Lo primero que percibió Adam cuando se quitó la máscara, una vez llegaron al nivel más profundo de la cueva, fue el suave aroma a salitre que arrastraba la corriente. Se intuía la proximidad del mar. El muchacho no veía el Gran Azul desde que era niño, y se preguntó si aún conservaría el mismo color. Pensó en lo mucho que le apetecía volver a contemplarlo. Antes de atravesar la cueva necesitaron detenerse unos instantes en la oscuridad, con la linterna enfocando al techo, para respirar aquel sugerente aire, comer y beber las últimas reservas que les quedaban.
Para Adam, poder librarse del traje aislante, dejarlo a un lado y vestir de nuevo con su ropa de abrigo fue como una bendición. Efraím volvía a respirar con normalidad, aunque se lo veía debilitado.
—Ha sido duro. —El albino, con mirada ausente, se frotaba lentamente las manos para recuperar la circulación.
—Sí —ratificó Adam, apoyado en una roca, que se quitó las botas y los calcetines y puso cara de dolor. Unas feas manchas moradas le recorrían los pies desde el talón hasta el empeine. Se las palpó con cuidado—. Se me han congelado los pies.
—Me refería a todo el viaje. —Efraím observó de forma fugaz las heridas del muchacho, pero no varió su expresión pensativa—. ¿Cuánto hace que partimos?
Adam suspiró.
—Demasiado… —Volvió a calzarse—. Tal vez… —contrajo el rostro de dolor— un ciclo y medio. —Terminó de encajarse la bota de golpe y lanzó un grito que retumbó por las paredes de la cueva—. ¡Dios! —Cerró los ojos y se quedó cabizbajo, temblando.
Efraím esperó unos segundos y dijo:
—¿Todavía piensas en nuestros compañeros?
—¿Eh? —Adam aún trataba de recuperarse del lacerante dolor—. Sí, claro que sí… —respiraba con fuerza—. Pienso en cada una de las pérdidas que hemos sufrido. —«Sobre todo en mi hermano y en Hannah», se lamentó para sus adentros—. ¿Y tú?
—Más de lo que me gustaría. —Observó el caminito por donde habían descendido y le tendió una mano—. Cuando veas que no puedes andar solo, dímelo y te ayudaré.
El muchacho la aceptó y se incorporó.
—Descuida, no creo que tarde mucho.
Cargaron de nuevo con el equipaje y empezaron a avanzar a través de la caverna.
Los conductos, de paredes húmedas y oscuras, estaban repletos de desniveles. Era imposible andar en línea recta más de treinta metros seguidos. Su ritmo era lento, y más o menos cada media hora de recorrido se encontraron con zonas donde la cueva se bifurcaba, aunque siempre había una opción clara: aquel túnel por el que corría el aire era el que debían seguir. Con el transcurso del tiempo, Adam empeoró y tuvieron que detenerse en más ocasiones de las que a ambos les hubiese gustado para descansar unos minutos, hasta que llegó un momento, cuando fuera ya debía de haber anochecido, en que el muchacho simplemente no aguantó más y cayó de rodillas.
—¿Te acuerdas que antes me dijiste que me ayudarías? —masculló con un hilo de voz—. Pues acepto esa ayuda.
Efraím volvió a su lado, le pasó un brazo bajo los hombros y lo ayudó a levantarse.
—Aguanta. Queda muy poco, lo huelo en el aire —quiso alentarlo.
Adam ni siquiera tenía fuerzas para sostener la linterna y alumbrar el camino, así que dejó que fuese su compañero quien lo guiara por la oscuridad.
—¿Qué es lo primero que harás cuando llegues a Albión? —le preguntó Efraím mientras luchaban por seguir adelante: trataba de mantener sus mentes ocupadas.
—Supongo que comerme una sabrosa fruta de color rojo, o amarillo… —El simple hecho de imaginárselo lo hizo mirar a las sombras de enfrente, como si pudiera visualizarlo. El estómago le rugió.
—No… —dijo el albino disconforme—. No puede ser eso.
—¿Por qué no?
—Porque apestas. Lo primero que tendrás que hacer es darte un buen baño.
Adam no puedo evitar reír débilmente. Efraím también sonrió.
—No te hagas ilusiones, tú tampoco hueles demasiado bien… —bromeó. Continuó hablando un rato sobre cómo se imaginaba el paraíso—. Grandes árboles, lagos azules y verde por todas partes… ¿Te acuerdas de cómo era el verde en la naturaleza?
—No, no mucho —repuso Efraím, concentrado en el camino, como si de pronto ya no le pareciera una buena idea seguir conversando.
Poco después de aquello, un tenue resplandor nocturno acarició el perfil de una curva lejana.
—Está ahí… —sonrió Adam, que trató de andar más rápido, limitado por sus heridas—. Es la luz de la luna… —Extendió una mano hacia adelante; quería atrapar el aire fresco y puro que transportaba la cercanía del mar. No se dio cuenta de que estaba andando solo hasta que ya casi había llegado al tramo previo a la salida de la cueva. Se detuvo y se volvió despacio—. Efraím… —llamó a la sombra que, inmóvil, miraba a la oscuridad que acababan de dejar atrás—. Efraím, ¿qué haces? Ya hemos llegado. Ahí enfrente está la playa y el bote que debemos tomar. —Señaló en dirección a la luz.
El albino se volvió y lo miró de un modo extraño. Adam jamás había visto aquella expresión en su rostro; intuyó disculpa en sus ojos, tristeza, o más bien temor al fracaso, como si al final pudiera echarse todo a perder por su culpa.
—Espera aquí. He olvidado algo —le dijo.
El muchacho frunció el ceño.
—Pero ¿de qué estás hablando? ¡Lo conseguimos! Está allí mismo. —Volvió a señalar la salida con vehemencia—. ¡No necesitamos nada más! ¿Qué coño te pasa?
—Por favor, no me discutas esto, Adam. —Parecía nervioso—. Si no vuelvo en unos minutos, sal de la cueva y hazte con ese bote, solo. —Dicho esto, desapareció como un fantasma y se mezcló con las sombras del túnel.
Adam parpadeó, incrédulo.
—Efraím… —susurró—. ¡Efraím! —gritó con fuerza. Pero sólo su propio eco, que se perdió en el negro vacío de la cueva, le contestó.
Efraím corrió por el túnel y deshizo el camino. No fue muy lejos; se detuvo de golpe en un cruce cercano con varias ramificaciones. Se quedó quieto y estudió con ojos felinos los rincones oscuros alrededor de él. Una respiración pesada, herida, cansada, acechaba escondida en alguna parte.
—¿Cómo nos has encontrado? —preguntó con voz amenazante.
—¿Cómo dices? —Se oyó una breve risa. Aquella voz grave y trastornada no dejaba lugar a dudas de a quién pertenecía—. La parte complicada fue llegar hasta esa plataforma en medio del desierto, aunque tienes un olor peculiar, fácil de seguir para un animal con buen olfato. Pero luego —respiró como si los pulmones le quemaran—, cuando creí que os había perdido, vi las luces de vuestro vehículo alejándose en la noche. —Hizo un ruido de excitación con la boca—. Fue todo un detalle que dejarais otro para mí… Sólo tuve que encender los faros y seguir las marcas en la arena, y más tarde vuestras huellas en el hielo, las voces en la cueva… Te equivocaste al darme por muerto. Debiste asegurarte de que realmente lo estaba —amenazó—. El gran Efraím cometiendo un error. —Chasqueó la lengua contra el paladar lentamente, a modo de reproche.
—Un error que voy a enmendar muy pronto… Gedeón —masticó con rabia aquel nombre.
Se oyó una profunda carcajada que retumbó por las paredes de la cueva. Efraím, sin perder el temple, se volvió en varias direcciones. No conseguía verlo.
—Tiene gracia que digas eso, cuando el glaciar de ahí fuera casi me mata por ti.
—Te estás muriendo. Perseguirnos hasta aquí te ha hecho enfermar. Haz algo decente por una vez: da media vuelta y termina tu vida con honor.
—¡NO! —rugió el gigante, enfurecido—. ¡No me hables de honor! ¡No eres más que un topo, un impostor! ¡Un traidor! —Por la forma en que resonaban sus gritos era imposible adivinar de qué dirección provenían—. Pero ¿sabes qué pasa cuando miras a un topo a la luz del día?: que se desvela su verdadera e inofensiva naturaleza —se respondió él mismo.
—¿Y cuál es? —Efraím quiso hacerle hablar de nuevo para descubrir su posición, pero en ese momento reconoció dónde estaba; alcanzó a ver parte de su cuerpo magullado escondido tras un pilar rocoso. Se preparó para atacarlo.
—Que está ciego… —respondió Gedeón con desprecio.
Se oyó el repentino ruido de una batería. Frente al albino estalló un brillo tan potente que convirtió la oscuridad de la gruta en el día más radiante. Éste lanzó un grito de dolor cuando sus retinas se quemaron al instante. El gigante salió entonces de su escondrijo. En la mano sostenía el poderoso foco del norteño que había matado. Siguió alumbrando a Efraím, que había caído de rodillas con las manos tapándose la cara, y lanzó el foco a su lado.
—Te dije que volvería para arrastraros al infierno —le recordó.
Efraím alzó la vista, ciego, los ojos le sangraban, e hizo el intento fallido de ponerse en pie. No pudo verlo, pero sintió cómo la pistola de Gedeón le apuntaba justo antes de disparar.
El estallido de tres disparos atravesó los túneles con la rapidez natural del sonido. Adam se quedó paralizado, con los ojos abiertos de par en par, y sintió como si el corazón le dejase de bombear sangre durante un segundo. Encendió la linterna y, sin pensar en las consecuencias, regresó renqueante por el túnel. De camino, se deshizo de la mochila y del rifle, que ya no tenía munición, para poder correr más rápido. Gritó el nombre de su compañero varias veces. A lo lejos, en el suelo, vio un potente foco encendido que iluminaba un cruce de caminos. Efraím estaba tumbado a un lado, boca arriba, con un gran charco de sangre a su alrededor.
—¡Dios mío! —exclamó el muchacho, que se apresuró a agacharse junto a él.
Efraím temblaba. De sus ojos velados caían dos regueros de sangre. Su mirada enfocaba sin precisión al techo. Varios agujeros de bala le atravesaban el pecho y el estómago de forma salvaje. Adam no pudo creer lo que estaba viendo.
—¿Qué ha pasado…? —se horrorizó, sin atreverse a tocarlo.
—Vete de aquí —balbuceó el albino—. Corre…
Adam miró alrededor pero no vio a nadie. Al ver que no reaccionaba, Efraím se desesperó.
—¡¡CORRE!! —gritó con todas las fuerzas que le quedaban.
El muchacho se apartó, desconcertado, y al ponerse en pie sintió cómo algo lo agarraba por la espalda y lo lanzaba hacia atrás. Chocó con violencia contra el muro de piedra y soltó un grito de dolor. Frente a él vio erguirse una silueta enorme. Ésta tomó impulso y descargó un potente puñetazo en su dirección que lo alcanzó de lleno en la cara y lo derribó. Medio aturdido, con la nariz sangrando, fue agarrado por la solapa del abrigo y obligado a ponerse de nuevo en pie, a pocos centímetros del rostro de su agresor.
—Tenía muchas ganas de verte —gruñó Gedeón entre dientes.
Adam lo reconoció pese a que la vista se le había nublado. ¿Cómo era posible que hubiera llegado hasta allí? La cara demente de aquel maníaco estaba enrojecida por un extraño sarpullido radiactivo. Numerosas nuevas heridas surcaban sus brazos y su cabeza. Aun así, seguía siendo implacable, como si hubiera preservado sus últimas fuerzas para ese momento. Gedeón le propinó un tremendo cabezazo en plena frente que los hizo sangrar a ambos. El muchacho se tambaleó hacia atrás hasta toparse con la pared. Por un momento no supo dónde se encontraba. Todos los sentidos empezaron a fallarle. Oyó la voz lejana de Efraím gritando cosas, pero la conmoción no le permitió entenderlo con claridad. «¡Corre!», creyó distinguir. Y eso trató de hacer; se incorporó como pudo para escapar de allí, con pasos imprecisos que lo hicieron tropezar más de una vez. Una última y agónica descarga de adrenalina fue lo único que en esos momentos lo mantuvo en pie. A su espalda oyó la risa del desfigurado, que lo perseguía sin prisa.
—¡Huye! —se mofó éste, como si estuviera disfrutando enormemente con todo aquello.
Adam, con la cara hinchada, miró al frente. Volvió a intuir la luz de la salida de la cueva. Pero ya no pudo correr, tan sólo dar unos pasos lastimosos que culminaron cuando el gigante volvió a agarrarlo por detrás. En ese instante dejó de reír; lo empotró contra la pared y le estrujó el rostro con las manos para estudiarlo detenidamente. El muchacho intentó forcejear inútilmente.
—Para ti tengo preparado un final especial. Lo llevo pensando hace mucho tiempo. —Gedeón sacó el machete de la cintura y lo presionó contra su pómulo, justo por debajo del ojo. Su excitación fue en aumento; acercó el aliento a pocos centímetros de su cara y rugió como una bestia victoriosa.
Adam, indefenso, destrozado por los golpes, buscó con urgencia una manera de librarse de él. Se palpó la pistola en la cadera, pero sabía que ya no le quedaban balas. No obstante, al pasar la mano por fuera de su bolsillo encontró algo, un objeto diminuto que había estado guardando todo este tiempo. Un recuerdo… un mal recuerdo más bien. Metió la mano dentro y agarró con firmeza el botecito de cianuro que un día le obligó a guardar el señor Belicci. En un último acto de desesperación, cuando el gigante, que gritaba enloquecido, ya lo hacía sangrar con el filo de su cuchillo, Adam le introdujo el recipiente de cristal en la boca y se la tapó con la mano. Gritó con toda su rabia al propinarle un fuerte golpe bajo el mentón que hizo que el cristal se le rompiera en el interior de la garganta.
Gedeón profirió un ruido extraño y se apartó de Adam al instante, soltó el machete y se tocó la cara. Lo miró, atónito, e intentó volver a agarrarlo, pero en ese momento empezó a ponerse rojo y a emitir sonidos antinaturales al doblarse sobre sí mismo. Cayó de rodillas. Las venas del cuello se le tensaron como si la sangre se le estuviera convirtiendo en ácido. Adam, sin piedad en su mirada, observó cómo le empezaba a salir humo y espuma blanca por la boca. El rostro del desfigurado se transformó en una mueca espantosa cuando, rápido y mortal, el cianuro llegó a su estómago y lo hizo desplomarse sobre el suelo. Su cuerpo se convulsionó varias veces, hasta que murió con la agonía de esos últimos instantes reflejada en sus ojos.
Adam volvió casi arrastrándose hasta donde yacía el albino. Una vez a su lado le cogió la mano. Efraím volvió a abrir los párpados con dificultad.
—E-Eres tú… —pronunció a duras penas.
—Sí. —Trató de sonreír—. Lo logramos. Te pondrás bien, ¿de acuerdo?
—No… —Negó casi imperceptiblemente con la cabeza—. Las balas me han atravesado la columna. No soy inmortal, Adam.
—Sí lo eres, joder… —Apoyó la cabeza en su pecho y dos lágrimas le cayeron de los párpados—. Sí lo eres.
—E-Escúchame… —Le costaba mucho hablar—. Todo fue idea de Frank: la desaparición de tu hermano, el viaje… Él lo dispuso todo, estoy seguro. Quería que te matara una vez llegásemos a Albión.
Adam escuchó aquella revelación sin que lo sorprendiera en absoluto y asintió, cabizbajo.
—Lo sé —dijo con pesadumbre—. Y también sé que no lo hubieras hecho.
—Jamás… —le aseguró Efraím, sincero—. Pero debes irte ya. No aguantarás mucho si te quedas.
—No pienso dejarte. —Intentó palpar alrededor de sus heridas para buscar un atisbo de esperanza, algo que pudiera hacer por él—. A ti no.
—Sí lo harás, o también morirás aquí. —Tragó saliva e hizo un gesto de dolor—. Adam, mete la-la mano en mi bolsillo y saca el suero —le pidió en susurros.
—¿Qué? —El muchacho enarcó las cejas.
—Recuerda cómo tienes que usarlo: primero te lo inyectas y luego lo inhalas. Recuérdalo. Es lo único que te mantendrá con vida ahora. —Tomó aire—. ¡Cógelo!
Adam, con una mano temblorosa, rebuscó en el bolsillo interno de su túnica y extrajo el recipiente negro que contenía el suero Aurora.
—Bien —dijo Efraím, sereno y calmado de un modo en que sólo alguien próximo a la muerte podría estar—. Tú has sido el hermano que finalmente he encontrado en este viaje. Ahora es tuyo.
Adam se quedó sin habla. Un llanto silencioso, desgarrador, manó desde lo más profundo de su ser.
—¿En qué me convertiré si me lo tomo? —consiguió preguntar sin fuerza en la voz.
—Alguien como tú, en leyenda. —El albino esbozó una débil sonrisa al imaginar con esperanza lo que el muchacho podría llegar a hacer con un poder así—. Vete… —Tosió un grumo de sangre. Su respiración fue atenuándose—. No esperes a verme morir, no-no pierdas tiempo… Debes vivir. Debes llegar hasta Albión.
Adam lo miró con el rostro desencajado y apretó el suero entre las manos de ambos. Él también estaba al borde de la muerte. Entendía lo que le estaba pidiendo.
—Nunca te olvidaré… —juró entre sollozos—. Tanto si muero ahora ahí fuera, o siendo un anciano… Te recordaré hasta mi último aliento.
Efraím ya no fue capaz de hablar; cerró los ojos y continuó respirando con dificultad mientras su esencia se apagaba.
Si le hubieran preguntado, Adam no habría sabido decir de dónde sacó las fuerzas para levantarse, ayudarse con las paredes para salir de la cueva y caminar hasta la orilla con los ojos llenos de lágrimas. Tal vez fuera el destino el que tirara de él, o tal vez las últimas palabras del albino lo empujaran a alcanzar esa meta.
Cuando llegó al exterior sintió que sus pies pisaban arena húmeda. El mar estaba en calma, oscuro como la noche, cubierto por una delgada capa de niebla que enfriaba el aire. Por el nordeste podía intuirse un débil destello de luz despuntando sobre la línea del océano. El vaivén del agua, hermoso como la espuma que generaba, chocaba contra el casco de un viejo bote de hierro y madera, que atado a un amarre cercano parecía capaz de mantenerse a flote.
El muchacho se acercó hasta la pequeña barca, en un estado entre la consciencia y el delirio, entre la pena más desalentadora y la voluntad de vivir, soltó las amarras y la empujó hasta sacarla de la arena. Se introdujo hasta la cintura en las gélidas aguas y cerró los ojos con fuerza cuando la respiración se le cortó un instante. Tomó impulso y subió al bote con gran esfuerzo, donde encontró dos remos esperándolo. Se sentó como pudo, los agarró y, con movimientos que rozaban el sufrimiento, empezó a remar hasta alejarse de la orilla y perderse entre la niebla.
No supo dónde estaba ni cuánto tiempo había pasado cuando los brazos le fallaron del todo y fue incapaz de seguir remando. Tenía mucho frío y todo él temblaba a causa de la fiebre. Se llevó las manos debajo de las axilas y observó lo vacío que estaba aquel bote. Su boca, seca y manchada por la sangre de la pelea, le imploró un trago de agua que no poseía, y la cabeza empezó a darle vueltas. Las heridas le dolían tanto que por un momento estuvo a punto de perder el conocimiento. Solo y asustado, se le ocurrió coger de nuevo el suero. Lo sostuvo en la mano y se lo quedó mirando con ojos moribundos. Con movimientos lentos, desenroscó el tapón superior de la aguja, que cayó al suelo, se subió un poco la manga del abrigo y se inyectó con firmeza el líquido en el antebrazo. Al instante, un calor reconfortante le recorrió los músculos, aunque acto seguido empezó a sufrir pequeños espasmos que fueron creciendo en intensidad. Entre gemidos, fue perdiendo el control de su organismo. El suero se le cayó y rodó a un lado del bote. Tanteó con las manos, falto de aire, hasta que volvió a dar con él. A duras penas logró destapar la parte inferior del inhalador y acercarse la boquilla a los labios; apretó el mecanismo y aspiró profundamente. Tenía un sabor dulce, fresco, el sabor de la vida, pensó. Las convulsiones desaparecieron a los pocos segundos, pero la pesadez de su cuerpo roto permaneció. Se dejó caer hacia atrás, sobre las maderas del bote, sin poder mantenerse más tiempo erguido, y miró desfallecido al cielo, a las estrellas, a la luna. Lo último que distinguió en la noche antes de perder el conocimiento fue la sirena y los faros encendidos de una embarcación de tamaño mediano que se acercaba bamboleante sobre las aguas. Consiguió mover un poco la cabeza para mirar las letras escritas en el casco. Le pareció leer Centurión en la proa. Aunque no estuvo seguro.
Entonces, sus ojos vidriosos se cerraron y todo se volvió oscuro.