Cuando él llegó esto ya era verde y fértil, aunque nada que ver con cómo es ahora. Algunos animales ya vivían aquí. Las colosales montañas que rodean este lugar sirvieron como una barrera natural ante los efectos de las bombas y la radiación. Y como un capricho irrepetible de la naturaleza, Albión se convirtió en una burbuja intacta de vegetación y de vida a la que la Guerra no pudo alcanzar. Aquí los únicos vientos que soplan son los que llegan desde el mar, tan puros como el agua que ves en el lago de ahí abajo.

»A cada uno de nosotros, antes de traernos hasta aquí, tu padre nos habló de Albión. Noah lo bautizó así en honor al nombre que poseía Gran Bretaña antes de llamarse así, antes incluso del Imperio romano, en una época en la que todo eran campos verdes y bosques con lagos. Nos dijo que era el único lugar posible donde vivir y engendrar vida, la única visión hermosa que quedaba en la Tierra… Como puedes imaginar, fue fácil convencernos, a mí y a toda la gente que fue encontrando en sus viajes, gente dispuesta y capaz de acompañarlo y que, ahora, al igual que yo, le deben más que la vida: le deben un modo de vivir. Seguimos plantando las semillas que él trajo, pero todavía queda mucho por hacer… Luchamos día a día para mantener estable el ciclo de la naturaleza. Sembramos y recogemos. Alimentamos a los animales. Pescamos y cazamos lo indispensable para vivir. Enseñamos a nuestros hijos a tener respeto por las cosas que los rodean y por sus semejantes. Ésa es una parte importante de la existencia en este lugar.

—Quisiera verlo… —mencionó Adam de pronto, con emoción contenida en el rostro—. A mi padre. ¿Puedo?

Kirian se volvió hacia el muchacho. Unos ojos azules resaltaban sobre su piel morena.

—Puedo llevarte ante él, si así lo deseas.

—Por favor… —suplicó con la mirada.

El hombre asintió, pasó por su lado y lo condujo montaña abajo. En un momento dado, Adam miró hacia arriba y vio empequeñecida la zona del bosque de secuoyas. El entorno paradisíaco era tan grande que, a pesar de que podían verse personas en el lago, en los bosques, en los caminos…, daba la sensación de ser un lugar deshabitado y virgen. De vez en cuando aún parpadeaba para descartar que todo aquello fuera un simple sueño. Pero no lo era; era tan real como la vida misma. Su cuerpo parecía reaccionar a cada estímulo visual que lo abordaba; miraba a los árboles y se sentía capaz de trepar por ellos hasta sus copas, devolvía la vista al brillo del lago y un férreo deseo lo invitaba a zambullirse en esas aguas y a explorar las profundidades durante horas. De pronto, tuvo ganas de ver Albión por la noche para correr, saltar y observar la luna y las estrellas desde lo alto de todas esas cimas que rozaban el cielo.

¿Sería así como se sentiría Efraím? ¿Tan enérgico, tan libre?

Llegaron a un paso ancho de piedra que cruzaba por debajo de una caudalosa cascada. Su rugido era tan atronador que no permitía escuchar nada más. Adam alargó la mano y, a pesar de la fuerza con la que caía el agua, pudo mantenerla un rato erguida sin que le doliera. Las yedras y el musgo crecían salvajes alrededor de la roca mojada. No se dio cuenta de la existencia de una pequeña cueva oculta tras la cascada, a su espalda, hasta que Kirian lo llamó. El hombre lo estaba esperando frente a la entrada de la gruta.

El muchacho apretó los puños y se armó de valor antes de acercarse. Una profunda intranquilidad volvió a invadirlo. ¿Qué encontraría tras aquella entrada? Respuestas, se dijo. Todas las dudas referentes al verdadero paradero de su padre culminaban en ese recóndito lugar. Kirian lo dejó pasar primero y lo acompañó a lo largo del pasadizo. No les hizo falta encender nada para ver; desde algún punto cercano llegaba una luz ambarina y titilante que marcaba el camino. El ritmo cardíaco de Adam era rápido. Con cada paso que daba sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. No obstante, lo que encontró una vez llegaron al final, extrañamente le otorgó paz, y todos esos efectos de azoramiento en su cuerpo se desvanecieron como partículas arrastradas por el viento, hasta que sólo quedó serenidad. Una piedra angular con una inscripción tallada a mano los esperaba. Bajo ella yacía una tumba esculpida en la roca, cubierta de flores y velas encendidas.

Adam se acercó a paso lento hasta ella y leyó con un nudo en la garganta el epígrafe.

AQUÍ YACE EL HOMBRE CUYOS PASOS GUIARON NUESTRAS ALMAS

HACIA LA SALVACIÓN.

Noah Reichert

1978 - 20XX

—¿Qué le pasó? —preguntó, firme pero triste, sin poder apartar la mirada de la tumba.

—Te habrás preguntado eso tantas veces… —supuso Kirian con pesar.

—Demasiadas…

El hombre respiró hondo.

—A tu padre le gustaba partir sin compañía. Viajaba mejor solo, decía. Aunque siempre conseguía volver con un puñado de hombres y mujeres fuertes, por mucho tiempo que transcurriera. Pero aquella vez, la última vez que lo vimos regresar por ese fiordo, nadie lo acompañaba. Su barco estaba destrozado, parecía un milagro que se mantuviera a flote. Cuando lo ayudamos a bajar de él apenas podía andar, su piel estaba cubierta de sangre y de terribles heridas, y no era muy consciente de dónde se encontraba ni de cómo había regresado hasta aquí… Murió tras dos amaneceres… La gente lloró mucho su pérdida y todos pronunciaron discursos e hicieron ofrendas en su nombre —explicó, sin poder ocultar el dolor de aquel recuerdo—. Noah nunca nos contó qué le había sucedido. En esos dos días casi no habló y sus únicas palabras siempre fueron referentes a sus hijos. Nos dijo que esa vez había ido a buscaros, que el momento de traeros hasta aquí había llegado, pero que, por desgracia, no fue capaz de hacerlo. No dejó de atormentarse por ello, con lágrimas en los ojos, hasta su último aliento. —Kirian cogió una vela, y con la llama encendió otra al lado que se había apagado—. Tengo un mensaje para ti de su parte, me pidió que te lo diera si algún día conseguías llegar hasta Albión.

Adam alargó la mano y tocó la piedra de la tumba.

—¿Qué mensaje?

—Dijo que ningún padre podría estar más orgulloso de sus hijos. Que siempre había anhelado que llegara el momento para poder viajar con vosotros dos, a solas, y enseñaros el mundo tal y como lo veía él; traeros hasta aquí y proporcionaros una vida mejor. Ése era su verdadero sueño. Te daba las gracias en especial, Adam, por cuidar de tu hermano y de tu madre en su ausencia. Estaba convencido de que llegarías a ser un gran hombre y que continuarías su legado tras su muerte. Habló de que todo lo que hizo lo había enriquecido como persona. Sus últimas palabras fueron: «Diles a mis hijos que me perdonen, que comprendan que alguien tenía que hacerlo, y que me llevo una gran paz de espíritu al morir habiendo devuelto la vida. Nunca he querido gloria, ni riquezas, ni poder, tan sólo que ellos me recuerden».

Una lágrima corrió por la mejilla del muchacho. Había llorado tanto por él y por su hermano que saber que al menos su padre murió en un lugar así y no en cualquier otra parte del salvaje Yermo le otorgó cierto consuelo.

—Te perdono —pronunció dirigiéndose a la tumba—. Ningún hijo podría estar tampoco más orgulloso de su padre. —Se quedó unos instantes en silencio y luego miró a Kirian—. Gracias por esto… —dijo con sinceridad—. Ojalá mi hermano hubiera vivido para conocer toda la verdad sobre él. Vendré aquí de vez en cuando para hablar con ellos.

Kirian aceptó su gratitud con un gesto de cabeza.

—Quisiera enseñarte una cosa más antes de que vuelvas a tu cabaña y descanses. ¿Puedes acompañarme?

—No estoy cansado —contestó, aunque le costó separarse de la tumba—. ¿Podré volver aquí luego?

—Por supuesto que sí —contestó—. Tantas veces como desees.

Salieron de la cueva, se alejaron de la cascada y Kirian lo condujo por una senda secundaria que llevaba hasta la orilla del lago. De camino pasaron junto a enormes campos de arrozales y plantaciones con infinidad de frutas y verduras. Kirian le insistió en la necesidad de repoblar el lugar. Le confesó que hacían falta médicos, profesores y, en definitiva, cualquier persona con conocimientos que poder emplear para enriquecer el espíritu de las personas y transmitir a las generaciones futuras.

—Hemos estado estudiando una nueva ruta —le dijo—, un camino seguro en el que no sólo los hombres y las mujeres más fuertes sean capaces de soportar el viaje. Es indispensable para nuestra supervivencia que podamos traer a más gente hasta aquí.

—¿Y habéis encontrado tal ruta? —Adam deslizaba la mano por las plantas que encontraba a su paso, sintiendo una extraña calma. El tacto rugoso y húmedo de las hojas era maravilloso.

—Así es. Ahora ya no es necesario cruzar por el gran cráter ni por el desierto helado para ir de un lado a otro. Tampoco por las mortales regiones del este. Además, hemos reparado el viejo barco de tu padre, el Centurión, y eso nos permite cubrir largas distancias por mar.

Adam pensó bien lo que iba a decir antes de hablar. No quería que sonara precipitado.

—Existe una comunidad de supervivientes en lo que antes era el aeropuerto de Stansted. Son gente buena, la única que he encontrado hasta ahora. Encajarían bien entre vosotros.

Kirian se mostró interesado.

—Recuerdo que tu padre me habló de ellos en alguna ocasión. ¿Crees que con mi ayuda podrías guiarlos hasta aquí?

El muchacho asintió.

—Podríamos…

De pronto, Kirian varió su expresión.

—Lo siento… —se disculpó—. Acabas de llegar del Yermo y yo ya te estoy hablando de volver a ese horrible lugar.

—No lo sientas —repuso Adam con decisión—. Estaría más que dispuesto a viajar contigo para salvar la vida de esa gente. Yo seguiré lo que mi padre empezó. Es mi destino. —Permaneció un segundo en silencio y luego dijo—: Un buen amigo así lo creyó. Y dio su vida por ello.

Kirian lo miró con orgullo.

—¿Comprendes ahora por qué te llamamos Guía de almas? Eres la viva imagen de Noah. Tu presencia aquí trae esperanza a nuestros corazones.

—Espero no defraudaros —afirmó el muchacho.

—Aquí nadie defrauda a nadie —sonrió Kirian, amable.

Adam continuó andando a su lado. Ya casi habían llegado a la orilla. A lo lejos pudo ver la silueta de dos personas que conversaban frente al lago.

—Háblame de esa nueva ruta. ¿En qué consiste?

El rostro de Kirian adoptó una expresión seria.

—Lo que voy a contarte no quiero que te alarme. Quiero que escuches y me sigas. Tan sólo eso: escúchame y sigue caminando. Oigas lo que oigas. ¿Me lo prometes?

—Claro… —asintió con extrañeza.

—Nosotros fuimos los causantes de que Nottingham se quemara. —Sus palabras sonaron como un látigo—. Sin ellos controlando el norte se nos ha abierto un amplio abanico de posibilidades.

Adam contuvo la respiración. Pero ¿de qué le estaba hablando? Decidió esperar a que terminara de explicarse.

—Conocíamos de su existencia —prosiguió Kirian—, de su sistema esclavista. Muchas de las personas que vivimos aquí habíamos perdido a familiares en el pasado, desaparecidos de la noche a la mañana por culpa de los negreros. No somos gente débil, el simple hecho de haber logrado llegar hasta Albión lo demuestra. En una de nuestras últimas reuniones decidimos que había llegado el momento de actuar. Hacía poco que habíamos conseguido reparar el Centurión, así que ésa era nuestra oportunidad. Enviamos a veinte de nuestros mejores hombres al Yermo. Yo mismo lideré la expedición. Amarramos en las costas de Liverpool y seguimos a pie hacia el este. Llegamos a Nottingham dos noches después. Diría que había más esclavos trabajando que negreros vigilándolos. Al acercarnos, nuestra intención era la de hablar con ellos de forma pacífica para que liberaran a nuestras familias. Pero no funcionó. Respondieron con ira y fuego, y fue exactamente lo que obtuvieron a cambio. En medio de la refriega, una de las fábricas se incendió y el viento arrastró las llamas hacia las otras. Los esclavos, desesperados, con sed de venganza, se unieron a la rebelión y el caos no tardó en extenderse. Perdimos a buenos hombres, pero ellos lo perdieron todo. La inclemencia del fuego fue devastadora. Sin embargo, conseguimos sacar de allí a algunas personas y traerlas de vuelta. Sólo por eso valió la pena. —Se fijó en el rostro rígido del muchacho, que le devolvía una mirada tensa y expectante—. Entre ellos había un chico… un chico listo que supo aprovechar la ocasión, esconderse y huir en el momento oportuno. Lo encontramos tras escapar de las llamas, a un par de kilómetros al oeste de allí. Estaba desorientado y no dejaba de pronunciar tu nombre.

Adam no se atrevió a decir en voz alta lo que pensaba. La sensación que lo invadió fue como si cayera al vacío.

—Ahora te pediré que mires a la orilla… —Kirian extendió el brazo en esa dirección.

Desde aquella distancia, el muchacho pudo distinguir mejor a las dos personas que conversaban en el margen del lago. Sintió un escalofrío tan intenso que todo su organismo se paralizó de golpe. Una explosión de entusiasmo fue subiéndole desde el estómago hasta anegarle los ojos. Eran una mujer junto a un chico. Ella le señalaba el lago y hacía gestos con las manos para explicarle cosas que el joven, de espaldas a Adam, atendía fascinado.

—Caleb… —le costó pronunciar, como si contemplara un fantasma.

—Lleva poco tiempo aquí. La mujer que lo acompaña es su responsable durante su adaptación. Al igual que yo lo soy de ti —dijo Kirian.

Adam extendió una mano hacia adelante y dio unos pasos en dirección a la orilla de arena blanca. En aquel momento, Caleb, sentado en la arena, volvió la cabeza con una sonrisa. Fue más bien un movimiento nacido de un buen presentimiento. La sonrisa se le desvaneció de los labios poco a poco.

—Es… Es mi hermano… —pronunció el chico con un hilo de voz—. Es mi hermano… —Los labios le temblaron y se puso en pie—. ¡Es mi hermano! —gritó—. ¡Mi hermano! —La voz se le quebró por el llanto cuando corrió hacia él. Adam se dejó caer de rodillas y no fue capaz de moverse hasta recibirlo entre sus brazos. Tras el impacto fraternal, lo estrechó con fuerza contra el pecho.

—¡Caleb, Dios mío! —Se desesperó por abrazarlo. Pegó los labios a su mejilla—. ¿Cómo…, dónde? —No sabía por dónde empezar. Lo separó lo justo para mirarlo a la cara. Tenía algunas heridas que ya le estaban cicatrizando. Ambos lloraban, igual de sorprendidos y felices. Adam le acarició el rostro y volvió a estrecharlo contra él, como si quisiera asegurarse de que era real.

—Hermano… —lloró Caleb en su hombro—. Hermano mío, veía tu rostro en la oscuridad… Tenía mucho miedo, pero veía tu rostro…

—Estoy aquí… —Adam respiró profundamente y miró al cielo, agradecido. Las lágrimas siguieron cayendo por sus mejillas—. Aquí, contigo.

Kirian le rozó el hombro al pasar a su lado, antes de alejarse por la orilla con la mujer y dejarlos a solas.

Adam besó a su hermano en la frente e intercambió una sonrisa pletórica con él.

De todas las imágenes, de todas las sensaciones y todos los buenos recuerdos que había vivido y le quedaban por vivir, aquél iba a ser el más bello, el más poderoso, el más recordado.

A partir de entonces, se dijo, ya no habría nada imposible.