Frank observó fijamente el revólver sobre la mesa. Desde el patio interno llegaban gritos de pavor que se mezclaban con los aullidos de los Nocturnos. No hacía mucho que esos monstruos habían conseguido superar las defensas y acceder al refugio por los sótanos, y la inevitable masacre que Frank pronosticaba desde hacía tiempo acababa de dar comienzo.
«He sido engañado —pensó furioso—. No debí confiar en nadie…». En Nottingham no daban señales de vida. Efraím, Gedeón y Hannah tampoco habían regresado después de todo ese tiempo.
—Y Adam… —gruñó, con ira en su mirada. Aquel maldito mestizo de sangre nórdica se la había jugado de algún modo, estaba seguro, igual que hizo su padre años atrás.
Sus sueños de llegar hasta Albión se habían diluido como la sangre de los infelices que estaban siendo aniquilados allí abajo.
En cierto modo, él también reconoció que había engañado a la gente. Podría haberlos advertido para que se alejaran de la Guarida y buscaran refugio en los asentamientos más cercanos, pero en vez de eso les había jurado una y otra vez que la situación estaba bajo control. Quedarse sin supervivientes a los que regir significaba perder el poder, algo que, hasta ese momento, no estuvo dispuesto a aceptar.
Agarró el revólver y se introdujo el frío acero del cañón en la boca. Cerró los ojos con fuerza, pero al cabo de unos segundos pensó que aquel modo no acababa de convencerlo. Apartó el arma y volvió a dejarla sobre la mesa. Se quedó observándola. Los gritos de los residentes no cesaban; habrían estremecido a cualquiera, pero a él no. Meditó sobre ello: ¿cuál fue el último momento de su vida en que le hubiera importado algo así? Volvió a coger la pistola y se apuntó bajo el mentón, quitó el seguro y tensó el rostro. Respiró hondo para armarse de valor. Entonces miró el cuadro del trébol irlandés que tenía colgado en la pared. Su patria había quedado reducida a cenizas tras la Guerra; terminó convirtiéndose en un páramo de nubes amarillentas, cubierto de gases tóxicos, donde ni siquiera las alimañas más escurridizas sobrevivieron. Una nueva punzada de rabia lo invadió en ese instante, al recordar cómo tuvo que abandonar su tierra, como un indigente, como un parásito inmigrante, para buscar refugio en los asentamientos de la Inglaterra postnuclear. «Soy un verdadero superviviente», se dijo.
—A la mierda… —masculló, y apartó el revólver del mentón—. ¡A la mierda, ¿me oís?! —Hizo un barrido con el brazo y tiró casi todo lo que había sobre la mesa al suelo. Se levantó y fue a abrir la puerta del balcón.
Salió al exterior y contempló la escena bajo sus pies. Notó que le faltaba el aire cuando el brillo del exterminio se reflejó en sus ojos: las personas corrían despavoridas de un lado a otro del patio. Eran perseguidas por decenas de bestias pálidas que se lanzaban sobre ellas y, tras alcanzarlas y herirlas de muerte, las arrastraban por los pelos y las extremidades para llevárselas de vuelta a los sótanos, dejando regueros de sangre a su paso. No se los llevaban a todos. Algunos hombres y mujeres estaban siendo devorados allí mismo de forma salvaje, ya fuera por uno o varios monstruos, que cada vez que engullían echaban la cabeza hacia atrás para tragar mejor, con las fauces repletas de vísceras y sangre. Frank miró a un lado, atónito. Entre la muchedumbre, un hombre empujó a una mujer al suelo para ganar tiempo y poder escapar del Nocturno que lo perseguía. La criatura varió su objetivo, agarró a la mujer por las muñecas y, mientras la arrastraba, fue golpeando su cabeza hasta matarla. El hombre, que intentó encaramarse a los entoldados de arriba, fue alcanzado por otro Nocturno, que saltó hacia él y lo hizo caer en un abrazo mortal. Eso provocó que Frank se fijase en las alturas; los supervivientes se arrojaban al vacío, perseguidos por aquellos seres que también habían llegado hasta las plataformas en suspensión. Un anciano cayó sobre el cilindro metálico de una hoguera del patio y lo volcó. Su cuerpo empezó a arder y a retorcerse entre gritos agónicos. Aquí y allá se extendían los fuegos ocasionados por las hogueras que la gente había derribado mientras corría enloquecida: las llamas lamían toldos, barracas y estructuras de madera… Se fijó en las puertas de la Guarida. Varios Nocturnos merodeaban por la zona y se abalanzaban sobre todo aquel que se acercara para intentar escapar. Sus afilados rostros demoníacos aullaban, como si hubieran estado esperando aquel momento desde hacía mucho tiempo. Cerca de allí, una madre muy delgada chillaba aterrada e intentaba proteger a su bebé entre sus brazos, sin saber en qué dirección huir; una de las criaturas se le acercaba agazapada como una araña. De pronto, algo agarró por detrás a la mujer y la arrastró hacia la oscuridad de un pasillo. El bebé se le cayó al suelo y fue pisoteado e ignorado por el Nocturno que la estaba acosando segundos antes, que también se lanzó con fiereza para devorarla en el callejón.
Frank cerró los ojos y se presionó los oídos con las manos. El mar de gritos y aullidos que atronaba por todas partes era desquiciante. Cuando los abrió, se sobresaltó al comprobar que uno de esos seres estaba escalando por la pared, a punto de llegar hasta su balcón. Dio un paso instintivo hacia atrás y bloqueó la puerta con rapidez, encerrándose en su habitación.
—¡Joder! —exclamó, pistola en mano. Una sucesión de golpes rabiosos hicieron combarse el pórtico reforzado hacia dentro—. ¡Hijo de puta! —chilló Frank, y efectuó cuatro ruidosos disparos que atravesaron la madera de la puerta. El Nocturno al otro lado berreó y siguió golpeando con la firme intención de entrar, aunque sus embestidas se volvieron menos potentes.
Uno de los aspectos que caracterizaban la Guarida era los misterios que la envolvían. Entre sus muros victorianos, de más de siglo y medio de antigüedad, se escondían secretos que muy pocos sabían. Frank conocía algunos. Por un instante imaginó que tal vez él no tuviera que morir, que el poder no lo era todo y que no era mala idea iniciar una retirada táctica que le permitiera volver a actuar en un futuro. Existía un paso secreto tras una pared del teatro de la planta baja que conducía hasta las afueras de la Guarida, seguramente construido por los antiguos nobles del lugar. Nunca lo había tenido que utilizar y desconocía su estado actual; se trataba de un túnel oscuro, lleno de telarañas, que conectaba con una alcantarilla sellada, a un kilómetro y medio al sur. Tal vez pudiera alcanzarlo y escapar de allí. De nuevo tuvo dudas: ¿estaba dispuesto a abandonarlo todo? Si conseguía llegar con vida al asentamiento del sur, por ser quien era, lo más probable es que pudiera gozar de una posición privilegiada, con dos raciones de comida al día y una buena cama en propiedad, pero ni por asomo sería lo mismo. No obstante, conservaría la vida y su afilado ingenio. Era posible que con ambas cosas pudiera conseguir algo interesante con el tiempo.
Se armó de decisión; dio un último trago a la botella de whisky que siempre tenía sobre la mesa del tapizado verde y salió de la habitación en dirección al pasillo, sin detenerse para recuperar nada de valor. Bajó a toda prisa la escalera que llevaba a la sala desmantelada del teatro. Miró a la salida. La doble puerta que daba al patio interno estaba abierta de par en par y el sonido del caos entraba de lleno en la estancia, pero, en apariencia, allí no había nadie… Frank cogió una antorcha encendida de las que había ancladas a la pared. Con ella en alto corrió, se subió a la plataforma del escenario y se introdujo en los pasillos traseros del atrezo. A su paso fue quemando cortinas y tocadores polvorientos para que, llegado el caso, nada ni nadie pudiera seguirlo. De pronto, se sorprendió al encontrar a uno de sus matones sentado en el suelo, con cara de pánico, a pocos metros de donde se ubicaba el acceso al pasadizo secreto. Tenía la nariz torcida. Se la habría roto algunas semanas atrás.
—¿Qué haces aquí? —Frank se detuvo con semblante serio.
—Una vez me contaron que existía un túnel en este teatro, pero no lo encuentro —dijo el hombre, asustado.
—¿Cuál era tu nombre? ¿Richard? ¿Ronnie? —No lo recordaba.
—No, señor. —Negó con la cabeza—. Soy Rudolf.
—¿Rudolf? —Torció la expresión con un gesto arrogante.
—Sí, señor.
—Me cago en la puta —soltó—. Tus padres debían de ser gilipollas. ¿Tienes armas? —preguntó a continuación.
—Tengo mi pistola. —Se la mostró.
—Está bien. Ven conmigo —dijo, y continuó adelante. Rudolf se levantó a toda prisa y lo siguió.
Frank volvió a detenerse frente a un trozo de pared con el dibujo de un pez de dos cabezas esculpido en ella. Presionó sobre el dibujo con fuerza, lo que pareció activar un mecanismo. Una porción cuadrada del muro se hundió varios centímetros. El polvo cayó a lo largo de la ranura. Frank colocó los dedos en la hendidura y tiró hacia la izquierda, pero pesaba demasiado para poder moverlo él solo.
—¡Ayúdame, coño! —le reprochó al asustadizo Rudolf.
Éste se apresuró a hacerlo. Al deslizar la compuerta, frente a ellos aparecieron unas escaleras de aspecto románico. Con la antorcha por delante, Frank iluminó las catacumbas. Descendían hacia algún lugar que la luz no llegaba a alcanzar. El aire era húmedo y olía a cerrado. Oyeron las cucarachas pulular entre aquellas tinieblas.
—Entra —lo apremió Frank. Los aullidos de algunos Nocturnos ya sonaban desde el teatro.
Se colaron y volvieron a arrastrar el muro hasta su sitio. En el reverso de la pared había colgado un juego de llaves antiguas. Frank las agarró a toda prisa y descendió hacia la oscuridad.
—Espere —dijo Rudolf, que estaba comprobando que el acceso hubiese quedado bien sellado.
Fueron a parar a un túnel del viejo alcantarillado. Siguieron su kilómetro y medio exacto de recorrido y al final se toparon con una reja redonda de hierro. El óxido había corroído sus juntas. Frank usó una de las llaves para abrirla. La cerradura se resistía, así que los dos tuvieron que patearla para que cediera del todo. Aparecieron en el tramo final de una gruta subterránea, cuya salida permanecía tapada con maleza que se había ido acumulando con los años. Una vez la apartaron y salieron al exterior, el sol de la mañana los cegó. Llevaban días sin verlo, cobijados en la oscuridad perpetua de la Guarida.
Frank dio vueltas sobre sí mismo para tratar de orientarse. Se detuvo cuando, a lo lejos, vio su antiguo reino sumido en el silencio; un palacio condenado que se recortaba en el horizonte. El humo de los incendios se colaba por las grietas y los múltiples respiraderos. Ya no se oían los gritos de la gente. Tal vez la distancia los disipara, aunque lo más seguro era que ya no quedara nadie con vida allí dentro.
«Esto no acabará aquí», se juró a sí mismo. El rostro se le ensombreció.
—Vámonos —dijo al fin.
Ambos echaron a andar hacia el sur a paso rápido. De vez en cuando miraban atrás, compungidos, desamparados, como ratas que abandonan la colonia mientras ésta aún se quema.